Pero por otro lado, para ser sincera, estaba furiosa con Walter. Por doloroso que hubiera sido para él leer ciertas páginas de su autobiografía, ella seguía convencida de que había cometido una injusticia al echarla de casa. Pensaba que había reaccionado desproporcionadamente y le había dado un trato inmerecido y se había engañado a sí mismo sobre lo mucho que deseaba librarse de ella y quedarse con su chica. Y la rabia de Patty se vio agravada por los celos, porque la chica de verdad amaba a Walter, en tanto que Richard no es la clase de persona que de verdad pueda querer a nadie (salvo, hasta un punto conmovedor, a Walter). Aunque indudablemente Walter no veía así las cosas, Patty se sintió justificada para ir a Jersey City en busca del consuelo y la venganza y el refuerzo de la autoestima que podía proporcionarle acostarse con un músico egoísta.
La autobiógrafa pasará por alto los detalles de los meses de Patty en Jersey City, limitándose a admitir que matar el antiguo gusanillo no estuvo exento de placeres breves pero intensos, y a señalar que ojalá hubiese matado el gusanillo cuando tenía veintiún años y Richard se mudaba a Nueva York; luego, a finales del verano, hubiese vuelto a Minnesota y comprobado si Walter aún la aceptaba. Porque asimismo cabe señalar otra cosa: no hizo el amor ni una sola vez en Jersey City sin pensar en la última ocasión en que ella y su marido lo habían hecho, en el suelo de su habitación en Georgetown. Aunque sin duda Walter imaginaba a Patty y Richard como monstruos indiferentes a sus sentimientos, en realidad nunca fueron capaces de eludir su presencia. Por ejemplo, en cuanto a si Richard cumpliría su compromiso de ayudar a Walter en la iniciativa contra la superpoblación, sencillamente dieron por sentado que Richard tenía que hacerlo. Y no por culpabilidad, sino por amor y admiración. Cosa que, considerando lo mucho que le costó a Richard simular ante músicos más famosos que le preocupaba la superpoblación mundial, debería haber sido reveladora para Walter. Lo cierto es que nada entre Patty y Richard podía durar, porque les era imposible no defraudarse mutuamente, porque ninguno de los dos era tan digno de amor para el otro como lo era Walter para ambos. Cada vez que Patty se quedaba sola después del sexo, se sumía en la tristeza y la soledad, porque Richard siempre sería Richard, mientras que, con Walter, siempre había existido la posibilidad, por escasa que fuera, y por despacio que cristalizara, de que su historia cambiara y se hiciera más profunda. Cuando Patty se enteró por sus hijos del disparatado discurso que él había pronunciado en Virginia Occidental, sintió una gran desesperación. Daba la impresión de que a Walter le hubiese bastado con deshacerse de ella para convertirse en una persona más libre. La vieja teoría de ambos —que él la amaba y la necesitaba más de lo que ella lo amaba y lo necesitaba a él— se había invertido. Y ahora ella había perdido al amor de su vida.
Y entonces llegó la espantosa noticia de la muerte de Lalitha, y Patty experimentó muchos sentimientos a la vez: un gran pesar y compasión por Walter, una gran culpabilidad por el sinfín de veces que había deseado ver muerta a Lalitha, un repentino miedo a su propia muerte, un fugaz asomo de esperanza egoísta ante la posibilidad de que Walter la aceptara de nuevo, y luego el atroz arrepentimiento por haber acudido a Richard, asegurándose así de que Walter nunca volviera a aceptarla. Mientras Lalitha vivía, existía una mínima posibilidad de que Walter se cansara de ella, pero en cuanto murió, se acabaron las esperanzas para Patty. Después de aborrecer a esa chica sin el menor disimulo, ahora no tenía derecho a consolar a Walter y sabía que sería una monstruosidad por su parte aprovechar circunstancias tan tristes para intentar entrar de nuevo sibilinamente en su vida. Durante varios días trató de redactar un pésame digno del dolor de Walter, pero el abismo entre la pureza de los sentimientos de él y la impureza de los suyos era insalvable. Lo mejor que podía hacer era transmitirle su pesar por mediación de terceros, en concreto de Jessica, y esperar que Walter llegara a creer que el anhelo de ofrecerle consuelo estaba de verdad presente en ella y se diera cuenta de que, como no le había dado el pésame, ya no podía comunicarse con él sobre ningún otro asunto. De ahí, por lo que a ella se refería, esos seis años de silencio.
