Libertad (31 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

BOOK: Libertad
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Aunque no tenía mucha importancia, era verdad que Katz estaba sin blanca. Los ingresos y los gastos habían cuadrado más o menos durante el año y medio de giras del grupo; siempre que corría riesgo de superávit, aumentaba la categoría de los hoteles y pagaba rondas para todos en bares llenos de fans y desconocidos. Aunque
Lago Sin Nombre
y el recién avivado interés de los consumidores por las viejas grabaciones de los
Traumatics
le habían proporcionado más dinero que sus veinte años anteriores de trabajo en total, se las había ingeniado para dilapidar hasta el último centavo en su afán por reubicar la identidad que había colocado donde no debía. Los sucesos más traumáticos acaecidos al eterno líder de los
Traumatics
habían sido 1) recibir una nominación a los Grammy, 2) oír su música en la Radio Pública Nacional, y 3) deducir, a partir de las cifras de ventas de diciembre, que
Lago Sin Nombre
había constituido el regalito de Navidad ideal para dejar al pie del árbol primorosamente adornado en varios centenares de miles de casas de oyentes de la RPN. El bochorno por la nominación a los Grammy le había causado especial desorientación.

Katz había acumulado numerosas lecturas de libros de divulgación sobre sociobiología, y en sus reflexiones sobre la personalidad depresiva y la persistencia en apariencia pertinaz de ésta en el banco genético humano había llegado a la conclusión de que la depresión constituía una adaptación exitosa al dolor y las penalidades incesantes. El pesimismo, los sentimientos de inutilidad y carencia de derechos, la incapacidad para obtener satisfacción del placer, la atormentadora conciencia de que el mundo en general era una mierda: para los judíos antepasados paternos de Katz, que habían sido expulsados de un
shtetl
a otro por implacables antisemitas, al igual que para los antiguos anglos y sajones de la línea materna, que habían bregado por cultivar centeno y cebada en las tierras improductivas y los veranos cortos de la Europa septentrional, sentirse mal permanentemente y esperar lo peor se había convertido en la manera natural de mantener el equilibrio entre ellos y sus miserables circunstancias. A fin de cuentas, pocas cosas resultan más gratificantes para los depresivos que las noticias realmente malas. Obviamente, ésta no era una manera óptima de vivir, pero poseía sus ventajas desde el punto de vista evolutivo. En situaciones adversas, los depresivos transmitían sus genes, aunque fuera a la desesperada, en tanto que quienes tendían al automejoramiento se convertían al cristianismo o se trasladaban a lugares más soleados. Las situaciones adversas eran el hábitat de Katz del mismo modo que las aguas turbias lo eran de la carpa. Sus mejores años con los
Traumatics
habían coincidido con Reagan I, Reagan II y Bush I; Bill Clinton (al menos en la época pre-Lewinsky) en cierto modo había sido una dura prueba para él. Ahora llegaba Bush II, el peor régimen de todos, y bien podría haber vuelto a hacer música otra vez de no ser por el accidente del éxito. Muy a semejanza de una carpa, se sacudió en el suelo, forzando en vano sus agallas psíquicas para extraer oscuro sustento de ese ambiente de aprobación y plenitud. Se sentía libre como no se había sentido desde la pubertad, y al mismo tiempo más cerca que nunca del suicidio. En los últimos días de 2003 volvió a construir terrazas.

Tuvo suerte con sus dos primeros clientes, un par de chicos dedicados al capital riesgo, seguidores entusiastas de los Chili Peppers que no distinguían a Richard Katz de Ludwig van Beethoven. Aserró y utilizó la pistola de clavos en sus terrazas en relativa paz. Fue en el tercer encargo, iniciado en febrero, cuando tuvo la mala suerte de trabajar para personas que creían saber quién era. El edificio se hallaba en White Street, entre Church y Broadway, y el cliente, un rico que se dedicaba a editar libros de arte, tenía la obra incompleta de los
Traumatics
en vinilo, y pareció dolido porque Katz no recordaba haber visto su cara en diversas ocasiones entre el escaso público del Maxwell, en Hoboken, a lo largo de los años.

—Son tantas las caras… —dijo Katz—. Soy mal fisonomista.

—Aquella noche que Molly se cayó del escenario y después tomamos todos unas copas juntos. Aún conservo en algún sitio una servilleta ensangrentada. ¿No te acuerdas?

—Tengo una laguna. Lo siento.

—Bueno, da igual. Fue estupendo ver que recibías algo del reconocimiento que mereces.

—Preferiría no hablar de eso —lo atajó Katz—. Mejor hablemos de tu terraza.

—Básicamente, lo que quiero es que seas creativo y me presentes la factura —dijo el cliente—. Quiero tener una terraza construida por Richard Katz. Dudo que hagas esto durante mucho tiempo. Me costó creerlo cuando me enteré de que te dedicabas a esto.

