—Cariño… Lalitha. De verdad que te quiero. Todo irá bien. Pero intenta verlo desde mi punto de vista.
—¡No! —exclamó ella, volviéndose bruscamente hacia él en actitud de animosa insurrección—. ¡Tu punto de vista me trae sin cuidado! Mi trabajo es ocuparme de la superpoblación, y pienso hacerlo. Si a ti de verdad te importa ese trabajo, y te importo yo, me permitirás hacerlo a mi manera.
—Claro que me importa. Me importa muchísimo. Pero…
—Pero nada. No volveré a mencionar su nombre. Puedes irte de viaje a donde quieras cuando se reúna con los estudiantes en mayo. Y ya veremos qué pasa en agosto cuando llegue el momento.
—Se negará a hacerlo. El sábado ya apuntó la posibilidad de retirarse.
—Déjame hablar con él. Como quizá recuerdes, se me da bastante bien convencer a la gente para que haga cosas que no quiere hacer. Soy una eficaz empleada tuya, y espero que tengas la bondad de permitirme hacer mi trabajo.
Él rodeó apresuradamente el escritorio para abrazarla, pero ella escapó a la antesala.
Como le encantaba el espíritu y el sentido del compromiso de Lalitha y lo afligía su enfado, no insistió más. Pero al ver que pasaban las horas, y luego varios días, sin que ella informara de que Richard se retiraba de Espacio Libre, Walter dedujo que debía de seguir a bordo. ¡Richard, el que no creía en una mierda! La única explicación imaginable era que Patty hubiera hablado con él por teléfono y le hubiera hecho sentirse lo bastante culpable como para que no abandonase la campaña. Y ante la idea de los dos hablando de cualquier tema, aunque fuera sólo cinco minutos, y hablando en concreto de cómo ahorrarle complicaciones al «pobre Walter» (ay, esas palabras de ella, esas abominables palabras) y salvar su proyecto preferido, a modo de premio de consolación o algo así, se sentía enfermizamente débil y corrupto y contemporizador e insignificante. Esa misma idea se interpuso entre Lalitha y él. Sus contactos sexuales, aunque diarios y prolongados, quedaron ensombrecidos por la sensación de que también ella lo había traicionado con Richard, un poco, y por tanto no se convirtieron en algo más personal como él esperaba. Allí donde miraba, estaba Richard.
Igual de inquietante, aunque de una manera distinta, era el problema de LBI. Cuando cenaron juntos, en un derroche conmovedor de humildad y autorecriminación, Joey le había explicado el sórdido negocio en el que se había involucrado, y el principal villano, a ojos de Walter, era LBI. Kenny Bartles era a todas luces uno de esos payasos temerarios, un sociópata de poca monta que no tardaría en acabar en la cárcel o en el Congreso. La pandilla de Cheney-Rumsfeld, fuera cual fuese la podredumbre de sus motivos para invadir Iraq, sin duda habría preferido recibir piezas de camión utilizables en lugar de la chatarra paraguaya que Joey había entregado. Y el propio Joey, aunque debería haber tenido la inteligencia de no entrar en tratos con Bartles, había convencido a Walter de que sólo había seguido adelante en interés de Connie; había que reconocer su lealtad a ella, sus horrendos remordimientos, y su valentía general (¡tenía veinte años!). La parte responsable, por lo tanto —la que tenía pleno conocimiento del timo y la autoridad para aprobarlo—, era LBI. Walter no conocía al vicepresidente con quien Joey había hablado, el que lo había amenazado con un pleito, pero sin duda ese hombre trabajaba en el mismo pasillo que el compinche de Vin Haven que había accedido a abrir una fábrica de blindaje corporal en Virginia Occidental. Joey le había preguntado a Walter, en la cena, qué opinaba que debía hacer. ¿Descubrir el pastel? ¿O sencillamente donar los beneficios a una organización benéfica de ayuda a los veteranos discapacitados y volver a la universidad? Walter le había prometido pensar en ello durante el fin de semana, pero el fin de semana no había propiciado, por expresarlo delicadamente, una reflexión moral serena. Sólo cuando se halló frente a los periodistas el lunes por la mañana, presentando a LBI como una destacada empresa asociada pro ecologista, tomó conciencia del grado de su propia implicación.
Ahora intentaba separar sus propios intereses —el hecho de que si el hijo del director ejecutivo de la fundación llevaba su fea historia a los medios, cabía la posibilidad de que Vin Haven lo despidiera y LBI incluso renegara de su acuerdo en Virginia Occidental— de lo que más convenía a Joey. Pese al comportamiento arrogante y codicioso de éste, parecía demasiado severo pedirle a un chico de veinte años con padres complicados que asumiera la responsabilidad moral plena y se sometiera al oprobio público, o incluso a un proceso judicial. Y sin embargo, Walter era consciente de que el consejo que quería darle a Joey —«Dona las ganancias a la caridad y sigue adelante con tu vida»— era muy beneficioso para él y la fundación. Quería pedirle su opinión a Lalitha, pero le había prometido a Joey no contárselo a nadie, y por consiguiente le telefoneó y le dijo que seguía pensando en ello, y que si Connie y él querían cenar con él el día de su cumpleaños, la semana siguiente.
