Authors: Anne Rice
—¡Detente, Gabrielle! —grité, cerrando la mano en torno a su brazo—. ¡No has sido tú quien lo ha hecho, quién los ha hecho arder de esa manera...!
—Claro que no —replicó ella, aún en perfecto francés, sin apenas dirigirme la mirada. Tenía un aspecto irresistible mientras, con dos dedos, hacía girar de nuevo el volante violentamente en otra curva de noventa grados. Nos dirigimos hacia la autopista.
—¡Entonces, nos estás llevando lejos de Marius! —exclamé—. ¡Detente!
—¡Primero deja que él reviente esa furgoneta que viene siguiéndonos! —replicó ella con otro grito—. ¡Entonces me detendré!
Pisó a fondo el pedal del acelerador y clavó los ojos en la carretera que tenía ante ella, con las manos asidas con fuerza al volante forrado en piel.
Me volví a mirar y vi la furgoneta por encima del hombro de Louis. Era un vehículo monstruoso que se nos echaba encima con sorprendente rapidez; tenía el aspecto de un enorme coche fúnebre, negro y voluminoso, con una boca de dientes cromados en la roma parrilla frontal y cuatro de los vampiros novicios sonriéndonos con aire burlón desde detrás del cristal sombreado del parabrisas.
—¡No podemos librarnos de este tráfico para dejarles atrás! —dije—. Da la vuelta. Regresemos al auditorio. ¡Da la vuelta, Gabrielle!
Pero ella continuó adelante, sorteando osadamente los vehículos y mandando algunos de ellos a la cuneta por puro pánico.
La furgoneta se nos acercaba más y más.
—¡Es una máquina de guerra, eso es lo que es! —gritó Louis—. Le han montado un parachoques de hierro. ¡Esos pequeños monstruos se proponen embestirnos!
¡Ah, me había equivocado totalmente en esto! Lo había subestimado todo. Había sabido ver mis recursos en esta época moderna, pero no los de ellos.
Y ahora nos alejábamos cada vez más de aquel inmortal, el único que podía mandarlos al otro mundo. Muy bien, pues. Tendría mucho gusto en ocuparme de ellos, entonces. Para empezar, haría pedazos el parabrisas; luego, les arrancaría la cabeza uno a uno.
Abrí la ventanilla, saqué medio cuerpo fuera del coche, con el viento agitando mis cabellos, y me volví hacia ellos lanzando una mirada cargada de odio a sus rostros horriblemente lívidos tras el cristal.
Cuando tomamos la rampa de acceso a la autopista, la furgoneta casi se nos echó encima. Bien. Un poco más cerca y saltaría. Sin embargo nuestro coche estaba reduciendo la marcha en ese instante. Gabrielle no encontraba un hueco entre el tráfico por donde colarse.
—¡Agárrate, que ahí viene! —gritó.
—¡Puedes jurarlo! —asentí. Un instante más y habría saltado del coche y me habría lanzado sobre ellos como un ariete rompedor.
Pero no tuve ese instante. La furgoneta nos golpeó de lleno y mi cuerpo voló sobre el asfalto, cayendo por la cuneta de la autopista mientras el Porsche salía despedido por los aires delante de mí.
Vi a Gabrielle saltando por la portezuela antes de que el coche tocara el suelo, y los dos rodamos por la pendiente cubierta de hierba mientras el coche quedaba volcado y estallaba con un rugido ensordecedor.
—¡Louis! —exclamé. Avancé hacia las llamas. Habría penetrado en ellas para rescatarle, pero el cristal del parabrisas trasero saltó en pedazos y le vi aparecer por él. Alcanzó el terraplén, al tiempo que yo llegaba hasta él. Con la capa, apagué sus ropas humeantes mientras que Gabrielle se arrancaba de encima la chaqueta para imitarme.
La furgoneta se había detenido en el arcén de la autopista, encima de nosotros. Los vampiros que la ocupaban empezaban a saltar el pretil como grandes insectos blancos, aterrizando de pie en la pendiente.
