Libertad (39 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

BOOK: Libertad
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—No voy a ir en Acción de Gracias.

—En ese caso, más vale que te acostumbres a mis llamadas.

Al cerrar la biblioteca, salió a la fría noche y se sentó en un banco frente a la residencia, acariciando su teléfono y preguntándose a quién podía llamar. En Saint Paul les había dejado claro a todos sus amigos que su historia con Connie era coto cerrado para cualquier conversación, y en Virginia la había mantenido en secreto. La mayoría de los estudiantes de la residencia se comunicaba con sus padres a diario, por no decir a todas horas, y aunque eso le generaba un inesperado sentimiento de gratitud hacia sus propios padres, que se habían mostrado mucho más desapegados y respetuosos con sus deseos de lo que había podido observar mientras vivía en la casa de al lado, también le provocaba algo parecido al pánico. Él había pedido la libertad, ellos se la habían concedido, y ahora ya no podía volverse atrás. Hubo una breve racha de llamadas telefónicas familiares después del 11-S, pero las conversaciones fueron en general impersonales, quejándose su madre cómicamente de que no podía dejar de ver la CNN pese a estar convencida de que ver tanto la CNN le hacía daño, aprovechando su padre la ocasión para airear su arraigada hostilidad contra la religión organizada, y exhibiendo Jessica sus conocimientos sobre las culturas no occidentales y explicando la legitimidad de su resentimiento hacia el imperialismo estadounidense. Jessica estaba muy abajo en la lista de personas a quienes Joey telefonearía en un momento de angustia. Tal vez si fuera su última conocida viva y a él lo hubiesen detenido en Corea del Norte y estuviera dispuesto a soportar un severo sermón: tal vez entonces sí.

Como para asegurarse de que Carol se había equivocado respecto a él, lloró un poco en la oscuridad, en su banco. Lloró por Connie en su desdicha, lloró por haberla dejado a merced de Carol, por no ser la persona que podía salvarla. Luego se enjugó las lágrimas y llamó a su propia madre, cuyo teléfono Carol probablemente habría oído sonar si hubiese estado junto a una ventana y escuchado con atención.

—Joseph Berglund —dijo su madre—. Ese nombre me suena de algo.

—Hola, mamá.

Inmediatamente, un silencio.

—Disculpa por no haber llamado desde hace un tiempo —dijo Joey.

—Bah —contestó ella—, la verdad es que por aquí no ha pasado gran cosa aparte de las amenazas de ántrax, un agente inmobiliario muy poco realista que intenta vender nuestra casa y tu padre que no para de coger el avión para ir y venir de Washington. ¿Sabías que a todos los que viajan a Washington en avión los obligan a quedarse en el asiento durante una hora antes de aterrizar? Me parece una norma un poco extraña. ¿Qué se han creído? ¿Que los terroristas van a anular sus perversos planes sólo porque está encendida la señal luminosa del cinturón de seguridad? Papá dice que nada más despegar, las azafatas empiezan a avisar a los pasajeros que deben ir al lavabo enseguida, antes de que sea demasiado tarde. Y luego empiezan a repartir latas de refrescos.

Hablaba como una vieja parlanchina, no como la fuerza vital que Joey aún imaginaba cuando se permitía pensar en ella. Tuvo que apretar los párpados para contener un renovado llanto. Todo lo que había hecho en los últimos tres años con relación a ella tenía la finalidad de poner fin a las conversaciones intensamente personales que habían mantenido cuando él era más joven: hacerla callar de una vez, aleccionarla para que aprendiera a contenerse, obligarla a dejar de agobiarlo con su corazón rebosante y su personalidad sin censura. Y ahora que el aleccionamiento había terminado y ella era obedientemente superficial en su trato con él, se sentía privado de su madre y quería dar marcha atrás.

—¿Se me permite preguntar si te va todo bien? —dijo ella.

—Me va todo bien.

—¿La vida te es grata en los antiguos estados esclavistas?

—Muy grata. Ha hecho un tiempo magnífico.

—Ya, ésa es la ventaja de criarse en Minnesota. Allí adonde vayas, el tiempo es mejor.

—Sí.

—¿Estás haciendo muchos amigos nuevos? ¿Conociendo a mucha gente?

—Sí.

—Pues bien bien bien. Bien bien bien. Es todo un detalle que hayas llamado, Joey. Sé que no tienes ninguna obligación de hacerlo, quiero decir, así que es todo un detalle. Por aquí tienes auténticos admiradores.

Una manada de estudiantes de primero, todos chicos, salió en tropel al jardín de la residencia, amplificadas sus voces por la cerveza. —Jo-eeey, Jo-eeey —vocearon con tono afectuoso. El los saludó con un imperturbable gesto.

—Parece que también ahí tienes admiradores —comentó Patty.

—Sí.

—Qué popular, mi chico.

—Sí.

Se produjo otro silencio mientras la manada se alejaba hacia nuevos abrevaderos. Joey sintió una punzante sensación de desventaja al verlos marcharse. Ya se había gastado el dinero del mes siguiente según su presupuesto del semestre. No quería ser el chico pobre que sólo bebía una cerveza mientras todos los demás tomaban seis, pero tampoco quería quedar como un gorrón. Quería mostrarse dominante y generoso, y para eso necesitaba fondos.

