—Ben es un muchacho fantástico. Siempre le enseñamos a defender aquello en lo que creía, y yo estaría loco si no me sintiera orgulloso de lo que está haciendo ahora. Si hubiese más jóvenes como mi hijo, este país sería un lugar muchísimo mejor.
Nunca conocí a su padre, pero recuerdo extraordinariamente bien un día de Acción de Gracias que pasé en casa de su madre. La visita tuvo lugar unas semanas después de que Ronald Reagan fuese elegido presidente, lo cual significa que fue en noviembre de 1980, va ya para diez años. Yo estaba pasando un mal momento. Mi primer matrimonio se había roto dos años antes y en mi destino no estaba conocer a Iris hasta finales de febrero, para lo cual faltaban sus buenos tres meses. Mi hijo David tenía poco más de tres años, y su madre y yo habíamos acordado que pasase el día de fiesta conmigo, pero los planes que había hecho para nosotros habían fallado en el último minuto. Las alternativas parecían bastante siniestras: salir a un restaurante o cenar pollo congelado en mi pequeño apartamento de Brooklyn. Justo cuando estaba empezando a compadecerme (debía de ser el lunes o el martes), Fanny salvó la situación invitándonos a casa de la madre de Ben en Connecticut. Todos los sobrinos estarían allí, dijo, y sería muy divertido para David.
Ahora Mrs. Sachs se ha trasladado a una residencia de ancianos, pero en aquel entonces todavía vivía en la casa de New Canaan donde se habían criado Ben y sus hermanas. Era una casa grande en las afueras de la ciudad, que parecía haber sido construida en la segunda mitad del siglo XIX, uno de esos laberintos victorianos con gabletes, despensas, escaleras traseras y extraños pasillitos en el segundo piso. Los interiores eran oscuros y el cuarto de estar estaba atestado con montones de libros, periódicos y revistas. Mrs. Sachs debía de tener sesenta y muchos años entonces, pero su aspecto no era en absoluto de viejecita o abuelita. Había sido asistenta social durante muchos años en los barrios pobres de Bridgeport y no era difícil ver que debía de habérsele dado muy bien ese trabajo: una mujer franca, con opiniones, y un sentido del humor desinhibido y extravagante. Al parecer, había muchas cosas que le divertían, no era dada al sentimentalismo ni al mal humor, pero cuando se trataba de política (como ocurrió con frecuencia aquel día), demostraba tener una lengua perversamente afilada. Algunos de sus comentarios eran francamente desvergonzados, y en un momento dado, cuando llamó a los cómplices de Nixon “la clase de hombres que doblan los calzoncillos antes de acostarse por la noche”, una de sus hijas me miró con expresión azorada, como disculpándose por el comportamiento poco distinguido de su madre. No tenía por qué haberse preocupado, me agradó enormemente Mrs. Sachs aquel día. Era una matriarca subversiva que aún disfrutaba lanzando puñetazos al mundo y parecía tan dispuesta a reírse de sí misma como de los demás, incluyendo a sus hijos y sus nietos. Poco después de llegar yo, me confesó que era una cocinera horrenda, razón por la cual había delegado en sus hijas la responsabilidad de preparar la cena, pero añadió que (y aquí se acercó a mi y me susurró al oído) aquellas tres chicas tampoco eran demasiado rápidas en la cocina. Después de todo, continuó, ella les había enseñado todo lo que sabían, y si la maestra era un zoquete distraído, ¿qué se podía esperar de las discípulas?
Es verdad que la comida fue espantosa, pero apenas tuvimos tiempo de notarlo. Con tantas personas en la casa aquel día y el constante griterío de cinco niños menores de diez años, nuestras bocas estaban más ocupadas con la charla que con la comida. La familia Sachs era ruidosa. Las hermanas y sus maridos habían venido en avión desde distintos lugares del país, y puesto que la mayoría de ellos no se habían visto desde hacía mucho tiempo, la conversación se convirtió rápidamente en un alboroto, todo el mundo hablando al mismo tiempo. De pronto se simultaneaban tres o cuatro diálogos distintos en la misma mesa, pero como los presentes no necesariamente hablaban con la persona que tenían al lado, esos diálogos no cesaban de entrecruzarse, causando bruscos cambios en el emparejamiento de los hablantes, de modo que parecía que todos participaban en todas las conversaciones a la vez, parloteando acerca de su propia vida y al mismo tiempo escuchando con disimulo la de los demás. Añádase a esto las frecuentes interrupciones de los niños, las idas y venidas de los diferentes platos, el servir el vino, los platos caídos, los vasos volcados, las salsas derramadas, y la cena empezó a parecer un difícil número de vodevil apresuradamente improvisado.
