—Perdona. Ni se me habría ocurrido.
—¿Cómo ibas a imaginarlo? ¿A quién iba a pasársele por la cabeza? Siempre le digo lo mismo, que yo la quiero a ella, que yo la deseo a ella, y entonces cambiamos de tema. Por ejemplo, desde hace dos o tres semanas (más que nada para sacarme de quicio, creo) habla de operarse las tetas. Y a mí me entran ganas de llorar, Richard. En serio, está perfecta. Al menos lo está por fuera. Es un delirio absoluto. Pero ella dice que morirá pronto y piensa que sería interesante, antes de morir, ver qué se siente teniendo el pecho un poco grande. Dice que eso le daría un objetivo para ahorrar dinero ahora que… —Movió la cabeza con gesto de desesperación.
—Ahora que qué.
—Nada. Antes hacía con su dinero otra cosa que yo no veía nada bien.
—¿Está enferma? ¿Tiene algún problema de salud?
—No. Físicamente no. Cuando habla de morir pronto, creo que quiere decir en los próximos cuarenta años. Igual que vamos a morir pronto todos.
—Lo siento mucho, tío. No tenía ni idea.
Bajo los Levi's negros de Katz, una baliza de navegación, un transmisor aletargado desde hacía tiempo y enterrado por una civilización más evolucionada, cobraba vida con un chisporroteo. Cuando debería sentir culpabilidad, se le estaba empinando. ¡Ay la clarividencia de la polla!: adivinaba el futuro al vuelo, mientras el cerebro, rezagado, tenía que encontrar la ruta necesaria desde el presente soterrado hasta el desenlace predestinado. Katz comprendió que en realidad Patty, en el aparentemente azaroso deambular por la vida que Walter acababa de describirle, había estado dibujando señales a pisotones intencionadamente en un maizal, transmitiendo un mensaje ilegible para Walter a nivel del suelo pero diáfanamente claro para Katz desde el aire a gran altura. NO SE HA ACABADO, NO SE HA ACABADO. Los paralelismos entre la vida de él y la de ella eran desde luego casi espeluznantes: un breve período de productividad creativa, seguido de un cambio importante que terminó siendo una decepción y un desastre, seguido de las drogas y la desesperación, seguidas de un trabajo sin sentido. Katz había dado por supuesto que su problema era sencillamente que el éxito lo había echado a perder, pero también era verdad, cayó en la cuenta, que sus peores años como compositor habían coincidido exactamente con sus años de distanciamiento de los Berglund. Y sí, había pensado más bien poco en Patty en los últimos dos años, pero ahora sentía, bajo el pantalón, que eso era sobre todo porque había dado por supuesto que lo suyo se había acabado.
—¿Cómo se llevan Patty y la chica?
—No se hablan —respondió Walter.
—O sea, no son íntimas.
—No; quiero decir que literalmente no se hablan. Cada una sabe cuándo suele estar la otra en la cocina. Hacen todo lo posible por evitarse mutuamente.
—¿Y quién empezó?
—No quiero hablar de eso.
—Vale.
Por los altavoces del bar de la estación sonaba
That's What I Like About You
. A Katz le pareció la banda sonora perfecta para el letrero de neón de Bud Light, las pantallas de falso cristal emplomado de las lámparas, el mobiliario barato de duradero poliuretano con la mugre incrustada por el paso de tanto viajero de cercanías. Aún estaba razonablemente a salvo de oír una de sus canciones en un sitio como aquél, pero sabía que ése era un peligro eludido sólo por una cuestión de cantidad, no de calidad.
—Patty ha decidido que no le cae bien nadie de menos de treinta años —dijo Walter—. Se ha creado un prejuicio contra toda una generación. Y siendo como es, se pone muy graciosa cuando habla del tema. Pero la cosa ha llegado a un límite bastante maligno y descontrolado.
—Mientras que tú, por lo visto, le has cogido apego a la generación más joven —comentó Katz.
—Para demostrar la falsedad de una ley general basta con encontrar un ejemplo contrario. Tengo al menos dos muestras excelentes en Jessica y Lalitha.
—Pero ¿no en Joey?
—Y si hay dos —prosiguió Walter como si no hubiera oído el nombre de su hijo—, por fuerza tiene que haber más. Ésa es la premisa para lo que pretendo hacer este verano: confiar en que los jóvenes aún tienen cerebro y conciencia social, y después darles algo en lo que trabajar.
—¿Sabes? Tú y yo somos muy distintos —señaló Katz—. A mí no me van las visiones. A mí no me va la fe. Y pierdo la paciencia con los chavales. Recuerdas eso de mí, ¿no?
—Lo que recuerdo es que a menudo te equivocas respecto a ti mismo. Me parece que crees en muchas más cosas de las que admites. Te has convertido en un músico de culto por tu integridad.
—La integridad es un valor neutro. Las hienas también tienen integridad. Son pura hiena.
—Y entonces, ¿qué? ¿No debería haberte llamado? —preguntó Walter con un temblor en la voz—. Una parte de mí no quería molestarte, pero Lalitha me convenció.
