—Esas botas me gustan —comentó.
—Ah, gracias.
—Yo ya no me pongo nada de cuero, pero a veces, cuando veo una buena bota, todavía lo echo de menos.
—¿Ah, sí? —dijo Patty, alentándola a seguir.
—¿Te importa si las huelo?
—¿Las botas?
Verónica asintió con la cabeza y se arrastró hasta ella para inhalar el olor del empeine.
—Soy muy sensible a los olores —dijo, cerrando los ojos con expresión de placer—. Me pasa lo mismo con el beicon: todavía me encanta el olor pese a que no lo como. Para mí es tan intenso que es casi como si lo comiera.
—¿Ah, sí? —la alentó Patty.
—Desde mi experiencia práctica es, literalmente, ni me lo guiso, ni me lo como.
—Ya. Lo entiendo. Muy interesante. Aunque es de suponer que nunca has comido cuero.
Verónica soltó una carcajada y durante un rato adoptó una actitud relativamente fraternal. A diferencia de los demás miembros de la familia, excepto Ray, le hizo a Patty muchas preguntas sobre su vida y los giros que había dado en los últimos tiempos. Le parecieron graciosas a niveles cósmicos precisamente las partes más dolorosas de la historia, y en cuanto Patty se acostumbró a verla reírse del naufragio de su matrimonio, comprendió que a Verónica le hacía bien oírla hablar de sus problemas. Parecía confirmarle una verdad sobre la familia y tranquilizarla. Pero luego, con un té verde por medio, del que Verónica afirmó que tomaba al menos cuatro litros al día, Patty sacó el tema de la finca, y las risas de su hermana pasaron a ser más difusas y escurridizas.
—En serio —dijo Patty—. ¿Por qué incordias a Joyce por el dinero? Creo que si la incordiara sólo Abigail, ella podría afrontarlo, pero viniendo también de ti, la incomoda de verdad.
—No creo que necesite mi ayuda para sentirse incómoda —respondió Verónica, encontrando graciosa la idea—. Para eso se basta sola.
—Bueno, tú consigues que se sienta aún más incómoda.
—Lo dudo mucho. Pienso que cada uno se crea su propio cielo e infierno. Si quiere sentirse menos incómoda, puede vender la finca. Lo único que pido es dinero suficiente para no tener que trabajar.
—¿Qué hay de malo en trabajar? —preguntó Patty, oyendo el eco de una pregunta parecida que Walter le había formulado a ella en otro tiempo—. Trabajar es bueno para la autoestima.
—Puedo trabajar —aseguró Verónica—. Ahora estoy trabajando. Es sólo que preferiría no hacerlo. Me aburre, y me tratan como a una secretaria.
—Pero si eres una secretaria. Probablemente seas la secretaria con el coeficiente intelectual más alto de Nueva York.
—Cuento los días que me faltan para dejarlo, sólo te digo eso.
—Estoy segura de que Joyce te pagaría los estudios si quisieras volver a la universidad y conseguir un empleo más acorde con tu talento.
Verónica se echó a reír.
—Por lo visto, el mío no es la clase de talento que interesa al mundo. Por eso es mejor si puedo ejercitarlo por mi cuenta. Yo sólo quiero que me dejen en paz, Patty. A estas alturas es lo único que pido. Que me dejen en paz. Es Abigail quien no quiere que el tío Jim y el tío Dudley reciban nada. A mí la verdad es que me da igual, siempre y cuando yo pueda pagar el alquiler.
—No es eso lo que dice Joyce. Según ella, tú tampoco quieres que reciban nada.
—Sólo intento ayudar a Abigail a conseguir lo que quiere. Quiere crear su propia compañía cómica femenina y llevarla a Europa, donde la gente sabrá valorarla. Quiere vivir en Roma y ser reverenciada. —Otra carcajada—. Y eso a mí ya me vendría bien. No necesito verla tanto como ahora. Es muy amable conmigo, pero ya sabes cómo habla. Al final de una tarde con ella, siempre acabo con la sensación de que habría sido mejor pasar la tarde sola. Me gusta estar sola. Prefiero dar rienda suelta a mis pensamientos sin distracciones.
