—Vale —dijo—. Nos quedaremos aquí. Puedes enseñarme Washington. ¿Es eso lo que prefieres?
Jonathan se encogió de hombros.
—Lo digo en serio —insistió Joey—. Quedémonos en Washington.
Jonathan reflexionó un momento. Por fin contestó:
—Lo tenías en el bolsillo. Con todo ese rollo sobre la mentira noble… Lo tenías en un puño, y de pronto te descuelgas con esa sonrisa de comemierda. Eres un puto maricón lameculos, das pena.
—Ya, pero tú tampoco has dicho ni pío, como he podido comprobar.
—Yo ya he pasado por eso.
—¿Y por qué he de pasar yo, pues?
—Porque no has pasado todavía. No te has ganado aún el derecho a no pasar por eso. No te has ganado una mierda.
—Dijo el chico del Land Cruiser.
—Oye, no quiero hablar más del tema. Me voy a leer un rato.
—Bien.
—Iré a Nueva York contigo. Y me da lo mismo si te acuestas con mi hermana. Probablemente os merecéis el uno al otro.
—¿Qué quieres decir?
—Ya lo descubrirás.
—Venga, seamos amigos, ¿vale? No tengo ninguna necesidad de ir a Nueva York.
—No, no, iremos —insistió Jonathan—. Por patético que parezca, la verdad es que no quiero conducir ese Cabriolet.
Arriba en su habitación, que olía a pavo, Joey encontró una pila de libros en la mesilla —Elie Wiesel, Chaim Potok,
Éxodo
,
La historia del pueblo judío
— y una nota del padre de Jonathan: «Un pequeño incentivo para ti. Puedes quedártelos o dárselos a otro con entera libertad. Howard.» Mientras los hojeaba, sintiendo una profunda falta de interés personal y a la vez un respeto cada vez mayor por quienes sí se interesaban, Joey volvió a indignarse con su madre. De pronto, vio su escaso respeto por la religión como una manifestación más de su yo yo yo: su copernicano deseo competitivo de ser el sol en torno al que giraban todas las cosas. Antes de acostarse, marcó el 411 y pidió el número de Abigail Emerson en Manhattan.
Al día siguiente, cuando Jonathan aún dormía, telefoneó a Abigail y se presentó como el hijo de su hermana y le anunció que iría a Nueva York. En respuesta, su tía soltó una extraña risotada y le preguntó si se le daba bien la fontanería.
—¿Cómo dices?
—Las cosas bajan pero no se quedan abajo —explicó Abigail—. Es lo mismo que me pasa a mí cuando bebo demasiado coñac.
Procedió a hablarle de la escasa altitud de Greenwich Village y su obsoleto sistema de alcantarillado, de los planes para el puente de Acción de Gracias del encargado de mantenimiento, de los pros y contras de los apartamentos en una planta baja con patio interior, y del «placer» de regresar en plena noche el día de Acción de Gracias y encontrarse los residuos no plenamente desintegrados de los retretes de los vecinos flotando en su bañera y acumulados en el contorno del fregadero de su cocina.
—Es todo muy, pero que muuuy agradable —dijo—. El punto de partida ideal para un largo puente sin encargado.
—Bueno, ya, el caso es que he pensado que a lo mejor podríamos vernos o algo así —sugirió Joey.
Ya empezaba a arrepentirse, pero de pronto su tía se mostró receptiva, como si su monólogo hubiese sido un residuo de sí misma que necesitaba eliminar tirando de la cadena.
—¿Sabes? —dijo—, he visto fotos de ti y de tu hermana. Unas fotos muuuy bonitas, en vuestra casa, una casa muuuy hermosa. Creo que incluso te reconocería si te viera por la calle.
—Ajá.
—Por desgracia, mi apartamento no está tan hermoso en estos momentos. ¡Por no hablar de ciertas fragancias! Pero si te apetece quedar conmigo en mi cafetería preferida, y ser atendido por el camarero más gay del Village, que es mi mejor amigo personal de sexo masculino, estaría muuuy encantada. Podré contarte todas las cosas que tu madre no quiere que sepas sobre nosotros.
Eso le gustó más a Joey, y concertaron una cita.
Para el viaje a Nueva York, Jenna se llevó a una amiga de sus tiempos en el instituto, Bethany, que era una chica del montón sólo comparativamente. Se sentaron detrás, donde Joey no podía ver a Jenna ni oír, con el interminable gimoteo en estéreo de Slim Shady y el canturreo de Jonathan, la conversación entre ambas. Las únicas interacciones entre los asientos delantero y trasero eran las críticas de Jenna a la manera de conducir de su hermano. Como si su hostilidad hacia Joey de la noche anterior se hubiese transmutado en violencia vial, Jonathan conducía pegado al coche de delante a ciento treinta por hora e insultaba entre dientes a los conductores menos agresivos; en términos generales, parecía recrearse en su conducta de capullo.
—Gracias por no matarnos —dijo Jenna cuando el todoterreno acababa de detenerse en un aparcamiento desorbitantemente caro del centro y la música, afortunadamente, había cesado.