La autobiógrafa desearía poder informar que Patty abandonó a Richard inmediatamente después de la muerte de Lalitha, pero en realidad se quedó allí otros tres meses. (Nadie la tomará nunca erróneamente por un pilar de determinación y dignidad.) Para empezar, ella sabía que pasaría mucho tiempo antes de que alguien que le gustase de verdad deseara acostarse con ella, si es que eso volvía a ocurrir. Y Richard, a su manera leal aunque poco convincente, hacía lo posible por ser un Hombre Bueno ahora que Patty había perdido a Walter. Ella no quería mucho a Richard, pero sí lo quería un poco por ese esfuerzo (aunque incluso a este respecto, para que conste, en realidad era a Walter a quien ella quería, porque era Walter quien había metido en la cabeza de Richard la idea de ser un Hombre Bueno). Como un hombre, Richard se sentaba a comer los platos que ella le preparaba, se obligaba a quedarse en casa y ver vídeos con ella, sobrellevaba los frecuentes chaparrones de emotividad de Patty, pero ella nunca olvidaba que su llegada había coincidido inoportunamente con el renacido compromiso de Richard con la música —su necesidad de pasarse toda la noche fuera con sus compañeros de grupo, o solo en su habitación, o en las habitaciones de numerosas chicas—, y aunque ella respetaba esas necesidades en abstracto, no podía evitar tener sus propias necesidades, como por ejemplo la necesidad de no percibir en él el olor de otra chica. Para ausentarse y ganar un dinero, por las tardes trabajaba de camarera, preparando precisamente las distintas variedades de café cuya preparación en otro tiempo había ridiculizado. En casa, hacía un verdadero esfuerzo por ser divertida y agradable y no un coñazo, pero su situación no tardó en ser un tanto insufrible, y la autobiógrafa, que probablemente ya se ha explayado sobre estos asuntos mucho más de lo que al lector le interesa oír, le ahorrará las escenas de celos mezquinos y recriminaciones mutuas y decepción manifiesta que la llevó a separarse de Richard en no muy buenas relaciones. La autobiógrafa se acuerda del empeño de su país por salir de Vietnam a toda costa, cuyo colofón fue el momento en que nuestros amigos vietnamitas fueron arrojados desde lo alto del edificio de la embajada y apartados a empellones de los helicópteros que se marchaban y abandonados allí para morir masacrados o padecer una reclusión brutal. Pero eso es desde luego todo lo que va a decir sobre Richard, salvo por un breve comentario más hacia el final de este documento.
Durante los últimos cinco años Patty ha vivido en Brooklyn trabajando como maestra auxiliar en un colegio privado, donde ayuda a niños de primero con sus aptitudes lingüísticas y entrena a los equipos de sóftbol y baloncesto de los primeros cursos de secundaria. La explicación de cómo llegó a este empleo pésimamente remunerado, pero por lo demás casi ideal, es la siguiente.
