Libertad (47 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

BOOK: Libertad
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Lalitha estaba exultante mientras ascendían como si nada en su coche de alquiler los veinticinco kilómetros de pendiente de la I-64, una obra pública fenomenalmente cara financiada con fondos federales obtenidos por el senador Byrd para su estado.

—Tengo ganas de celebrarlo —dijo ella—. ¿Me llevarás esta noche a celebrarlo?

—Habrá que ver si hay algún restaurante decente en Beckley —respondió Walter—, aunque es poco probable, me temo.

—¡Emborrachémonos! Podemos ir al mejor local del pueblo y tomarnos unos dry martinis.

—¡Cómo no! Te invitaré a un dry martini de tamaño familiar. A más de uno, si quieres.

—Vale, pero tú también tienes que tomarte uno —dijo ella—. Sólo por una vez. Sáltate la norma para esta ocasión.

—A estas alturas de la vida me temo que un dry martini podría matarme, la verdad.

—Pues entonces una cerveza de baja graduación. Yo tomaré tres dry martinis, y luego ya me llevarás tú a mi habitación.

A él le molestaba oírla hablar así. No sabía lo que decía, era sólo una joven animosa —a decir verdad, el único rayo de luz que brillaba intensamente en la vida de Walter por aquel entonces—, y no entendía que el contacto físico entre jefe y empleada no debería ser motivo de bromas.

—Si te tomas tres dry martinis esta noche, mañana por la mañana tendrás tal dolor de cabeza que encontrarás nuevo sentido a la palabra «taladrar» —dijo en una deslucida referencia a la demolición que presenciarían en el condado de Wyoming y por la que realizaban ese viaje.

—¿Cuándo fue la última vez que tomaste una copa?

—Nunca. Nunca he tomado una copa.

—¿Ni siquiera en el instituto?

—Nunca.

—¡Eso es increíble, Walter! ¡Tienes que probarlo! A veces beber es divertidísimo. Por una cerveza no te convertirás en alcohólico.

—No es eso lo que me preocupa —dijo él, preguntándose si era sincero. Su padre y su hermano mayor, que juntos habían sido la cruz de su juventud, eran alcohólicos, y su mujer, que iba camino de convertirse en la cruz de su mediana edad, tenía tendencia al alcoholismo. Siempre había considerado su rigurosa abstinencia como una forma de oposición a ellos: primero, como el deseo de diferenciarse lo máximo posible de su padre y de su hermano; más tarde, como el deseo de tratar a Patty tan indefectiblemente bien como ella, borracha, podía tratarlo mal a él. Era una de las pautas que Patty y él habían aprendido para poder convivir: él siempre sobrio, ella a veces borracha, sin que ninguno de los dos le propusiera jamás al otro que cambiase.

—¿Qué te preocupa, entonces? —preguntó Lalitha.

—Supongo que cambiar algo que me ha ido perfectamente bien durante los últimos cuarenta y siete años. Si algo no se ha estropeado, ¿por qué arreglarlo?

—¡Porque es divertido! —Dio un volantazo para adelantar a un tráiler que avanzaba envuelto en su propia nube de partículas de agua—. Te pediré una cerveza y te obligaré a tomar al menos un sorbo para celebrarlo.

Incluso en esa época del año, en las vísperas del equinoccio, el bosque septentrional caducifolio del sur de Charleston era un severo tapiz de grises y negros. Al cabo de una semana o dos llegaría el aire cálido del sur para reverdecer esas arboledas, y un mes más tarde las aves canoras con aguante suficiente para migrar desde el trópico los llenarían con su canto, pero a Walter el invierno gris le parecía el verdadero estado natural del bosque septentrional. El verano no era más que un don accidental que recaía en él anualmente.

En Charleston, unas horas antes, Lalitha, él y sus abogados locales habían hecho entrega formal a los socios mercantiles de la Fundación Monte Cerúleo, Nardone y Blasco, de los documentos necesarios para iniciar la demolición de Forster Hollow y destinar cinco mil quinientas hectáreas de la futura reserva natural de la reinita a la explotación minera a cielo abierto. Los representantes de Nardone y Blasco habían firmado a continuación las toneladas de papel que los abogados de la fundación venían preparando desde hacía dos años, mediante las cuales las compañías mineras se comprometían oficialmente a un paquete de acuerdos de recuperación del terreno y traspaso de derechos que, en conjunto, garantizarían que la tierra explotada siguiera siendo por siempre jamás un espacio «natural». Vin Haven, el presidente del consejo de la fundación, había estado «presente» por medio de una teleconferencia y más tarde telefoneó a Walter directamente al móvil para darle la enhorabuena. Pero Walter no estaba para celebraciones, sino todo lo contrario. Por fin había posibilitado la aniquilación de decenas de plácidas cimas boscosas y un sinfín de kilómetros de torrentes de aguas cristalinas y de gran riqueza biótica de clases III, IV y V. Además, para conseguirlo, Vin Haven había tenido que vender veinte millones de dólares en derechos mineros, en otras zonas del estado, a unas compañías extractoras de gas dispuestas a arrasar la tierra y luego entregar lo recaudado a terceros por los que Walter no sentía ninguna simpatía. ¿Y todo para qué? Por el «bastión» de una especie en peligro de extinción que, visto en un mapa de carreteras de Virginia Occidental, podría taparse con un sello de correos.