Era una familia fuerte, pensé, un grupo bromista y rebelde formado por individuos que sentían afecto los unos por los otros pero no se aferraban a la vida que habían compartido en el pasado. Era refrescante para mí ver qué poca animosidad había entre ellos, qué pocas de las viejas rivalidades y resentimientos salían a la superficie, pero al mismo tiempo no había mucha intimidad, no parecían tan relacionados entre sí como suelen estarlo los miembros de las familias unidas. Sé que Sachs les tenía cariño a sus hermanas, pero sólo como un acto reflejo y algo distante, y no creo que tuviese una relación especial con ninguna de ellas en su vida adulta. Tal vez tuviese algo que ver con el hecho de que era el único chico, pero cada vez que le miré en el curso de aquella larga tarde y noche, parecía estar hablando con su madre o con Fanny, y probablemente mostró más interés por mi hijo David que por ninguno de sus sobrinos. No estoy tratando de demostrar nada concreto al decir esto. Esta clase de observaciones parciales están sujetas a numerosos errores y malas interpretaciones, pero la verdad es que Sachs se comportó como un personaje solitario dentro de su propia familia, una figura que permanecía ligeramente apartada de las demás. Esto no quiere decir que rehuyese a nadie, pero hubo momentos en que intuí que estaba incómodo, casi aburrido por tener que estar allí.
Basándome en lo poco que sé acerca de la misma, su infancia no parece que fuera extraordinaria. No fue un alumno especialmente bueno en la escuela y si se distinguió por algo fue sólo por sus travesuras. Al parecer no tenía miedo a enfrentarse con la autoridad, y de ser cierto lo que contaba, entre los seis y los doce años estuvo en un continuo fermento de sabotaje creativo. Era el que diseñaba las trampas, el que colgaba el cartelito de “Dame una patada” en la espalda del profesor, el que prendía los petardos en los cubos de la basura de la cafetería. Pasó cientos de horas sentado en el despacho del director durante esos años, pero el castigo era un precio pequeño por la satisfacción que aquellos triunfos le proporcionaban. Los otros chicos le respetaban por su audacia e inventiva, lo cual era probablemente lo que le impulsaba a correr aquellos riesgos. He visto fotografías de Sachs durante su infancia, y no hay duda de que era un patito feo: una de esas espingardas con las orejas grandes, los dientes salientes y una sonrisa boba y torcida. El potencial de ridículo debió de ser enorme; debía de constituir un blanco viviente para toda clase de bromas y aguijonazos salvajes. Si consiguió evitar ese destino fue porque se obligó a ser un poco más atrevido que los demás. No debió de resultar un papel agradable de interpretar, pero se esforzó para hacerlo con maestría, y al cabo de un tiempo ejercía un dominio indiscutido sobre el territorio.
Un aparato le enderezó los dientes torcidos; su cuerpo se ensanchó; sus extremidades aprendieron gradualmente a obedecerle. Cuando alcanzó la adolescencia, Sachs empezó a parecerse a la persona que llegaría a ser más tarde. Su estatura le daba ventaja en los deportes, y cuando empezó a jugar al baloncesto a los trece o catorce años, se convirtió rápidamente en un jugador prometedor. El relegado abandonó las bromas pesadas y las payasadas, y si bien su rendimiento académico en el instituto no fue notable (siempre se describía a sí mismo como un estudiante perezoso, con un interés mínimo en sacar buenas notas), leía libros constantemente y ya empezaba a considerarse un escritor en cierne. Según reconoció él mismo, sus primeras obras eran espantosas: “Exploraciones del alma romántico—absurdas”, las llamó una vez, horrendos cuentecitos y poemas que guardó en absoluto secreto. Pero perseveró en ello y, como señal de su creciente seriedad, a los diecisiete años se compró una pipa. Pensaba que éste era el distintivo de cualquier escritor, y durante su último año de instituto se pasaba todas las tardes sentado en su mesa de estudio, la pluma en una mano, la pipa en la otra, llenando la habitación de humo.
Estas historias proceden directamente de Sachs. Me ayudaron a concretar mi impresión de cómo era antes de que yo le conociera, pero al repetir sus comentarios ahora me doy cuenta de que podían haber sido enteramente falsos. La autocrítica era un elemento importante dentro de su personalidad, y a menudo se utilizaba a sí mismo como blanco de sus propias bromas. Especialmente cuando hablaba del pasado, le gustaba presentarse en los términos menos favorecedores. Siempre era el chico ignorante, el tonto pomposo, el buscabullas, el zafio desmañado. Tal vez era así como quería que le viese, o puede que encontrase un placer perverso en tomarme el pelo. Porque el hecho es que hace falta una gran seguridad para que alguien se burle de sí mismo, y una persona con esa clase de seguridad raras veces es un idiota o un zafio.
Hay una sola historia de esos primeros tiempos que me parece algo fiable. La oí hacia el final de mi visita a Connecticut en 1980, y puesto que la fuente es su madre tanto como él, pertenece a una categoría distinta del resto. En sí misma, esta anécdota es menos espectacular que algunas de las que me contó Sachs, pero, considerándola ahora desde la perspectiva de toda su vida, destaca con especial relieve, como si fuera el anuncio de un tema, la afirmación inicial de una frase musical que continuó obsesionándole hasta sus últimos momentos en la tierra.
