—Es extraño.
—No, nada extraño. Es como el viejo chiste de Henny Youngman. El marido llega a casa, entra en el cuarto de estar y ve un puro encendido en un cenicero. Le pregunta a su mujer qué es eso, pero ella finge no saberlo. Aún mosqueado, el marido empieza a registrar la casa. Cuando entra en el dormitorio, abre el armario y se encuentra allí a un desconocido. “¿Qué hace usted en mi armario?”, pregunta el marido. “No lo sé”, tartamudea el otro, temblando y sudando. “Todo el mundo tiene que estar en alguna parte.”
—De acuerdo, te entiendo. Pero de todas formas debía haber algunos tipos muy duros contigo en aquel armario. No debió resultar muy agradable.
—Pasé algunos momentos de apuro, lo reconozco. Pero aprendí a arreglármelas bastante bien. Fue la única vez en mi vida en que mi aspecto raro resultó útil. Nadie sabía qué pensar de mí y al cabo de algún tiempo convencí a la mayoría de los otros internos de que estaba loco. Te pasmarías al ver que la gente te deja completamente en paz cuando piensan que estás pirado. En cuanto tienes esa expresión en los ojos, quedas inoculado contra los problemas.
Y todo porque querías defender tus principios.
—No fue tan duro. Por lo menos siempre supe por qué estaba allí. No tuve que torturarme con remordimientos.
—Yo tuve suerte en comparación contigo. No pasé las pruebas físicas a causa del asma y nunca tuve que volver a preocuparme del asunto.
—Así que te fuiste a Francia y yo me fui a la cárcel. Los dos nos fuimos a alguna parte y los dos hemos vuelto. Así pues, ahora estamos los dos en el mismo sitio.
—Es una forma de verlo, supongo.
—Es la única forma de verlo. Nuestros métodos fueron diferentes, pero los resultados fueron exactamente los mismos.
Pedimos otra ronda de copas. Ésa llevó a otra, y luego a otra, y después a una tercera. En medio, el camarero nos invitó a un par de copas por cuenta de la casa, un acto de amabilidad que recompensamos rápidamente animándole a servirse una para él. Luego la taberna empezó a llenarse de clientes y nosotros fuimos a sentarnos a una mesa del fondo. No recuerdo todo lo que hablamos, pero el principio de aquella conversación lo tengo mucho más claro que el final. Para cuando llegamos a la última media hora o tres cuartos, tenía tanto bourbon en el cuerpo que literalmente veía doble. Esto no me había sucedido nunca y no tenía ni idea de cómo lograr que el mundo volviese a estar enfocado. Cada vez que miraba a Sachs, veía dos. Parpadear no me ayudaba y sacudir la cabeza sólo servía para que me mareara. Sachs se había convertido en un hombre con dos cabezas y dos bocas, y cuando finalmente me puse de pie para marcharme, recuerdo que me cogió con sus cuatro brazos justo cuando yo estaba a punto de caerme. Probablemente fue una buena cosa que hubiese dos Sachs aquella tarde. Yo era casi un peso muerto y dudo que un solo hombre hubiese podido llevarme.