—¿O sea que estás atormentando a Joyce porque quieres ver menos a Abigail? ¿Por qué no ves menos a Abigail y ya está?
—Porque me han dicho que no es bueno no ver a nadie. Y ella viene a ser como un televisor encendido sonando de fondo. Me hace compañía.
—Pero ¡acabas de decirme que ni siquiera te gusta verla!
—Lo sé. Es difícil de explicar. Tengo una amiga en Brooklyn a quien seguramente vería más a menudo si no viera tanto a Abigail. Eso seguramente también estaría bien. De hecho, ahora que lo pienso, estoy casi segura de que estaría bien. —Y se rió al pensar en esa amiga.
—¿Y por qué Edgar no habría de plantearse las cosas igual que vosotras? —preguntó Patty—. ¿Por qué no habrían de seguir viviendo en la granja Galina y él?
—Probablemente no hay ningún motivo. Probablemente tienes razón. Galina es sin duda espantosa, y creo que Edgar lo sabe, creo que por eso se casó con ella, para imponérnosla. Ella es su venganza por ser el único varón de la familia. A mí me da igual siempre y cuando no tenga que verla, pero Abigail no consigue superarlo.
—O sea que básicamente haces todo esto por Abigail.
—Ella quiere cosas. Yo no quiero cosas, pero me gusta ayudarla a conseguirlas.
—Salvo que también quieres dinero suficiente para no tener que trabajar nunca más.
—Sí, eso sin duda estaría bien. No me gusta ser secretaria de nadie. Me fastidia sobre todo atender el teléfono. —Se echó a reír—. Opino que en general la gente habla demasiado.
Patty sintió que pugnaba con una enorme bola de chicle Bazooka que no podía despegarse de los dedos; los hilos de la lógica de Verónica eran infinitamente elásticos y se adherían no sólo a Patty sino entre sí.
Después, mientras salía de la ciudad, otra vez en tren, le llamó la atención, como nunca antes, hasta qué punto sus padres habían gozado de mayor holgura económica y más éxito que cualquiera de sus hijos, ella incluida, y lo extraño que era que ninguno de ellos hubiera heredado ni un ápice del sentido de la responsabilidad social que había impulsado a Joyce y Ray toda su vida. Sabía que Joyce se sentía culpable de eso, sobre todo por la pobre Verónica, pero también sabía que debía de haber sido un duro golpe para el ego de Joyce tener hijos tan poco halagüeños, y que probablemente Joyce achacaba la rareza e inutilidad de sus hijos a los genes de Ray, la maldición del viejo August Emerson. Patty comprendió entonces que la carrera política de Joyce no sólo había originado o agravado los problemas de la familia: también había sido su válvula de escape ante esos problemas. En retrospectiva, Patty vio algo conmovedor o incluso admirable en la determinación de Joyce de ausentarse, de dedicarse a la política y hacer el bien en el mundo, y de ese modo salvarse a sí misma. Y Patty, como persona que había tomado a su vez medidas extremas para salvarse, veía que no sólo Joyce era afortunada por tener una hija como ella: también ella era afortunada por haber tenido una madre como Joyce.
Con todo, aún quedaba una cosa importante que no alcanzaba a entender. Cuando Joyce regresó de Albany al día siguiente por la tarde, indignada con los senadores republicanos que estaban paralizando el gobierno del estado (sin Ray ya presente, por desgracia, para pincharla señalando la responsabilidad de los propios demócratas en esa parálisis), Patty esperaba en la cocina con una pregunta para ella. En cuanto vio que se quitaba la gabardina, disparó:
—¿Por qué nunca asistías a mis partidos de baloncesto?
—Tienes razón —admitió Joyce de inmediato, como si llevara treinta años esperando esa pregunta—. Tienes razón, tienes razón, tienes razón. Debería haber ido a más partidos tuyos.
—¿Y por qué no lo hacías?
Joyce reflexionó un momento.
