Jessica lanzaba miradas a unos y otros, a modo de espectadora. Walter, inspeccionado de cerca, tenía unas ojeras tremendas, y sus dedos, sobre la superficie de la mesa, realizaban un movimiento medio temblor, medio tamborileo. La propia Lalitha presentaba un estado un tanto lamentable, con aquella palidez azulada en el rostro propia de las pieles oscuras. Al observar la relación entre sus cuerpos, la intencionada inclinación para distanciarse, Katz se preguntó si la química había obrado ya su efecto. Se los veía hoscos y culpables, como amantes obligados a comportarse en público. O, a la inversa, como personas que aún no habían llegado a un acuerdo y se sentían a disgusto la una con la otra. En cualquier caso, la situación merecía una supervisión atenta.
—Empecemos por el problema, pues —dijo Walter—. El problema es que nadie se atreve a convertir la superpoblación en parte del debate nacional. ¿Y por qué no? Porque el tema da mal rollo. Porque ya no es noticia. Porque, al igual que el calentamiento global, aún no hemos llegado al punto en que las consecuencias pasan a ser innegables. Y porque queda muy elitista decirles a los pobres e incultos que no tengan tantos hijos. Existe una relación inversamente proporcional entre el tamaño de la familia y la situación económica, y lo mismo puede decirse respecto a la edad a la que las chicas empiezan a tener hijos, lo que es igual de perjudicial desde una perspectiva numérica. Puede reducirse la tasa de crecimiento a la mitad sólo doblando de dieciocho a treinta y cinco la edad media de las madres primerizas. Esa es una de las razones por las que las ratas se reproducen mucho más que los leopardos: porque alcanzan la madurez sexual mucho antes.
—Esa analogía en sí es ya un problema, claro está —comentó Katz.
—Exacto —convino Walter—. Otra vez el elitismo. El leopardo es una especie «superior» a la rata o el conejo, así que ésa es otra parte del problema. Convertimos a los pobres en roedores cuando llamamos la atención sobre su alto índice de natalidad y su corta edad para la primera reproducción.
—Creo que la analogía del tabaco no está mal —dijo Jessica desde el otro extremo de la mesa. Saltaba a la vista que había ido a una universidad cara y había aprendido a expresar su opinión en los seminarios—. La gente con dinero puede conseguir Zoloft y Xanax. Así que al aumentar la carga impositiva sobre el tabaco, y también el alcohol, los más afectados por la subida son los pobres. Se encarecen las drogas baratas.
—Cierto —dijo Walter—. Ésa es una buena argumentación, y es aplicable también a la religión, que es otra gran droga para las personas sin oportunidades económicas. Si intentamos meternos con la religión, que es el verdadero villano, estamos metiéndonos con la gente económicamente oprimida.
—Y lo mismo pasa con las armas —añadió Jessica—. La caza es también muy de clase baja.
—Ja, eso díselo al señor Haven —señaló Lalitha con su marcado acento—. Díselo a Dick Cheney.
—No, en realidad Jessica tiene razón —terció Walter.
Lalitha le respondió cortante.
—¿Ah, sí? No veo en qué. ¿Qué tiene que ver la caza con la demografía?
Jessica miró al techo con gesto de impaciencia.
Este puede llegar a ser un día muy largo, pensó Katz.
—Todo gira en torno al problema de las libertades personales —explicó Walter—. La gente vino a este país por el dinero o la libertad. Si no tienes dinero, te aferras aún más furiosamente a tus libertades. Aunque fumar te mate, aunque no puedas dar de comer a tus hijos, aunque a tus hijos los mate a tiros un loco con un fusil de asalto. Puedes ser pobre, pero lo único que nadie te puede quitar es la libertad de joderte la vida como te dé la gana. Esa es la conclusión a la que llegó Bill Clinton: que no podemos ganar elecciones actuando contra las libertades personales. Y menos contra las armas, si a eso vamos.
