—Voy a tomar una manzanilla —dijo ella—. ¿Quieres?
—Sí. Creo que nunca he tomado manzanilla.
—Vaya, por lo que veo has vivido entre algodones.
Fue al despacho y regresó con dos tazones de agua calentada al instante de los que colgaban sendas etiquetas de bolsitas de hierbas.
—¿Por qué no has contestado cuando he subido la primera vez? —preguntó Katz—. Me he pasado dos horas aquí sentado.
—Debía de estar abstraída en mis pensamientos.
—¿Pensabas que iba a acostarme sin más?
—No lo sé. Estaba como pensando sin pensar, no sé si me explico. Pero entendía que quisieras hablar conmigo, y sabía que debía hacerlo. Así que aquí estoy.
—No estás obligada a nada.
—No; me parece bien, tenemos que hablar. —Se sentó a la mesa rústica enfrente de él—. ¿Cómo lo habéis pasado? Me ha dicho Jessie que habéis ido a un concierto.
—Nosotros y unos ochocientos veinteañeros.
—¡Ja, ja, ja! Pobrecito.
—Walter se ha divertido.
—Ah, no me cabe duda. Últimamente le entusiasman los jóvenes.
Katz se sintió alentado por el tonillo de descontento.
—¿Deduzco que a ti no?
—¿A mí? Te puedo asegurar que no. O sea, excepto mis hijos. Aún me caen bien mis hijos. Pero ¿los demás? ¡Ja, ja, ja!
Su risa estimulante y sensual no había cambiado. Detrás de su nuevo peinado, sin embargo, detrás del maquillaje de ojos, se la veía mayor. Eso no tenía vuelta atrás, el envejecimiento, y el núcleo autoprotector de Katz, al percibirlo, le dijo que se largara ahora que aún estaba a tiempo. Había viajado hasta allí obedeciendo un instinto, pero existía una gran diferencia, empezaba a comprender, entre un instinto y un plan.
—¿Qué es lo que no te gusta de ellos? —preguntó.
—En fin, ¿por dónde empezar? —respondió Patty—. ¿Lo de las chanclas, por ejemplo? Llevo mal eso de las chanclas. Es como si el mundo entero fuera su dormitorio. Y ni siquiera oyen su chancleteo, porque todos van con sus aparatitos, todos van con sus auriculares. Cada vez que empiezo a aborrecer a mis vecinos de por aquí, me tropiezo con algún chico de la Universidad de Georgetown en la acera y de pronto perdono a los vecinos porque al menos ellos son adultos. Al menos no andan de acá para allá en chanclas, pregonando que son personas mucho menos crispadas y más razonables que nosotros los adultos, que una envarada como yo, que preferiría no ver los pies descalzos de la gente en el metro. Porque, en serio, ¿quién pondría reparos a ver esos dedos de los pies tan hermosos? ¿Esas uñas tan perfectas? Sólo una persona que para su desgracia ya es de mediana edad y no puede imponer al mundo el espectáculo de sus propios dedos de los pies.
—Nunca me han llamado la atención especialmente las chanclas.
—Pues entonces has vivido muy entre algodones, desde luego.
Empleaba un tono distante, como si hablara de memoria, en lugar de bromear de un modo que pudiera darle pie a Katz a participar. Denegada la incitación, la expectación de éste decayó. Patty empezaba a inspirarle antipatía por no hallarse en el estado en que él imaginaba que la encontraría.
—¿Y lo de las tarjetas de crédito? —continuó ella—. ¿Eso de pagar con tarjeta un perrito caliente o un paquete de chicles? O sea, el dinero en efectivo está tan desfasado, ¿verdad? El dinero en efectivo te obliga a sumar y restar. Tienes que prestar atención a la persona que te da el cambio. Es decir, por un mínimo instante dejas de ser un tío superguay y de estar totalmente encerrado en tu pequeño mundo. Pero con una tarjeta de crédito eso no pasa. La entregas lánguidamente, la recoges lánguidamente, y ya está.
