Libertad (66 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

BOOK: Libertad
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Pasó una semana entera sin que ella le telefoneara, y luego otra. Él tomó conciencia, por primera vez, de la mayor edad de Connie. Ahora tenía veintiún años, era legalmente adulta, una mujer interesante y atractiva para los hombres casados. Presa de los celos, de pronto se vio a sí mismo como el afortunado de los dos, el simple chico a quien ella había otorgado su ardor. En su imaginación, ella adquirió una forma fantásticamente atractiva. A veces, él había intuido vagamente que su vínculo era extraordinario, mágico, como de cuento de hadas, pero hasta entonces no había sabido valorar lo mucho que él contaba con ella. Durante los primeros días de su silencio, consiguió creer que la castigaba no llamándola, pero no tardó en tener la sensación de que el castigado era él, la persona que esperaba a ver si ella, en su mar de sentimientos, encontraba acaso una gota de compasión y rompía el silencio por él.

Entretanto, su madre le comunicó que ya no le enviaría los cheques mensuales de quinientos dólares. «Lamentablemente, papá ha puesto fin a eso —dijo con una ligereza que lo irritó—. Espero que al menos haya sido útil mientras ha durado.» Joey sintió cierto alivio por no tener que seguir satisfaciendo el deseo de su madre de mantenerlo y por librarse de la obligación de llamarla asiduamente a cambio; se alegró de dejar de mentir al estado de Virginia en cuanto a su nivel de ayuda paterna. Pero había acabado dependiendo de las inyecciones mensuales para llegar a fin de mes, y ahora lamentaba haber cogido tantos taxis y encargado tantas comidas a domicilio ese verano. No podía evitar aborrecer a su padre y sentirse traicionado por su madre, quien por lo visto, a la hora de la verdad, pese a las muchas quejas sobre su matrimonio con que atormentaba a Joey, siempre acababa claudicando ante la voluntad de su padre.

Entonces lo llamó su tía Abigail para ofrecerle el uso de su apartamento a finales de agosto. Desde hacía un año y medio, estaba incluido en la lista de correo que Abigail utilizaba para anunciar las actuaciones que ofrecía en pequeños locales de nombres estrambóticos en Nueva York, y lo llamaba cada tantos meses para soltarle uno de sus monólogos autojustificatorios. Si él no atendía la llamada, ella no dejaba un mensaje sino que sencillamente seguía telefoneando hasta que él contestaba. Tenía la impresión de que los días de Abigail consistían en gran medida en recorrer todos los números telefónicos que guardaba hasta que por fin alguien descolgaba, y Joey no quería ni pensar en quién más constaba en su lista de llamadas, dado lo tenue que era su vínculo con ella. «Me he concedido el pequeño obsequio de unas vacaciones en la playa —dijo ahora—. El pobre Tigger murió de cáncer felino, aunque no antes de unos tratamientos contra el cáncer felino muuuy caros, y Piglet está muuuy solo.» Aunque Joey se sentía un poco sucio por su coqueteo con Jenna, consecuencia de unos nuevos escrúpulos más generales acerca de la infidelidad, aceptó el ofrecimiento de Abigail. Si no volvía a saber nada de Connie, pensó, podría consolarse acercándose al barrio de Jenna e invitándola a cenar.

Y entonces lo llamó Kenny Bartles para anunciarle que vendía RESIA y sus contratas a un amigo de Florida. De hecho, ya las había vendido.

—Mike te llamará mañana por la mañana —dijo Kenny—. Le he dicho que debía tenerte en plantilla hasta el quince de agosto. De todos modos, yo no quería pasar por todo el lío de sustituirte pasada esa fecha. Tengo entre manos asuntos de más envergadura que atender.

—¿Ah, sí? —dijo Joey.