—La verdad es que no sabría explicarlo —respondió—, como no sea diciendo que teníamos tantas cosas en marcha que no dábamos abasto. Como padres, cometimos errores. A estas alturas seguramente tú misma has cometido algunos. Probablemente puedas entender lo confuso y ajetreado que se vuelve todo. Lo difícil que es cumplir con todo.
—Pero la cuestión es que sí tenías tiempo para otras cosas. Era en concreto a mis partidos adonde no ibas. Y no digo que debieras haber ido a todos, sino que no fuiste nunca a uno.
—¿Por qué sacas esto ahora? Ya te he dicho que lamento haber cometido un error.
—No te culpo de nada —dijo Patty—. Lo pregunto porque era realmente buena jugando al baloncesto. Era muy, muy buena. Probablemente he cometido más errores como madre que tú, así que esto no es una crítica. Sólo pienso que te habría hecho feliz ver lo bien que jugaba. Ver el talento que tenía. Te habrías sentido bien contigo misma.
Joyce apartó la mirada.
—Supongo que nunca he sido muy aficionada a los deportes.
—Pero sí ibas a los combates de esgrima de Edgar.
—No a muchos.
—Más que a mis partidos. Y tampoco era que te gustara mucho la esgrima. Ni que a Edgar se le diera muy bien.
Joyce, cuyo autocontrol era por lo general perfecto, fue al frigorífico y sacó una botella de vino blanco que Patty casi había liquidado la noche anterior. Se sirvió lo que quedaba en un vaso de zumo, bebió la mitad, se rió de sí misma y bebió la otra mitad.
—No sé por qué a tus hermanas no les va mejor —dijo, como si cambiara de tema—. Pero una vez, Abigail me dijo algo interesante. Algo terrible, que todavía me resulta desgarrador. No debería contártelo, pero por alguna razón confío en que no le hablarás a nadie de estas cosas. Abigail estaba muy… etílica. Fue hace mucho tiempo, cuando aún aspiraba a ser actriz de teatro. Había un papel excelente que pensaba que le darían, pero no fue así. Y yo intenté animarla, y le dije que creía en su talento y que sencillamente tenía que seguir intentándolo. Y entonces me dijo algo terrible. Dijo que yo era la razón por la que ella había fracasado. Yo, que no había hecho nada, nada, nada más que darle mi apoyo. Pero eso dijo.
—¿Te lo explicó?
—Dijo que…, —Joyce lanzó una mirada afligida a las flores del jardín—. Dijo que la razón por la que no triunfaba era porque, si alguna vez lo hacía, yo le quitaría el mérito. Sería mi triunfo, no el suyo. ¡Y eso no es verdad! Pero así se sentía ella. Y la única manera que tenía de mostrarme cómo se sentía, y hacerme seguir sufriendo, y no permitirme pensar que todo le iba bien, era seguir sin triunfar. ¡Ay, todavía hoy me horroriza pensarlo! Le contesté que no era verdad, y espero que me creyese, porque no es verdad.
—Vale, eso parece difícil de digerir —admitió Patty—. Pero ¿qué tiene que ver con mis partidos de baloncesto?
Joyce negó con la cabeza.
—No lo sé. Ha sido algo que se me ha ocurrido ahora de repente.
—Yo triunfaba, mamá. Eso es lo curioso. Yo triunfaba plenamente.
En ese momento, de pronto, Joyce contrajo el rostro de una manera espantosa. Volvió a negar con la cabeza, como si sintiera repugnancia, intentando contener las lágrimas.
—Lo sé —dijo—. Tendría que haber estado allí. Yo sí me culpo a mí misma.
—De verdad que no importa que no estuvieras. Quizá incluso fuera mejor, a la larga. Sólo lo preguntaba por curiosidad.
La recapitulación de Joyce, tras un largo silencio, fue:
—Supongo que mi vida no siempre ha sido feliz, ni fácil, ni exactamente como la deseaba. Llegado un punto, tengo que procurar no pensar demasiado en ciertas cosas, o de lo contrario me parten el corazón.
