—En otras palabras, te la han jugado.
—Sí, me la han jugado, un poco sí. De todos modos, el Parque de la Reinita sigue en marcha. Pero sí, me la han jugado. Y te ruego que no se lo comentes a nadie.
—Bueno, ¿y qué quiere decir todo esto? —preguntó Katz—. O sea, aparte de confirmar que, como yo pensaba, los amigos de Bush son mala gente.
—Quiere decir que Walter y yo nos hemos convertido en empleados desleales —dijo Lalitha con aquel peculiar brillo en la mirada.
—Desleales no —se apresuró a corregir Walter—. No digas desleales. No somos desleales.
—Es que sí somos bastante desleales, la verdad.
—También me gusta cómo dices «desleales» —señaló Katz.
—Seguimos apreciando mucho a Vin —aclaró Walter—. Vin es único en su especie. Es sólo que consideramos que, como no ha jugado del todo limpio con nosotros, no hay necesidad de que nosotros juguemos del todo limpio con él.
—Tenemos unos cuantas mapas y gráficos que enseñarte —dijo Lalitha, revolviendo en su maletín.
El público de media tarde en el Walker's, los agentes de la comisaría situada a la vuelta de la esquina y los repartidores, empezaban a ocupar las mesas y sitiar la barra. Fuera, a la persistente luz de finales de invierno de una tarde de febrero, el tráfico de los túneles propio de un viernes colapsaba las calles. En un universo paralelo, con los difusos contornos de la irrealidad, Katz seguía en la terraza de White Street, coqueteando resueltamente con la núbil Caitlyn. Ahora le parecía que la chica apenas merecía la molestia. Aunque su preocupación por la naturaleza era muy relativa, Katz no podía dejar de envidiar a Walter por plantarles cara a los compinches de Bush e intentar ganarles en su propio juego. En comparación con fabricar chicles o construir terrazas para gente despreciable, aquello sí parecía interesante.
—Para empezar —explicó Walter—, acepté el empleo porque no podía dormir por las noches. No podía soportar lo que estaba pasando en el país. Clinton había hecho menos que nada por el medio ambiente. Resultado neto negativo. La única preocupación de Clinton era que todo el mundo bailara al son de Fleetwood Mac.
¿No dejes de pensar en el mañana?
Hay que joderse. Pensar en el mañana fue precisamente lo que no hizo en su política medioambiental. Y luego Gore fue demasiado blandengue para enarbolar su bandera verde y demasiado buena persona para jugar sucio en Florida. Me sentía más o menos bien cuando no salía de Saint Paul, pero tenía que viajar por todo el estado para Conservancy, y cada vez que cruzaba el término municipal era como si me echaran ácido a la cara. No sólo por las explotaciones agrícolas industriales, sino que todo era expansión urbanística, y más expansión, y más expansión; y el desarrollo urbanístico de baja densidad es lo peor que hay. Y todoterrenos por todas partes, motonieves por todas partes, motos acuáticas por todas partes, quads por todas partes, jardines de ocho mil metros cuadrados por todas partes. Esos malditos jardines verdes anegados de productos químicos monoespecíficos.
—Aquí tienes los mapas —dijo Lalitha.
—Sí, éstos muestran la fragmentación —explicó Walter, entregándole a Katz dos mapas plastificados—. Éste es el hábitat natural en 1900; éste, el hábitat natural en 2000.
—Son los efectos de la prosperidad —dijo Katz.
—Pero el desarrollo urbanístico se ha llevado a cabo de una manera muy estúpida —precisó Walter—. Aún quedaría tierra de sobra para que sobrevivan otras especies si no estuviera todo tan fragmentado.
—Bonita fantasía, lo admito —dijo Katz.
En retrospectiva, supuso que era inevitable que su amigo se hubiera convertido en una de esas personas que llevaba material gráfico plastificado de aquí para allá. Pero aún lo sorprendía que en los últimos dos años Walter se hubiera convertido en semejante cascarrabias.
—Eso era lo que me quitaba el sueño por la noche —continuó Walter—: esa fragmentación. Porque vemos el mismo problema en todas partes. Pasa en internet, o en la televisión por cable: nunca hay un centro, nunca hay acuerdo comunitario; sólo hay un billón de pequeñas fracciones de ruido que nos distrae. Nunca podemos sentarnos a mantener una conversación sin interrupciones; todo es basura de tercera y urbanismo de mierda. Todo lo real, todo lo auténtico, todo lo honrado, está extinguiéndose. Intelectual y culturalmente, no hacemos más que rebotar de un sitio a otro como bolas de billar lanzadas al azar, reaccionando ante los últimos estímulos producidos al azar.
—En internet hay porno que no está nada mal —comentó Katz. O eso dicen.
—En Minnesota no conseguía llevar a cabo un trabajo sistemático. Nos limitábamos a reunir fragmentos de belleza inconexos. En Norteamérica anidan aproximadamente seiscientas especies de ave, y tal vez un tercio sufre los efectos devastadores de la fragmentación. La idea de Vin consistía en que si doscientas personas muy ricas elegían una especie cada una e intentaban poner freno a la fragmentación de sus bastiones, tal vez lograríamos salvarlas a todas.