—En todo caso, sería útil tener una idea aproximada de los metros cuadrados y las preferencias en materiales.

—Cualquier cosa, en serio. Tú sé creativo y ya está. No tiene la menor importancia.

—Aun así, dame el gusto y simula que sí tiene importancia —insistió Katz—. Porque si de verdad no la tiene, no sé hasta qué punto…

—Tú cúbrelo todo, ¿vale? Que sea grande. —El cliente parecía molesto con él—. Lucy quiere dar fiestas aquí. Esa es una de las razones por las que compramos este apartamento.

El cliente tenía un hijo, Zachary, en el último curso del instituto Stuyvesant y por lo visto con ínfulas de guitarrista, un moderno en ciernes que se presentó en la terraza después de clase el primer día de trabajo de Katz y, desde una distancia prudencial, como si Katz fuese un león encadenado, lo machacó a preguntas concebidas para demostrar sus propios conocimientos de las guitarras antiguas, que Katz consideraba un fetiche consumista especialmente irritante. Así se lo dijo, y el chico se marchó molesto con él.

El segundo día de trabajo de Katz, mientras subía tablones de Trex y listones a la terraza, la madre de Zachary lo abordó en el descansillo de la tercera planta y le ofreció, sin él pedirla, su opinión sobre los
Traumatics
: uno de esos grupos juveniles con pose adolescente y cierto regodeo en la angustia que a ella nunca le habían interesado. Acto seguido, con los labios separados y una expresión de insolente desafío en la mirada, esperó a ver qué efecto tenía en él su presencia, el dramatismo de ser ella. A la manera propia de las tías de su estilo, parecía convencida de la originalidad de su provocación. Katz se había topado con esa misma provocación, planteada casi textualmente, ya un centenar de veces antes, lo que ahora lo ponía en la ridícula situación de sentirse mal por ser incapaz de simular que se lo tomaba como una provocación: de compadecerse del pequeño y aguerrido ego de Lucy, de su estado de flotación en el mar de inseguridad de una mujer ya de cierta edad. Dudaba que pudiese llegar a alguna parte con ella aun cuando le apeteciese intentarlo, pero sabía que heriría su orgullo si no hacía al menos un simbólico esfuerzo para mostrarse desagradable.

—Lo sé —dijo, dejando los tablones de Trex apoyados contra una pared—. Por eso para mí fue un paso decisivo crear un disco basado en auténticos sentimientos adultos que también las mujeres pudieran valorar.

—¿Qué te lleva a pensar que me gustó
Lago Sin Nombre
? —preguntó Lucy.

—¿Y a ti qué te lleva a pensar que a mí eso me importa? —replicó Katz con tono pendenciero. Llevaba toda la mañana subiendo y bajando escaleras, pero lo que de verdad lo agotaba era tener que interpretarse a sí mismo.

—No me pareció mal —dijo ella—. Sólo que quizá fue un pelín sobrevalorado.

—No encuentro palabras para discrepar —respondió Katz.

Ella se marchó molesta con él.

En los años ochenta y noventa, para no debilitar la principal baza de su negocio como contratista —el hecho de que creaba música minoritaria merecedora de apoyo económico—, prácticamente se le exigía un comportamiento poco profesional. La clientela con la que se ganaba la vida por entonces se componía de artistas y gente del cine residente en Tribeca, que le daban comida y a veces drogas y habrían puesto en tela de juicio su compromiso artístico si se hubiese presentado a trabajar antes de media tarde, si se hubiese abstenido de abordar a mujeres no disponibles o cumplido el plazo acordado y sin salirse del presupuesto. Ahora, con Tribeca del todo anexionada a la industria financiera, y con Lucy solazándose en su cama Dux toda la mañana, sentada con las piernas cruzadas, sin más ropa que una camiseta de tirantes y apenas unas bragas minúsculas mientras leía el Times o hablaba por teléfono, saludándolo con la mano a través de la claraboya siempre que él pasaba por encima, su pelambrera apenas cubierta y sus imponentes muslos permanentemente observables, Katz se convirtió en un obseso de la profesionalidad y la virtud protestante, llegando puntualmente a las nueve y trabajando aún varias horas después de oscurecer, con la idea de recortarle un par de días al proyecto y largarse de allí cuanto antes.

