—No sé qué decirte.
—Sólo un poco más —insistió él—. Sólo hasta que se lo diga a mis padres. Entonces podrás ponértela cuando quieras. Mejor dicho, la llevaremos siempre los dos. Eso quería decir.
No era fácil comparar silencios, pero dio la impresión de que esta vez el silencio de ella era especialmente dolido, especialmente triste. Joey sabía que para ella era un martirio mantener el matrimonio en secreto, y esperaba que la perspectiva de anunciárselo a sus propios padres empezara a darle menos miedo, pero en realidad, con el paso de los meses, la perspectiva fue dándole cada vez más miedo. Intentó ponerse la alianza en el dedo, pero se le quedó atascada en el último nudillo. La había comprado precipitadamente, en agosto, en Nueva York, y le quedaba un poco pequeña. Se la llevó a la boca y exploró su perímetro con la lengua, como si fuera un orificio de Connie, y eso lo excitó un poco. Lo llevó a conectar con ella, lo trasladó de nuevo a agosto y a la locura que habían cometido. Se deslizó el anillo, resbaladizo por la saliva, en el dedo.
—Dime qué llevas puesto —pidió él.
—Ropa normal.
—Pero ¿qué?
—Nada. Ropa.
—Connie, te juro que se lo diré en cuanto cobre. Lo que pasa es que necesito compartimentar un poco. Esta puta contrata me tiene desquiciado y ahora mismo no puedo hacer frente a nada más. Así que dime qué llevas puesto, ¿vale? Quiero imaginarte.
—Ropa.
—¿Por favor?
Pero Connie había empezado a llorar. Joey oyó un levísimo lamento, el microgramo de desdicha que ella se permitió exteriorizar.
—Joey —susurró—. Cariño. Lo siento mucho, mucho. No me veo capaz de seguir así.
—Espera sólo un poco más —pidió él—. Al menos hasta que vuelva del viaje.
—No sé si podré. Necesito ya un mínimo detalle. Un mínimo… detalle que sea real. Un mínimo detalle que no sea insignificante. Ya sabes que no quiero complicarte las cosas. Pero ¿no podría al menos decírselo a Carol? Sólo quiero que lo sepa alguien. La obligaré a jurar que no se lo dirá a nadie.
—Se lo contará a los vecinos. Sabes que es una cotilla.
—No; la obligaré a jurarlo.
—Y luego resultará que alguien enviará con retraso sus felicitaciones de Navidad —dijo Joey fuera de sí, resentido no con Connie sino por la manera en que el mundo conspiraba contra él— y se lo mencionará a mis padres. Y entonces… ¡y entonces…!
—¿Y qué puedo tener si no puedo tener eso? ¿Cuál es ese mínimo detalle que puedo tener?
El instinto de Connie debió de decirle que algo olía mal en ese viaje a Sudamérica. Y ahora Joey sin duda se sentía culpable, pero no exactamente a causa de Jenna. Según sus cálculos morales, haberse casado con Connie lo autorizaba a un último uso por todo lo grande de su licencia sexual, que ella le había concedido tiempo atrás y nunca había revocado expresamente. Si por casualidad Jenna y él se avenían de verdad, ya lo resolvería más adelante. Ahora lo que le pesaba era el contraste entre la abundancia de lo que poseía —una contrata firmada que prometía rendirle unos 600.000 dólares si salía bien lo de Paraguay; la perspectiva de una semana en el extranjero con la chica más guapa que había conocido— y la nada absoluta que en ese momento, a su juicio, podía ofrecerle a Connie. La culpabilidad había sido uno de los factores del impulso de casarse con ella, pero cinco meses después no se sentía menos culpable. Se quitó la alianza del dedo y volvió a metérsela nerviosamente en la boca, la mordió con los incisivos, le dio vueltas con la lengua. La dureza del oro de dieciocho quilates era sorprendente. Joey hubiese dicho que el oro era un metal blando.
—Dime algo bueno que vaya a suceder —le pidió Connie.
