Libertad (34 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

BOOK: Libertad
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—El señor Haven entrevistó a media docena de candidatos antes que a Walter —explicó Lalitha—. Algunos se pusieron de pie y lo dejaron allí plantado en plena entrevista. ¡Así de estrechos de miras eran y tanto temían las críticas! Sólo Walter vio el potencial de la oferta para alguien dispuesto a asumir un gran riesgo y preocuparse menos por la opinión predominante.

Walter hizo una mueca al oír el cumplido, pero saltaba a la vista que lo había complacido.

—Todas esas personas tenían empleos mejores que el mío. Tenían más que perder.

—Pero ¿qué ecologista se preocupa más por salvar el empleo que por salvar tierras amenazadas?

—Pues, por desgracia, muchos. Tienen familia y responsabilidades.

—¡Y tú también!

—Acéptalo, tío, eres perfecto —dijo Katz, sin amabilidad. Aún albergaba la esperanza de constatar, cuando Lalitha se levantara para irse, que tenía el culo grande o los muslos gruesos.

Para ayudar a salvar a la reinita cerúlea, dijo Walter, la fundación aspiraba a crear una extensión de veinticinco mil hectáreas sin carreteras —en la práctica se las conocía como «las Veinticinco Mil de Haven»— en el condado de Wyoming, Virginia Occidental, rodeada de una «zona de contención» más amplia abierta a la caza y el ocio motorizado. Para poder pagar tanto los derechos de superficie como los derechos de minería de una única parcela de tales dimensiones, la fundación primero tendría que permitir la extracción de carbón en casi una tercera parte del terreno, por medio de la explotación a cielo abierto. Esa era la perspectiva que había ahuyentado a los otros candidatos. La explotación a cielo abierto tal como se practicaba en ese momento era ecológicamente deplorable: la capa rocosa de la cima de los montes se volaba con dinamita para dejar al descubierto las vetas de carbón subyacentes; los valles contiguos se convertían en escombreras; se destruían torrentes biológicamente ricos. Así y todo, Walter creía que un posterior esfuerzo de recuperación del terreno bien administrado podía mitigar los daños mucho más de lo que la gente imaginaba, y la gran ventaja de una tierra con los recursos mineros ya explotados era que nadie volvería a excavarla.

Katz empezaba a recordar que una de las cosas de Walter que había echado de menos era una buena discusión sobre ideas de verdad.

—Pero ¿no queremos dejar el carbón bajo tierra? —preguntó—. Creía que detestábamos el carbón.

—Eso es una discusión más larga que dejaremos para otro día —dijo Walter.

—Walter tiene una serie de propuestas excelentes y muy originales sobre los combustibles fósiles frente a la energía nuclear y eólica.

—Baste decir que somos realistas respecto al carbón —dijo Walter.

Lo entusiasmaba más aún, prosiguió, el dinero que la fundación inyectaba a manos llenas en Sudamérica, donde la reinita cerúlea, como tantas otras aves canoras de América del Norte, pasaba el invierno. Los bosques andinos estaban desapareciendo a un ritmo desastroso, y en los últimos dos años Walter había viajado mensualmente a Colombia para comprar extensos terrenos y coordinarse con las ONG locales que fomentaban el ecoturismo y ayudaban a los campesinos a sustituir sus estufas de leña por calefacción solar y eléctrica. Un dólar daba aún para mucho en el hemisferio sur, y la mitad sudamericana del Parque Panamericano de la Reinita ya estaba creada.

—El señor Haven no tenía previsto hacer nada en Sudamérica —dijo Lalitha—. Había descuidado por completo esa parte del asunto hasta que Walter le llamó la atención al respecto.

—Aparte de todo lo demás —intervino Walter—, pensé que quizá fundar un parque que abarcase dos continentes tendría una utilidad didáctica. Para dejar clara la idea de que todo está interrelacionado. Con el tiempo, esperamos patrocinar algunas reservas más pequeñas en la ruta migratoria de la reinita, en Texas y México.

—Me parece muy bien —dijo Katz con manifiesta apatía—. Buena idea.

—Muy buena idea —afinó Lalitha, sin apartar la mirada de Walter.

—La cuestión es —continuó éste— que la tierra sin edificar desaparece a tal ritmo que no tiene sentido esperar a que los gobiernos se ocupen de la conservación. El problema de los gobiernos es que los eligen mayorías a las que les importa un bledo la biodiversidad. Los multimillonarios, en cambio, sí suelen preocuparse por eso. Tienen un interés directo en evitar que el planeta se joda del todo, porque ellos y sus herederos serán los únicos con dinero suficiente para disfrutar del planeta. La razón por la que Vin Haven empezó a aplicar medidas conservacionistas en sus ranchos de Texas es que le gusta cazar las aves más grandes y contemplar las pequeñas. Un interés egoísta, desde luego, pero ahí sí tenemos todas las de ganar. A la hora de cerrar el hábitat para salvarlo del desarrollo urbanístico, resulta mucho más fácil convertir a un puñado de multimillonarios que educar al votante estadounidense, que está la mar de contento con su televisión por cable, su Xbox y su banda ancha.