Había regresado de Florida experimentando la misma aversión por el sexo que por la música. Esa clase de aversión era una novedad para él, y conservaba la lucidez suficiente para reconocer que tenía mucho que ver con su estado mental y poco o nada que ver con la realidad. Al igual que la uniformidad esencial de los cuerpos femeninos en modo alguno impedía la infinita diversidad, no existía ninguna razón racional para desesperarse por la uniformidad de las piezas de construcción que componían la música popular, los acordes de quinta vacía mayores y menores, los compases de dos por cuatro y cuatro por cuatro, la estructura ABABC. A cada hora del día, en algún lugar del área metropolitana neoyorquina, un joven enérgico trabajaba en una canción que sonaría, al menos las primeras veces que se la escuchara —quizá veinte o treinta veces— tan novedosa como la mañana de la Creación. Desde que el juez dio por concluida su libertad condicional en Florida y Katz se despidió de su tetuda supervisora del Departamento de Parques y Jardines, Marta Molina, era incapaz de encender su aparato estéreo o tocar un instrumento o imaginarse dejando entrar a alguien en su cama, ni entonces ni nunca más en la vida. Apenas pasaba un día sin que oyera un sonido nuevo arrebatador procedente de un sótano donde alguien ensayaba o incluso (podía suceder) del interior de un Banana Republic o un Gap, y sin que viera, en las calles del Bajo Manhattan, una tía joven que cambiaría la vida de alguien, pero había dejado de creer que ese alguien pudiera ser él.

Hasta que llegó la gélida tarde de un jueves, con un cielo uniformemente gris y una ligera nevada que daba una apariencia menos negativa al espacio negativo del perfil urbano del centro de Nueva York, desdibujando el edificio Woolworth y sus torrecillas de cuento de hadas, los tensores meteorológicos deslizando los copos de nieve suave y oblicuamente Hudson abajo y aguas adentro en el oscuro Atlántico, y distrayendo a Katz de la marabunta de peatones y tráfico cuatro plantas más abajo. La humedad fundida de las calles elevaba gratamente los agudos del murmullo del tráfico y anulaba la mayor parte de los acúfenos de Katz. Se sentía dentro de un útero por partida doble, gracias a la nieve y al trabajo manual, mientras cortaba y acoplaba los tablones de Trex en los complicados espacios entre tres chimeneas. El mediodía dio paso al crepúsculo sin que él se acordara ni una sola vez del tabaco, y dado que los intervalos entre un cigarrillo y otro eran la forma en que dividía actualmente sus días en bocados digeribles, tenía la sensación de que no había pasado más de un cuarto de hora entre el sandwich del almuerzo y la repentina e inoportuna aparición de Zachary.

El chico llevaba una sudadera con capucha y uno de esos pantalones estrechos de cintura baja que Katz había visto por primera vez en Londres.

—¿Qué piensas de los
Tutsi Picnic
? —preguntó—. ¿Te molan?

—No los conozco —respondió Katz.

—¡Imposible! No me lo creo.

—Pues sí, es verdad.

—¿Y qué me dices de los
Flagrants
? ¿No son una pasada? ¿Esa canción suya de treinta y siete minutos?

—No he tenido el placer.

—A ver —prosiguió Zachary, sin sucumbir al desaliento—, ¿y qué hay de esos grupos psicodélicos de Houston que grabaron con
Pink Pillow
a finales de los sesenta? Parte de su sonido me recuerda mucho a lo que hacías en tu primera etapa.

—Necesito el tablón que estás pisando —dijo Katz.

—He pensado que quizá alguno de ésos te hubiera influido. Concretamente
Peshawar Rickshaw
.

—¿Te importaría levantar el pie un segundo?

—Oye, ¿puedo hacerte otra pregunta?

—Y ahora esta sierra hará un poco de ruido.

—Sólo una pregunta más.

—De acuerdo.

—¿Esto forma parte de tu método musical? ¿Volver a trabajar en tu antiguo oficio?

—La verdad es que no me lo había planteado.

—Verás, es que me lo preguntan los amigos del instituto. Yo les he dicho que me parece que es parte de tu método. O sea, que a lo mejor estás entrando otra vez en contacto con el obrero porque necesitas reunir material para tu próximo disco.

—Hazme un favor —dijo Katz—, diles a tus amigos que les digan a sus padres que me llamen si quieren entarimar una terraza. Estoy dispuesto a trabajar en cualquier sitio por debajo de la calle Catorce y al oeste de Broadway.

—En serio, ¿lo haces por eso?

—La sierra es muy ruidosa.

—Vale, pero una pregunta más. Te juro que es la última. ¿Puedo entrevistarte?

Katz accionó brevemente la sierra.

—Por favor —insistió Zachary—. Hay una chica en mi clase que está como loca con
Lago Sin Nombre
. Me sería de gran ayuda, para conseguir que ella me haga caso, que pudiera grabar digitalmente una breve entrevista contigo y colgarla online.

Katz dejó la sierra y observó a Zachary con expresión seria.

—¿Tocas la guitarra y estás diciéndome que te cuesta despertar el interés de las chicas?

—Bueno, de ésta en particular, sí. Tiene unos gustos más bien convencionales. Ha sido una auténtica batalla.

—Y ella es justo la que necesitas, esa sin la que no puedes vivir.

—Más o menos.

—Y está en el último curso —dijo Katz sucumbiendo al viejo impulso calculador antes de poder disuadirse de hacerlo—. No se ha saltado ningún curso ni nada por el estilo.

—No que yo sepa.

—¿Se llama?

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