—¿Qué tal papá en su trabajo nuevo? —le preguntó a su madre no sin cierto esfuerzo.

—Creo que le gusta bastante. Es una situación que lo está volviendo un poco loco. Imagínate: de pronto dispone de un montón de dinero de otra persona para gastarlo en arreglar todo aquello que, según él, va mal en el mundo. Antes se quejaba de que nadie lo arreglaba. Ahora tiene que intentar hacerlo él mismo, cosa que es imposible, naturalmente, ya que se está yendo todo al garete. Me manda e-mails a las tres de la mañana. Creo que no duerme mucho.

—¿Y tú qué? ¿Cómo estás?

—Bueno, es un detalle que lo preguntes, pero en realidad no te interesa saberlo.

—Claro que sí.

—No, créeme, en realidad no te interesa. Y no te preocupes, no lo digo con mala intención. No es un reproche. Tú tienes tu vida y yo tengo la mía. Todo va bien bien bien.

—No, pero, vamos a ver, ¿qué haces durante el día?

—Mira, para tu información —contestó su madre—, ésa puede ser una pregunta muy indiscreta. Es un poco como preguntarle a una pareja sin hijos por qué no tiene hijos, o a una persona soltera por qué no se ha casado. Ten cuidado con ciertas preguntas que a ti puedan parecerte completamente inofensivas.

—Mmm.

—Ahora estoy un poco como en compás de espera. Me cuesta hacer grandes cambios en la vida sabiendo que voy a trasladarme. Me metí en un pequeño proyecto de escritura creativa, por puro entretenimiento. Además, tengo que mantener esto como una casa de huéspedes por si se presenta un agente inmobiliario con un posible incauto. Me paso horas comprobando que las revistas estén bien ordenaditas, en abanico.

El sentimiento de privación de Joey empezaba a dar paso a la irritación, porque, por más que ella lo desmintiera, parecía incapaz de dejar de hacerle reproches. Las madres y sus reproches, era el cuento de nunca acabar. La telefoneaba en busca de cierto apoyo, y por poco, casi sin darse cuenta, era él quien tenía que darle apoyo a ella:

—¿Y cómo vas de dinero? —preguntó su madre, como si percibiese su irritación—. ¿Te alcanza?

—Voy un poco justo —reconoció él.

—¡No me extraña!

—En cuanto me den la residencia en el estado, bajarán las mensualidades considerablemente. Sólo este primer curso será así de duro.

—¿Quieres que te mande dinero?

Joey sonrió en la oscuridad. La apreciaba, a pesar de todo; no podía evitarlo.

—Según tenía entendido, papá había dicho que nada de dinero.

—Papá no tiene por qué enterarse de todo.

—La universidad no me considerará residente del estado si recibo dinero de ti.

—La universidad tampoco tiene que enterarse de todo. Puedo mandar un cheque al portador, si eso te sirve.

—Sí, y luego ¿qué?

—Luego nada. Te lo prometo. Sin compromisos. Lo que te quiero decir es que ya has dejado clara tu postura ante papá. No hace falta que asumas una deuda monstruosa a un interés altísimo sólo para seguir demostrando una postura que ya está clara.

—Déjame pensarlo.

—Mira, te mando el cheque por correo. Luego tú ya decidirás si quieres hacerlo efectivo o no. Así no tendrás que hablar de ello conmigo.

Joey volvió a sonreír.

—¿Por qué lo haces?

—Bueno, ya sabes, Joey, lo creas o no, quiero que tengas la vida que quieres tener. He dispuesto de un tiempo libre para plantearme ciertas preguntas mientras ponía las revistas en abanico en la mesita de centro y demás. Como por ejemplo: si tú nos dijeras a tu padre y a mí que no quieres volver a vernos en tu vida, ¿seguiría yo deseando tu felicidad?

—Esa es una pregunta hipotética muy extraña. No tiene relación con la realidad.

—Me alegra oírlo, pero ésa no es la cuestión. La cuestión es que todos creemos conocer la respuesta a la pregunta. Los padres estamos programados para desear lo mejor para los hijos, al margen de lo que recibamos a cambio. En eso consiste teóricamente el amor, ¿no? Pero de hecho, si te paras a pensarlo, ésa es una convicción más bien rara, dado lo que sabemos acerca de cómo es en realidad la gente. Interesada y corta de miras y ególatra y llena de carencias. ¿Por qué ser padre, por sí solo y en sí mismo, habría de conferir de algún modo una personalidad superior a todo aquel que lo intenta? Obviamente no es así. Ya te he contado un poco de mis padres, sin ir más lejos.

—No mucho —dijo Joey.

—Bueno, quizá alguna vez te cuente más, si me lo pides amablemente. Pero la cuestión es que le he dado muchas vueltas al tema del amor, respecto a ti. Y he decidido…

—Mamá, ¿te importa si hablamos de otra cosa?

—He decidido…

—¿O si lo dejamos para otro día? ¿La semana que viene, quizá? Tengo muchas cosas que hacer antes de acostarme.