—Encantados —contestó Joey.
—También necesito comunicarte —prosiguió Walter— que tu madre y yo nos hemos separado. Me cuesta decírtelo, pero así ha sido, este domingo pasado. Se ha marchado durante un tiempo, y no sabemos bien qué ocurrirá.
—Ya.
«¿Ya?» Walter frunció el cejo.
—¿Has entendido lo que acabo de decir?
—Sí. Ella ya me lo ha dicho.
—Por supuesto. Cómo no. ¿Y te ha…?
—Sí. Me ha contado muchas cosas. Demasiada información, como siempre.
—Entiendes, pues, mi…
—Sí.
—¿Y aun así no tienes inconveniente en cenar conmigo el día de mi cumpleaños?
—No. Allí estaremos, te lo aseguro.
—Pues te lo agradezco, Joey. Te lo agradezco de corazón. Esto y muchas otras cosas.
—Ya.
Después, Walter le dejó un mensaje a Jessica en el móvil, como venía haciendo dos veces diarias desde aquel fatídico domingo, sin haber recibido aún respuesta suya. «Jessica, escúchame —dijo—. No sé si has hablado con tu madre, pero al margen de lo que ella te haya dicho, tienes que devolverme la llamada y escuchar lo que yo tengo que decir. ¿De acuerdo? Llámame, por favor. Hay dos versiones muy distintas de lo que pasó, y creo que debes oír las dos.» Habría sido muy útil añadir que no había nada entre él y su ayudante, pero, en realidad, tenía las manos y la cara y la nariz tan impregnadas del olor de su vagina que éste persistía ligeramente incluso después de ducharse.
Se hallaba en una situación comprometida y perdía en todos los frentes. Encajó otro severo golpe el segundo domingo de su libertad, en forma de largo artículo en la primera plana del Times, firmado por Dan Caperville: «Fundación conservacionista afín a los intereses mineros destruye montañas para salvarlas.» A decir verdad, el artículo no era necesariamente impreciso, pero quedaba claro que el Times no se había dejado camelar por la opinión de Walter sobre la explotación minera a cielo abierto. La unidad sudamericana del Parque de la Reinita ni siquiera se mencionaba en el artículo, y los mejores argumentos de Walter —nuevo paradigma, economía verde, recuperación basada en métodos científicos— aparecían enterrados casi al final, muy por debajo de las declaraciones de Jocelyn Zorn describiendo cómo Walter vociferaba, «¡Soy el dueño de estas [p…] tierras!», y cómo Coyle Mathis relataba que «Me llamó estúpido a la cara». En resumidas cuentas, el artículo venía a decir que, aparte del hecho de que Walter era una persona muy desagradable, la Fundación Monte Cerúleo estaba conchabada con la industria carbonífera y el contratista de Defensa LBI permitía la ECA a gran escala en su reserva supuestamente inmaculada, se había granjeado la animadversión de los ecologistas locales, había desplazado a la gente del campo, la sal de la tierra, de sus hogares ancestrales, y había sido fundada y financiada por un magnate del sector de la energía reacio a la publicidad, Vincent Haven, quien, en connivencia con la administración Bush, destruía otras partes de Virginia Occidental con la perforación de pozos de gas.
—No está tan mal, no está tan mal —dijo Vin Haven cuando Walter lo llamó a su casa de Houston el domingo por la tarde—. Tenemos nuestro Parque de la Reinita, y eso no nos lo quita nadie. Tú y tu chica habéis hecho bien las cosas. Por lo demás, ya ves por qué nunca me tomo la molestia de hablar con la prensa. Todo son desventajas y no hay ninguna ventaja.
—Hablé con Caperville durante dos horas—explicó Walter—. Me quedé convencido de que veía los puntos principales desde mi óptica.
—Bueno, y esos puntos están ahí —observó Vin—. Aunque no demasiado visibles. Pero por eso no te preocupes.
—¡Sí me preocupo! Es decir, sí, tenemos el parque, lo cual es estupendo para la reinita. Pero se supone que todo esto debería ser un modelo. Y según este artículo, parece un modelo de cómo no deben hacerse las cosas.
—Caerá en el olvido. En cuanto extraigamos el carbón e iniciemos la recuperación, la gente verá que obraste bien. Para entonces, ese Caperville estará escribiendo necrológicas.
—Pero ¡para eso aún faltan años!
—¿Tienes otros planes? ¿Es ése el problema? ¿Te preocupa tu curriculum?
—No, Vin, sólo me siento frustrado con la prensa. Los pájaros no cuentan para nada; todo se reduce al interés humano.
—Y así seguirá siendo hasta que los pájaros tengan el control de la prensa —contestó Vin—. ¿Nos veremos en Whitmanville el mes que viene? Le he dicho a Jim Eider que haría acto de presencia en la inauguración de la fábrica de blindaje corporal, siempre y cuando no tenga que posar para las fotografías. Podría recogeros con el jet de camino allí.