Y eso fue todo lo que Patty consiguió arrancarle, tanto en ese momento como después. No era gran cosa, no resolvía ningún misterio, pero tenía que conformarse. Esa misma noche presentó los resultados de sus investigaciones y propuso un plan de acción que Joyce, asintiendo muy dócilmente, aceptó hasta el último detalle. Se vendería la finca y Joyce daría la mitad de las ganancias a los hermanos de Ray, administraría la parte del resto corres pondiente a Edgar en un fideicomiso del que Galina y él podrían sacar lo necesario para vivir (siempre y cuando no emigraran), y ofrecería una gran suma única a Abigail y Verónica. Patty, que acabó aceptando 75.000 dólares para iniciar una nueva vida sin la ayuda de Walter, se sintió fugazmente culpable en nombre de éste, pensando en los bosques vacíos y los campos no cultivados que ella había contribuido a condenar a la fragmentación y la urbanización. Confiaba en que él entendería que la desdicha colectiva del tordo arrocero y el pájaro carpintero y la oropéndola cuyos hogares ella iba a destruir no era mucho mayor, en este caso en particular, que la de la familia que vendía las tierras.
Y la autobiógrafa dirá lo siguiente sobre su familia: el dinero que habían esperado durante tanto tiempo, y por el que se habían comportado tan desconsideradamente, no estuvo del todo mal empleado. Abigail en concreto empezó a abrirse camino en cuanto tuvo cierto peso económico para despilfarrar en los círculos bohemios; Joyce ahora llama a Patty cada vez que el nombre de Abigail aparece de nuevo en el Times; por lo visto, ella y su compañía son el no va más en Italia, Eslovenia y otros países europeos. Verónica ha conseguido quedarse sola en su apartamento, en un
ashram
del norte del estado y en su taller, y es posible que sus cuadros, pese a parecerle a Patty ensimismados e inacabados, sean aclamados por las generaciones futuras como la obra de un genio. Edgar y Galina se han trasladado a la comunidad ultraortodoxa de Kiryas Joel, en Nueva York, donde han tenido un último (quinto) hijo y por lo que se ve no causan daño activamente a nadie. Patty los ve a todos, excepto a Abigail, varias veces al año. Sus sobrinos son el mayor placer, claro está, pero también ha acompañado recientemente a Joyce en un itinerario por jardines británicos, disfrutando más de lo que se habría imaginado, y Verónica y ella siempre encuentran algún motivo para reírse juntas.
Pero básicamente vive su modesta vida. Aún sale a correr todos los días, en Prospect Park, aunque ya no es adicta al ejercicio, ni a nada, en realidad. Ahora una botella de vino le dura dos días, a veces tres. En su colegio, tiene la fortuna de no tener que tratar directamente con los padres de hoy día, que están mucho más enloquecidos y bajo mayor presión de lo que ella estuvo en su vida. Al parecer, creen que el colegio debería ayudar a los niños de primero a redactar los borradores de los ensayos exigidos para ingresar en la universidad y desarrollar su vocabulario para la prueba de acceso, a diez años vista. Pero Patty es capaz de tratar a los niños sólo como niños: como pequeños individuos interesantes y en esencia aún no contaminados, deseosos de aprender a escribir para poder contar sus historias. Se reúne con ellos en grupos reducidos y los anima a hacerlo, y no son tan pequeños como para que ninguno se acuerde de la señora Berglund cuando crezcan. Los niños de los primeros cursos de secundaria sin duda la recordarán, porque la parte preferida de su trabajo es ésta: devolver, como entrenadora, la total dedicación y el disciplinado afecto y las lecciones del trabajo en equipo que sus propias entrenadoras le dieron a ella en otro tiempo. Casi todos los días del año lectivo, después de clase, durante unas horas, consigue desaparecer y olvidarse de sí misma y volver a ser una de las chicas, estar unida por amor a la causa de ganar partidos y ansiar de todo corazón que sus jugadoras triunfen. Un universo que le permite hacer esto, en este momento relativamente tardío de su vida y pese a no haber sido la mejor persona posible, no puede ser tan cruel.