—Además, tampoco te conviene tener a trescientos millones de americanos paseándose por tus espacios naturales —señaló Katz.

—Exacto. Dejarían de ser espacios naturales.

—O sea, que básicamente estás diciéndome que te has pasado al lado oscuro.

Walter se echó a reír.

—Así es.

—Tienes que conocer al señor Haven —le dijo Lalitha a Katz—. Es todo un personaje.

—Si es amigo de George y Dick, ya me lo has dicho todo.

—No, Richard, no —aseguró ella—. No te lo he dicho todo ni mucho menos.

Su encantadora pronunciación de la O de «no» incitaba a Katz a desear llevarle la contraria una y otra vez.

—Y ese tío es cazador —dijo—. Probablemente incluso salga de caza con Dick, ¿no?

—Pues mira, sí, de vez en cuando va de caza con Dick —confirmó Walter—. Pero los Haven se comen lo que matan, y administran sus tierras teniendo en cuenta la fauna. La caza no es el problema. Tampoco los Bush son el problema. Cuando Vin viene a la ciudad, va a la Casa Blanca a ver los partidos de los Longhorns, y en el descanso intenta ganarse a Laura. Ha conseguido despertar su interés por las aves marinas de Hawai. Creo que pronto veremos acción por ese lado. La conexión Bush por sí misma no es el problema.

—Y entonces, ¿cuál es el problema? —preguntó Katz.

Walter y Lalitha cruzaron miradas de inquietud.

—Verás, hay varios —respondió Walter—. El dinero es uno de ellos. Dada la cantidad que estamos inyectando en Sudamérica, habría sido una verdadera ayuda recibir financiación pública en Virginia Occidental. Y el asunto de la explotación a cielo abierto ha resultado muy espinoso y ha ido de mal en peor. Todos los grupos de base locales han demonizado la industria del carbón y en particular la ECA.

—Explotación a cielo abierto —explicó Lalitha.

—El New York Times da carta blanca a Bush y Cheney en cuanto a Iraq pero saca un puto editorial tras otro sobre la lacra de la ECA —dijo Walter—. Tanto a nivel estatal y federal como en el sector privado, nadie quiere meterse en un proyecto que implica sacrificar la cima de las montañas y desplazar a familias pobres de sus tierras ancestrales. No quieren ni oír hablar sobre la recuperación del bosque, no quieren ni oír hablar de empleos verdes sostenibles. El condado de Wyoming está muy, muy vacío: el número total de familias que padecerán el impacto directo de nuestro proyecto no llega a doscientas. Pero al final todo queda reducido a un enfrentamiento entre corporaciones malvadas y el indefenso hombre de a pie.

—Es todo estúpido y absurdo —intervino Lalitha—. Ni siquiera se prestan a escuchar a Walter. Tiene cosas muy positivas que decir acerca de la recuperación del suelo, pero en cuanto entramos en una sala, la gente se cierra en banda.

—Está la llamada Iniciativa de Repoblación Forestal para la Región de los Apalaches —dijo Walter—. ¿Te interesan mínimamente los detalles?

—Me interesa oíros hablar del tema —respondió Katz.

—Verás, en pocas palabras, la mala fama de la ECA se debe a que la mayoría de los propietarios de los derechos de superficie no exigen después una recuperación del suelo como es debido. Antes de que una compañía minera pueda ejercer sus derechos de minería y excavar una montaña, tiene que depositar una fianza que no se le reembolsa hasta que devuelve la tierra en condiciones. Y el problema es que esos propietarios siempre se conforman con prados estériles, llanos, propensos al hundimiento, con la esperanza de que aparezca algún promotor inmobiliario y construya en ellos bloques de apartamentos de lujo, aunque estén en medio de la nada. El hecho es que se puede conseguir un bosque frondoso y biodiverso si la recuperación se lleva a cabo correctamente: utilizando algo más de un metro de mantillo y arenisca erosionada en lugar del medio metro habitual; procurando no compactarlo demasiado, y luego plantando la mezcla adecuada de especies de árbol de crecimiento rápido y lento en la época del año adecuada. Tenemos pruebas de que, de hecho, los bosques de este tipo son más adecuados para las reinitas que los bosques secundarios a los que sustituyen. Nuestro proyecto no se limita, pues, a la preservación de la reinita; pretende ser una manera de promocionar las cosas bien hechas. Pero la corriente dominante entre los ecologistas no quiere hablar de cosas bien hechas, porque si las cosas se hicieran bien, las compañías mineras ya no se verían tanto como el villano y la ECA resultaría más digerible desde el punto de vista político. Y por tanto nos fue imposible conseguir dinero de fuera, y la opinión pública se inclina en contra de nosotros.

—Pero el problema de actuar en solitario —dijo Lalitha— era que o bien nos conformábamos con un parque más pequeño, demasiado pequeño para convertirse en un bastión de la reinita, o bien hacíamos demasiadas concesiones a las compañías mineras.

—Que realmente son un tanto malvadas —apostilló Walter.