—Vamos a ganar un montón de dinero —dijo él, arrastrando el anillo con la lengua y colocándolo detrás de las muelas—. Y haremos un viaje increíble a algún sitio y celebraremos una segunda boda y nos lo pasaremos genial. Acabaremos la universidad y montaremos un negocio. Todo irá bien.
El silencio con que ella recibió esto sabía a incredulidad. Ni siquiera él se creía sus palabras. Aunque sólo fuera por el temor enfermizo que le producía comunicarles a sus padres la boda —se había representado la escena de la revelación en dimensiones imaginarias monstruosas—, el documento que Connie y él habían firmado en agosto empezaba a parecer más un pacto suicida que un certificado de boda: derivaba hacia un muro de ladrillo. Su relación sólo tenía sentido en el presente, cuando estaban juntos cara a cara y podían fundir sus identidades y crear su propio mundo.
—Ojalá estuvieras aquí —dijo él.
—Ojalá.
—Tendrías que haber venido en Navidad. Eso fue un error mío.
—Sólo habría servido para contagiarte la gripe.
—Dame unas semanas más. Te juro que te compensaré.
—No sé si puedo. Pero lo intentaré.
—Lo siento mucho.
Y lo sentía. Pero también experimentó un alivio inexpresable cuando ella le permitió colgar y dirigir sus pensamientos hacia Jenna. Se quitó el anillo del interior de la mejilla, con la intención de secarlo y guardarlo, pero en lugar de eso, involuntariamente, sin saber cómo, en una especie de maniobra de doble embrague con la lengua, se lo tragó.
—¡Mierda!
Lo sintió casi al final del esófago, una dureza iracunda allí abajo, la protesta de los tejidos blandos. Intentó regurgitarlo, pero sólo consiguió tragárselo más, hasta tenerlo allí donde ya no lo notaba, junto con el resto del bocadillo de Subway de treinta centímetros que había cenado. Se acercó corriendo al fregadero de su pequeña cocina integrada y se metió dos dedos en la garganta. No vomitaba desde que era pequeño, y las arcadas que eran el preludio le recordaron lo mucho que entonces había llegado a temer el vómito. Su violencia. Era como intentar pegarse un tiro en la cabeza: no pudo obligarse a hacerlo. Se inclinó sobre el fregadero con la boca abierta, con la esperanza de que el contenido de su estómago se vertiera quizá de manera natural, sin violencia; pero eso no sucedió, claro.
—¡Joder! ¡Cobarde de mierda!
Eran las diez menos veinte. Su vuelo a Miami salía de Dulles a las once de la mañana siguiente, y ni loco se subiría a un avión con el anillo todavía dentro. Se paseó por la manchada moqueta beige de su sala de estar y decidió que lo mejor sería ir a un médico. Tras una rápida búsqueda en internet, dio con el hospital más cercano, en Seminary Road.
Se puso un abrigo y bajó corriendo a Van Dorn Street, en busca de un taxi que parar, pero la noche era fría y el tráfico anormalmente escaso. Tenía suficientes fondos en la cuenta del negocio para comprarse un coche, incluso un buen coche, pero como parte del dinero era de Connie y el resto era un préstamo bancario avalado por ella, vigilaba mucho el gasto. Bajó de la acera, pensando que si se presentaba a sí mismo como blanco quizá atrajera más tráfico y así, de paso, un taxi. Pero esa noche no había taxis.
En el móvil, cuando dirigió sus pasos hacia el hospital, encontró un nuevo mensaje de texto de Jenna: «ilusionada, tú?» Él contestó: «cantidad». Las comunicaciones de Jenna con él, el mero hecho de ver su nombre o su dirección de correo electrónico seguía teniendo un efecto pavloviano en sus gónadas. El efecto era muy distinto del que Connie ejercía sobre él (de un tiempo a esa parte percibía la incidencia de Connie cada vez más arriba: en el estómago, en los músculos respiratorios, en el corazón), pero no era menos insistente ni intenso. Jenna lo excitaba igual que las grandes sumas de dinero, igual que la deliciosa renuncia de la responsabilidad social y la aceptación del excesivo consumo de recursos. Sabía perfectamente que Jenna era una fuente de problemas. En realidad, lo que lo excitaba era preguntarse si él, para conseguirla, podía llegar a ser igual de problemático que ella.