Pronto se comprobó que el viaje contenía todos los ingredientes de un desastre. El novio de Jenna, Nick, compartía un apartamento decrépito y laberíntico, en la calle Cincuenta y cuatro, con otros dos agentes de Wall Street en prácticas, que también se habían ido a pasar el fin de semana fuera. Joey quería ver la ciudad, y más aún quería no darle a Jenna la imagen de que era uno de esos criajos que sólo oían a Eminem; pero el salón estaba equipado con un enorme televisor de plasma y una Xbox último modelo que Jonathan insistió en que debían empezar a disfrutar de inmediato.
—Hasta luego, chicos —se despidió Jenna cuando Bethany y ella se marcharon a ver a otros amigos.
Al cabo de tres horas, Joey propuso salir a dar una vuelta antes de que se hiciera demasiado tarde, y Jonathan le contestó que se dejara de mariconadas.
—Pero ¿a ti qué te pasa? —le preguntó Joey.
—No, perdona, ¿qué te pasa a ti? Si querías hacer cosas de chicas, tenías que haberte pegado a las faldas de Jenna.
La verdad era que a Joey le atraía bastante hacer cosas de chicas. Le gustaban las chicas, añoraba su compañía y su manera de hablar de las cosas; echaba de menos a Connie.
—Eres tú quien dijo que quería ir de compras.
—¿Qué problema tienes? ¿Es que los pantalones no me marcan el culo lo suficiente?
—Tampoco estaría de más cenar algo.
—Ya, en algún sitio romántico, solos tú y yo.
—¿Una pizza de Nueva York? ¿No se supone que es la mejor pizza del mundo?
—No, la mejor es la de New Haven.
—Vale, un deli, pues. Un deli de Nueva York. Me muero de hambre.
—Pues ve a mirar en la nevera.
—Ve tú a mirar en la puta nevera. Yo me largo de aquí.
—Sí, muy bien. Tú verás.
—¿Estarás aquí cuando vuelva? ¿Para poder entrar?
—Sí, cielo.
Con un nudo en la garganta, femeninamente cerca del llanto, Joey salió de allí y se adentró en la noche. Lo decepcionaba que Jonathan, siempre tan enrollado, ahora estuviera así. De pronto tenía una clara percepción de su propia madurez superior, y mientras vagaba entre el gentío que iba de tiendas por la Quinta Avenida a última hora del día, se planteó cómo transmitirle esa madurez a Jenna. Le compró dos salchichas polacas a un vendedor ambulante y se abrió paso entre una muchedumbre aún más densa ante el Rockefeller Center y vio a los patinadores sobre hielo y admiró el enorme árbol de Navidad apagado, las conmovedoras alturas iluminadas con focos de la torre de la NBC. Pues sí, le gustaba hacer cosas de chicas, ¿y qué? Eso no lo convertía en un afeminado. Simplemente le creaba una sensación de gran soledad. Mientras veía a los patinadores, lleno de añoranza por Saint Paul, telefoneó a Connie. Estaba trabajando en el Frost's y sólo pudo hablar lo justo para que él le dijera que la echaba de menos, le describiera el sitio donde estaba y añadiera que ojalá pudiera enseñárselo.
—Te quiero, cariño —dijo ella.
—Yo también te quiero.
A la mañana siguiente, tuvo su oportunidad con Jenna. Al parecer, ella era muy madrugadora y ya había salido a comprar el desayuno cuando Joey, también madrugador, entró en la cocina con una camiseta de la Universidad de Virginia y unos calzoncillos bóxer con estampado de cachemira. Al encontrarla leyendo un libro a la mesa de la cocina, se sintió casi en cueros.
—He comprado unos
bagels
para ti y mi hermano, aunque él no se lo merece.
—Gracias —contestó, dudando si debía ir a ponerse un pantalón o sencillamente seguir exhibiendo el paquete. Como Jenna no mostró mayor interés por él, decidió correr el riesgo de no vestirse. Pero de pronto, mientras esperaba a que se tostara un
bagel
y lanzaba miradas furtivas al pelo de Jenna y a sus hombros y sus piernas desnudas cruzadas, empezó a empalmarse. Cuando estaba a punto de huir al salón, ella alzó la vista y dijo:
—Lo siento, pero este libro… Este libro es un soberano tostón.
Él se resguardó detrás de una silla.
—¿De qué trata?
—Yo creía que trataba de la esclavitud. Ahora ya ni siquiera sé muy bien de qué va. —Le mostró dos páginas opuestas de apretada prosa—. ¿Sabes lo más curioso? Ésta es la segunda vez que lo leo. Es lectura obligatoria en la mitad de las asignaturas en Duke. Y sigo sin descifrar el argumento. Ya me entiendes, lo que les pasa realmente a los personajes.
—Yo leí
La canción de Salomón
en el instituto el año pasado —dijo Joey—. Me impresionó bastante. Diría que es la mejor novela que he leído en mi vida.
Jenna adoptó una complicada expresión de indiferencia hacia él y de irritación con su libro. Joey se sentó a la mesa frente a ella, mordió el
bagel
y masticó un rato, masticó un poco más y finalmente comprendió que tragar iba a ser un problema. Pero no había ninguna prisa, ya que Jenna aún intentaba leer.