En su rabia y decepción con el mundo, Walter se sentía como aquel gris bosque septentrional. Y Lalitha, que había nacido en la calidez del sur de Asia, era la luz del sol que infundía en su alma una especie de verano momentáneo. Lo único que le apetecía celebrar esa noche, tras el «éxito» en Virginia Occidental, era que ya podían acometer su iniciativa respecto a la superpoblación. Pero era consciente de la juventud de su ayudante y no quería desanimarla.

—De acuerdo —dijo—. Probaré una cerveza, sólo una. En tu honor.

—No, Walter, en tu honor. Esto ha sido todo obra tuya.

El negó con la cabeza, a sabiendas de que en eso concretamente Lalitha se equivocaba. Sin la calidez, el encanto y el valor de ella, el acuerdo con Nardone y Blasco casi con toda seguridad se habría malogrado. Era cierto que él había aportado las mejores ideas, pero al parecer no tenía más que buenas ideas. Ahora Lalitha era en todos los demás sentidos la conductora. Llevaba un chubasquero de nailon, y su brillante pelo negro llenaba la capucha echada hacia atrás como si de una cesta se tratase, encima del traje milrayas que se había puesto para las formalidades de la mañana. Mantenía las manos en el volante en la posición de las dos menos diez, las muñecas desnudas, las pulseras de plata ocultas bajo los puños del chubasquero. Se contaban por millares las cosas que Walter aborrecía de la modernidad en general y de la cultura del coche en particular, pero entre ellas no estaba el aplomo de las jóvenes conductoras, la autonomía que habían logrado en los últimos cien años. Al ver la igualdad de sexos, tal como se manifestaba en la presión del bonito pie de Lalitha sobre el acelerador, se alegraba de vivir en el siglo XXI.

El problema más complicado que había tenido que resolver para la fundación había sido qué hacer con las doscientas familias poco más o menos, en su mayoría muy pobres, propietarias de casas o caravanas en parcelas pequeñas o relativamente pequeñas dentro de los límites previstos del Parque de la Reinita. Algunos de los hombres trabajaban aún en la industria del carbón, ya fuera bajo tierra o como conductores, pero en su mayoría estaban en el paro y se pasaban el día trajinando con armas y motores de combustión interna, complementando la dieta de sus familias mediante la caza obtenida en la espesura del bosque y transportada en todoterrenos. Walter se había apresurado a comprar las propiedades del mayor número de familias posible antes de que la fundación atrajese publicidad; había llegado a pagar sumas tan risibles como quinientos dólares la hectárea por ciertos terrenos en laderas. Pero cuando fracasaron sus intentos de congraciarse con la comunidad ecologista local y Jocelyn Zorn, una activista temiblemente motivada, empezó a hacer campaña contra la fundación, se resistían aún más de cien familias, la mayoría en el valle de Nine Mile Creek, situado en el camino a Forster Hollow.

A excepción del problema de Forster Hollow, Vin Haven había encontrado allí las veinticinco mil hectáreas idóneas para crear el núcleo central de la reserva. Los derechos de superficie del noventa y ocho por ciento de su totalidad estaban en manos de sólo tres compañías, dos de ellas holdings anónimos y económicamente racionales, y la tercera, propiedad exclusiva de los Forster, una familia que había huido del estado hacía más de un siglo y ahora se disipaba cómodamente en la opulencia costera. Las tres compañías poseían licencia para administrar las tierras como explotaciones forestales y no tenían ningún motivo para no vender a la fundación a un precio justo de mercado. También había, cerca del punto central de las Veinticinco Mil de Haven, en forma similar a un reloj de arena, un vasto cúmulo de filones de carbón muy ricos. Hasta el momento nadie había explotado el mineral de esas cinco mil quinientas hectáreas, porque el condado de Wyoming era un lugar muy remoto y montañoso, incluso para Virginia Occidental. Una pésima y angosta carretera, intransitable para los camiones de carbón, ascendía tortuosamente hasta las montañas por Nine Mile Creek; en lo alto del valle, cerca del cuello del reloj de arena, se encontraba Forster Hollow y el clan y los amigos de Coyle Mathis.

A lo largo de los años, Nardone y Blasco, cada una por su lado, habían intentado en vano tratar con Mathis, y como resultado de sus molestias se habían granjeado su eterna animadversión. De hecho, uno de los principales cebos que Vin Haven había tendido a las compañías mineras durante las negociaciones iniciales fue la promesa de liberarlas del problema de Coyle. «Forma parte de la sinergia mágica que tenemos aquí en marcha —le había dicho Haven a Walter—. Somos un elemento nuevo, y Mathis no tiene ninguna razón para guardarnos rencor. En el caso de Nardone en particular conseguí un trato muy favorable en el apartado de recuperación con la promesa de quitarle de encima a Mathis. Un poco de buena voluntad con la que me topé por casualidad, por el mero hecho de no ser Nardone, resulta que vale un par de millones.»