—La reinita cerúlea es un pajarito muy selectivo —terció Lalitha.
—Anida en las copas de los árboles de bosques caducifolios maduros —explicó Walter—. Y después, en cuanto las crías pueden volar, la familia, en busca de seguridad, se traslada al monte bajo. Pero todos los bosques originales se talaron para obtener madera y carbón, y los bosques secundarios no cuentan con la clase de monte bajo adecuado y están todos fragmentados por carreteras y granjas y terreno parcelado y yacimientos carboníferos, lo que deja a la reinita a merced de los gatos, los mapaches y los cuervos.
—Y así, sin que nos demos cuenta, desaparece la reinita cerúlea —concluyó Lalitha.
—Eso sí es tremendo —dijo Katz—. Aunque no es más que un pájaro.
—Toda especie tiene el derecho inalienable a seguir existiendo —declaró Walter.
—Ya. Claro. Sólo intento ver a qué viene todo esto. No recuerdo que te preocuparan tanto los pájaros cuando estábamos en la universidad. Por entonces, si la memoria no me engaña, el problema era más bien la superpoblación y los límites del crecimiento.
Walter y Lalitha cruzaron otra mirada.
—Precisamente con eso queremos que nos ayudes: con la superpoblación —dijo ella.
Katz se echó a reír.
—A ese respecto ya hago todo lo que está en mis manos.
Walter hojeaba unos gráficos plastificados.
—Empecé a buscar la raíz del problema —dijo—, porque seguía sin poder dormir. ¿Te acuerdas de Aristóteles y las distintas clases de causa? ¿La eficiente y la formal y la final? Verás, la depredación de nidos por parte de los cuervos y los gatos salvajes es una causa eficiente del declive de la reinita. Y la fragmentación del hábitat es una causa formal de eso mismo. Pero ¿cuál es la causa final? La causa final es el origen de prácticamente todos nuestros males. La causa final es el exceso de gente en el planeta. Esto se ve sobre todo cuando vamos a Sudamérica. Sí, el consumo per cápita está aumentando. Sí, los chinos están chupando ilegalmente los recursos de esa zona. Pero el verdadero problema es la presión demográfica. Seis niños por familia frente al uno coma cinco. La gente se desespera para dar de comer a los hijos que el Papa, en su infinita sabiduría, les obliga a tener, y entonces se carga el medio ambiente.
—Deberías venir con nosotros a Sudamérica —dijo Lalitha—. Vas por esas carreteritas, y te envuelven esos humos de escape espantosos de los motores de mala calidad y la gasolina demasiado barata; las laderas de las montañas están todas deforestadas, y las familias tienen todas ocho o diez hijos… Es penoso. Deberías venir con nosotros alguna vez y comprobar si te gusta lo que ves allí. Porque ésa es la película que vas a ver aquí dentro de nada.
Una chiflada, pensó Katz. Una chiflada muy sexy.
Walter le entregó un gráfico de barras plastificado.
—Sólo en Estados Unidos —dijo—, la población va a crecer un cincuenta por ciento en las próximas cuatro décadas. Piensa en lo saturadas que están ya las zonas residenciales de las afueras, piensa en el tráfico y la expansión urbanística y la degradación del medio ambiente y la dependencia del petróleo extranjero. Y a eso súmale el cincuenta por ciento. Y eso sólo en Estados Unidos, que teóricamente es capaz de mantener a una población mayor. Y luego piensa en las emisiones de carbono globales, y en el genocidio y la hambruna en África, y las clases marginadas radicalizadas sin porvenir en el mundo árabe, y la sobreexplotación pesquera de los océanos, los asentamientos ilegales de Israel, la ocupación del Tíbet, los cien millones de pobres en el Paquistán nuclear: no hay casi ningún problema en el mundo que no se pueda resolver, o paliar enormemente al menos, reduciendo la población. Y sin embargo —le dio a Katz otro gráfico— en 2050 tendremos otros tres mil millones de personas. En otras palabras, se producirá un aumento equivalente a toda la población mundial que existía en los tiempos en que tú y yo echábamos unas monedas a las huchas de la UNICEF en las colectas. Toda pequeña acción que llevemos a cabo ahora para tratar de salvar un poco de naturaleza y preservar cierta forma de calidad de vida se verá desbordada por las puras cifras, porque la gente puede cambiar de hábitos de consumo (eso lleva tiempo y esfuerzo, pero es posible), pero si la población sigue creciendo, nada de lo que hagamos servirá. Y sin embargo nadie habla de ese problema en público. Es la política del avestruz, y va a ser nuestra perdición.
—Esto ya me suena más —dijo Katz—. Recuerdo alguna que otra conversación bastante larga.
—En la universidad ése era un tema que desde luego me preocupaba. Pero después, en fin, yo mismo me dediqué a la reproducción.
