—Este viejo edificio tiene muchos problemas —comentó el señor Jiménez, moviendo la cabeza con actitud fatalista.
Le recomendó a Joey que cerrara el desagüe de la bañera y dejara puestos los tapones en las pilas cuando no las usara. De hecho, estas instrucciones estaban incluidas en la lista de Abigail, junto con los complicados protocolos de la alimentación felina, pero él, en sus prisas por huir de allí y llegar a casa de Casey el día anterior, se había olvidado de seguirlas.
—Muchos, muchos problemas —repitió el señor Jiménez, Usando un desatascador para impeler los residuos del West Village de regreso al alcantarillado.
En cuanto Joey se quedó solo de nuevo y volvió a enfrentarse al espectro de dos semanas de soledad y excesos con el coñac y/o la masturbación, telefoneó a Connie y le dijo que le pagaría el billete de autobús si iba a pasar unos días con él. Ella accedió al instante, excepto en lo que se refería a que pagara él; y Joey salvó así sus vacaciones.
Contrató a un informático para que arreglase el ordenador de su tía y reconfigurase el suyo, se gastó sesenta dólares en comida preparada en Dean & DeLuca, y cuando fue a Port Authority y recibió a Connie en la puerta de llegadas, pensó que nunca se había alegrado tanto de verla. Durante el mes anterior, comparándola mentalmente con la incomparable Jenna, había perdido de vista lo atractiva que era, a su manera esbelta, austera y ardiente. Vestía un chaquetón de marinero que él no conocía y fue derecho hacia él y acercó la cara a la suya y los ojos muy abiertos a los suyos, como si se apretase contra un espejo. En el interior de Joey se produjo un drástico derretimiento de todos los órganos. Estaba a punto de echar unos cuarenta polvos, pero era más que eso. Era como si la estación de autobuses y todos los viajeros de bajo poder adquisitivo que pasaban alrededor de ellos dos estuvieran equipados con ajustes de brillo y color cuya intensidad había sido reducida radicalmente por la mera presencia de aquella chica que Joey conocía desde siempre. Todo parecía desvanecerse y alejarse mientras él la conducía por los pasillos y las salas que había visto en vividos colores no hacía ni treinta minutos.
En las horas posteriores, Connie lo hizo partícipe de varias revelaciones algo alarmantes. La primera llegó cuando viajaban en metro hacia Charles Street y Joey le preguntó cómo había conseguido tantos días libres en el restaurante, si había encontrado a alguien que la sustituyera.
—No; me he despedido —dijo ella.
—¿Te has despedido? ¿No es una mala época del año para hacerles eso?
Connie se encogió de hombros.
—Tú me necesitabas aquí. Ya te dije que lo único que tenías que hacer era llamarme.
La alarma de Joey ante esta revelación devolvió el brillo y el color al vagón de metro. Sintió lo mismo que después de fumar hierba, su cerebro saltó de pronto a la conciencia del presente tras estar perdido en las profundas ensoñaciones del colocón: veía que los otros pasajeros del metro continuaban con sus vidas, perseguían sus objetivos, y que eso era lo que él debía proponerse. En lugar de dejarse absorber demasiado por situaciones que era incapaz de controlar.
Teniendo en mente uno de sus episodios de sexo telefónico más disparatados, en el que los labios de la vagina de Connie se abrían de manera tan fantasiosamente extrema que le cubrían toda la cara, y la lengua de él era tan larga que llegaba con la punta a las profundidades inescrutables de su vagina, Joey se había afeitado con gran esmero antes de salir camino de la estación. Sin embargo, ahora que los dos estaban juntos en carne y hueso, se puso de manifiesto lo absurdo de esas fantasías y resultaba desagradable recordarlas. En el apartamento, en vez de llevar a Connie derecho a la cama, como había hecho durante el fin de semana en Virginia, encendió el televisor para conocer el resultado de un partido de fútbol de un torneo navideño que le traía sin cuidado. Después consideró de máxima urgencia consultar su correo electrónico y ver si en las últimas tres horas le había escrito algún amigo. Connie se sentó en el sofá con los gatos y esperó pacientemente mientras él encendía su ordenador.
