Los veranos son más difíciles, no cabe duda. Los veranos son cuando la autocompasión y la competitividad de antes vuelven a crecer dentro de ella. Patty se obligó en dos ocasiones a ofrecerse como voluntaria al Departamento Municipal de Parques y trabajar al aire libre con niños, pero está visto que se le da asombrosamente mal controlar a niños mayores de seis o siete años, y le representa un gran esfuerzo interesarse en una actividad puramente por la actividad en sí; necesita un auténtico equipo, su propio equipo, al que disciplinar y conducir a la victoria. Las maestras solteras y más jóvenes del colegio, que son unas juerguistas muy graciosas (juerguistas, por ejemplo, que vomitan en el cuarto de baño, que se toman unos tequilas en la sala de reuniones a las tres de la tarde), escasean en verano, y una no puede dedicar más que un número limitado de horas a leer libros sola, o a limpiar su apartamento minúsculo y ya limpio mientras escucha música country, sin desear correrse una pequeña juerga también ella. Los dos simulacros de relación que tuvo con hombres de su colegio considerablemente más jóvenes, dos ligues con los que salió de una manera semicontínua, de los que el lector con toda seguridad no quiere saber nada y en cualquier caso consistieron básicamente en situaciones incómodas y discusiones atormentadas, empezaron en los meses de verano. Durante los últimos tres años, Cathy y Donna han tenido la amabilidad de permitirle pasar todo el mes de julio en Wisconsin.
Su puntal es, por supuesto, Jessica. Tanto es así, de hecho, que Patty se cuida rigurosamente de no excederse ni asfixiarla con sus necesidades. A diferencia de Joey, Jessica es más un perro de trabajo que perro de concurso, y en cuanto Patty hubo abandonado a Richard y recuperado cierto grado de respetabilidad moral, Jessica hizo suyo el proyecto de recomponer la vida de su madre. Muchas de sus sugerencias fueron bastante obvias, pero Patty, en su gratitud y arrepentimiento, le presentaba dócilmente informes de sus progresos en sus cenas de los lunes por la noche. Aunque sabía mucho más de la vida que Jessica, también había cometido muchos más errores. Le costaba muy poco dejar que su hija se sintiera importante y útil, y sus conversaciones llevaron directamente a su actual empleo. En cuanto volvió a estar en condiciones, pudo ofrecer apoyo a Jessica a cambio, pero también en eso tuvo que andarse con cuidado. Cuando leyó una de las entradas excesivamente poéticas de su blog, llena de frases fácilmente mejorables, lo único que se permitió decir fue: «¡Un post excelente!» Cuando Jessica entregó su corazón a un músico, el batería menudo y aniñado que había colgado los estudios en la Universidad de Nueva York, Patty tuvo que olvidar todo lo que sabía de los músicos y respaldar, al menos tácitamente, la convicción de Jessica de que en los últimos tiempos la naturaleza humana había experimentado un cambio esencial: que la gente de su propia edad, incluso los músicos de sexo masculino, era muy distinta de la gente de la edad de Patty. Y cuando después a Jessica se le partió el corazón, poco a poco pero totalmente, Patty tuvo que fingir su sorpresa por lo indigno e imprevisible que era aquello. Aunque fue difícil, hizo el esfuerzo encantada, en parte porque Jessica y sus amigos sí son en realidad un tanto distintos de Patty y su generación —para ellos el mundo parece más temible, y el camino a la vida adulta más difícil y menos gratificante—, pero sobre todo porque ahora depende del amor de Jessica y daría casi cualquier cosa por conservarla en su vida.
Una ventaja indiscutible de su separación de Walter es que ha unido más a sus hijos. En los meses posteriores a su marcha de Washington, Patty advirtió, por el hecho de que los dos compartían información que ella había facilitado sólo a uno, que se comunicaban de manera regular, y no costaba mucho adivinar que el contenido de su comunicación era lo destructivos y egoístas y bochornosos que eran sus padres. Incluso después de perdonar a Walter y Patty, Jessica siguió en estrecho contacto con su compañero de armas, después de establecer un sólido lazo con él en las trincheras.