—Sí, LBI está dispuesta a subcontratarme para suministrar una flota de camiones todoterreno. No es un encargo para estómagos delicados, y aquí voy a amasar más pasta de la que he amasado nunca en el negocio del pan, no sé si me entiendes. Es entrar y salir… sin esas chorradas de los informes trimestrales ni nada de eso. Me presento con los camiones, ellos extienden el cheque, y se acabó la historia.

—Enhorabuena.

—Sí, ya, la cuestión es la siguiente —dijo Kenny—: puedes seguir siéndome de utilidad allí en Washington. Busco a un socio que invierta conmigo y cubra el déficit en el que me veo ahora. Si tienes ganas de trabajar, también podrías sacarte un pequeño salario.

—Me parece genial —contestó Joey—, pero tengo que volver a la universidad, y no dispongo de dinero para invertir.

—Vale. Claro. Es tu vida. Pero ¿qué me dices de participar a menor escala? Por lo que he visto en las especificaciones, el Pladsky A10 polaco cumplirá de sobra. Ya no se fabrica, pero quedan flotas enteras en las bases militares de Hungría y Bulgaria, y también en algún lugar de Sudamérica, cosa que a mí no me sirve para nada. Pero voy a contratar a conductores del este de Europa, mandar los convoyes de camiones a través de Turquía y entregarlos en Kirkuk. Eso va a tenerme inmovilizado Dios sabe hasta cuándo, y también hay una subcontrata valorada en novecientos mil dólares por piezas de repuesto. ¿Crees que podrías hacerte cargo de las piezas de repuesto a modo de subcontrata?

—No sé nada de piezas de camión.

—Yo tampoco. Pero Pladsky, en su día, fabricó sus buenos veinte mil A10. Debe de haber por ahí toneladas de piezas. Tú sólo tienes que seguirles el rastro, embalarlas y enviarlas. Pones trescientos mil, sacas novecientos mil al cabo de seis meses. Eso es un margen de beneficio sumamente razonable dadas las circunstancias. Y la impresión que tengo es que es un margen de beneficios pequeño en el sector de suministros. Nadie pestañeará siquiera. ¿Crees que puedes hacerte con trescientos mil dólares?

—Apenas puedo hacerme con el dinero que necesito para comer —respondió Joey—. Tengo que pagarme la matrícula y todo lo demás.

—Ya, bueno, pero siendo realistas basta con que consigas cincuenta mil. Con eso, más un contrato firmado en mano, cualquier banco te dará el resto. Puedes hacerlo casi todo por internet en la habitación de tu residencia o donde sea. Desde luego es mejor que fregar platos en un restaurante, ¿no?

Joey pidió que le dejara un tiempo para pensárselo. Aun con todos los taxis y la comida a domicilio que se había permitido, tenía diez mil dólares ahorrados para el siguiente curso académico, más otros ocho mil de saldo disponible en su tarjeta de crédito, y en una rápida búsqueda por internet vio numerosos bancos dispuestos a conceder préstamos a intereses altos sin exigir demasiadas garantías, así como múltiples páginas de resultados de Google para repuestos pladsky a 10. Era consciente de que Kenny no le habría ofrecido la contrata de las piezas si encontrarlas fuera tan sencillo como él lo había pintado, pero Kenny había cumplido todas sus promesas respecto a RESIA, y Joey no podía dejar de imaginar la excelencia de poseer medio millón de dólares cuando cumpliera los veintiuno, al cabo de un año. Siguiendo un impulso, porque estaba emocionado y por una vez no preocupado por su relación, rompió su silencio telefónico con Connie para pedirle su opinión. Mucho después se reprocharía haber tenido en el fondo del pensamiento los ahorros de Connie, junto con el hecho de que ella ya tenía control legal sobre ese dinero, pero en el momento de llamar se sintió ajeno a motivaciones egoístas.

—Dios mío, cariño —dijo Connie—. Empezaba a pensar que nunca más sabría de ti.

—Han sido unas semanas muy duras.

—Dios mío, lo sé, lo sé. Empezaba a pensar que no debería haberte contado nada. ¿Puedes perdonarme?