—Así que no podíamos poner muchos reparos al dinero del señor Haven.

—Por lo que parece, estáis metidos a fondo en el tema —comentó Katz—. Si yo fuera multimillonario, sacaría el talonario ahora mismo.

—Pero hay cosas aún peores —dijo Lalitha con un extraño brillo en los ojos.

—¿Te aburrimos ya? —preguntó Walter.

—Ni mucho menos. Sinceramente, ando un poco privado de estímulos intelectuales.

—Bueno, el problema es que, por desgracia, Vin tiene otras motivaciones, como se ha visto.

—Los ricos son como niños pequeños —dijo Lalitha—. Como niños pequeños, joder.

—Repite eso —saltó Katz.

—Repetir ¿qué?

—Joder. Me gusta cómo lo pronuncias.

Ella se sonrojó: el señor Katz le había hecho mella.

—Joder, joder, joder —dijo alegremente para él—. Antes yo trabajaba en Conservancy, y cuando celebrábamos la gala anual, los ricos estaban dispuestos a pagar veinte mil dólares por una mesa, pero sólo si recibían su bolsa de regalo al final de la velada. La bolsa de regalo contenía morralla donada por alguno de ellos. Pero si no recibían su bolsa de regalo, no donaban otros veinte mil al año siguiente.

—Necesito que me asegures que no mencionarás nada de esto a nadie —pidió Walter.

—Asegurado queda.

La Fundación Monte Cerúleo, prosiguió Walter, fue concebida en la primavera de 2001, cuando Vin Haven viajaba a Washington para participar en las actividades del famoso Grupo Operativo de la Energía, aquel cuya lista de invitados Dick Cheney aún pretendía ocultar, defendiéndose contra la Ley de Libertad de Información a costa de los dólares del contribuyente. Una noche, durante un cóctel, tras un largo día de operaciones en grupo, Vin habló con los presidentes de Nardone Energy y Blasco y los sondeó acerca del tema de la reinita cerúlea. En cuanto los convenció de que no les tomaba el pelo —de que para Vin la salvación de un ave vedada a la caza era un asunto muy serio—, alcanzaron un principio de acuerdo: Vin compraría una enorme extensión de tierra cuyo núcleo mineral sería extraíble por medio de la ECA, pero después se recuperaría y se dejaría en estado natural para siempre. Walter conocía este acuerdo cuando aceptó el empleo como director gerente de la fundación. Lo que no sabía entonces —y había descubierto hacía poco— era que el vicepresidente, esa misma semana de 2001, le había comentado en privado a Vin Haven que el presidente tenía la intención de llevar a cabo ciertos cambios en la normativa y en el código fiscal para que la extracción de gas natural fuese económicamente viable en los Apalaches. Ni que Vin había procedido a comprar derechos de explotación minera a gran escala no sólo en el condado de Wyoming, sino en otras varias zonas de Virginia Occidental que o bien no tenían carbón, o habían sido ya explotadas. Esas grandes adquisiciones de derechos en apariencia inútiles tal vez habrían disparado las alarmas, dijo Walter, si Vin no hubiese podido aducir que estaba salvaguardando posibles reservas naturales futuras para la fundación.

—En resumidas cuentas —añadió Lalitha—, nos estaba usan do como tapadera.

—Sin perder de vista, claro está —dijo Walter—, que Vin es realmente un auténtico apasionado de las aves y hace cosas maravillosas por la reinita cerúlea.

—Sencillamente, él quería también su pequeña bolsa de regalos —aclaró Lalitha.

—Su bolsa de regalos no tan pequeña, por lo que se ha visto —dijo Walter—. Casi toda esta información aún está fuera del alcance del radar, así que probablemente no hayas oído nada todavía, pero están a punto de perforar Virginia Occidental hasta cargársela. Miles y miles de hectáreas que todos suponíamos preservadas para siempre se encuentran ahora, mientras nosotros estamos aquí sentados, en vías de ser destruidas. Por lo que se refiere a la fragmentación y la alteración del hábitat, es tan grave como lo peor que haya hecho la industria del carbón. Si tienes los derechos de minería, puedes hacer lo que te salga de los huevos para ejercerlos, incluso en tierras públicas. Carreteras nuevas en todas partes, miles de torres de perforación, maquinaria ruidosa en funcionamiento las veinticuatro horas del día, luces cegadoras toda la noche.

—Y entretanto los derechos de minería de tu jefe pasan a ser de pronto mucho más valiosos —observó Katz.

—Exacto.

—¿Y ahora está vendiendo las tierras que teóricamente había comprado para vosotros?

—Parte de las tierras, sí.

—Increíble.

—Bueno, aun así, sigue gastándose un pastón. Y tomará medidas para mitigar el impacto de la perforación allí donde aún conserva los derechos. Pero se ha visto obligado a vender muchos derechos para cubrir grandes gastos que no habríamos tenido si la opinión pública nos hubiese respaldado. Conclusión: en realidad nunca tuvo la intención de invertir en la fundación tanto como yo pensaba en un principio.

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