Un silencio dolido se impuso en Saint Paul.

—Perdona —dijo Joey—. Es que es muy tarde, y estoy cansado y aún tengo cosas por hacer.

—Sólo quería explicarte —respondió su madre en voz mucho más baja— por qué voy a mandarte un cheque.

—Ya, gracias. Es un detalle por tu parte.

En voz aún más baja y dolida, su madre le agradeció la llamada y colgó.

Joey buscó en el jardín unos arbustos o algún hueco arquitectónico donde poder llorar sin que lo vieran las pandillas que pasaban por allí. Al no encontrar ningún sitio oportuno, entró corriendo en la residencia y, a ciegas, como si necesitara vomitar, se metió en el primer cuarto de baño que tuvo a mano, en una planta que no era la suya, y se encerró en un retrete, donde sollozó de odio a su madre. Alguien se duchaba en medio de una nube de olor a jabón desodorante y moho. En la puerta manchada de herrumbre del retrete había dibujada con rotulador una enorme erección de rostro sonriente, elevándose en el aire como Superman, escupiendo unas gotitas. Debajo alguien había escrito: VEN A FOLLAR O VETE A CAGAR.

La naturaleza del reproche de su madre presentaba una complejidad ausente en el de Carol Monaghan. Carol, a diferencia de su hija, no tenía muchas luces. Connie poseía una inteligencia compacta, mordaz, un clítoris de discernimiento y sensibilidad pequeño y firme al que permitía acceder a Joey sólo a puerta cerrada. Cuando ella, Carol, Blake y Joey cenaban juntos, Connie comía con la mirada baja y parecía abstraída en sus extraños pensamientos, pero después, a solas con Joey en su habitación, podía reproducir hasta el último de los deplorables detalles del comportamiento de Carol y Blake en la mesa. En una ocasión, le preguntó a Joey si se había dado cuenta de que la esencia de casi cualquier comentario de Blake era el grado de estupidez de los demás y lo superior y sufrido que era él, Blake. Según éste, el parte meteorológico matutino de la KSTP había sido estúpido, los Paulsen habían puesto su cubo de reciclaje en un sitio estúpido, era una estupidez que la alarma del cinturón de seguridad de su furgoneta no se apagara al cabo de sesenta segundos, los conductores que no excedían el límite de velocidad por Summit Avenue eran estúpidos, el semáforo en el cruce de Summit y Lexington estaba sincronizado estúpidamente, su jefe en el trabajo era estúpido, la normativa municipal para la construcción era estúpida. Joey se echó a reír mientras Connie proseguía, con implacable memoria, enumerando ejemplos: el mando a distancia del nuevo televisor estaba diseñado por estúpidos, la programación de máxima audiencia de la NBC había sido reorganizada estúpidamente, la Liga Nacional de Béisbol era estúpida por no adoptar la regla del bateador designado, los Vikings eran estúpidos por haber dejado escapar a Brad Johnson y Jeff George, el moderador del segundo debate presidencial había sido estúpido por no poner en evidencia a Al Gore y sus mentiras, el estado de Minnesota era estúpido por obligar a pagar a sus laboriosos ciudadanos la atención médica gratuita de primer nivel para los inmigrantes ilegales mexicanos y los que practicaban el fraude al sistema de asistencia social, atención médica gratuita de primer nivel…

—¿Y quieres que te diga una cosa? —dijo Connie para acabar,

—¿Qué? —preguntó Joey.

—Tú eso nunca lo haces. Tú eres realmente más listo que los demás, y por eso no te hace falta llamarlos estúpidos.

Joey aceptó incómodo su cumplido. Para empezar, percibió un marcado tufo de rivalidad en la comparación directa entre él y Blake: una inquietante sensación de ser un trofeo o una prenda en una compleja lucha entre madre e hija. Y si bien era cierto que al trasladarse a casa de los Monaghan había dejado fuera muchas de sus opiniones, antes de eso había declarado estúpidas las cosas más diversas, en concreto a su madre, que había acabado pareciéndole una fuente de interminable y crispante estulticia. Ahora Connie parecía sugerir que la causa de que la gente se quejara de la estupidez era su propia estupidez.

En realidad, la única estupidez que podía reprochársele a su madre era su comportamiento con el propio Joey. Cierto era que también había sido muy tonta, por ejemplo, al mostrarse tan poco respetuosa con
Tupac
, cuyo mejor material Joey consideraba una obra indiscutiblemente genial, o tan hostil con
Matrimonio con hijos
, cuya propia estupidez era tan intencionada y extrema que resultaba absolutamente brillante. Pero ella jamás habría despotricado de
Matrimonio con hijos
si Joey no hubiese seguido con tanto interés las reposiciones, ni habría caído tan bajo como para hacer sus caricaturas bochornosamente improcedentes de
Tupac
si Joey no lo hubiese admirado tanto. La causa profunda de su estupidez era en realidad el deseo de que Joey siguiera siendo su colega: que continuara considerando más divertida y fascinante a su madre que a un excelente programa de televisión o un auténtico genio del rap. En eso residía el núcleo enfermizo de su idiotez: ella competía.

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