Me apresté a hacerles frente.
Pero, de nuevo, cuando el primero de ellos se deslizó hacia nosotros con la guadaña preparada, se escuchó aquel horripilante grito sobrenatural y se produjo la cegadora combustión. El rostro de la criatura se hizo una máscara negra en un estallido de llamas anaranjadas, y su cuerpo se convulsionó en una danza horrenda.
Los demás vampiros dieron media vuelta y echaron a correr bajo la autopista.
Quise ir tras ellos, pero Gabrielle me sujetó entre sus brazos y me lo impidió. Su fuerza me encolerizó y me sorprendió.
—¡Quieto, maldita sea! —exclamó—. ¡Louis, ayúdame!
—¡Suéltame! —repliqué, furioso—. Quiero a uno de ellos, sólo a uno. ¡Atraparé al más retrasado del grupo!
Pero ella no me soltaba y no estaba dispuesto a pelearme con ella, y Louis se le había sumado en su ardiente y desesperada petición.
—¡Está bien! —asentí al fin, cediendo a regañadientes. Además, ya era demasiado tarde. El quemado había expirado entre el humo y las llamas chisporroteantes, y los otros habían desaparecido en la oscuridad y el silencio sin dejar el menor rastro.
A nuestro alrededor, la noche se había quedado repentinamente vacía, salvo el tronar del tráfico en la autopista, encima de nosotros. Y allí estábamos los tres, juntos, bajo el espeluznante resplandor del coche ardiendo.
Louis se limpió el hollín de la frente con gesto cansado; llevaba manchada la almidonada pechera de la camisa y su larga capa de terciopelo estaba quemada y rasgada.
Y allí estaba Gabrielle, con el mismo aspecto extraviado de siempre; era aquel mismo muchacho sucio de polvo y harapiento, con la raída indumentaria de safari caqui y el flexible sombrero de fieltro marrón ladeado sobre su deliciosa cabeza.
Entre la cacofonía de ruidos de la ciudad, escuchamos el leve ulular de las sirenas acercándose.
Sin embargo, los tres permanecimos inmóviles, esperando, mirándonos unos a otros. Y supe que todos estábamos buscando a Marius. Sin duda, era Marius. Tenía que serlo. Y estaba de nuestro lado, no contra nosotros. Y ahora nos respondería.
Pronuncié lentamente su nombre en voz alta. Miré hacia la zona en sombras bajo la autopista y hacia el ejército interminable de casitas que poblaba las colinas próximas.
Pero lo único que pude oír fue el sonido cada vez más fuerte de las sirenas y el murmullo de voces humanas cuando los mortales empezaron la larga ascensión desde el paseo inferior.
Vi miedo en el rostro de Gabrielle. Le tendí la mano, di un paso para acercarme a ella a pesar de toda aquella horrible confusión mientras los mortales se acercaban cada vez más y los vehículos se detenían en la autopista.
Su brazo fue inesperado, cálido. Pero enseguida me hizo un gesto para que me diera prisa.
—¡Estamos en peligro! Todos nosotros —cuchicheó—. En un peligro terrible. ¡Vamos!
Eran las cinco de la madrugada y estaba completamente a solas ante la cristalera del rancho de Carmel Valley. Gabrielle y Louis habían partido juntos a las colinas para buscar sus respectivos lugares de descanso.
Una llamada telefónica me había informado de que mis músicos mortales estaban a salvo en el nuevo escondite de Sonoma, celebrando una desaforada fiesta tras verjas y cercas electrificadas. En cuanto a la policía y la prensa, con sus inevitables preguntas, tendrían que esperar.
Y allí estaba ahora, esperando las primeras luces de la mañana, como siempre había hecho, preguntándome por qué Marius no se había mostrado, por qué nos había salvado para desvanecerse de inmediato, sin una palabra.