El hecho de que Lalitha expresara su conformidad con estas palabras con un sumiso gesto de asentimiento en lugar de enfurruñarse dejó la situación más clara. Ella seguía suplicando y Walter seguía conteniéndose. Y él estaba en su elemento, en su fortaleza personal, cuando se le permitía hablar en abstracto. No había cambiado en absoluto desde sus años en Macalester.
—Ahora bien, el verdadero problema —intervino Katz— es el capitalismo de libre mercado. ¿Verdad? A menos que habléis de ilegalizar la reproducción, vuestro problema no son las libertades civiles. La verdadera razón por la que os falta gancho cultural en el asunto de la superpoblación es que hablar de menos niños implica hablar de límites al crecimiento. ¿Verdad? Y el crecimiento no es precisamente una cuestión secundaria en la ideología del mercado libre. Es la esencia misma. ¿Verdad? En la teoría económica del libre mercado, hay que dejar fuera de la ecuación cosas como el medio ambiente. ¿Cómo era esa palabra que tanto te gustaba? ¿Externalidades?
—Esa es la palabra, exacto —confirmó Walter.
—No creo que la teoría haya cambiado mucho desde nuestros tiempos universitarios. La teoría es que no hay ninguna teoría. ¿Verdad? El capitalismo no admite hablar de límites, porque el capitalismo en sí consiste en el crecimiento incesante del capital. Si uno quiere hacerse oír en los medios capitalistas, y comunicarse en la cultura capitalista, no puede presentar la superpoblación como algo negativo. Es todo lo contrario. Y he ahí vuestro verdadero problema.
—En ese caso tal vez debamos tirar la toalla —dijo Jessica irónicamente—. Puesto que no hay nada que hacer.
—El problema no me lo he inventado yo —replicó Katz—. Yo no hago más que señalarlo.
—Conocemos el problema —intervino Lalitha—. Pero somos una organización pragmática. No pretendemos derrocar todo el sistema, sólo mitigarlo. Pretendemos contribuir a que el debate cultural se ponga a la altura de la crisis, antes de que sea demasiado tarde. Queremos conseguir con la demografía lo mismo que Gore con el cambio climático. Tenemos un millón de dólares en efectivo, y ahora mismo podemos tomar medidas muy prácticas.
—A mí ya me parecería bien derrocar el sistema entero, la verdad —dijo Katz—. Para eso firmo ahora mismo.
—En este país no puede derrocarse el sistema —contestó Walter— por una cuestión de libertad. La razón por la que en Europa el libre mercado se ve atenuado por el socialismo es que allí no están tan obsesionados con la libertad individual. Tienen asimismo un índice de crecimiento demográfico inferior, pese a que los niveles de renta son comparables. En general, los europeos son más racionales. Y el debate sobre los derechos en este país no es racional. Se desarrolla en el plano de las emociones y los resentimientos de clase, y por eso la derecha sabe explotarlo tan bien. Y por eso quiero volver sobre lo que Jessica ha dicho sobre el tabaco.
Ella lo invitó a seguir con un gesto, como si le dijera: ¡gracias!
Del pasillo llegó un ruido: era Patty, que se movía por la cocina con tacones. Katz, deseando un cigarrillo, cogió la taza de café vacía de Walter y se preparó una bola de tabaco de mascar.
—Los cambios sociales positivos se producen de arriba abajo —prosiguió Walter—. El Departamento de Sanidad publica su informe, las personas cultas lo leen, los chicos listos se dan cuenta de que fumar es una idiotez, no mola, y el índice nacional de consumo de tabaco baja. O Rosa Parks se sienta en su autobús, los estudiantes universitarios se enteran, se manifiestan en Washington, viajan en autobús al Sur, y de pronto tenemos un movimiento nacional en favor de los derechos civiles. Ahora nos encontramos en un punto donde cualquier persona medianamente culta es capaz de entender el problema del crecimiento demográfico. El siguiente paso, pues, es presentarlo como algo molón para que los universitarios se preocupen por el tema.