Sólo puedo hablar de las cosas que sé, las cosas que he visto con mis propios ojos y escuchado con mis propios oídos. Exceptuando a Fanny, es posible que yo fuera la persona más cercana a Sáchs, pero eso no significa que sea un experto en los detalles de su vida. Él tenía casi treinta años cuando le conocí y ninguno de los dos nos explayábamos mucho hablando del pasado. Su infancia es en gran medida un misterio para mí y, más allá de unos cuantos comentarios casuales que hizo acerca de sus padres y sus hermanas a lo largo de los años, no sé prácticamente nada acerca de su familia. Si las circunstancias fueran diferentes, intentaría hablar con algunas de estas personas ahora, haría un esfuerzo por llenar tantas lagunas como pudiera. Pero no estoy en situación de empezar a buscar a sus maestros de la escuela y a sus amigos del instituto, de concertar entrevistas con sus primos y compañeros de universidad y con los hombres con los que estuvo en prisión. No hay tiempo suficiente para eso, y puesto que me veo obligado a trabajar rápidamente, no tengo en qué apoyarme salvo mis propios recuerdos. No digo que se deba dudar de estos recuerdos, que haya nada falso o deformado en las cosas que sé acerca de Sachs, pero no quiero presentar este libro como algo que no es. No hay nada definitivo en él. No es una biografía ni un retrato psicológico exhaustivo, y aunque Sachs me confió muchas cosas durante los años de nuestra amistad, creo que sólo estoy en posesión de una comprensión parcial de su persona. Quiero decir la verdad acerca de él, contar estos recuerdos con la mayor sinceridad de que sea capaz, pero no puedo descartar la posibilidad de equivocarme, de que la verdad sea muy diferente de lo que yo imagino.
Nació el 6 de agosto de 1945. Recuerdo la fecha porque siempre la mencionaba, refiriéndose a sí mismo en varias conversaciones como “el primer niño de Hiroshima nacido en Estados Unidos”, “el verdadero niño de la bomba”, “el primer hombre blanco que respiró en la era nuclear”. Solía afirmar que el médico le había traído al mundo en el preciso momento en que el Hombre Gordo salía de las entrañas del
Enola Gay
, pero siempre me pareció que esto era una exageración. La única vez que hablé con la madre de Sachs, ella no recordaba a qué hora había tenido lugar el nacimiento (había tenido cuatro hijos, decía, y todos los partos se mezclaban en su mente), pero por lo menos confirmó la fecha, añadiendo que se acordaba claramente de que le habían contado lo de Hiroshima
después
de que su hijo naciera. Si Sachs se inventó el resto no era más que una pequeña mitificación inocente por su parte. Se le daba muy bien convertir los hechos en metáforas, y puesto que siempre tenía gran abundancia de hechos a su disposición, podía bombardearte con un interminable surtido de extrañas conexiones históricas, emparejando a las personas y los acontecimientos más remotos. Una vez, por ejemplo, me contó que durante la primera visita de Peter Kropotkin a los Estados Unidos en la década de 1890, Mrs. Jefferson Davis, la viuda del presidente confederado, solicitó una entrevista con el famoso príncipe anarquista. Eso ya era de por sí extraño, decía Sachs, pero entonces, sólo unos minutos después de que Kropotkin llegase a casa de Mrs. Davis, se presentó por sorpresa nada más y nada menos que Booker T. Washington. Washington anunció que buscaba al hombre que había acompañado a Kropotkin (un amigo común), y cuando Mrs. Davis se enteró de que estaba esperando en el vestíbulo, ordenó que le hicieran pasar a reunirse con ellos. Así que durante la hora siguiente este improbable trío estuvo sentado alrededor de una mesa tomando el té y conversando cortésmente: el noble ruso que pretendía derribar a todo gobierno organizado, el antiguo esclavo convertido en escritor y educador y la esposa del hombre que llevó a América a su guerra más sangrienta en defensa de la institución de la esclavitud. Sólo Sachs podía saber algo semejante. Sólo Sachs podía informarle a uno de que cuando la actriz de cine Louise Brooks crecía en una pequeña ciudad de Kansas a principios de siglo, su vecina y compañera de juegos era Vivian Vance, la misma mujer que más tarde actuó en el programa de televisión