Después de dejar a Richard se instaló en casa de su amiga Cathy en Wisconsin, y resultó que la pareja de Cathy, Donna, había tenido gemelas dos años antes. Entre el trabajo de Cathy como abogada de oficio y el de Donna en un centro de acogida para mujeres, las dos ingresaban entre ambas un salario aceptable y conseguían dormir entre ambas las horas de sueño aceptables de una persona. Así las cosas, Patty ofreció sus servicios como canguro a jornada completa y de inmediato se prendó de las niñas a su cargo. Se llaman Natasha y Selena y son niñas maravillosas y poco comunes. Parecían haber nacido con un sentido Victoriano del comportamiento infantil: incluso sus berrinches, cuando se sentían obligadas a recurrir a ellos, venían precedidos de unos momentos de juiciosa reflexión. Las niñas tenían toda su atención puesta esencialmente la una en la otra, claro, observándose siempre, consultándose, aprendiendo la una de la otra, comparando sus respectivos juguetes o cenas con vivo interés, pero casi nunca con ánimo competitivo o envidia; parecían sensatas conjuntamente. Cuando Patty hablaba con una de ellas, la otra también escuchaba, con una atención respetuosa sin ser tímida. Como tenían dos años, había que vigilarlas en todo momento, pero Patty no se cansaba nunca, literalmente. La verdad era —y se sintió mejor al encontrar algo que se lo recordara— que se le daban tan bien los niños pequeños como mal los adolescentes. Obtenía una satisfacción profunda y continua de los milagros de la adquisición de las habilidades psicomotrices, la formación del lenguaje, la socialización, el desarrollo de la personalidad —viéndose a veces claramente los progresos de las gemelas de un día para otro—, así como en la nula conciencia que tenían de lo graciosas que eran, en la transparencia de sus necesidades, y en la absoluta confianza que depositaban en ella. La autobiógrafa no tiene palabras para expresar la concreción de ese placer, pero en aquellos momentos se dio cuenta de que su decisión de ser madre no había sido un error.
Tal vez se habría quedado mucho más tiempo en Wisconsin si su padre no hubiera enfermado. Sin duda, el lector ha tenido noticia del cáncer de Ray, la agresividad de su repentina aparición y la rapidez de su evolución. Cathy, que es también muy sensata, instó a Patty a volver a su casa en Westchester antes de que fuera demasiado tarde. Patty regresó con mucho miedo y aprensión y se encontró con que el hogar de su infancia apenas había cambiado desde la última vez que había puesto los pies allí. Las cajas de material de campañas electorales antiguas eran aún más numerosas; las manchas de moho en el sótano, más intensas; las torres de libros recomendados por el Times de Ray, más altas y tambaleantes; los archivadores con recetas no probadas de la sección gastronómica del Times de Joyce, aún más gruesos; las pilas de dominicales sin leer del Times, aún más amarillentas; los cubos de reciclaje, aún más rebosantes; los resultados de los ilusos intentos de Joyce de dedicarse a la jardinería floral, aún más patéticamente infestados de malas hierbas y dispersos; el progresismo automático de su visión del mundo, aún más impermeable a la realidad; su malestar ante la presencia de su hija mayor, aún más acusado; y la insidiosa jovialidad de Ray, aún más desorientadora. El asunto serio del que ahora Ray se reía sin el menor respeto era su muerte inminente. Su cuerpo, a diferencia de todo lo demás, había experimentado un cambio enorme. Estaba consumido, demacrado y pálido. Cuando Patty llegó, iba aún a su bufete unas horas cada mañana, pero eso duró sólo una semana más. Al verlo tan enfermo, Patty se recriminó su prolongada frialdad en el trato con él y su pueril rechazo a perdonar.
Y no era que Ray no siguiera siendo Ray, claro está. Siempre que Patty lo abrazaba, él le daba unas palmadas por un segundo y, retirando los brazos, los dejaba flotando en el aire, como si no pudiera devolverle el abrazo ni apartarla de un empujón. Para desviar la atención de sí mismo, buscaba otras cosas de las que reírse: la carrera de Abigail como artista de performance, la religiosidad de su nuera (de la que se hablará más adelante), la participación de su mujer en la «broma» del gobierno del estado de Nueva York y las penalidades profesionales de Walter, sobre las que había leído en el Times.
—Por lo visto, tu marido se lió con una panda de maleantes —comentó un día—. Como si él también tuviera algo de maleante, quizá.
—No es un maleante —replicó Patty—. Eso es obvio.
—Eso mismo dijo Nixon. Me acuerdo de aquel discurso como si fuese ayer. El presidente de Estados Unidos asegurando a la nación que no era un maleante. Esa misma palabra: «maleante». Me desternillaba. «No soy un maleante.» Para morirse de risa.
—No vi el artículo sobre Walter, pero según Joey fue muy injusto.
—A ver, Joey es tu hijo republicano, ¿me equivoco?
—Es más conservador que nosotros, desde luego.
