Aparte de sus webs porno preferidas, que eran en sí conmovedoramente descafeinadas en comparación con aquellas a las que recurría Joey en los momentos de necesidad, Jonathan no tenía vida sexual. Era tirando a empollón, sí, pero empollones mucho peores que él se emparejaban. Sólo que él era irremediablemente torpe con las chicas, torpe hasta el punto de no interesarse por ellas, y Connie, cuando por fin la conoció, resultó ser la única chica con quien podía relajarse y actuar con naturalidad. Sin duda contribuyó el hecho de que ella estuviera centrada tan profunda y exclusivamente en Joey, liberando así a Jonathan de la tensión de intentar impresionarla o de la preocupación de que ella pudiera querer algo de él. Connie se comportaba con él como una hermana mayor, una hermana mayor mucho más agradable e interesada en él que Jenna. Mientras Joey estudiaba o trabajaba en la biblioteca, ella se pasaba horas jugando a videojuegos con Jonathan, riéndose amigablemente cuando perdía y escuchando, a su manera límpida, las explicaciones de él sobre las características de los juegos. Aunque por norma Jonathan tenía una relación fetichista con su cama y su almohada especial de la infancia y su necesidad diaria de nueve horas de sueño, abandonaba discretamente la habitación de la residencia, sin que Joey tuviera siquiera que pedírselo para disponer de cierta intimidad. Cuando Connie regresó a Saint Paul, Jonathan le dijo que pensaba que su novia era increíble, de lo más sexy y al mismo tiempo muy tratable, y ante eso, Joey, por primera vez, se sintió orgulloso de ella. Ya no pensó tanto en Connie como una debilidad suya, un problema que resolver a las primeras de cambio, y pasó a verla más bien como una novia cuya existencia no le importaba reconocer ante sus amigos. Cosa que, a su vez, lo llevaba a enfurecerse aún más por la hostilidad velada pero implacable de su madre.
—Una pregunta, Joey —había dicho su madre por teléfono durante las semanas en que Connie y él habían cuidado la casa de su tía Abigail—. ¿Me permites una pregunta?
—Depende —respondió.
—¿Connie y tú os peleáis?
—Mamá, no, no pienso hablar de eso.
—Quizá tengas curiosidad por saber a qué se debe que te haga esa pregunta en particular. ¿Ni una mínima curiosidad?
—No.
—Se debe a que lo normal sería que os pelearais, y si no es así, algo falla.
—Ya, según eso, a papá y a ti os va muy bien.
—¡Ja, ja, ja! Eso es graciosísimo, Joey.
—¿Por qué debería pelearme? La gente se pelea cuando no se lleva bien.
—No, la gente se pelea cuando se quiere, y aun así tiene personalidades plenas y vive en el mundo real. No quiero decir, obviamente, que sea bueno pelearse demasiado.
—No; sólo en su justa medida. Ya capto.
—Si no os peleáis nunca, debéis preguntaros por qué, yo sólo digo eso. Pregúntate: ¿de dónde viene esa fantasía?
—No, mamá. Lo siento. No pienso hablar de eso.
—O de quién viene, no sé si me explico.
—Voy a colgar, te lo juro, y no volveré a llamarte en un año.
—¿Qué realidades están desatendidas?
—¡Mamá!
—Bueno, ésa era mi única pregunta, y ya te la he hecho, y no volveré a hacértela.
Aunque los niveles de felicidad de su madre no eran como para sentirse muy orgullosa, insistía en imponerle a Joey las normas de su propia vida. Probablemente creía que así lo protegía, pero a él sólo le llegaba el redoble de la negatividad. A ella le «preocupaba» especialmente el hecho de que Connie no tuviera amigos aparte de él. Una vez, su madre mencionó a su amiga Eliza, la loca de la universidad, que no tenía un solo amigo más, cosa que ella debería haber tomado como señal de advertencia. Joey contestó que Connie sí tenía amigos, y cuando su madre lo desafió a nombrarlos, él se negó rotundamente a hablar de asuntos de los que ella no sabía nada de nada. Connie sí tenía viejos amigos de la escuela, al menos dos o tres, pero cuando hablaba de ellos, era sobre todo para diseccionar su superficialidad o para comparar su inteligencia con la de Joey en términos desfavorables, y él siempre confundía sus nombres. Con esto su madre se había anotado, pues, un tanto incuestionable. Y ella sabía más que de sobra que no convenía poner dos veces el dedo en una llaga, pero o bien era la mayor experta del mundo en el arte de insinuar, o bien Joey tenía la sensibilidad más desarrollada del mundo para deducir. Bastaba con que ella mencionara la inminente visita de su vieja compañera de equipo Cathy Schmidt para que Joey percibiera una crítica insidiosa a Connie. Si él se lo hacía notar, ella se ponía en plan psicóloga y le pedía que analizara su propia susceptibilidad al respecto. El único contragolpe que la habría obligado a callar —preguntarle cuántos amigos había hecho ella después de la universidad (respuesta: ninguno)— era el único al que él era incapaz de recurrir. Ella tenía la injusta ventaja final, en todas las discusiones, de darle lástima.