¡Ojalá!

Coyle Mathis encarnaba el más puro espíritu negativo de la rusticidad de Virginia Occidental. Era sistemáticamente antipático con todo el mundo sin excepción. Ser enemigo del enemigo de Mathis sólo te convertía en otro de sus enemigos. Las grandes compañías mineras, el Sindicato de los Trabajadores Mineros, los ecologistas, toda forma de gobierno, los negros, los yanquis blancos entrometidos: a todos los odiaba por igual. Su filosofía de vida se resumía en «Lárgate de aquí de una puta vez o vive para lamentarlo». Seis generaciones de Mathis huraños habían sido enterradas en la escarpada ladera que estaría entre los primeros enclaves dinamitados cuando llegasen las compañías mineras. (Nadie había prevenido a Walter sobre el problema de los cementerios en Virginia Occidental cuando aceptó el empleo con la fundación, pero desde luego no tardó en enterarse.)

Conocedor él mismo de alguna que otra cosa sobre la ira omnidireccional, Walter habría sido capaz de hacer entrar en razón a Mathis si éste no le hubiera recordado tanto a su propio padre. Su despecho obstinado y autodestructivo. Walter llevaba ya preparado un buen paquete de atractivas ofertas cuando Lalitha y él, después de no recibir respuesta a un buen número de cartas amistosas, recorrieron la polvorienta carretera del valle de Nine Mile, sin invitación previa, una calurosa y clara mañana de julio. Estaba dispuesto a darles a los Mathis y sus vecinos hasta 2.400 dólares por hectárea, además de tierras en una hondonada razonablemente agradable en el límite meridional de la reserva, más los costes de reasentamiento, más la exhumación y nueva sepultura de todos los huesos de los Mathis con los métodos más modernos. Pero Coyle Mathis ni siquiera esperó a oír los detalles. Dijo: «No, ene o», y añadió que tenía intención de ser enterrado en el cementerio familiar y nadie iba a impedírselo. Y de pronto Walter tenía otra vez dieciséis años y estaba mareado de ira. Una ira dirigida no sólo hacia Mathis por sus malos modales y nulo sentido común, sino también, paradójicamente, hacia Vin Haven, por obligarlo a enfrentarse a un hombre cuya irracionalidad reconocía y admiraba a cierto nivel.

—Perdone, pero eso es una estupidez —dijo, sudando copiosamente en aquel camino lleno de huellas, bajo un sol de justicia, ante un patio lleno de chatarra en el que Mathis, con toda la intención, no lo había invitado a entrar.

Lalitha, a su lado, sosteniendo un maletín lleno de documentos que esperaban, con vana ilusión, que Mathis firmara, se aclaró la garganta en un sonoro reproche por esa deplorable palabra.

Mathis, un hombre esbelto y sorprendentemente apuesto de casi sesenta años, miró alrededor con una sonrisa complacida, contemplando las cumbres verdes, envueltas en el zumbido de los insectos. Uno de sus perros, un mestizo bigotudo con fisonomía de demente, empezó a gruñir.

—¡Estupidez! —repitió Mathis—. Curiosa palabra le ha dado por usar, caballero. Casi me ha alegrado el día. No todos los días me llaman estúpido. Digamos que por aquí la gente sabe lo que le conviene.

—Oiga, no me cabe duda que es usted un hombre muy listo —dijo Walter—. Me refería a…

—Supongo que soy lo bastante listo como para contar hasta diez —contestó Mathis—. ¿Y usted, señor mío? Se diría que tiene estudios. ¿Sabe usted contar hasta diez?

—Yo, de hecho, sé contar hasta dos mil cuatrocientos —respondió Walter—, y sé multiplicar eso por ciento noventa, y sumar al producto resultante doscientos mil. Y si dedica usted un minuto a escuchar…

—Mi pregunta —dijo Mathis— es si sabe usted contar hacia atrás. Veamos, empezaré yo por usted. Diez, nueve…

—Oiga, lamento mucho haber empleado la palabra «estupidez». Aquí fuera aprieta el sol. No era mi intención…

—Ocho, siete…

—Quizá sea mejor que volvamos en otro momento —propuso Lalitha—. Podemos dejarle algún material para que lo lea cuando guste.

—Ah, con que dan por supuesto que sé leer, ¿eh? —Mathis exhibía una sonrisa radiante. Ahora gruñían sus tres perros—. Creo que voy por el seis. ¿O era el cinco? Estúpido de mí, ya se me ha olvidado.

—Oiga —dijo Walter—, me disculpo sinceramente…

—¡Cuatro tres dos!

Los perros, al parecer también bastante inteligentes, avanzaron con las orejas hacia atrás.

—Volveremos —advirtió Walter, batiéndose en retirada a toda prisa con Lalitha.

—¡Si vuelven, le pegaré un tiro a su coche! —exclamó Mathis alegremente a sus espaldas.

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