—Probablemente.

—¡Uf! Eso es mucho mejor que probablemente no.

—Muy probablemente —añadió él—. Si aún quieres venir a verme.

—Ya sabes que sí. Más que nada en el mundo.

Por como hablaba, Connie no parecía en absoluto la mujer mayor e independiente que él había imaginado, y un cosquilleo en el estómago le avisó que fuera más despacio y se asegurase de que de verdad quería volver con ella. Le avisó que no confundiera el dolor de perderla con un deseo activo de tenerla. Pero estaba impaciente por cambiar de tema, por no empantanarse en un territorio emocional abstracto y pedirle su opinión sobre la oferta de Kenny.

—Caramba, Joey —dijo ella cuando él acabó de explicárselo—, tienes que hacerlo. Yo te ayudaré.

—¿Cómo?

—Te daré el dinero —respondió ella, como si fuera una tontería por parte de Joey preguntarlo siquiera—. Me quedan aún más de cincuenta mil dólares en la cuenta del fideicomiso.

La simple mención de esta cifra lo excitó sexualmente. Lo llevó a sus primeros tiempos de pareja en Barrier Street, a su primer otoño en el instituto.
Achtung Baby
, de
U2
, que tanto entusiasmaba a ambos, pero sobre todo a Connie, había sido la banda sonora de su desfloramiento mutuo. La primera canción, en la que Bono reconocía que estaba dispuesto a todo, listo para el «empujón», había sido su canción de amor, de amor mutuo y amor al capitalismo. Oyendo la canción, Joey se había sentido listo para el sexo, listo para abandonar la infancia, listo para ganar un buen dinero vendiendo relojes en el colegio católico de Connie. Los dos habían empezado como socios en el sentido pleno de la palabra, él como empresario y fabricante, ella como su mula leal y vendedora de sorprendente talento. Hasta que la operación se vio truncada por unas monjas resentidas, ella había demostrado ser maestra de la venta con guante de seda, despertando fervoroso interés entre sus compañeras de clase por su producto con su actitud distante y fría. En Barrier Street todo el mundo, incluida la madre de Joey, había confundido siempre la calma de Connie con falta de luces, con lentitud mental. Sólo Joey, que tenía acceso de primera mano a ella, había visto su potencial, y eso parecía ahora la historia de su vida juntos: él ayudándola y animándola para desmentir las expectativas de todos, en particular las de su madre, que infravaloraba sus cualidades ocultas. Eso, la capacidad de identificar el valor, detectar las oportunidades allí donde otros no sabían hacerlo, era un elemento central de la fe de Joey en su propio futuro como hombre de negocios, y también un elemento central de su amor por Connie. ¡Los caminos de ella son inescrutables! Los dos habían empezado a follar entre las pilas de billetes de veinte dólares que ella llevaba a casa del colegio.

—Necesitas el dinero del fideicomiso para volver a la universidad —dijo no obstante.

—Eso puedo hacerlo más adelante —respondió ella—. Tú lo necesitas ahora, y yo puedo dártelo. Ya me lo devolverás.

—Podría devolvértelo multiplicado por dos. Tendrías de sobra para los cuatro años.

—Si tú quieres —dijo ella—. Pero no hace falta.

Quedaron en reunirse para el vigésimo cumpleaños de Joey en Nueva York, escenario de sus semanas más felices como pareja desde que él se había marchado de Saint Paul. Al día siguiente, por la mañana, Joey telefoneó a Kenny y se declaró listo para meterse en el negocio. La siguiente gran ronda de contratas en Iraq no se concedería hasta noviembre, explicó Kenny, así que Joey dispondría del semestre de otoño y hasta entonces sólo debía asegurarse de tener la financiación a punto.