Mientras Walter se explayaba sobre los universitarios, Katz aguzó el oído para saber qué hacía Patty en la cocina. Empezaba a caer en la cuenta de que, en el fondo, su situación denotaba falta de coraje. La Patty que él deseaba era la Patty que no deseaba a Walter: el ama de casa que ya no deseaba ser ama de casa; el ama de casa que deseaba follarse a un rockero. Pero en lugar de coger y llamarla para decirle que la deseaba, estaba allí sentado como un pipiolo universitario, consintiendo a su viejo amigo aquella sarta de fantasías intelectuales. ¿Qué había en Walter que lo dejaba a él siempre fuera de juego? Se sentía como un insecto volador atrapado en una pegajosa telaraña familiar. No podía dejar de ser buena persona con Walter, porque le caía bien; si no le hubiera caído tan bien, probablemente no habría deseado a Patty; y si no la hubiera deseado, no habría estado allí sentado fingiendo. Vaya lío.
Y ahora los pasos de ella se acercaban por el pasillo. Walter dejó de hablar y respiró hondo, armándose de valor perceptiblemente. Katz giró la silla en dirección a la puerta, y allí estaba ella. La madre de rostro lozano que tenía su lado oscuro. Llevaba botas negras, una ceñida falda roja y negra de brocado de seda y una elegante gabardina corta, que le quedaban magníficas y a la vez no eran propias de ella. Katz no recordaba haberla visto más que con vaqueros.
—Hola, Richard —saludó mirando hacia él—. Hola a todos. ¿Cómo va?
—Acabamos de empezar —respondió Walter.
—Entonces no quiero interrumpiros.
—Vas muy arreglada —comentó Walter.
—Me voy de compras. Tal vez os vea esta noche si andáis por aquí.
—¿Vas a preparar la cena? —preguntó Jessica.
—No; trabajo hasta las nueve. Si queréis, puedo pasar a comprar algo de comer antes de irme.
—Nos vendría de maravilla —dijo Jessica—, porque estaremos reunidos todo el día.
—Ya, y con mucho gusto os prepararía la cena si no tuviese que trabajar ocho horas.
—Bueno, da igual—respondió Jessica—. Déjalo estar. Saldremos a cenar fuera o lo que sea.
—Eso parece lo más sencillo —convino Patty.
—Pues nada —dijo Walter,
—Bien, pues nada—dijo ella—. Espero que os lo paséis todos estupendamente.
Después de haber irritado, hecho caso omiso o decepcionado en un abrir y cerrar de ojos a los cuatro, se alejó por el pasillo y salió a la calle. Lalitha, que había estado pulsando los botones de la BlackBerry desde el momento en que Patty apareció, era a quien más se le notaba el descontento.
—¿Es que ahora trabaja los siete días de la semana o qué? —preguntó Jessica.
—No, normalmente no —contestó Walter—. No sé muy bien a qué viene esto.
—Pero siempre viene a cuento de algo, ¿verdad que sí? —masculló Lalitha mientras tecleaba en su aparato con los pulgares.
Jessica se volvió hacia ella, redirigiendo al instante su enfado. —Ya nos avisarás cuando hayas acabado con tu correo, ¿vale? Mientras tanto, esperaremos de brazos cruzados hasta que estés lista, ¿vale?
Lalitha, con los labios apretados, siguió tecleando.
—¿Quizá podrías dejarlo para después? —sugirió Walter con delicadeza.
Lalitha dejó bruscamente la BlackBerry en la mesa. —Vale —dijo—. ¡Ya estoy!