—Supón que no ha sido Marius —había dicho más tarde Gabrielle, paseando nerviosamente por la sala—. Te aseguro que he notado una abrumadora sensación de amenaza. He percibido peligro para nosotros, y no sólo para esas criaturas. Lo he percibido a la salida del auditorio, cuando salíamos con el coche. He vuelto a notarlo cuando estábamos junto al coche en llamas. Había algo allí. Y no era Marius, estoy convencida...
—Había algo casi bárbaro en ello —había añadido Louis—. Casi, aunque no del todo...
—Sí, casi salvaje —había insistido ella, dirigiéndole una mirada de asentimiento—. Y, aunque fuera Marius, ¿qué te hace pensar que no te ha salvado para poder servirse mejor su venganza particular?
—No —había respondido yo con una ligera risa—. Marius no quiere venganza, o, de lo contrario, ya la habría llevado a cabo. De eso estoy seguro.
Pero yo me había sentido demasiado emocionado sólo de contemplarla, de ver una vez más sus andares, sus gestos. Y, ¡ah!, la indumentaria de safari deshilachada. Después de doscientos años, seguía siendo la misma exploradora intrépida. Al tomar asiento, lo había hecho a horcajadas, apoyando el mentón sobre las manos y éstas en el respaldo de la silla.
Teníamos tanto que hablar, tanto que decirnos, que me sentía demasiado feliz para tener miedo.
Además, sentir miedo en este momento era demasiado terrible, pues ahora sabía que había cometido otro grave error de cálculo. Me había dado cuenta de ello por primera vez al incendiarse el Porsche cuando Louis todavía estaba en el interior. Aquella guerra privada mía ponía en peligro a todos los que amaba. Qué estúpido había sido al pensar que atraería el rencor únicamente sobre mí.
Teníamos que hablar las cosas. Teníamos que ser astutos. Teníamos que ser muy cautos.
Pero, de momento, estábamos a salvo. Así se lo había dicho a Gabrielle, tranquilizándola. Ni ella ni Louis percibían la sensación de amenaza en aquel lugar; no nos había seguido al valle. Y yo no la había notado en ningún momento. Y nuestros jóvenes y estúpidos enemigos inmortales se habían dispersado creyendo que poseíamos el poder para incinerarles a voluntad.
—Mil veces, ¿sabes?, mil veces había imaginado nuestro reencuentro —había dicho Gabrielle—. Pero nunca pensé que sería así.
—¡A mí me parece que ha sido espléndido! —había respondido yo—. Y no supongas ni por un momento que no habría sido capaz de solucionar todo eso. Ya estaba a punto de estrangular al de la guadaña y arrojarle por encima del auditorio. Y vi acercarse al otro. Le habría partido por la mitad. Te aseguro de que una de las cosas más frustrantes de todo este asunto es no haber tenido la ocasión de...
—¡Ah,
monsieur,
eres un verdadero demonio! ¡Eres imposible! —había exclamado Gabrielle al escucharme—. Eres..., ¿cómo te llamó Marius...? ¡Eres el ser más detestable! Estoy plenamente de acuerdo.
Me reí, complacido. Qué dulce halago. Y qué encantador su francés anticuado.
Y Louis se había mostrado muy prendado de ella, sentado en las sombras observándola, reticente, perdido en sus cavilaciones. Louis volvía a lucir ropas inmaculadamente limpias, como si tuviera a su disposición toda su indumentaria, y su aspecto era el mismo que si acabáramos de salir del último acto de
La Traviata
para pasear un poco y ver a los mortales bebiendo champán en las mesas de mármol de los cafés mientras los carruajes elegantes pasaban con su estruendo.
Me invadió la sensación de la nueva asamblea formada, de una espléndida energía, de la negación de la realidad humana, de nosotros tres contra cualquier tribu, contra cualquier mundo. Y una profunda sensación de seguridad, de impulso incontenible..., ¿cómo explicárselo a ellos dos?