De camino al hospital pasó justo por delante de la fachada de espejos azules del bloque de oficinas donde había trabajado todos los días y muchas noches del verano anterior para una organización llamada RESIA (Restituyamos la Empresa Secular Iraquí Ahora), una subsidiaria de LBI que había conseguido una contrata sin concurso previo para privatizar en el nuevo Iraq liberado la industria panificadora, antes bajo control estatal. Su jefe en RESIA había sido Kenny Bartles, un hombre de veintitantos años, natural de Florida, bien relacionado, a quien Joey había conseguido impresionar un año antes, cuando trabajaba en el gabinete del padre de Jonathan y Jenna. Ese verano, el puesto de Joey en el gabinete había sido uno de los cinco financiados por LBI, y su cometido, aunque en apariencia era asesorar a entidades gubernamentales, consistió en realidad en investigar qué posibilidades tenía LBI de explotar comercialmente una invasión y una ocupación de Iraq por parte de Estados Unidos, y luego plasmar por escrito esas opciones comerciales como argumentos a favor de la invasión. Para recompensar a Joey por llevar a cabo la investigación básica sobre la producción panificadora iraquí, Kenny Bartles le ofreció un empleo a jornada completa en RESIA, allá en Bagdad, en la Zona Verde. Por numerosas razones, incluida la oposición de Connie, las advertencias de Jonathan, el deseo de estar cerca de Jenna, el miedo a que lo mataran, la necesidad de conservar la residencia en Virginia y una persistente sensación de que Kenny no era de fiar, Joey rechazó la oferta y, a cambio, accedió a dedicar el verano a montar la oficina de RESIA en Estados Unidos y actuar de enlace con el gobierno.
El chaparrón de mierda que tuvo que aguantar de Walter era una de las razones por las que no se animaba a comunicarles a sus padres que se había casado, y una de las razones por las que venía intentando, ya desde entonces, ver hasta qué punto poseía la capacidad de ser despiadado. Tenía prisa por enriquecerse lo suficiente y curtirse lo suficiente para no tener que aguantar toda esa mierda de su padre. Para poder simplemente reírse y encogerse de hombros y largarse: para ser más como Jenna, quien, por ejemplo, estaba al corriente de casi todo respecto a Connie salvo del hecho de que Joey se había casado con ella, y que no obstante consideraba a Connie, como mucho, un elemento más de emoción y gracia en los juegos que le gustaba practicar con Joey. Jenna encontraba especial satisfacción en preguntarle si su novia sabía lo mucho que él hablaba con la novia de otro, y en oírle repetir las mentiras que le había contado. Era una fuente de problemas aún mayor de lo que le había contado su hermano.
En el hospital, Joey comprendió por qué las calles de los alrededores estaban tan vacías: la población entera de Alexandria había confluido en urgencias. Sólo para el trámite en la ventanilla de ingresos tardó veinte minutos, y la enfermera no se dejó impresionar por el severo dolor de estómago que fingió con la esperanza de colarse. Durante la hora y media que permaneció allí sentado inhalando las toses y los estornudos de sus vecinos de Alexandria, viendo la última media hora de Urgencias en el televisor de la sala de espera, y enviando mensajes de texto a amigos de la Universidad de Virginia que disfrutaban aún de sus vacaciones de invierno, pensó que sería mucho más fácil y más barato comprar otra alianza. No le costaría más de trescientos dólares, y Connie ni se enteraría. El hecho de que sintiera tal apego romántico por un objeto inanimado —que sintiera que tenía la obligación para con Connie de rescatar aquel anillo en concreto que ella lo había ayudado a elegir en la calle Cuarenta y siete una tarde sofocante— no auguraba nada bueno para su proyecto de convertirse en alguien problemático.