Katz enarcó las cejas. La «reproducción» era un término interesante para referirse a esposa e hijos propios.
—A mi manera —continuó Walter—, formé parte, supongo, de una nueva tendencia cultural más amplia que surgió en los ochenta y noventa. La superpoblación sin duda formó parte del diálogo público en los setenta, con Paul Ehrlich y el Club de Roma y Crecimiento Demográfico Cero. Y de pronto desapareció. Se convirtió en algo sencillamente inmencionable. En parte se debió a la Revolución Verde; es decir, seguía habiendo muchas hambrunas, pero ya no apocalípticas. Y luego el control demográfico pasó a tener mala fama desde el punto de vista político. La China totalitaria con su mandato de hijo único, Indira Gandhi con las esterilizaciones forzosas, el movimiento estadounidense Crecimiento Demográfico Cero presentado como xenófobo y racista. Los progresistas se asustaron y callaron. Incluso se asustó el Sierra Club. Y a los conservadores, por supuesto, ya de entrada nunca les importó una mierda, porque toda su ideología se reduce al interés egoísta a corto plazo y al designio divino y demás. Y por lo tanto el problema se convirtió en un cáncer que sabes que crece dentro de ti, pero decides que es mejor no pensar en él.
—¿Y eso qué tiene que ver con vuestra reinita cerúlea?
—Tiene mucho que ver —respondió Lalitha.
—Como he dicho —intervino Walter—, hemos decidido tomarnos ciertas libertades a la hora de interpretar la misión de la fundación, que es asegurar la supervivencia de la reinita. Seguimos buscando la raíz del problema, seguimos buscándola. Y llegamos a la conclusión de que, en cuanto a causa final o primer motor inmóvil, ahora, en 2004, hablar de invertir el crecimiento demográfico se ha convertido en un tema totalmente envenenado, un tema nada guay.
—Y entonces yo le pregunto a Walter —recordó Lalitha—: ¿quién es la persona más enrollada que conoces?
Katz se echó a reír y negó con la cabeza.
—Ah, no. No, no, no.
—Escúchame, Richard —dijo Walter—. Ganaron los conservadores. Convirtieron a los demócratas en un partido de centroderecha. Pusieron al país entero a cantar «Dios bendiga América» en todos los partidos de béisbol de primera división, haciendo especial hincapié en «Dios». Joder, ganaron en todos los frentes, pero ganaron sobre todo en el plano cultural, y en especial en lo referente a los niños. En 1970 preocuparse por el futuro del planeta y no tener hijos era de enrollados. Ahora todo el mundo, la derecha y la izquierda, coincide en lo maravilloso que es tener muchos niños. Cuantos más, mejor. Kate Winslet está embarazada, hurra hurra. Una tarada de Iowa acaba de tener octillizos, hurra hurra. La conversación sobre la estupidez de tener un todoterreno se interrumpe en el acto cuando la gente dice que lo compra para proteger a sus preciosos niños.
—Un niño muerto no es una imagen muy bonita —comentó Katz—. O sea, se supone que no estáis defendiendo el infanticidio.
—Claro que no —respondió Walter—. Sólo queremos que la gente se avergüence más de tener hijos. Como se avergüenza de fumar. Como se avergüenza de la obesidad. Como se avergonzaría de conducir un Escalade si no fuera por el argumento de los críos. Como debería avergonzarse de vivir en una casa de cuatrocientos metros cuadrados en una parcela de ocho mil.
—«Hazlo si no puedes evitarlo —dijo Lalitha—, pero no esperes que te feliciten.» —Ese es el mensaje que debemos difundir.
Katz fijó la mirada en sus ojos de chiflada. —Tú no quieres tener hijos.
—No —contestó ella sin apartar la vista.
—¿Cuántos años tienes? ¿Veinticinco?
—Veintisiete.
—Puede que cambies de idea dentro de cinco años. El temporizador del horno suena a eso de los treinta. Al menos ésa es mi experiencia con las mujeres.
—No será mi caso —replicó ella y, para mayor énfasis, abrió aún más los ojos, ya de por sí muy redondos.
—Los niños son una maravilla —dijo Walter—. Los niños siempre han dado sentido a la vida. Te enamoras, te reproduces, y luego tus hijos crecen, se enamoran y se reproducen. Precisamente ésa ha sido siempre la finalidad de la vida. El embarazo. Más vida. Pero ahora el problema es que más vida sigue siendo algo maravilloso y lleno de sentido en el plano individual, pero para el mundo en su totalidad sólo significa más muerte. Y no una muerte agradable, además. Nos hallamos ante la pérdida de la mitad de las especies del mundo en los próximos cien años. Nos enfrentamos a la mayor extinción masiva desde al menos el cretácico-terciario. Primero conseguiremos la total eliminación de los ecosistemas del mundo, luego la muerte por inanición y/o enfermedad y/o matanzas en masa. Lo que sigue siendo «normal» en el plano individual es horrendo y no tiene precedentes en el plano global.
—Es como el problema de los mininos —dijo Lalitha.