—Algo así venía a ser el público de esta noche —dijo Katz—. Buenos chicos, sólo que un poco ensimismados.
—Pues más vale que te acostumbres, ¿no? Dice Jessica que te vas a pasar el verano rodeado de jóvenes.
—Sí, es posible.
—A mí más bien me ha parecido que lo daba por hecho.
—Sí, pero ya estoy planteándome abandonar. A decir verdad, ya se lo he comentado a Walter.
Patty se levantó para echar al fregadero las bolsas de la infusión y se quedó de pie, de espaldas a él.
—Esta puede ser tu única visita, pues.
—Exacto.
—Entonces creo que debería lamentar no haber bajado antes.
—Siempre puedes venir a verme a Nueva York.
—Ya. Como si me hubieran invitado alguna vez.
—Te invito ahora.
Giró sobre sus talones con los ojos entornados.
—No juegues conmigo, ¿vale? No quiero ver esa faceta tuya. En realidad me da asco. ¿Vale?
Él le sostuvo la mirada, intentando demostrarle que lo decía en serio —intentando sentir que lo decía en serio—, pero sólo consiguió exasperarla. Patty, negando con la cabeza, retrocedió hasta el rincón más alejado de la cocina.
—¿Cómo os va a Walter y a ti? —preguntó Katz con cierta crueldad.
—Eso no es asunto tuyo.
—De un tiempo a esta parte oigo eso continuamente. ¿Qué significa?
Ella se sonrojó un poco.
—Significa que no es asunto tuyo.
—Según Walter, no puede decirse que os vaya muy bien.
—Bueno, se acerca bastante a la verdad. En gran medida. —Volvió a sonrojarse—. Pero tú preocúpate sólo por Walter, ¿vale? Preocúpate por tu mejor amigo. Ya elegiste: entre su felicidad y la mía, dejaste muy claro cuál te importaba más. Tuviste tu oportunidad conmigo, y lo escogiste a él.
Katz sintió que empezaba a perder la calma, y eso era muy desagradable. Una presión entre los oídos, una creciente ira, una necesidad de discutir. Era como ser súbitamente Walter.
—Tú me echaste —dijo.
—¡Ja, ja, ja! «Lo siento, no puedo ir a Filadelfia ni siquiera un día por el pobre Walter.»
—Eso lo dije durante un minuto. Durante treinta segundos. Y luego tú, durante una hora, pasaste a…
—A cagarla. Lo sé. Lo sé lo sé lo sé. Sé quién la cagó. ¡Sé que fui yo! Pero, Richard, tú sabías que para mí era más difícil. ¡Podías haberme echado un cable! Por ejemplo, tal vez durante ese minuto podías no haber hablado del pobre Walter y su pobre sensibilidad, sino de mí. Por eso digo que tú ya elegiste. Puede que no fueras consciente de que lo hacías, pero lo hiciste. Así que ahora apechuga.
—Patty.
—Es posible que no haga más que cagadas, pero no puede negarse que en los últimos años he tenido tiempo para pensar, y he sacado más de una conclusión. Ahora tengo una idea algo más clara de quién eres y cómo funcionas. Imagino lo duro que debe de resultarte que nuestra amiguita bengalí no se interese por ti. Lo muuucho que debe de desestabilizarte. ¡El mundo está patas arriba! ¡Qué mal rollo! Supongo que podrías intentarlo con Jessica, pero te deseo buena suerte. Si estás realmente desesperado, tu mejor opción podría ser Emily, la responsable de recaudación. Pero a Walter no le atrae, así que imagino que a ti no te interesará.
A Katz le hervía la sangre, tenía los nervios de punta. Era como haber tomado coca muy cortada con meta de la mala.
—He venido aquí por ti —dijo.
—¡Ja, ja, ja! No te creo. No te lo crees ni tú. Mientes que da pena.
—¿Por qué iba a venir, si no?
—Y yo que sé. ¿Porque te preocupa la biodiversidad y la demografía sostenible?