Te quiero
,
Lucy
. Le divertía haber descubierto esto: que los dos extremos de la feminidad americana, la vampiresa y la maruja, la diablesa libidinosa y el ama de casa desaliñada, hubiesen empezado en el mismo lugar, en la misma calle polvorienta de Estados Unidos. A Sachs le encantaban estas ironías, las inmensas locuras y contradicciones de la historia, el modo en que los hechos se ponían constantemente cabeza abajo. Empapándose de estos hechos, podía leer el mundo como si fuera una obra de la imaginación, convirtiendo los sucesos documentados en símbolos literarios, tropos que señalaban una oscura y compleja configuración incrustada en lo real. Nunca pude estar muy seguro de hasta qué punto se tomaba en serio este juego, pero lo jugaba con frecuencia, y a veces era casi como si no pudiese contenerse. El asunto de su nacimiento formaba parte de esta misma compulsión. Por una parte, era una forma de humor negro, pero también era un intento de definirse, una forma de implicarse en los horrores de su tiempo. Sachs hablaba a menudo de la bomba. Era un hecho fundamental del mundo para él, una última demarcación del espíritu, y en su opinión nos separaba de todas las demás generaciones de la historia. Una vez adquirida la capacidad de destruirnos a nosotros mismos, la noción misma de vida humana había quedado alterada; incluso el aire que respirábamos estaba contaminado por el hedor de la muerte. Sachs no era, ciertamente, la primera persona a quien se le había ocurrido esta idea, pero teniendo en cuenta lo que le sucedió hace nueve días, hay algo pavoroso en esa obsesión, como si fuese una especie de tropo mortal, una palabra equivocada que echó raíces dentro de él y se extendió hasta escapar a su control.
Su padre era un judío de la Europa Oriental, su madre una irlandesa católica. Como a la mayoría de las familias norteamericanas, un desastre les había traído aquí (la hambruna de la patata de la década de 1840, los pogromos de la década de 1880), pero más allá de estos pocos detalles, no tenía ninguna información acerca de los antepasados de Sachs. Le gustaba decir que un poeta era el responsable de la venida de su madre a Boston, pero eso era únicamente una referencia a Sir Walter Raleigh, el hombre que introdujo la patata en Irlanda y por lo tanto fue el causante de la plaga surgida trescientos años después. En cuanto a la familia de su padre, me dijo una vez que habían venido a Nueva York a causa de la muerte de Dios. Esto no era más que otra de las enigmáticas alusiones de Sachs, y hasta que penetrabas la lógica de rima infantil que se ocultaba tras ella, parecía carente de sentido. Lo que quería decir era que los pogromos habían empezado después del asesinato del zar Alejandro II; que Alejandro había sido asesinado por los nihilistas rusos; que éstos eran nihilistas porque creían que Dios no existía. Era una sencilla ecuación, en última instancia, pero incomprensible hasta que resolvías los términos intermedios de la secuencia. El comentario de Sachs era como si alguien te dijese que el reino se había perdido por falta de un clavo. Si conocías el poema, lo entendías. Si no lo conocías, no.
Cuándo y dónde se conocieron sus padres, cómo fue su infancia, cómo reaccionaron las respectivas familias ante la perspectiva de un matrimonio mixto, en qué época se trasladaron a Connecticut, todo esto queda fuera del campo de lo que puedo explicar. Que yo sepa, Sachs tuvo una educación laica. Era a la vez judío y católico, lo cual significa que no era ni lo uno ni lo otro. No recuerdo que hablase nunca de haber asistido a una escuela religiosa y, hasta donde yo sé, tampoco tuvo confirmación ni
bar mitzvah
.