Katz empezó a sentirse mejor cuando la nicotina le recorrió el cuerpo. Patty se había mostrado desafiante, y el desafío estaba bien. Tampoco le había pasado inadvertido lo «arreglada» que iba. Arreglada ¿por qué razón? Para presentarse ante él. Y trabajar hasta tarde el viernes y el sábado ¿por qué razón? Para eludirlo. Sí, para jugar al escondite igual que él. Ahora que se había ido, Katz la veía mejor, recibía sus señales sin tanta interferencia estática, se imaginaba poniendo las manos en aquella bonita falda suya, y recordaba con qué intensidad lo había deseado ella en Minnesota.
Pero entretanto el problema de la procreación excesiva: la primera tarea concreta, dijo Walter, era concebir un nombre para la iniciativa. A modo de idea de trabajo manejaba Juventud Contra la Locura, un homenaje personal a Youth Against Fascism, que consideraba (y Katz estaba de acuerdo con él) una de las mejores canciones grabadas por Sonic Youth. Pero Jessica insistía en elegir un nombre que expresara un planteamiento positivo, no uno negativo. Algo pro, no contra.
—Los chicos de mi edad son mucho más libertarios de lo que erais vosotros explicó—. Son alérgicos a cualquier cosa que huela a elitismo, o que no respete el punto de vista de otra persona. Vuestra campaña no puede basarse en decir a los demás lo que no deben hacer. Debe basarse en una elección positiva y molona, una elección en la que participemos todos.
Lalitha propuso el nombre «Los Vivos Primero», que, pensó Katz, ofendía el oído, y que Jessica desechó con un desprecio corrosivo. Y así pasaron toda la mañana, desgranando ideas, y enseguida se puso de manifiesto, a juicio de Katz, que allí faltaban las aportaciones de un asesor en relaciones públicas profesional. Consideraron sucesivamente Planeta Más Solitario, Aire Más Puro, Sociedad Ilimitada de Condones, Coalición de los Ya Nacidos, Espacio Libre, Calidad de Vida, Tienda de Campaña Menor y ¡Ya está bien! (que a Katz le gustó pero los otros encontraron demasiado negativo; se lo guardó como posible título para una canción o un álbum futuro). Se plantearon Dad de Comer a los Vivos, Sed Sensatos, Cabezas Más Frías, Una Manera Mejor, La Disminución Hace la Fuerza, Menos Es Más, Nidos Más Vacíos, El Placer de Ninguno, Libre de Niños para Siempre, Ningún Bebé a Bordo, Aliméntate a ti Mismo, Para de Parir, ¡Despoblemos!, Dos Hurras por la Gente, Quizá Ninguno, Menos que Cero, Pisa el Freno, Acaba con la Familia, Tómatelo con Calma, Espacio Vital, Más para Mí, Criado Solo, Respiro, Masespacio, Amemos lo que Hay Aquí, Estéril por Decisión Propia, El Fin de la Infancia, Todos los Niños Se Quedan Atrás, Núcleos de Dos, Quizá Nunca y ¿Qué Prisa Hay?, y los descartaron todos. Para Katz, el ejercicio ilustró la inviabilidad general de la empresa y la ranciedad específica del rollo guay prefabricado, pero Walter dirigió la discusión con una sensatez optimista que reflejaba largos años en el mundo artificial de las ONG. Y por increíble que pareciera, los dólares que planeaba gastar eran reales.
—Propongo que nos quedemos con Espacio Libre —declaró por fin—. Me gusta cómo le roba la palabra «libre» al otro bando y se apropia de la retórica de los grandes espacios abiertos del Oeste. Si esto despega, puede ser también el nombre de todo un movimiento, no sólo de nuestro grupo. El movimiento del Espacio Libre.
—¿Soy la única que al oír «espacio libre» piensa en una plaza de aparcamiento libre? —preguntó Jessica.
—Ésa no es una connotación tan mala —respondió Walter—. Todos sabemos lo que es tener problemas para aparcar. Menos gente en el planeta, mayores oportunidades de aparcamiento. En realidad es un ejemplo cotidiano real de por qué la superpoblación es mala.