—Por cierto —dijo ella—, tu madre te manda saludos.
—¿Cómo dices?
—Tu madre te manda saludos. Cuando salí de casa, ella estaba quitando el hielo. Me vio con la bolsa de viaje y me preguntó adonde iba.
—Y no irás a decirme que se lo dijiste…
Connie reaccionó con una inocente expresión de sorpresa.
—¿Es que no debía? Me dijo que lo pasara bien y que te diera saludos.
—¿Con sarcasmo?
—No lo sé. Puede que sí, ahora que lo pienso. Yo me di por contenta con que me hablara. Sé que me detesta. Pero pensé que a lo mejor por fin empieza a acostumbrarse a mí.
—Lo dudo.
—Perdóname si dije lo que no debía. Ya sabes que yo nunca diría lo que no debo sabiendo que no debo. Lo sabes, ¿no?
Joey dejó el ordenador y se puso en pie, procurando no enrularse.
—No pasa nada —dijo—. No es culpa tuya. O sólo es culpa tuya en muy poca medida.
—¿Te avergüenzas de mí, cariño?
—No.
—¿Te avergüenzas de las cosas que dijimos por teléfono? ¿Es eso?
—No.
—Yo sí, un poco. Algunas eran bastante asquerosas. No sé si quiero seguir con eso.
—¡Fuiste tú quien empezó!
—Lo sé. Lo sé, lo sé. Pero no puedes echarme la culpa de todo. Sólo puedes echarme la culpa de la mitad.
Como para admitir la verdad de estas palabras, Joey se acercó al sofá donde ella estaba sentada y se arrodilló a sus pies, agachando la cabeza y apoyando las manos en sus piernas. Tan cerca de los vaqueros de Connie, sus mejores vaqueros ajustados, pensó en las largas horas que ella había pasado sentada en el autobús de la Greyhound mientras él veía partidos de fútbol universitario de segunda y hablaba por teléfono con sus amigos. Estaba en apuros, estaba cayendo por una fisura imprevista del mundo corriente, y no soportaba alzar la vista y mirarla a la cara. Ella apoyó las manos en la cabeza de Joey y no ofreció la menor resistencia cuando él, poco a poco, empujó al frente y apretó la cara contra la cremallera revestida de tela vaquera.
—Tranquilo —dijo Connie con buen criterio, acariciándole el pelo—. No pasa nada, cariño. Todo irá bien.
Agradecido, Joey le bajó los vaqueros y apoyó los ojos cerrados en sus bragas, y después se las bajó, para poder apretar los labios y el mentón afeitado contra el vello crespo, que, advirtió, se había recortado para él. Percibió que uno de los gatos se encaramaba a sus pies, reclamando atención. Minino, minino.
—Sólo quiero quedarme aquí tres horas seguidas —dijo él, inhalando el olor de Connie.
—Puedes quedarte ahí toda la noche —dijo ella—. No tengo ningún plan.
Pero de pronto a Joey le sonó el teléfono en el bolsillo del pantalón. Cuando lo sacó para apagarlo, vio que era su antiguo número de Saint Paul y le entraron ganas de hacerlo añicos de pura ira contra su madre. Le separó las piernas a Connie y acometió con la lengua, hurgando y hurgando, intentando llenarse de ella.
La tercera y más alarmante revelación de Connie llegó esa misma tarde, un rato después, durante un interludio poscoital. Unos vecinos hasta ese momento ausentes pisaban ruidosamente el suelo por encima de su cama; los gatos maullaban con saña ante la puerta. Connie le hablaba de la prueba de acceso a la universidad, que él ni recordaba que ella tuviera intención de hacer, y de lo mucho que le había sorprendido que las preguntas reales hubiesen sido tanto más fáciles que los ejercicios de sus libros de texto. Se sentía animada a solicitar una plaza en centros universitarios a pocas horas de Charlottesville, incluido el Morton College, que buscaba a alumnos del Medio Oeste por la diversidad geográfica y al que ahora ella se creía capacitada para acceder.
Joey se horrorizó.
—Pensaba que irías a la universidad estatal —dijo.