Para Patty, dadas sus propias deficiencias en ese ámbito, ha sido interesante ver cómo los dos hermanos han logrado atenuar los marcados contrastes entre sus personalidades. Al parecer, Joey fue especialmente perspicaz en lo referente a la duplicidad del muchachito de Jessica, el batería, explicándole ciertas cosas que Patty por diplomacia se había abstenido de mencionar. Sin duda también contribuye a ello el hecho de que Joey, que estaba destinado a alcanzar un éxito fulgurante en algo, haya prosperado en un negocio que Jessica aprueba. Eso no significa que no queden cosas que provoquen que Jessica ponga los ojos en blanco y despierten su espíritu competitivo. Le duele que Walter, gracias a sus contactos en Sudamérica, orientara a Joey hacia el café cultivado bajo la sombra en el preciso momento en que podían amasarse fortunas con eso, mientras que ni Walter ni Patty han hecho nada por ayudarla a ella en la carrera editorial que ha elegido. Le resulta frustrante haberse consagrado, al igual que su padre, a una actividad en declive y en peligro de extinción y poco rentable mientras que Joey se enriquece casi sin el menor esfuerzo. Tampoco puede ocultar lo mucho que envidia a Connie sus viajes por el mundo con Joey, sus visitas precisamente a esos países húmedos que suscitan en ella tanto entusiasmo multicultural. Pero Jessica, aunque a regañadientes, admira la sagacidad de Connie por retrasar la maternidad; incluso se la ha oído admitir que Connie viste bastante bien «para ser del Medio Oeste». Y nadie puede negar que el café cultivado bajo la sombra de los árboles es mejor para el medio ambiente, y mejor sobre todo para los pájaros, y hay que reconocer a Joey el mérito de pregonar esta circunstancia y comercializarla con astucia. En otras palabras, Joey tiene a Jessica bastante derrotada, y ésa es otra razón por la que Patty se esfuerza tanto por ser su amiga.
La autobiógrafa desearía poder contar que también entre ella y Joey la relación es fluida. Por desgracia, no es así. Con Patty, Joey sigue tras una puerta blindada, una puerta más fría y dura que nunca, una puerta que, como ella bien sabe, permanecerá cerrada hasta que demuestre que ha aceptado a Connie. Y por desgracia, aunque Patty ha dado grandes pasos en muchos aspectos, aprender a querer a Connie no es uno de ellos. El hecho de que Connie cumpla diligentemente todos los requisitos de una buena nuera, casilla por casilla, sólo empeora las cosas. Patty intuye que Connie en realidad no la aprecia más de lo que ella aprecia a Connie. Hay algo en el trato de Connie con Joey, algo implacablemente posesivo y competitivo y excluyente, algo extraño, que a Patty le eriza el vello. Aunque quiere convertirse en una persona mejor en todos los sentidos, lamentablemente ha empezado a comprender que ese ideal puede ser inalcanzable, y que su fracaso se interpondrá siempre entre Joey y ella, y será su perdurable castigo por los errores que cometió con él. Joey, huelga decir, trata a Patty con una cortesía exquisita. Le telefonea una vez por semana y recuerda los nombres de sus compañeros de trabajo y sus alumnos preferidos; la invita y a veces acepta las invitaciones de ella; le dedica los pequeños retazos de atención que le permite su lealtad a Connie. En los últimos dos años ha llegado al punto de devolverle con intereses el dinero que ella le enviaba cuando él estaba en la universidad, dinero que ahora Patty necesita demasiado, en sentido práctico y emocional, como para rechazarlo. Pero la puerta interior de Joey permanece cerrada a cal y canto ante Patty, y ella no imagina cómo puede llegar a abrirse de nuevo.