El médico de urgencias que por fin lo atendió era un joven blanco de ojos llorosos con una tremenda irritación de piel por el afeitado.
—No hay por qué preocuparse —le aseguró a Joey—. Estas cosas se resuelven solas. El objeto debería salir sin que se dé cuenta siquiera.
—No es mi salud lo que me preocupa. Lo que me preocupa es recuperar el anillo esta noche.
—Mmm —dijo el médico—. ¿Es un objeto de valor?
—De mucho valor. Supongo que existe algún… ¿procedimiento?
—Si tiene que recuperar el objeto, el procedimiento es esperar un par de días o tres. Y luego… —El médico sonrió para sí—. En urgencias tenemos un viejo chiste sobre la madre que viene con el niño pequeño que se ha tragado unas monedas. Le pregunta al médico si es grave, y el médico le contesta: «No, pero compruebe el cambio en las heces.» Un chiste muy malo. Pero ése es el procedimiento si tiene que recuperar el objeto.
—Pero yo me refiero a un procedimiento que pueda practicarse ahora mismo.
—Pues ya le digo que no, no lo hay.
—Oiga, muy gracioso, el chiste —dijo Joey—. Me he reído mucho. Ja, ja. Lo cuenta muy bien.
La consulta le costó 275 dólares. Como no tenía seguro médico —el estado de Virginia consideraba que el seguro pagado por los padres era una clase de ayuda económica—, se vio obligado a pagar con tarjeta allí mismo. A menos que tuviese estreñimiento, que era justo lo contrario del problema que relacionaba con Latinoamérica, le cabía esperar unos inicios muy olorosos de sus días con Jenna.
Al volver a su apartamento, ya bien pasada la medianoche, hizo la maleta para el viaje y luego se tumbó en la cama y supervisó el avance de su digestión. Había digerido cosas cada minuto de su vida sin prestar la menor atención. Resultaba extraño pensar que las paredes de su estómago y su misterioso intestino delgado formaban parte de él en igual medida que su cerebro, su lengua o su pene. Mientras yacía allí y se esforzaba por sentir los sutiles chasquidos y rumores y reubicaciones dentro de su abdomen, tuvo una visión de su cuerpo como un pariente lejano que lo esperaba al final de un largo camino. Un pariente sombrío a quien justo en ese momento alcanzaba a ver por primera vez. Algún día, con suerte en un futuro muy lejano, dependería de la fortaleza de su cuerpo para seguir viviendo, y algún día posterior a ése, con suerte en un futuro aún más lejano, el cuerpo le fallaría, y moriría. Imaginaba su alma, la identidad personal que conocía, como un anillo de oro inmaculado abriéndose paso lentamente por un territorio cada vez más ignoto y maloliente, hacia una muerte con olor a mierda. Estaba solo con su cuerpo; y como, extrañamente, él era su cuerpo, eso significaba que estaba totalmente solo.
Echaba de menos a Jonathan. Por extraño que pareciera, su inminente viaje era una traición mayor a Jonathan que a Connie. Pese a los tropiezos de su primer día de Acción de Gracias, en los últimos dos años habían acabado siendo amigos íntimos, y sólo en los últimos meses, primero a causa del negocio de Joey con Kenny Bartles y después al descubrir Jonathan, para colmo, los planes de su viaje con Jenna, se había agriado la relación. Hasta entonces, una vez tras otra, Joey había sentido la grata sorpresa de comprobar lo sincero que era el afecto de Jonathan por él. Un afecto por todo él, no sólo las partes de sí mismo que él consideraba oportuno mostrar al mundo como estudiante razonablemente enrollado de la Universidad de Virginia. La mayor y más grata sorpresa había sido lo bien que Connie le caía a Jonathan. De hecho, era justo decir que, sin la validación de Jonathan a su emparejamiento, Joey no habría llegado al extremo de casarse con ella.