—Gracias, pero tomaremos un vuelo comercial —dijo Walter—. Así se gasta menos combustible.
—Procura recordar que me gano la vida vendiendo combustible.
—Ya, ja ja, en eso tienes razón.
Le complació contar con la aprobación paternal de Vin, pero le habría complacido más si Vin le hubiese parecido menos turbio como padre. Lo peor del artículo del Times—aparte del bochorno de quedar como un gilipollas en una publicación que leían y en la que confiaban todos los conocidos de Walter— era su miedo a que el Times, efectivamente, estuviera en lo cierto sobre la Fundación Monte Cerúleo. Ya antes temía que la prensa lo hiciera picadillo, y ahora que lo hacía picadillo, debía reflexionar más en serio sobre sus razones para temerlo.
—Yo te oí durante la entrevista —dijo Lalitha—. Estuviste perfecto. El único motivo por el que el Times no puede darnos la razón es que tendría que retractarse de todos sus editoriales contra la ECA.
—De hecho, precisamente eso están haciendo ahora con Bush e Iraq.
—En fin, tú ya has cumplido. Y ahora nosotros dos vamos a recibir nuestra pequeña recompensa. ¿Le has dicho al señor Haven que seguimos adelante con Espacio Libre?
—Me sentía tan afortunado al ver que no me despedía —respondió Walter— que no me ha parecido el momento oportuno para contarle que pienso gastar todos los fondos discrecionales en algo que probablemente tendrá aún peor prensa.
—Ay, cariño —dijo ella, y lo abrazó, apoyando la cabeza en su corazón—. Nadie más entiende las cosas buenas que haces. Yo soy la única.
—Es muy posible —respondió él.
Walter habría deseado que Lalitha lo estrechara así un rato, pero su cuerpo tenía otras intenciones, y el cuerpo de él accedió. Ahora dormían en la cama de ella, demasiado pequeña, ya que en la zona de la casa de Walter aún quedaban innumerables vestigios de Patty, respecto a los cuales ella no había dejado instrucciones, y él no se sentía con ánimos para ocuparse de ellos. No le extrañaba que Patty no se hubiera puesto en contacto con él, y a la vez lo consideraba una maniobra por su parte, una maniobra de confrontación. Para ser una persona que, según ella misma reconocía, se pasaba la vida cometiendo errores, proyectaba una sombra sobrecogedora mientras hacía lo que fuera que hiciese allí en el mundo exterior. Walter se sentía como un cobarde por esconderse de ella en la habitación de Lalitha, pero ¿qué podía hacer? Estaba asediado desde todos los flancos.
El día de su cumpleaños, mientras Lalitha le enseñaba a Connie la oficina de la fundación, Walter se llevó a Joey a la cocina y le dijo que aún no sabía cuál era el plan de acción más recomendable.
—La verdad es que creo que no debes descubrir el pastel —afirmó—. Pero desconfío de mis propias motivaciones para proponértelo. De un tiempo a esta parte noto cierta desorientación moral. El asunto con tu madre, y el asunto con el New York Times… ¿lo leíste?
—Sí —contestó Joey. Tenía las manos en los bolsillos y vestía aún como un universitario republicano, con americana azul y mocasines bien lustrados. Por lo que Walter sabía, efectivamente era un universitario republicano.
—No daba muy buena imagen de mí, ¿eh?
—No —confirmó Joey—. Pero seguro que casi todo el mundo se dio cuenta de que no era un artículo justo.
Al ver que su hijo no le hacía preguntas, Walter aceptó agradecido sus palabras tranquilizadoras. Ciertamente se sentía muy pequeño.
—El caso es que tengo que ir a un acto de LBI en Virginia Occidental la semana que viene —explicó—. Abren allí una fábrica de blindaje corporal donde van a trabajar todas esas familias desplazadas. Así que desde luego no soy la persona indicada para consultarme sobre LBI, por lo implicado que yo mismo estoy.
—¿Qué necesidad tienes de ir a ese acto?
—He de pronunciar un discurso. He de dar las gracias en nombre de la fundación.
—Pero ya tienes tu Parque de la Reinita. ¿Por qué no te quitas eso de encima?
—Porque hay en marcha otro gran proyecto de Lalitha relativo a la superpoblación y debo mantenerme en buenas relaciones con mi jefe. Es su dinero el que estamos gastando.
—Entonces será mejor que vayas, ¿no? —dijo Joey.
No se lo veía muy convencido, y a Walter no le gustaba mostrarse tan débil y pequeño ante él. Como para mostrarse aún más débil y pequeño, le preguntó si sabía qué le pasaba a Jessica.
—He hablado con ella —contestó Joey con las manos en los bolsillos—. Me parece que está un poco enfadada contigo.
—¡Le he dejado como veinte mensajes en el buzón de voz!
—Eso mejor olvídalo. Dudo mucho que los escuche. De todos modos, la gente no escucha todos los mensajes que recibe en el móvil; sólo mira quién ha llamado.
—Ya, ¿y le has dicho que hay dos versiones de esta historia?