{1}
El hecho de que estuviese circuncidado no era más que un detalle médico. En varias ocasiones, sin embargo, aludió a una crisis religiosa que sufrió hacia la mitad de su adolescencia, pero evidentemente se consumió con bastante rapidez. Siempre me impresionó su familiaridad con la Biblia (tanto con el Viejo como con el Nuevo Testamento) y tal vez comenzó a leerla entonces, durante aquel primer período de lucha interior. A Sachs le interesaban más la política y la historia que las cuestiones espirituales, pero sus opiniones políticas estaban no obstante teñidas de algo que yo llamaría una cualidad religiosa, como si el compromiso político no fuese sólo una forma de enfrentarse a los problemas del aquí y ahora, sino también un medio de salvación personal. Creo que éste es un detalle importante. Las ideas políticas de Sachs nunca encajaban en categorías convencionales. Desconfiaba de los sistemas y las ideologías, y aunque podía hablar sobre ellos con considerable comprensión y profundidad, la acción política se reducía para él a un asunto de conciencia. Eso fue lo que le hizo decidir ir a la cárcel en 1968. No era porque pensase que podía conseguir nada con ello, sino porque sabía que no podría vivir consigo mismo si no lo hacía. Si tuviese que resumir su actitud hacia sus propias creencias, empezaría por mencionar a los transcendentalistas del siglo XIX. Thoreau fue su modelo, y sin el ejemplo de
La desobediencia civil
dudo que Sachs hubiese llegado a lo que era. No me refiero ahora solamente a la cárcel, sino a todo un planteamiento de vida, una actitud de implacable vigilancia interior. Una vez, cuando
Walden
surgió en la conversación, Sachs me confesó que llevaba barba “porque Henry David también la llevaba”, lo cual me permitió vislumbrar de repente cuán profunda era su admiración. Mientras escribo estas palabras, se me ocurre que ambos vivieron el mismo número de años. Thoreau murió a los cuarenta y cuatro y Sachs no le hubiese pasado hasta el mes próximo. Supongo que esta coincidencia no significa nada, pero es una de esas cosas que siempre le gustaron a Sachs, un pequeño detalle para anotarlo en el registro.
Su padre trabajaba como administrador en un hospital de Norwalk y, por lo que he podido deducir, la familia no tenía una posición elevada pero tampoco particularmente apurada. Primero tuvieron dos hijas, luego vino Ben y después una tercera hija, todos en el espacio de seis o siete años. Al parecer Sachs estaba más unido a su madre que a su padre (ella vive todavía, él no), pero nunca tuve la sensación de que hubiese grandes conflictos entre el padre y el hijo. Como ejemplo de su estupidez cuando era niño, Sachs me mencionó una vez lo mucho que se disgustó al enterarse de que su padre no había combatido en la Segunda Guerra Mundial. A la luz de la postura posterior de Sachs, esa reacción resulta casi cómica, pero ¿quién sabe hasta qué punto le afectó esa decepción entonces? Todos sus amigos alardeaban de las hazañas de sus padres como soldados, y él les envidiaba los trofeos de batalla que sacaban cuando jugaban a la guerra en los patios traseros de sus casas: los cascos y las cartucheras, las pistoleras y las cantimploras, las chapas de identificación, las gorras y las medallas. Pero nunca me explicó por qué su padre no sirvió en el ejército. Por otra parte, Sachs siempre habló con orgullo del socialismo de su padre en los años treinta, que al parecer le llevó a organizar sindicatos o alguna otra actividad relacionada con el movimiento obrero. Si Sachs sentía más inclinación por su madre que por su padre, creo que se debía a que sus personalidades eran muy parecidas: ambos eran locuaces y llanos, ambos estaban dotados con un extraño talento para hacer que los demás hablasen de sí mismos. Según Fanny (que me contó tantas cosas sobre estos temas como Ben), el padre de Sachs era más callado y más evasivo que su madre, más introvertido, menos inclinado a dejarte saber lo que pensaba. A pesar de todo, debía de existir un fuerte vínculo entre ellos. La prueba más segura de ello que me viene a la cabeza es una historia que Fanny me contó una vez. Poco después del arresto de Ben, un periodista local fue a su casa para entrevistar a su padre acerca del juicio. Claramente, el periodista buscaba una historia de conflicto generacional (un tema importante en aquellos tiempos), pero una vez que Mr. Sachs se percató de sus intenciones, este hombre normalmente plácido y taciturno dio un puñetazo en el brazo del sillón, miró al periodista a los ojos y dijo: