Authors: Anne Rice
Volví a contemplar al joven de aspecto libertino que me miraba desde el espejo.
—¡Vaya!, si es el vampiro Lestat... —musité.
Pero ni toda la sangre del mundo pudo evitar que me asaltara el horror cuando me dispuse a descansar.
No pude dejar de pensar en Akasha, de preguntarme si era su risa lo que había escuchado en mi sueño la noche anterior. Y me sorprendió que no me hubiera dicho nada en la sangre, hasta que cerré los ojos y, por supuesto, volvieron a surgir de improviso en mi mente cosas maravillosas, tan mágicas como incoherentes. Ella y yo íbamos caminando juntos por un pasillo —no allí sino en otro lugar que me resultó conocido; creo que era un palacio alemán donde Haydn había escrito sus obras— y me hablaba relajadamente, como lo había hecho mil veces.
Pero háblame de todo esto, en qué cree la gente, qué mueve los engranajes en su interior, qué son estos maravillosos inventos...
Llevaba un elegante sombrero negro con una gran pluma blanca en el ala ancha y una gasa blanca rodeando su parte superior y atada bajo la barbilla, y su rostro era simplemente primerizo, simplemente joven.
Cuando abrí los ojos, supe que Marius me estaba esperando. Salí de la cámara y le vi de pie junto a la funda vacía del Stradivarius, de espaldas a la ventana abierta sobre el mar.
—Tienes que irte ahora mismo, mi joven Lestat —me comunicó con pesar—. Esperaba que tuviéramos más tiempo, pero es imposible. El barco espera para emprender viaje.
—Es por lo que he hecho... —murmuré, abatido. Así que me expulsaba de allí...
—Él ha destruido las cosas de la cripta —explicó Marius, pero su voz pedía tranquilidad. Me puso la mano en el hombro y se hizo cargo de la valija con la otra. Nos dirigimos a la puerta—. Quiero que te vayas enseguida, porque es lo único que le calmará, y quiero que recuerdes, no su cólera, sino todo lo que te he contado, y que tengas confianza en que volveremos a vernos, como te he dicho.
—¿Y tú? ¿No le tienes miedo, Marius?
—¡Oh, no! No te vayas con esa preocupación. Ya ha hecho cosas semejantes en otras ocasiones, de vez en cuando. Estoy convencido de que, en realidad, no sabe lo que hace. Sólo sabe que alguien se ha interpuesto entre él y Akasha. Sólo es preciso tiempo para que caiga de nuevo en el sopor.
Una vez más, aquella palabra:
sopor.
—Y ella sigue sentada como si no se hubiera movido nunca, ¿verdad?
—Quiero que te vayas ahora mismo para no provocarle —insistió Marius, conduciéndome fuera de la casa hacia la escalera tallada en el acantilado mientras continuaba hablando—: La facultad que poseemos los de nuestra raza para mover objetos, prenderles fuego o causar daños físicos con la fuerza de la mente no se extiende, en cualquier caso, demasiado lejos del lugar físico donde nos encontramos. Por eso quiero que te vayas de aquí esta noche y emprendas viaje a América. Cuando él ya no esté agitado y ya no recuerde lo ocurrido, te mandaré llamar. Y yo no habré olvidado nada y estaré esperándote.
Vi la galera en el puerto, a mis pies, cuando llegamos al borde del acantilado. La escalera parecía imposible de bajar, pero no lo era. Lo imposible de verdad era que estaba dejando a Marius y aquella isla en aquel mismo instante.
—No es preciso que desciendas conmigo —dije, tomando la valija de su mano y haciendo un esfuerzo por no parecer abatido y amargado. Al fin y al cabo, yo había causado aquello—. Preferiría no llorar en presencia de nadie. Despidámonos aquí.
—Ojalá hubiéramos tenido unas noches más para estudiar con calma lo sucedido —murmuró él—. Pero mi amor va contigo. Y recuerda las cosas que te he dicho. Cuando volvamos a vernos, tendremos tanto de que hablar...
Marius dejó la frase en el aire.
—¿Qué sucede, Marius?
—Dime, con sinceridad —me preguntó—, ¿lamentas que acudiera a buscarte a El Cairo, que te trajera aquí?
—¿Cómo podría lamentarlo? —repliqué—. Lo único que siento es tener que irme. ¿Qué sucederá si no puedo volver a encontrarte, o tú a mí?
—Cuando llegue el momento indicado, te encontraré —afirmó Marius—. Y recuerda siempre que tienes el poder de llamarme, como ya has hecho una vez. Cuando escucho esta llamada soy capaz de cubrir distancia que, por mí solo, no podría recorrer jamás. Si es el momento oportuno, responderé. Puedes estar seguro de ello.
Asentí. Había demasiadas cosas que decirse y no pronuncié una palabra.
Nos estrechamos en un largo abrazo; luego me volví e inicié lentamente el descenso, consciente de que Marius comprendería que no volviera la vista atrás.
No supe cuánto añoraba «el mundo» hasta que el barco remontó por fin el lóbrego Bayou St. Jean rumbo a la ciudad de Nueva Orleans y vi recortarse contra el cielo aún luminoso la línea negra y áspera de los pantanos.
El hecho de que ninguno de nuestra raza hubiera penetrado nunca en aquella espesura me produjo excitación y humildad al mismo tiempo.
Antes de que el sol se alzara la primera mañana, ya me había enamorado de aquellas tierras bajas y húmedas, igual que había amado el seco calor de Egipto. Con el paso del tiempo, llegaría a amar aquel rincón más que cualquier otro lugar del mundo.
Allí, los aromas eran tan intensos que despedían su fragancia las propias hojas, además de los capullos amarillos y rosas. Y el gran río marrón, que pasaba impetuoso junto al miserable rincón de la Place d'Armes con su pequeña catedral, eclipsaba a cualquier otro mítico río que hubiera visto nunca.
Inadvertido y sin competidores, exploré la pequeña colonia destartalada con sus calles embarradas y sus aceras de tablones y los sucios soldados españoles haraganeando en los alrededores de los calabozos. Me perdí por los peligrosos garitos del puerto, llenos de marineros de barcazas fluviales dados al juego y a la bronca, y de encantadoras caribeñas de piel morena; me dediqué a vagar de nuevo para contemplar el silencioso destello del relámpago, para escuchar el amortiguado rugido del trueno, para sentir el calor sedoso de la lluvia estival.
Los techos de aleros bajos de las pequeñas casas de campo brillaban bajo la luna. La luz producía destellos en las verjas de hierro de elegantes mansiones de tipo español de la ciudad y parpadeaba tras las cortinas de encaje legítimo que colgaban tras las puertas acristaladas recién limpiadas. Deambulé entre las casitas toscas que se extendían hasta los baluartes y, asomándome a las ventanas, vi muebles llenos de dorados y objetos lacados, retazos de riqueza y civilización que en aquel lugar bárbaro parecían despreciables, recargados y hasta tristes.
De vez en cuando, entre el fango surgía una visión: un auténtico caballero francés engalanado con una peluca blanca y una levita de gala, en compañía de su esposa con una cestita y de un esclavo negro sosteniendo en alto unos zapatos limpios para sus amos.
Comprendí que había llegado al puesto avanzado más recóndito de mi Jardín Salvaje, que aquélla era mi tierra y que me quedaría en Nueva Orleans, si Nueva Orleans conseguía arraigar allí. Fueran cuales fuesen mis sufrimientos, serían menos intensos en aquel lugar sin ley; cualquier cosa que desease, me daría placer una vez la tuviera en mi poder.
Y esa primera noche en aquel pequeño paraíso fétido, hubo momentos en que recé para que, a pesar de todo mi secreto poder, pudiera sentirme de algún modo igual a cualquier hombre mortal. Tal vez no fuera el exótico marginado que había imaginado ser, sino sólo una difusa magnificación de cualquier alma humana.
Viejas verdades y magias antiguas, revoluciones e inventos, todo conspira para distraernos de la pasión que, de un modo u otro, nos vence a todos.
Y, cansados por fin de esta complejidad, soñamos con el tiempo lejano en que nos sentábamos en el regazo de nuestra madre y cada beso era la consumación perfecta del deseo. ¿Qué podemos hacer sino extender las manos para el abrazo que ahora debe contener a la vez el cielo y el infierno: nuestro destino una y otra vez?
Casí llego al final de La educación juvenil y las aventuras del vampiro Lestat, la narración que me disponía a contaros. Ahora conocéis esta historia de magia y misterio del Viejo Mundo que he decidido revelar pese a todas las prohibiciones y requerimientos de silencio.
Pero mi relato no termina aquí, por muy reacio a proseguirla que sea. Y debo hacer mención, aunque sea brevemente, de los dolorosos acontecimientos que me llevaron a tomar la decisión de desaparecer bajo tierra en 1929.
Eso fue ciento cuarenta años después de que dejara la isla de Marius. Y nunca volví a ver a éste. También Gabrielle permaneció absolutamente perdida para mí. Se había desvanecido aquella noche en El Cairo y nunca volví a tener noticia de ella por boca de nadie, mortal o inmortal.
Y cuando me enterré en el siglo XX, estaba solo, cansado y malherido de cuerpo y alma.
Había vivido «una existencia completa» como Marius me había aconsejado, pero no podía echarle a él la culpa de cómo la viví, de los terribles errores que cometí.
La fuerza de voluntad había modelado mi experiencia más que cualquier otra característica humana, Y, pese a todos los consejos y predicciones, me expuse a la tragedia y al desastre como siempre he hecho. Con todo, no puedo negarlo, tuve mis recompensas. Durante casi setenta años tuve a mis criaturas vampíricas, Louis y Claudia, dos de los inmortales más espléndidos que han caminado jamás sobre la Tierra, y me relacioné estrechamente con ellas.