O en realidad, para ser exactos, imagina sólo una manera, de la que, teme la autobiógrafa, su lector no querrá saber nada, pero que mencionará igualmente. Imagina que si de algún modo pudiera estar otra vez con Walter y sentirse otra vez segura del amor de él, y se levantara de su cama cálida por las mañanas y volviera a ella por las noches sabiendo que es suya otra vez, tal vez por fin podría perdonar a Connie y ser sensible a las cualidades que todos los demás encuentran atractivas en ella. Podría disfrutar sentándose a la mesa de Connie, y podría sentirse reconfortada ante la lealtad y devoción de Joey a su mujer, y Joey a su vez podría abrirle la puerta un poco, eso si ella volviese a casa en coche con Walter después de la cena y apoyara la cabeza en su hombro y supiera que ha sido perdonada. Pero ésa es, desde luego, una posibilidad en extremo improbable, y ella no la merece bajo ningún concepto de justicia.
La autobiógrafa tiene ahora cincuenta y dos años y los aparenta. Últimamente ha tenido una regla extraña e irregular. Todos los años, hacia las fechas de la declaración de renta, tiene la impresión de que el año que acaba de pasar ha sido más breve que el anterior. Los años empiezan a parecerse mucho entre sí. Puede imaginar varias razones desalentadoras por las que Walter no le ha pedido el divorcio —por ejemplo, quizá la odie aún tanto que no quiera mantener el mínimo contacto con ella—, pero su corazón insiste en hacerse ilusiones por el hecho de que no se lo haya pedido. Bochornosamente, Patty ha indagado, por mediación de sus hijos, si existe una mujer en su vida y se ha alegrado al saber que no. No porque no desee que él sea feliz, no porque ella conserve el menor derecho, o siquiera una gran inclinación, a los celos, sino porque significa que existe aún una mínima probabilidad de que él todavía piense, como piensa ella más que nunca, que su relación no fue únicamente lo peor que les ha ocurrido, sino también lo mejor. Habiendo cometido tantos errores en su vida, tiene sobradas razones para dar por sentado que en esto también ha sido poco realista: no consigue imaginar ningún impedimento fatal reconocible para volver a estar juntos. Pero la idea no la abandona. La asalta un día tras otro, un año tras otro año casi idéntico al anterior, este anhelo de la cara y la voz y la ira y la bondad de Walter, este anhelo de su compañero.
Y esto es todo lo que la autobiógrafa tiene que decirle a su lector, excepto comentar, antes de concluir, qué la llevó a escribir estas páginas. Hace unas semanas, en Spring Street, en Manhattan, volviendo a casa de una lectura ofrecida en una librería por un novelista joven y serio que Jessica estaba emocionada de publicar, Patty vio a un hombre alto de mediana edad acercarse a ella por la acera y cayó en la cuenta de que era Richard Katz. Ahora tiene el pelo gris y corto, y lleva unas gafas que le dan un aire extrañamente distinguido, pese a que aún viste como un veinteañero de finales de los setenta. Al verlo en el Bajo Manhattan, donde uno no puede ser tan invisible como en el Brooklyn profundo, Patty tomó conciencia de lo mayor que debe de parecer ahora, de su aspecto de madre irrelevante de alguien. Si hubiese habido alguna posibilidad de esconderse, lo habría hecho, para ahorrarle a Richard el bochorno de verla y a sí misma el bochorno de ser su objeto sexual desechado. Pero no pudo esconderse, y Richard, con una esforzada decencia propia de él, tras un saludo incómodo, la invitó a una copa de vino.
En el bar donde fueron a parar, Richard escuchó las novedades sobre la vida de Patty con la atención dividida de un hombre ocupado y triunfador. Al parecer, ha hecho por fin las paces con su éxito: mencionó, sin avergonzarse ni disculparse, que había compuesto una de esas cosillas orquestales de vanguardia para la Academia de Música de Brooklyn, y que su novia actual, por lo visto una importante realizadora de documentales, lo ha presentado a varios jóvenes directores de la clase de cine de arte y ensayo que a Walter siempre le ha encantado, y que tiene varios proyectos de banda sonora en marcha. Patty se permitió una pequeña punzada al ver lo relativamente satisfecho que parecía, y otra pequeña punzada al pensar en esa novia de altos vuelos, antes de abordar, como siempre, el tema de Walter.