Connie no correspondía a la madre de Joey en su enemistad. Tenía todo el derecho del mundo a quejarse, pero nunca lo hacía, y por eso mismo la injusticia de la enemistad de su madre era aún más flagrante. De niña, Connie, por propia voluntad, sin necesidad de que Carol la incitara a ello, le regalaba a la madre de Joey por su cumpleaños tarjetas de felicitación hechas por ella. Su madre hablaba enternecida de esas felicitaciones todos los años hasta que Connie y él empezaron a tener relaciones sexuales. Connie había seguido haciéndole tarjetas después, y Joey, cuando aún estaba en Saint Paul, había visto a su madre abrir una, echarle un vistazo con expresión impasible y dejarla junto con el correo basura. Más recientemente, Connie le había enviado además pequeños regalos de cumpleaños —un año, unos pendientes; otro, bombones— y en agradecimiento obtuvo acuses de recibo tan rígidamente impersonales como una notificación de Hacienda. Connie hizo cuanto pudo para volver a ganarse a la madre de Joey, excepto lo único que habría surtido efecto, que era dejar de verse con Joey. Era una joven de corazón puro, y Patty le escupía. Esa injusticia era otra de las razones por las que se había casado con ella.
Esa misma injusticia, indirectamente, lo llevó también a sentirse más atraído por el Partido Republicano. Su madre se comportaba como una esnob con respecto a Carol y Blake y le echaba en cara a Connie el mero hecho de que viviera con ellos. Daba por sentado que todas las personas razonables, incluido Joey, pensaban lo mismo sobre los gustos y opiniones de los blancos pertenecientes a entornos menos privilegiados que el de ella. Lo que le gustaba a Joey de los republicanos era que no despreciaban a la gente como lo hacían los demócratas progresistas. Odiaban a los progresistas, sí, pero sólo porque los progresistas los habían odiado a ellos primero. Sencillamente, estaban hartos de la total condescendencia con que las personas como su madre trataban a la gente como los Monaghan. En los últimos dos años, poco a poco, Joey y Jonathan habían trocado posiciones en sus discusiones sobre política, en especial en torno a Iraq. Joey había llegado a la convicción de que la invasión era necesaria para salvaguardar los intereses petropolíticos de Estados Unidos y eliminar las armas de destrucción masiva de Saddam, mientras que Jonathan, que había conseguido dos apetecibles trabajos de becario durante el verano, primero en el Hill y luego en el Washington Post, y esperaba llegar a ser periodista político, se fiaba cada vez menos de gente como Feith y Wolfowitz y Perle y Chalabi, que hacían campaña a favor de la guerra. Para los dos había sido una satisfacción invertir sus papeles previstos y distanciarse políticamente de sus respectivas familias: Joey hablaba cada vez más como el padre de Jonathan y Jonathan cada vez más como el de Joey. Cuanto más insistía Joey en ponerse del lado de Connie y en defenderla del esnobismo de su madre, más cómodo se sentía con el partido del antiesnobismo rabioso.
¿Y por qué demonios se había quedado con Connie? La única respuesta razonable era que la quería. Había tenido oportunidades para librarse de ella —de hecho, había creado intencionadamente unas cuantas—, pero una y otra vez, en el momento decisivo, había optado por desaprovecharlas. La primera gran ocasión fue al marcharse a la universidad. La siguiente oportunidad llegó al cabo de un año, cuando Connie lo siguió al este para estudiar en el Morton College, en Morton's Glen, Virginia. Si bien es verdad que con ese traslado quedaba a un corto viaje de Charlottesville en el Land Cruiser de Jonathan (que Jonathan, que simpatizaba con Connie, le prestaba a Joey), también la ponía en camino de ser una estudiante universitaria normal y desarrollar una vida independiente. Después de la segunda visita de Joey a Morton, durante la que se dedicaron básicamente a esquivar a la compañera de habitación coreana de Connie, Joey propuso que, «por el bien de ella» (ya que no parecía estar adaptándose a la universidad), intentaran romper de nuevo su dependencia e interrumpir sus comunicaciones durante un tiempo. Su propuesta no era del todo falsa; no excluía del todo un futuro para ellos. Pero había estado muy en contacto con Jenna y esperaba pasar las vacaciones de invierno con ella y Jonathan en McLean. Cuando finalmente Connie se enteró de esos planes, pocas semanas antes de Navidad, Joey le preguntó si no quería volver a Saint Paul y ver a sus amigos y a su familia (es decir, como haría una estudiante universitaria normal de primero). «No —respondió ella—, quiero estar contigo.» Espoleado por la perspectiva de Jenna y envalentonado por un ligue especialmente satisfactorio que le había caído como llovido del cielo en un reciente baile semiformal, trató a Connie con dureza, y ella rompió a llorar por teléfono tan desconsoladamente que le entró hipo. Dijo que no quería volver a su casa nunca más, que no quería volver a pasar otra noche con Carol y las niñas nunca más. Pero Joey la obligó igualmente. Y aunque apenas habló con Jenna durante las fiestas —primero ella se fue a esquiar, luego estuvo en Nueva York con Nick—, siguió adelante con su estrategia de evasión hasta la noche de primeros de febrero en que Carol lo llamó para darle la noticia de que Connie había colgado los estudios en Morton y vuelto a Barrier Street, más deprimida que nunca.