—¿Qué crees que le pasa a tu hermano? —preguntó después de conseguir bajar unos cuantos bocados.
—¿A qué te refieres?
—Está un poco agilipollado. Un poco inmaduro. ¿No te parece?
—A mí no me preguntes. Es tu amigo.
Jenna mantuvo la mirada fija en su libro. Su desdeñosa impasibilidad era idéntica a la de las chicas de primero en la Universidad de Virginia. La única diferencia era que a él le resultaba aún más atractiva que esas otras chicas, y que ahora la tenía tan cerca que olía su champú. Debajo de la mesa, en sus bóxers, su erección a media asta apuntaba hacia ella como la figura del capó de un Jaguar.
—¿Y qué planes tienes para hoy? —preguntó Joey.
Jenna cerró el libro como si se resignase a la permanente presencia de él.
—Iré de compras —contestó—. Y esta noche hay una fiesta en Brooklyn. ¿Y vosotros?
—Por lo visto, nada, ya que tu hermano no quiere salir del apartamento. Tengo una tía con la que en principio he quedado a las cuatro, pero eso es todo.
—Me parece que para los chicos es más difícil —dijo Jenna—. Estar en casa. Mi padre es un hombre extraordinario, y yo eso lo llevo bien, llevo bien que sea famoso. Pero creo que Jonathan siempre tiene la sensación de que debe demostrar algo.
—¿Viendo la televisión diez horas seguidas?
Ella frunció el cejo y miró a Joey a la cara.
—¿Mi hermano te cae bien, al menos?
—Por supuesto. Pero es que está muy raro desde el jueves por la noche. Por ejemplo, su manera de conducir ayer… He pensado que a lo mejor tú tenías alguna explicación.
—Creo que para él lo más importante es que lo acepten por sí mismo. Ya me entiendes, y no por ser quien es nuestro padre.
—Ya —dijo Joey. Y tuvo la inspiración de añadir—: O por ser quien es su hermana.
¡Ella se ruborizó! Un poco. Y negó con la cabeza.
—Yo no soy nadie.
—Ja, ja, ja —dijo él, ruborizándose también.
—Bueno, desde luego no soy como mi padre. No tengo grandes ideas, ni una gran ambición. Si a eso vamos, soy una persona insignificante y egoísta. Cuarenta hectáreas en Connecticut, unos cuantos caballos y un mozo de cuadra a jornada completa. Quizá un jet privado, y con eso me conformo.
Joey advirtió que había bastado una simple alusión a su belleza para hacer que se abriera y empezara a hablar de sí misma. Y en cuanto la puerta se abrió apenas un milímetro, en cuanto él se coló a través de la rendija, supo qué hacer. Cómo escuchar y cómo entender. No era una manera falsa de escuchar ni una manera falsa de entender. Era Joey en el País de las Mujeres. Poco después, a la turbia luz invernal de la cocina, mientras recibía instrucciones de Jenna sobre cómo rellenar un
bagel
debidamente con salmón ahumado, cebolla y alcaparras, no se sentía mucho más incómodo de lo que se habría sentido hablando con Connie, o su propia madre, o su abuela, o la madre de Connie. La belleza de Jenna no era ahora menos deslumbrante, pero su erección había remitido por completo. Joey le contó algunos detalles sobre sus circunstancias familiares, y ella a cambio reconoció que su propia familia no estaba muy contenta con su novio.
—Es delirante —comentó—. Creo que ésa es una de las razones por las que Jonathan quería venir y ahora se niega a salir del apartamento. Cree que así conseguirá interponerse entre Nick y yo de alguna manera. Como si metiéndose por medio y rondando alrededor pudiera poner fin a la relación.
—¿Por qué no les cae bien Nick?
—Bueno, para empezar, es católico. Y en la universidad jugaba en el primer equipo de lacrosse. Es superinteligente, pero no inteligente de la manera que ellos ven con buenos ojos. —Jenna soltó un risita—. Una vez le hablé del laboratorio de ideas de mi padre, y en la siguiente fiesta de su fraternidad colgaron un cartel en el barril de cerveza donde ponía «Laboratorio de ideas». Me pareció para desternillarse de risa. En fin, ya te haces una idea.
—¿Te emborrachas mucho?
—No; tengo el aguante de una pulga. Nick también dejó de beber en cuanto empezó a trabajar. Ahora toma un cubata de Jack Daniel's por semana. Está totalmente centrado en abrirse camino. Fue el primero en su familia que estudió una carrera universitaria, todo lo contrario que en la mía, donde no eres nadie si tienes un solo doctorado.
—¿Y te trata bien?
Ella desvió la mirada con un asomo de algo en el rostro.
—Con él me siento increíblemente segura. Por ejemplo, pensé, si hubiésemos estado en las torres el 11 de Septiembre, incluso en un piso alto, él habría encontrado la manera de sacarnos. Lo habría conseguido, ésa es la sensación que tengo.
—En Cantor Fitzgerald había muchos tíos así —señaló Joey—. Unos traders muy duros. Y no salieron de allí.