—Deja de preocuparte, madre —le había dicho yo finalmente, esperando clarificarlo todo, crear un momento de pura ecuanimidad—. No tiene objeto. Un ser lo bastante poderoso para hacer arder a sus enemigos puede encontrarnos en el momento en que lo desee. Puede hacer exactamente lo que le parezca.
—¿Y por ese motivo he de dejar de preocuparme? —había replicado ella. Y yo había visto a Louis sacudiendo la cabeza.
—Yo no tengo vuestros poderes —había intervenido a continuación, modestamente—, pero también he captado esa sensación. Y os aseguro que era extraña, absolutamente ajena a la civilización, a falta de un término mejor.
—¡Ah!, has vuelto a dar en la diana —había exclamado Gabrielle—. Resultaba completamente extraña. Como si procediera de un ser muy remoto...
—Y tu Marius es demasiado civilizado —había insistido Louis—, demasiado cargado de filosofía. Por eso sabes que no busca venganza.
—¿Extraña? ¿Ajena a la civilización? —había replicado yo pasando la mirada de uno a otro—. ¿Por qué no he percibido yo esa amenaza?
—
Mon Dieu,
podría ser cualquier cosa —había declarado Gabrielle, finalmente—. Esa música tuya podría despertar a los muertos.
Había meditado sobre el enigmático mensaje de la noche anterior:
¡Lestat! ¡Peligro!
Pero el amanecer estaba ya demasiado cerca para preocuparles con aquello. Además, tampoco explicaba nada. Era sólo una pieza más del rompecabezas; un fragmento que, tal vez, no encajaba allí en absoluto.
Y ahora, los dos se habían marchado juntos y yo estaba a solas ante las cristaleras contemplando el fulgor de la luz que se hacía cada vez más intenso sobre las montañas de Santa Lucía.
«¿Dónde estas, Marius? ¿Por qué no te muestras de una vez?» pensé. Al fin y al cabo, todo lo que había dicho Gabrielle podía ser verdad. «¿Es una estratagema tuya?»
Pero, ¿no era acaso una estratagema mía la de no invocarle de verdad? Me refiero a alzar con toda su potencia mi voz secreta como él me había dicho, dos siglos atrás, que podría hacer.
A través de todas mis dificultades, no llamarle se había convertido en una cuestión de orgullo para mí, pero, ¿qué importaba ya eso?
Tal vez era la llamada lo que me exigía Marius. Tal vez era lo que requería de mí. Y la añeja amargura y la terquedad habían desaparecido. ¿Por qué no hacer aquel esfuerzo, al menos?
Y, cerrando los ojos, hice lo que había repetido desde aquellas noches dieciochescas en que había gritado su nombre por las calles de Roma y El Cairo. En silencio, le llamé. Y noté el grito sin voz surgiendo de mí y viajando al olvido. Casi pude percibir cómo atravesaba el mundo de dimensiones visibles, cómo se hacía más y más débil, cómo se consumía.
Y entonces vi de nuevo, durante una fracción de segundo, el mismo lugar remoto e irreconocible que había entrevisto la noche anterior. Nieve, nieve inacabable y un edificio de piedra, con las ventanas cubiertas de hielo. Y, en un promontorio elevado, un curioso aparato moderno, un gran plato metálico gris girando sobre un eje para captar las ondas invisibles que cruzan los cielos terrestres.
¡Una antena de televisión! ¡Eso era el objeto! Una antena alzándose de aquel desierto helado hacia el satélite. Y el cristal roto del suelo era la pantalla de un televisor. Lo vi. El banco de piedra... Una pantalla de televisor hecha añicos. Ruido.
Desvaneciéndose.
¡Marius!
Peligro, Lestat. Todos nosotros en peligro. Ella ha... No puedo... Hielo. Enterrado en el hielo.
Destellos de fragmentos de cristal en un suelo de piedra, el banco vacío, el estruendo y la vibración de
El Vampiro Lestat
sonando en los altavoces...
Ella ha... ¡Ayúdame, Lestat! Todos nosotros... Peligro. Ella ha...