—No lo descarto —respondió ella—. Pero de pronto se me ocurrió que sería mucho mejor estar cerca de ti, para poder vernos los fines de semana. Es decir, suponiendo que todo vaya bien y aún sea eso lo que queramos. ¿No te gustaría?
Joey desenredó las piernas de las de ella, buscando cierta claridad.
—Quizá sí, por supuesto, pero ya sabes que los centros privados son carísimos.
Eso era verdad, concedió Connie. Pero Morton ofrecía financiación, y ella había hablado con Carol sobre su fideicomiso para educación, y Carol había admitido que quedaba aún mucho dinero.
—¿Como cuánto? —preguntó Joey.
—Como mucho. Como unos setenta y cinco mil. Podría alcanzar para tres años si además consigo financiación. Y luego están los doce mil que he ahorrado, y puedo trabajar los veranos.
—Fantástico —se obligó a decir Joey.
—Mi idea era esperar hasta cumplir los veintiuno y entonces quedarme el dinero. Pero luego pensé en lo que dijiste, y comprendí que tenías razón en eso de tener una buena educación.
—Pero si fueras a la universidad estatal —adujo Joey—, tendrías también una educación y conservarías el dinero al acabar.
En el piso de arriba un televisor empezó a bramar y siguieron oyéndose ruidosas pisadas.
—Da la impresión de que no me quieres cerca —observó Connie con tono neutro, sin reproches, sólo presentándolo como un hecho.
—No, no. Ni mucho menos. Esa posibilidad me parece genial. Sólo intento plantearlo desde un punto de vista práctico.
—Ahora mismo no soporto estar en esa casa. Y pronto Carol tendrá sus bebés, y será aún peor. No puedo seguir allí.
Joey, no por primera vez, experimentó un oscuro resentimiento hacia el padre de Connie. El hombre había muerto hacía ya unos años, y Connie nunca había tenido relación con él y rara vez mencionaba su existencia, pero por algún motivo eso, a ojos de Joey, lo convertía aún más en rival masculino. Era el hombre que había estado allí primero. Había abandonado a su hija y comprado a Carol con una casa de alquiler reducido, pero su dinero había seguido fluyendo para pagar el colegio católico de Connie. Era una presencia en la vida de ella que no tenía nada que ver con Joey, y si bien Joey debería haberse alegrado de que Connie tuviera otros recursos aparte de él —de que él no tuviera la responsabilidad plena sobre ella—, sucumbía igualmente a la desaprobación moral hacia el padre, a quien consideraba el origen de todo lo que había de amoral en la propia Connie, su extraña indiferencia a las reglas y las convenciones, su ilimitada capacidad para el amor idólatra, su irresistible intensidad. Y ahora, encima de todo eso, Joey sentía rencor hacia el padre también por dejarla en una situación económica mejor que la de él. El hecho de que a ella no le importara el dinero ni un uno por ciento de lo que le importaba a él sólo empeoraba las cosas.
—Hazme algo nuevo —le dijo ella al oído.
—Ese televisor me molesta de verdad.
—Haz aquello de lo que hablamos, cariño. Podemos escuchar la misma música los dos. Quiero sentirte dentro de mi culo.
Joey se olvidó del televisor, en su cabeza la sangre ahogó ese sonido mientras hacía lo que ella le había pedido. Una vez cruzado el nuevo umbral, superadas las resistencias, percibidos los placeres específicos, fue a lavarse al cuarto de baño de Abigail, dio de comer a los gatos y se entretuvo en el salón, sintiendo la necesidad de poner cierta distancia, aunque fuese débilmente y con retraso. Sacó el ordenador del estado de hibernación, pero sólo tenía un mensaje nuevo. Era de un remitente desconocido de duke.edu y lo encabezaba el siguiente asunto, ¿en la ciudad? Sólo cuando lo abrió y empezó a leerlo, llegó a la plena comprensión de que era de Jenna. Había sido escrito, carácter a carácter, por los privilegiados dedos de Jenna.
hola señor Bergland. me dice Jonathan que estás en la gran ciudad, como yo. ¿quién iba a decir que se podían ver tantos partidos de fútbol y que los jóvenes banqueros podían apostar tanto dinero en ellos? yo no, desde luego, es posible que aún hagas cosas navideñas como tus progenitores rubios y protestantes, pero dice Nick que vengas si tienes alguna pregunta que hacerle sobre Wall St., está dispuesto a contestarte, te aconsejo que actúes ya mientras le dure el ánimo generoso (¡y las vacaciones!) por lo visto incluso Goldman cierra en estos días del año, quién iba a decirlo, tu amiga, Jenna.