Al parecer, Connie había sacado sobresaliente en dos exámenes finales de diciembre pero sencillamente no se había presentado a los otros dos, y existía una virulenta antipatía entre ella y su compañera de habitación, que escuchaba a los
Backstreet Boys
a tal volumen que los graves que escapaban de sus auriculares habrían enloquecido a cualquiera, y dejaba el televisor sintonizado en un canal de teletienda a todas horas del día, y lanzaba pullas a Connie por su novio «estirado», y la invitaba a imaginar a todas las putillas estiradas que se follaba a sus espaldas, y dejaba la habitación apestando a pepinillos en vinagre. Readmitida en período de prueba, Connie volvió a la universidad en enero, pero se quedaba tanto tiempo en la cama que al final el servicio sanitario del campus intervino y la mandó a casa. Todo eso se lo contó Carol a Joey con sobria preocupación y, por suerte, sin recriminación alguna.
El hecho de que hubiese dejado pasar esa última y excelente oportunidad para librarse de Connie (que ya no podía aparentar que su depresión sólo era fruto de la imaginación de Carol) guardó relación hasta cierto punto con la reciente y amarga noticia de la «especie» de compromiso de Jenna con Nick, pero sólo hasta cierto punto. Si bien Joey sabía de sobra que una enfermedad mental grave era algo temible, tenía la impresión de que, si eliminaba de su abanico de posibilidades a todas las chicas interesantes en edad universitaria con cierto historial de depresión, se quedaría con un abanico ciertamente reducido. Y a Connie no le faltaban razones para deprimirse: su compañera de habitación era insufrible y ella se moría de soledad. Cuando Carol le pasó el teléfono, Connie pronunció las palabras «lo siento» cien veces. Sentía haberle fallado a Joey, sentía no haber sido más fuerte, sentía distraerlo de sus estudios, sentía haber malgastado el dinero para su formación, sentía ser una carga para Carol, sentía ser una carga para todos, sentía aburrirlo cuando hablaban. Aunque (o porque) estaba tan hundida que era incapaz de pedirle nada a Joey —por fin parecía medio dispuesta a dejarlo ir—, él le dijo que iba sobrado de pasta, por el dinero que le mandaba su madre, y que cogería un avión para ir a verla. Cuanto más insistió ella en que no era necesario, más supo él que sí lo era.
La semana que pasó en Barrier Street fue la primera semana verdaderamente adulta de su vida. Sentado con Blake en el gran salón, cuyas dimensiones eran más modestas de lo que él recordaba, vio el ataque a Bagdad en Fox News y sintió que su arraigado resentimiento por el 11-S empezaba a disolverse. El país por fin se ponía en marcha, por fin volvía a empuñar el timón de la historia, y esto se correspondió en cierto modo con la consideración y la gratitud con que Blake y Carol lo trataron. Obsequió a Blake con anécdotas del laboratorio de ideas, de cómo se codeaba con personalidades que aparecían en las noticias y de los planes posteriores a la invasión de los que él era partícipe. La casa era pequeña y él se sentía grande en ella. Aprendió a coger un bebé en brazos y a ladear un biberón. Connie estaba pálida y alarmantemente delgada, con los brazos tan esqueléticos y el vientre tan cóncavo como a los catorce años, cuando él se los acarició por primera vez. Por la noche, en la cama, la abrazaba e intentaba excitarla, se esforzaba por traspasar la gruesa corteza afectiva de su trastorno, al menos lo suficiente para no sentirse mal por hacer el amor con ella. Las pastillas que tomaba aún no le hacían efecto, y él casi se alegraba de lo enferma que estaba: eso le confería a él seriedad y un objetivo. Ella repetía continuamente que le había fallado, pero él tenía casi la sensación contraria. Como si se hubiese revelado un mundo de amor nuevo y más adulto: como si aún les quedara un sinfín de puertas interiores por abrir. Por una de las ventanas de la habitación de Connie, Joey veía la casa en que se había criado, una casa ocupada ahora por una pareja negra, unos estirados que iban a la suya, según Carol, con sus títulos universitarios enmarcados en una pared del comedor. («En el comedor —remarcó Carol—, donde todo el mundo puede verlos, incluso desde la calle.») Joey descubrió con satisfacción que apenas lo conmovía ver su antigua casa. Desde que guardaba memoria, quería dejarla atrás en el pasado, y ahora daba la impresión de que lo había conseguido realmente. Una noche llegó al extremo de telefonear a su madre para contarle lo que estaba ocurriendo.