Sintiéndose pródigo por adelantado, despilfarró su dinero en un billete a Nueva York a bordo del Acela Express y compró una botella de champán de cien dólares de camino al apartamento de Abigail. La casa estaba más abarrotada de objetos que nunca, y con gusto salió, cerró la puerta a sus espaldas y fue en taxi a LaGuardia para esperar el vuelo de Connie, ya que él había insistido en que viajara en avión, no en autobús. Toda la ciudad —los peatones medio desnudos bajo el calor de agosto, los ladrillos y los puentes blanqueados por la calina— era como un afrodisíaco. Yendo a buscar a su novia, que había estado acostándose con otro pero ahora volvía a entrar en su vida con paso firme, un imán para un imán, podría haber sido ya el rey de la ciudad. Cuando la vio atravesar el vestíbulo del aeropuerto, avanzando con un brusco zigzagueo para esquivar a los otros viajeros, como si de tan abstraída no los viera hasta el último segundo, se sintió pródigo en algo más que dinero. Se sintió pródigo en importancia, en vida que derrochar, en riesgos descabellados que asumir, en la historia de los dos. Ella lo vio y empezó a asentir, mostrándose de acuerdo con algo que él aún no había dicho, con el rostro rebosante de alegría y asombro.

—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! —dijo Connie espontáneamente, soltando el tirador extraíble de su maleta y chocando con Joey—. ¡Sí!

—¿Sí? —preguntó él, riendo.

—¡Sí!

Sin siquiera besarse, bajaron corriendo a la planta de recogida de equipajes y salieron a la parada de taxis, donde, milagrosamente, no había nadie esperando. En el asiento de atrás del taxi, ella se quitó la rebeca de algodón sudada y se sentó en el regazo de Joey y rompió a llorar de una manera rayana en el orgasmo o un ataque epiléptico. Su cuerpo se le antojó a Joey nuevo, totalmente nuevo, entre los brazos. Parte del cambio era real —estaba un poco menos angulosa, un poco más mujer—, pero casi todo era fruto de su imaginación. Se sintió inexpresablemente agradecido por la infidelidad de ella. Su sentimiento era tan amplio que tuvo la impresión de que sólo proponiéndole matrimonio podría abarcarlo. Y quizá se lo habría propuesto en el acto, allí mismo, si no hubiese visto las extrañas marcas en la cara interna de su antebrazo izquierdo. Una serie de incisiones rectas, paralelas, descendía por su suave piel, cada una de unos cinco centímetros de longitud, las más cercanas al codo tenues y del todo cicatrizadas, las que estaban casi en la muñeca más recientes y rojas.

—Sí —dijo ella con la cara bañada en lágrimas, contemplándose las cicatrices con asombro—. Me lo hice yo. Pero no te preocupes.

Joey preguntó qué había ocurrido, aunque conocía la respuesta. Ella le besó la frente, le besó la mejilla, le besó los labios, y escrutó sus ojos muy seria.

—No te asustes, cariño. Es sólo una cosa que tuve que hacer a modo de penitencia.

—Dios mío.

—Joey, escucha. Escúchame bien. Tomé la precaución de echar alcohol en la hoja. Solamente tenía que hacerme un corte cada noche que no sabía nada de ti. Me hice tres la tercera noche, y a partir de entonces uno cada noche. Lo dejé en cuanto supe de ti.

—¿Y si no te hubiera llamado? ¿Qué habrías hecho? ¿Abrirte las venas de la muñeca?

—No. No tenía intenciones suicidas. Hacía esto para no tener esa clase de pensamientos. Sólo necesitaba un poco de dolor. ¿Puedes entenderlo?

—¿Seguro que no era con intenciones suicidas?

—Yo nunca te haría eso. Jamás.

Joey recorrió las cicatrices con las yemas de los dedos. Luego cogió la muñeca ilesa y se la apretó contra los ojos. Se alegraba de que ella se hubiese cortado por él; no podía evitarlo. Los caminos de ella eran inescrutables, pero para él tenían sentido. En algún lugar de su mente, Bono cantaba que iba todo bien, todo bien.

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