Una vez recogida la mesa, a las personas que no habían ayudado a preparar la cena se les asignó la tarea de fregar en la cocina. Eramos sólo cuatro: Sachs, su madre, Fanny y yo. Era un trabajo inmenso, todas las encimeras estaban abarrotadas de vajilla sucia, y mientras nos turnábamos para rascar, enjabonar, aclarar y secar, charlamos de una cosa y otra, vagando sin rumbo de un tema a otro. Al cabo de un rato nos encontramos hablando del día de Acción de Gracias, lo cual nos llevó a una discusión acerca de otras fiestas norteamericanas, lo cual condujo a su vez a unos comentarios de pasada sobre símbolos nacionales. Se mencionó la Estatua de la Libertad, y luego, casi como si el recuerdo les hubiese venido a ambos simultáneamente, Sachs y su madre empezaron a hablar de un viaje que habían hecho a la isla de Bedloes a principios de los años cincuenta. Fanny nunca había oído la historia, así que ella y yo nos convertimos en el público, de pie con un paño de cocina en la mano, mientras ellos dos interpretaban su numerito.
—¿Te acuerdas de aquel día, Benjy? —comenzó Mrs. Sachs.
—Claro que me acuerdo —dijo Sachs—. Fue uno de los momentos cruciales de mi infancia.
—Eras muy pequeño. No tendrías más de seis o siete años.
—Fue el verano en que cumplí seis. Mil novecientos cincuenta y uno.
—Yo tenía unos cuantos más, pero nunca había visitado la Estatua de la Libertad. Pensé que ya era hora, así que un día te metí en el coche y te llevé a Nueva York. No recuerdo dónde estaban las niñas aquella mañana, pero estoy completamente segura de que íbamos sólo nosotros dos.
—Sólo nosotros dos y Mrs. No—sé—cuántos—stein y sus dos hijos. Nos reunimos con ellos allí.
—Doris Saperstein, mi vieja amiga del Bronx. Tenía dos niños más o menos de tu edad. Eran verdaderos golfillos, un par de indios salvajes.
—Niños normales, simplemente. Fueron ellos quienes causaron toda la disputa.
—¿Qué disputa?
—No te acuerdas de esa parte, ¿eh?
—No, sólo recuerdo lo que sucedió después. Eso borró todo lo demás.
—Me hiciste llevar aquellos horribles pantalones cortos con calcetines blancos hasta la rodilla. Siempre me arreglabas mucho cuando salíamos, y yo lo odiaba. Me sentía como un mariquita con aquella ropa, un Fauntleroy de punta en blanco. Ya era bastante terrible en las salidas familiares, pero la idea de presentarme así delante de los hijos de Mrs. Saperstein me resultaba intolerable. Sabía que ellos llevarían camisetas, pantalones de algodón y zapatillas deportivas, y no sabía cómo iba a enfrentarme con ellos.
—Pero si parecías un ángel con aquella ropa —dijo su madre.
—Puede, pero yo no quería parecer un ángel. Yo quería parecer un niño norteamericano normal. Te rogué que me pusieses otra cosa. Pero te negaste. “Visitar la Estatua de la Libertad no es como jugar en el patio trasero”, dijiste. “Es el símbolo de nuestro país y tenemos que mostrarle el debido respeto.” Incluso entonces la ironía de la situación no se me escapó. Estábamos a punto de rendir homenaje al concepto de la libertad y yo estaba encadenado. Vivía en una absoluta dictadura y, desde que podía recordar, mis derechos habían sido pisoteados. Traté de explicarte lo de los otros chicos, pero no me escuchaste. Tonterías, dijiste, llevarán sus trajes de vestir. Estabas tan condenadamente segura de ti misma que finalmente reuní valor y me ofrecí a hacer un trato contigo. De acuerdo, dije, me pondré esa ropa hoy, pero si los otros chicos llevan pantalones de algodón y zapatillas deportivas será la última vez que tenga que hacerlo. En adelante, me darás permiso para ponerme lo que quiera.
—¿Y acepté eso? ¿Me avine a pactar con un crío de seis años?
—Simplemente me seguías la corriente. La posibilidad de perder la apuesta ni siquiera se te ocurrió. Pero, mira por donde, cuando Mrs. Saperstein llegó a la Estatua de la Libertad con sus dos hijos, éstos iban vestidos exactamente como yo había previsto. Y así fue como me convertí en el amo de mi propio guardarropa. Fue la primera victoria importante de mi vida. Me sentí como si hubiese asestado un golpe a favor de la democracia, como si me hubiese levantado en nombre de los hombres oprimidos del mundo entero.
—Ahora sé por qué eres tan aficionado a los vaqueros —dijo Fanny—. Descubriste el principio de la autodeterminación y en ese momento decidiste ir mal vestido el resto de tu vida.
—Exactamente —dijo Sachs—. Me gané el derecho a ser un guarro, y desde entonces he portado el estandarte orgullosamente.
—Y entonces —continuó Mrs. Sachs, impaciente por seguir con la historia— empezamos a subir.
—La escalera de caracol —añadió su hijo—. Encontramos los escalones y comenzamos a subirlos.