—Abigail nos contó que prácticamente tuvo que quemar las sábanas cuando su novia y él estuvieron en su apartamento. Manchas por todas partes, según parece. También en la tapicería.
—Ray, Ray. ¡No quiero oír hablar de eso! Procura recordar que yo no soy como Abigail.
—Ja. Cuando leí el artículo, no pude evitar acordarme de aquella noche en que Walter se exaltó tanto al hablar del Club de Roma. Siempre ha estado un poco chalado. Ésa ha sido siempre mi impresión. Ahora puedo decirlo, ¿no?
—¿Por qué? ¿Porque estamos separados?
—Sí, también por eso. Pero yo lo decía porque, como no me queda mucho tiempo de vida, puedo hablar claro.
—Tú siempre has hablado claro. Nunca te has cortado.
Algo en esas palabras arrancó una sonrisa a su padre.
—No siempre, Patty. En realidad, menos de lo que crees.
—Dime una ocasión en la que hayas querido decir algo y te hayas contenido.
—Nunca se me ha dado bien expresar el afecto. Sé que eso fue duro para ti. Para la que más, probablemente. En comparación con los otros, siempre te lo has tomado todo muy en serio. Y luego estuvo aquel desafortunado incidente cuando ibas al instituto.
—Lo desafortunado fue cómo lo manejasteis vosotros.
Ante eso, Ray levantó una mano en señal de advertencia, como para atajar esa actitud tan poco razonable. —Patty —dijo.
—¡Es la verdad!
—Patty, a ver, a ver… Todos cometemos errores. La cuestión es que siento… esto, mmm… siento afecto por ti. Mucho amor. Sólo que me cuesta manifestarlo.
—Pues qué mala suerte la mía, supongo.
—Estoy intentando hablar en serio, Patty. Estoy intentando decirte algo.
—Ya lo sé, papá —dijo ella, deshaciéndose en lágrimas un tanto amargas.
Y él repitió su gesto de las palmadas, apoyando la mano en su hombro, retirándola indeciso y dejándola en el aire; y ella vio con toda claridad, por fin, que él era incapaz de ser de otra manera.
Mientras Ray agonizaba, y una enfermera particular iba y venía, y Joyce, con forzadas disculpas, se escabullía repetidamente a Albany para una votación «importante», Patty durmió en su cama de la infancia y releyó sus libros infantiles preferidos y combatió el desorden de la casa, sin molestarse en pedir permiso para tirar revistas de los años noventa y cajas de folletos de la campaña de Dukakis. Era la temporada de los catálogos de semillas, y Joyce y ella aprovecharon agradecidas la pasión esporádica de su madre por la jardinería, que les procuró un interés común del que hablar, sin el cual no habrían tenido ninguno. Pero en la medida de lo posible Patty se quedaba con su padre, lo cogía de la mano y se permitía quererlo. Casi podía sentir físicamente cómo se redistribuían sus propios órganos emocionales, situándose por fin la autocompasión claramente a la vista, en toda su obscenidad, como una horrenda excrecencia roja amoratada que era necesario extirpar. Después de pasar tanto tiempo oyendo a su padre burlarse de todo, aunque un poco más débilmente cada día, la perturbó ver lo mucho que ella se parecía a él, y por qué sus propios hijos no veían con más humor su capacidad para el humor, y por qué habría sido mejor para ella obligarse a visitar más a sus padres en los años críticos de su propia maternidad, para comprender mejor las reacciones de sus hijos ante ella. Su sueño de fundar una nueva vida partiendo de cero, del todo independiente, no había sido más que eso: un sueño. Era digna hija de su padre. Ni él ni ella habían querido nunca crecer de verdad, y ahora se dedicaban a eso mismo los dos juntos. De nada serviría negar que Patty, que será siempre competitiva, encontró satisfacción en sentirse menos incómoda ante la enfermedad de él, menos asustada que sus hermanos. De niña, había querido creer que él la quería más que a nada en el mundo, y ahora, mientras le apretaba la mano intentando ayudarlo a superar los tramos de dolor que la morfina sólo podía acortar —no hacer desaparecer—, aquello pasó a ser verdad, los dos lo convirtieron en verdad, y eso la cambió.