Katz recordaba lo desagradable que había sido la discusión con ella por teléfono. Lo burdamente desagradable, lo criminalmente atroz para su paciencia. Lo que no recordaba era por qué había aguantado todo aquello. Por algo en su manera de desearlo, en su manera de ir a por él. Algo que ya no estaba presente.
—Me he pasado mucho tiempo furiosa contigo —dijo Patty—. ¿Te haces una idea? Te envié aquel montón de e-mails a los que no contestaste, mantuve aquella humillante conversación unilateral contigo. ¿Llegaste siquiera a leer aquellos mails?
—La mayoría.
—Ja. No sé qué es peor. Supongo que ni siquiera importa, dado que igualmente estaba todo en mi cabeza. Me he pasado tres años queriendo algo que sabía que no me haría feliz. Pero no por eso dejaba de quererlo. Eras como una mala droga que me resultaba imposible no desear. Toda mi vida ha sido como una especie de lamentación por haberme quedado sin una droga maligna que yo sabía que me haría daño. Fue ayer literalmente, al verte en carne y hueso, cuando me di cuenta de que en realidad no necesitaba la droga. Fue como si de pronto me dijera: «Pero ¿dónde tenía yo la cabeza? Si está aquí es por Walter.»
—No. Es por ti.
Ella ni siquiera lo oyó.
—Me siento muy vieja, Richard. Que una persona no dé buen uso a su vida no significa que su vida deje de transcurrir. De hecho, su vida transcurre aún más deprisa.
—No se te ve vieja. Se te ve estupenda.
—Bueno, y eso es lo que de verdad cuenta, ¿no? Me he convertido en una de esas mujeres que dedican un montón de energía a mantener un buen aspecto. Si puedo seguir así y acabar convertida en un cadáver hermoso, ya habré resuelto prácticamente mi problema.
—Ven conmigo.
Ella negó con la cabeza.
—Vente conmigo. Nos iremos a algún sitio y Walter tendrá su libertad.
—No, aunque es agradable oírte decirlo por fin. Puedo aplicarlo retroactivamente a los últimos tres años y crear una fantasía aún mejor de lo que podría haber sido. Enriquecerá mi mundo de fantasía, ya de por sí rico. Ahora puedo imaginar que me quedo en tu apartamento mientras tú te vas de gira mundial y te follas a niñas de diecinueve años, o que me voy contigo y me convierto en la mamá gallina del grupo… ya sabes, leche y galletas a las tres de la mañana… o en tu Yoko y dejo que todo el mundo me eche la culpa por lo acabado que estás y lo soso que te has vuelto, y luego monto numeritos espantosos y dejo que te des cuenta, de la manera más lenta, de qué mala idea es tenerme en tu vida. Eso daría para soñar despierta meses y meses.
—No entiendo qué quieres.
—Créeme, si yo misma lo entendiera, no tendríamos esta conversación. De hecho, creía que sí sabía lo que quería. Creía saberlo, aunque a la vez sabía que no era algo bueno. Y ahora estás aquí, y es como si no hubiera pasado el tiempo.
—Sólo que Walter está cada vez más colado por la chica.
Ella asintió. —Exacto. ¿Y sabes una cosa? Ahora va y resulta que eso me duele extraordinariamente. Me duele abrumadoramente. —Los ojos se le anegaron en lágrimas y se apresuró a volver la cabeza para ocultarlas.
Katz había asistido en su día a más de una escena de llanto, pero era la primera vez que tenía que ver llorar a una mujer por amor a otro hombre. No le gustó lo más mínimo.
—El jueves por la noche llegó a casa de un viaje a Virginia Occidental —dijo Patty—. Puedo contártelo, ya que somos viejos amigos, ¿no? El jueves por la noche llegó a casa de un viaje a Virginia Occidental, y vino a mi habitación, y lo que pasó, Richard, fue lo que siempre he deseado. Lo que siempre he deseado. Durante toda mi vida adulta. ¡Casi ni le reconocí la cara! Era como si estuviese fuera de sí. Pero la única razón por la que me lo concedía era que él ya se había ido. Fue como un pequeño adiós. Un pequeño regalo de despedida, para mostrarme lo que yo nunca más tendría. Porque le había amargado la vida durante demasiado tiempo. Y ahora por fin está listo para algo mejor, pero no va a tenerlo conmigo, porque le he amargado la vida durante demasiado tiempo.