Joey leyó el mensaje cinco veces antes de que empezara a perder su sabor. Le pareció tan limpio y fresco como sucio y agotado se sentía él. Jenna estaba mostrándose excepcionalmente considerada o, si se proponía restregarle por la cara su estrecha relación con Nick, excepcionalmente cruel. En cualquier caso, a Joey le quedó claro que había conseguido impresionarla.
Del dormitorio le llegó el humo de un porro, seguido de Connie, tan desnuda e ingrávida como los gatos. Joey cerró el portátil y dio una calada al canuto que ella sostuvo en alto ante su cara, y luego otra calada, y otra más, y otra, y otra, y otra, y otra.
A última hora de una lúgubre tarde de marzo, bajo una llovizna fría y grasienta, Walter viajaba en coche con su ayudante, Lalitha, camino de las montañas del sur de Virginia Occidental procedente de Charleston. Aunque Lalitha era una conductora veloz y un tanto temeraria, Walter había acabado prefiriendo el malestar de ser su pasajero a la ira justiciera que lo consumía cuando se ponía él al volante: la sensación en apariencia ineludible de que, entre todos los conductores de la carretera, sólo él iba exactamente a la velocidad correcta, sólo él alcanzaba el debido equilibrio entre obedecer puntillosamente las normas de tráfico y transgredirlas peligrosamente. En los últimos dos años había pasado muchas horas coléricas en las carreteras de Virginia Occidental, pegándose a los idiotas que iban a paso de tortuga y luego reduciendo la velocidad para castigar a los maleducados que se pegaban a él, cerrando el paso implacablemente en las interestatales a los gilipollas que intentaban adelantarlo por la derecha, pasando él mismo al carril derecho cuando un cretino o un maníaco del móvil o un mojigato puntilloso con los límites de velocidad obstruía el carril rápido; elaborando el perfil y psicoanalizando obsesivamente a los conductores que se negaban a usar los intermitentes (casi siempre jovenzuelos para quienes el uso del intermitente era al parecer una afrenta a su masculinidad, ya puesta en tela de juicio, como evidenciaba el gigantismo compensador de sus pickups y todoterrenos); experimentando un odio asesino hacia los camioneros que transportaban carbón y circulaban por carriles prohibidos, responsables literalmente de un accidente mortal por semana en Virginia Occidental; culpando con impotencia a los corruptos legisladores del estado que se resistían a disminuir el límite de peso de los camiones de carbón por debajo de las cincuenta toneladas pese a las clamorosas pruebas de los estragos que causaban; mascullando «¡Increíble! ¡Increíble!» cuando un conductor frenaba delante de él en un semáforo en verde y de pronto aceleraba para pasar en ámbar y lo dejaba a él encallado en el rojo, reconcomiéndose mientras esperaba un minuto entero en cruces sin tráfico transversal visible a kilómetros de distancia, y tragándose dolorosamente, en atención a Lalitha, los improperios que de buena gana habría soltado al verse obstaculizado por un conductor que se negaba a realizar un giro permitido a la derecha con el semáforo en rojo: «¡Vamos! ¡Que no te enteras! ¡No estás solo en el mundo! ¡Los demás existimos! ¡Aprende a conducir! ¡Espabila!» La subida de adrenalina cuando Lalitha pisaba el acelerador a fondo para adelantar camiones que forcejeaban cuesta arriba era preferible al estrés que padecían sus arterias cerebrales al sentarse él mismo al volante y quedarse atascado detrás de aquellos mismos camiones. Así podía contemplar los bosques de los Apalaches, con sus árboles sin hojas alineados como cerillas y las cimas estragadas por la minería, y encauzar su ira hacia problemas más dignos de ella.