Poco después de llegar a la colonia caí enamorado sin remedio de un joven burgués de cabello oscuro, Louis, un hacendado de hablar elegante y modales remilgados que, por su cinismo y afán autodestructivo, me pareció el hermano gemelo de Nicolás.
Tenía la misma torva intensidad de Nicolás, su rebeldía, su torturada capacidad para creer y no creer hasta caer, finalmente, en la desesperanza.
Sin embargo, Louis ejerció sobre mí un influjo mucho más poderoso que el de Nicolás. Incluso en sus momentos de mayor crueldad, Louis sabía tocar mi punto de ternura, sabía seducirme con su tambaleante dependencia, con su embeleso ante cada uno de mis gestos y mis palabras.
Y siempre me conquistaba su ingenuidad, su extraña fe burguesa en que Dios seguía siendo Dios aunque nos volviera la espalda, que la condenación y la salvación establecían los límites de un mundo reducido y desesperado.
Louis era un sufridor, un ser que amaba a los mortales aún más que yo. Y a veces me he preguntado si no escogería a Louis para castigarme por lo sucedido con Nicolás, si no le habría creado para ser mi conciencia y para seguir sufriendo año tras año la condena que creía merecer.
Pero yo amaba a Louis, simple y llanamente. Y fue la desesperación por retenerle, por tenerle más cerca de mí en los momentos más precarios de mi vida, lo que me llevó a cometer el acto más egoísta e impulsivo de toda mi existencia entre los muertos vivientes. El crimen que iba a significar mi ruina: la creación —con Louis y para Louis— de Claudia, una niña vampiro de asombrosa belleza.
Su cuerpo no tenía más de seis años cuando lo tomé y, aunque la niña habría muerto si no lo hubiera hecho (igual que habría muerto Louis de no haberle tomado también), mi acción fue un desafío a los dioses por el que tanto yo como Claudia habríamos de pagar.
Pero ésa es la historia que Louis ya contó en
Confesiones de un Vampiro,
que, pese a todas sus contradicciones y terribles malentendidos, consigue captar la atmósfera en la que Claudia, Louis y yo nos reunimos y permanecimos juntos durante sesenta y cinco años.
En el transcurso de ese tiempo, no hubo quien se nos pareciera entre nuestra raza: un trío de mortíferos cazadores vestidos de seda y terciopelo, exaltados en nuestro secreto y medrando en la próspera ciudad de Nueva Orleans, que nos acogía entre lujos y nos suministraba una fuente inagotable de nuevas víctimas.
Y, aunque Louis lo ignoraba cuando escribió su crónica, sesenta y cinco años son un período de tiempo excepcionalmente largo para mantener un vínculo, en nuestro mundo.
En cuanto a las mentiras que cuenta, a los errores y falsedades que comete, debo perdonarle su exceso de imaginación, su amargura y su vanidad que, al fin y al cabo, nunca fue muy grande. Jamás le di a conocer ni la mitad de mis poderes, y con razón, pues él rehuía usar incluso la mitad de los suyos, por un sentimiento de culpa y de aversión hacia sí mismo.
Incluso su hermosura fuera de lo común y su infalible encanto fueron una especie de secreto para él. Cuando leáis su afirmación de que le convertí en vampiro porque codiciaba su plantación y su casa, supongo que podéis atribuir sus palabras a la modestia, más que a la estupidez.
En cuanto a su creencia de que yo era un campesino, su actitud resulta comprensible. Al fin y al cabo, él era un muchacho de clase media lleno de inhibiciones y prejuicios que aspiraba, como todos los plantadores coloniales, a ser un auténtico aristócrata sin haber conocido jamás ninguno, mientras que yo procedía de una larga línea de señores feudales que se chupaban los dedos y arrojaban los huesos a los perros durante las comidas.
Cuando dice que yo jugaba con inocentes desconocidos, trabando amistad con ellos para luego matarlos, ¿cómo iba él a saber que escogía mis víctimas casi exclusivamente entre los tahúres, ladrones y asesinos, que acabaría por ser más fiel de lo que nunca había pensado a mi tácito juramento de sólo hacer mis presas entre los malhechores? (El joven Freniere, por ejemplo, un plantador al que Louis idealiza de forma indecible en su texto, era en realidad un asesino perverso y un tramposo con las cartas, y estaba a punto de firmar un pagaré sobre la plantación familiar por deudas de juego cuando acabé con él. Las prostitutas con las que sacié mi sed delante de Louis en cierta ocasión, para fastidiarle, habían drogado y robado a muchos marineros de los que no había vuelto a tenerse noticia.)
Pero tales menudencias no importaban, en realidad, pues Louis explicó su versión tal como creía que habían sucedido las cosas.
Y, claramente, Louis fue siempre la suma de sus imperfecciones, el espectro más engañosamente humano que he conocido nunca. Ni siquiera Marius habría podido imaginar una criatura tan compasiva y contemplativa, siempre caballeroso y refinado, hasta el punto de enseñar a Claudia a utilizar correctamente los cubiertos cuando ella, bendito sea su negro corazoncito, no tenía la menor necesidad de tocar siquiera un cuchillo o un tenedor.