—¿No estás en contacto con él en absoluto? —preguntó Richard.
—No —respondió ella—. Parece un cuento de hadas. No hemos vuelto a hablar desde el día que me marché de Washington. Seis años, y ni una palabra. Sólo tengo noticias suyas a través de mis hijos.
—Quizá deberías llamarlo.
—No puedo, Richard. Perdí la oportunidad hace seis años y ahora creo que prefiere que lo dejen en paz. Vive en la casa del lago y colabora con la delegación que tiene allí Nature Conservancy. Si quisiera ponerse en contacto conmigo, siempre podría llamarme.
—Quizá él piense lo mismo.
Ella negó con la cabeza.
—Creo que todo el mundo reconoce que él ha sufrido más que yo. Dudo que haya nadie tan cruel como para creer que le corresponde a él llamarme. Además, ya le he dicho a Jessie, y muy claramente, que me gustaría volver a verlo. Me sorprendería que ella no le hubiese transmitido esa información: nada le gustaría más a Jessie que arreglar las cosas. Así que sin duda sigue dolido, y furioso, y nos odia a ti y a mí. Y la verdad, ¿quién puede reprochárselo?
—Yo puedo, un poco —dijo Richard—. ¿Te acuerdas de cuando me castigó con su silencio en la universidad? Eso fue una gilipollez. Es malo para su alma. Es la faceta de él que nunca he aguantado.
—Pues quizá deberías llamarlo tú.
—No. —Se echó a reír—. Pero sí le hice finalmente un regalito: ya lo verás dentro de un par de meses si estás atenta. Un pequeño grito de amigo a través de los husos horarios. Yo nunca he tenido estómago para disculpas, pero tú…
—¿Pero yo?
Richard pedía ya la cuenta a la camarera con una seña.
—Tú sabes contar historias—dijo—. ¿Por qué no le cuentas una historia?
Son muchas las maneras en que puede morir un gato doméstico fuera de su casa, entre ellas el desmembramiento a garras de los coyotes o el aplastamiento bajo las ruedas de un coche, pero cuando Bobby, la querida mascota de la familia Hoffbauer, no volvió a casa un día de primeros de junio y, por más que lo llamaron y buscaron dentro de los límites de Canterbridge Estates y recorrieron arriba y abajo la carretera comarcal y graparon la fotocopia con su imagen en los árboles de la zona, no apareció el menor rastro de él, casi todos en Canterbridge Court dieron por supuesto que Bobby había muerto a manos de Walter Berglund.
Canterbridge Estates era una urbanización nueva, compuesta por doce amplias viviendas con muchos cuartos de baño al estilo de ciertas casas modernas, al sudoeste de una masa de agua menor llamada ahora oficialmente lago de Canterbridge Estates. Si bien en realidad el lago estaba en un rincón perdido, últimamente el sistema financiero del país prestaba dinero casi sin coste, y la construcción de la urbanización, así como el ensanchamiento y pavimentado de la carretera que conducía a ella, había dado vida momentánea a la estancada economía del condado de Itasca. Los bajos tipos de interés habían permitido asimismo a varios jubilados de las Ciudades Gemelas y jóvenes familias locales, incluidos los Hoffbauer, comprarse una casa de ensueño. Cuando empezaron a ocupar sus viviendas, en el otoño de 2007, la calle aún se veía bastante desangelada. Los jardines delanteros y traseros eran terrenos desiguales cubiertos de hierba débil, salpicados de intratables peñascos glaciares y unos cuantos abedules, los pocos que se habían librado de la tala, y en conjunto semejaban un proyecto escolar de terrario terminado precipitadamente. Como era lógico, los gatos del nuevo vecindario preferían acechar en el bosque y entre las matas de la finca contigua, propiedad de Berglund, donde estaban las aves. Walter, incluso antes de que se ocupara la última casa de Canterbridge, había pasado ya puerta por puerta para presentarse y pedir a sus nuevos vecinos que, por favor, no dejaran salir a sus gatos.