—No; has hecho bien en llamarme. Ha pasado demasiado tiempo.
—Creía, me parece, que ya no estábamos a tu nivel o algo así. Es decir, sé que no soy una persona enrollada. Pensaba que ya no querías saber nada de nosotros.
—Lo siento, tío. Es sólo que estaba muy ocupado.
Pero Walter empezaba a alterarse, como si estuviera al borde del llanto.
—Casi parecía que te avergonzabas de mí. Cosa que entiendo, pero que sigue sin parecerme bien. Yo creía que éramos amigos.
—He dicho que lo siento —repitió Katz. Lo indignaba tanto la emoción de Walter como la ironía o la injusticia de que necesitara pedir disculpas, y encima dos veces, por haber intentado hacerle un favor. Por lo general, él seguía la política de no disculparse nunca.
—No sé qué esperaba —prosiguió Walter—. Pero quizá cierto reconocimiento por el hecho de que Patty y yo te ayudamos. De que compusiste todas esas canciones en casa de mi madre. De que éramos tus más viejos amigos. No voy a darle muchas vueltas a eso, pero quiero aclarar las cosas y hacerte saber cómo me he sentido, para no tener que sentirme así nunca más.
Aquel hervor de indignación en la sangre de Katz y las adivinaciones de su polla formaban parte de lo mismo. Ahora voy a hacerte un favor de otra clase, viejo amigo, pensó. Vamos a acabar un asunto inacabado, y la chica y tú me daréis las gracias por ello.
—Es bueno aclarar las cosas —dijo.
A lo largo de su infancia y adolescencia en Saint Paul, Joey Berglund había recibido incontables garantías de que estaba destinado a tener suerte en la vida. Tal como los
halfback
fuera de serie hablan de una gran carrera a campo abierto, esa sensación de recortar y zigzaguear a toda velocidad a través de una defensa que se mueve a cámara lenta, con todo el terreno de juego plenamente visible y asimilable en el acto, como un videojuego a nivel de principiante, así era como había percibido cada faceta de su vida durante sus primeros dieciocho años. El mundo había sido pródigo con él, y él había aceptado gustosamente sus dádivas. Llegó a Charlottesville para empezar su primer curso con la indumentaria y el corte de pelo idóneos y le asignaron el compañero de habitación perfecto, un chico de NoVa (como llamaban allí a las zonas residenciales de Washington en territorio de Virginia). Durante dos semanas y media, la universidad le pareció una prolongación del mundo que había conocido hasta entonces, sólo que mejor. Tan convencido estaba de eso —tan por sentado lo daba— que la mañana del 11 de Septiembre llegó al extremo de dejar a su compañero, Jonathan, en la habitación, pendiente de los incendios del World Trade Center y del Pentágono, mientras él se iba corriendo a su clase de Economía 201. Sólo cuando entró en la inmensa aula y la encontró casi vacía, comprendió que se había producido un fallo muy grave en el sistema.
Por más que lo intentó, durante las semanas y los meses posteriores fue incapaz de recordar en qué pensaba mientras cruzaba el campus semidesierto. No era nada propio de él estar tan en la inopia, y la profunda mortificación que experimentó entonces, en la escalinata del edificio de Química, se convirtió en el germen de su resentimiento intensamente personal por los atentados terroristas. Más tarde, cuando sus problemas fueron en aumento, tendría la impresión de que su mismísima buena suerte, que la infancia le había enseñado a considerar un derecho de nacimiento, se había truncado a causa de un golpe de mala suerte de magnitud superior, tan perverso que ni siquiera parecía real. A partir de ese momento esperó que su perversidad, su fraudulencia, quedaran al descubierto y que el mundo se enderezara, para que él pudiese disfrutar de la experiencia universitaria que tenía prevista. Como esto no ocurrió, se apoderó de él una rabia cuyo objetivo específico se resistía a mostrarse con nitidez. En retrospectiva, el culpable casi parecía Bin Laden, pero no lo era exactamente. El culpable era algo más profundo, algo no político, algo estructuralmente malévolo, como un bache en una acera con el que tropiezas y caes de bruces mientras das un inocente paseo.
De pronto, en los días posteriores al 11-S, Joey lo encontraba todo sumamente estúpido. Era una estupidez celebrar una «vigilia de preocupación» sin ninguna razón práctica concebible; era una estupidez que la gente no dejara de ver una y otra vez las mismas imágenes de la catástrofe; era una estupidez que los chicos de la fraternidad Chi Phi colgaran una pancarta de «apoyo» en su edificio; era una estupidez que se hubiera anulado el partido de fútbol contra la Universidad de Pensilvania; era una estupidez que los chicos se marcharan del recinto para estar con sus familias (y era una estupidez que en Virginia todo el mundo dijera «recinto» en lugar de «campus»). Los cuatro chicos progresistas de la planta de Joey en la residencia universitaria sostenían interminables discusiones estúpidas con los veinte chicos conservadores, como si a alguien le importara lo que pudiera opinar un puñado de chavales de dieciocho años sobre Oriente Medio. Se armó un revuelo estúpidamente grande por los estudiantes que habían perdido parientes o amigos de la familia en los atentados como si las otras formas de muerte horrible que se producían continuamente en el mundo no importaran tanto; se oyeron elogios estúpidos cuando una furgoneta llena de estudiantes de los últimos cursos partió solemnemente hacia Nueva York para unir sus fuerzas a las de quienes trabajaban en la Zona Cero, como si en Nueva York no hubiera ya gente de sobra para eso. Lo único que Joey deseaba era que la vida normal regresara cuanto antes. Se sentía como si su viejo discman se hubiera dado un golpe contra una pared y, con la sacudida, el láser hubiera saltado de una pista que escuchaba con placer a otra que no reconocía ni le gustaba, y para colmo le fuera imposible apagarlo. Al cabo de no mucho tiempo, se sentía tan solo y aislado y ávido de circunstancias familiares que cometió el error más bien grave de darle permiso a Connie Monaghan para subirse a un autobús de la Greyhound y visitarlo en Charlottesville, echando por tierra los esfuerzos de todo un verano preparando el terreno para la inevitable ruptura.
A lo largo de ese verano, Joey se había afanado por inculcar en Connie la importancia de no verse durante al menos nueve meses con el objetivo de poner a prueba sus sentimientos mutuos. La idea era desarrollar identidades independientes y después comprobar si esas identidades independientes seguían formando buena pareja, pero para Joey eso era una «prueba» en igual medida que un experimento de química en el instituto era «investigación». Connie acabaría quedándose en Minnesota mientras él estudiaba Empresariales y conocía a chicas más exóticas y evolucionadas y bien relacionadas. O eso había imaginado antes del 11-S.
Tomó la precaución de programar la visita de Connie para unos días en que Jonathan se iba a su casa, en NoVa, para una festividad judía. Ella pasó todo el fin de semana acampada en la cama de Joey, con su bolsa de viaje a un lado en el suelo para guardar las cosas en cuanto ya no las necesitara, un intento de minimizar las huellas de su paso por allí. Mientras Joey acometía la tarea de leer a Platón para una clase del lunes por la mañana, ella examinó los rostros del anuario de Joey de primero y se rió de los que tenían expresiones raras o nombres desafortunados. Bailey Hodsworth, Crampton Ott, Taylor Tuttle. Según la fiable contabilidad de Joey, hicieron el amor ocho veces en cuarenta horas, y se colocaron repetidamente con la maría de cultivo hidropónico que ella había llevado. Cuando llegó el momento de acompañarla a la estación de autobuses, él le cargó un montón de canciones nuevas en el reproductor MP3 para las agotadoras veinte horas del viaje de vuelta a Minnesota. La triste realidad era que se sentía responsable de ella, sabía que aun así era necesario que rompieran, y no se le ocurría cómo hacerlo.
En la estación de autobuses, él sacó a relucir el tema de los estudios, que ella había prometido continuar y sin embargo, por alguna razón, con su obstinación característica, sin ninguna explicación, no lo había hecho.
—Debes empezar las clases en enero —dijo Joey—. Empezar en Inver Hills y luego quizá ir a la universidad el año que viene.
—Vale —contestó ella.
—Eres muy lista —afirmó él—. No vas a ser camarera toda la vida.
—Vale. —Desvió la mirada con cara de desolación hacia la cola que se formaba junto a su autobús—. Lo haré por ti.
—No por mí. Por ti. Como prometiste.
Ella negó con la cabeza.
—Tú lo que quieres es que me olvide de ti.
—No es verdad, no es verdad ni mucho menos —se defendió Joey, aunque era verdad en gran medida.
—Estudiaré —aseguró ella—. Pero no por eso me olvidaré de ti. No me olvidaré de ti por nada.
—Ya —dijo él—. De todos modos, necesitamos averiguar quiénes somos. Los dos necesitamos madurar un poco.
—Yo ya sé quién soy.
—Pero quizá te equivocas. Quizá aún necesitas…
—No —lo atajó ella—. No me equivoco. Yo sólo quiero estar contigo. Eso es lo único que quiero en la vida. Eres la mejor persona del mundo. Tú puedes conseguir lo que quieras, y yo estaré a tu lado. Serás dueño de muchas empresas y yo trabajaré para ti. O puedes presentarte para presidente, y yo trabajaré en la campaña. Haré las cosas que nadie quiera hacer. Si necesitas que alguien viole la ley, yo lo haré por ti. Si quieres hijos, yo los criaré por ti.
Joey era consciente de que necesitaba un alto grado de lucidez para contestar a esa declaración en extremo alarmante, pero por desgracia seguía un poco colocado.
—Te diré lo que quiero que hagas —dijo—. Quiero que vayas a la universidad. Me explico —cometió la insensatez de añadir—: si, por ejemplo, trabajaras para mí, tendrías que saber de todo un poco.