Oyéndola, Katz dedujo que había llegado con cuarenta y ocho horas de retraso. Cuarenta y ocho horas. Increíble.
—Aún puedes tenerlo —dijo—. Hazlo feliz. Sé una buena esposa. Se olvidará de la chica.
—Puede ser. —Patty se llevó el dorso de la mano a los ojos—. Si yo fuera una persona cuerda, entera, probablemente eso es lo que intentaría. Porque, verás, a mí antes me gustaba ganar. Era una luchadora. Pero he desarrollado una especie de alergia a lo sensato. Me paso la vida asombrándome de mi propia frustración conmigo misma.
—De ahí mi amor por ti.
—Vaya, ahora hablamos de amor. Amor. Richard Katz hablando de amor. Debe de ser la señal de que es hora de irme a la cama.
Fue el mutis; Katz no intentó detenerla. Aun así, tan firme era su fe en sus instintos que cuando él mismo subió a su habitación al cabo de diez minutos, todavía imaginaba que la encontraría esperándolo en su cama. En cambio encontró, encima de la almohada, un voluminoso manuscrito sin encuadernar con el nombre de ella en la primera página. El título era «Se cometieron errores».
Sonrió al verlo. Luego se llevó un gran pellizco de tabaco de mascar a la boca y se sentó a leer, escupiendo de vez en cuando en un jarrón de la mesilla de noche, hasta que vio claridad en la ventana. Advirtió que las páginas sobre él le despertaban mucho más interés que las otras; confirmó su arraigada sospecha de que, en última instancia, las personas sólo quieren leer sobre sí mismas. Advirtió además, con satisfacción, que esa persona que él era había fascinado verdaderamente a Patty; le recordó por qué la apreciaba. Y sin embargo, su sensación más clara, cuando leyó la última página y dejó caer en el jarrón con un ¡plop! la ya muy aguada bola, era de derrota. No derrota por Patty: su pericia como escritora era impresionante, pero él se defendía bien en el apartado de la expresión personal. Quien lo había derrotado era Walter, porque obviamente el documento había sido escrito para Walter, a modo de disculpa compungida e impronunciable. En el drama de Patty, Walter era el protagonista, y Katz sólo un interesante personaje secundario.
Por un momento, en lo que pasaba por ser su alma, se abrió una puerta lo justo para permitirle vislumbrar su orgullo herido en todo su patetismo; pero la cerró de un portazo y pensó en lo estúpido que había sido al permitirse desearla. Sí, le gustaba su manera de hablar, sí, sentía una debilidad fatídica por cierta clase de tía depresiva y lista, pero la única manera que conocía de interactuar con una tía así era follársela, marcharse, volver y follársela otra vez, y marcharse otra vez, odiarla otra vez, follársela otra vez, y así sucesivamente. Deseó retroceder en el tiempo y felicitar a la persona que había sido a los veinticuatro años, en aquel inmundo piso de okupas del South Side de Chicago, por haber comprendido que una mujer como Patty estaba hecha para un hombre como Walter, quien, al margen de cuáles fueran sus demás memeces, tenía la paciencia y la imaginación necesarias para manejarla. El error cometido por Katz desde entonces había sido volver una y otra vez al escenario en que no podía evitar sentirse derrotado. El documento entero de Patty daba fe de la agotadora dificultad de discernir, en un escenario como ése, qué era «bueno» y qué no lo era. A él se le daba muy bien saber qué era bueno para él, y normalmente eso le bastaba para todo en la vida. Sólo en compañía de los Berglund tenía la sensación de que no le bastaba. Y estaba harto de esa sensación; estaba listo para acabar con ella.