Libertad (88 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

BOOK: Libertad
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A Walter nunca le habían gustado los gatos. Los consideraba los sociópatas del mundo de las mascotas, una especie domesticada como un mal necesario para el control de los roedores y posteriormente convertida en fetiche de la misma manera que los países infelices convierten en fetiches a sus militares, saludando a los uniformes de los asesinos igual que los dueños de los gatos acarician el precioso pelaje de sus animales y perdonan sus uñas y colmillos. En la cara de un gato nunca había visto nada salvo egoísmo y una remilgada indiferencia; bastaba con incitar a uno con un ratón de juguete para ver cuáles eran sus verdaderas inclinaciones. Sin embargo, hasta que se fue a vivir a la casa de su madre, había tenido que lidiar con otros muchos males peores Sólo ahora, cuando recaía en él la responsabilidad de los estragos causados por la población de gatos asilvestrados en las tierras que él administraba para Nature Conservancy, cuando el daño infligido a su lago por Canterbridge Estates se agravó debido a la agresión de los animales domésticos en libertad de los vecinos, su prejuicio antifelino creció hasta convertirse en la clase de sufrimiento y resquemor contundentes y cotidianos que a todas luces necesitaban los varones depresivos de la familia Berglund para conceder significado y contenido a sus vidas. El resquemor que le había sido útil durante los dos años anteriores —el sufrimiento por las motosierras y las excavadoras y las detonaciones a pequeña escala y la erosión, por los martillos y las cortadoras de azulejos y el rock clásico de los estéreos portátiles— se había acabado y necesitaba algo nuevo.

Algunos gatos son asesinos holgazanes o ineptos, pero Bobby, negro de patas blancas, no era uno de ellos. Bobby tenía astucia suficiente para retirarse a la casa de los Hoffbauer al anochecer, cuando los mapaches y los coyotes se convertían en un peligro, pero todas las mañanas de los meses sin nieve se lo veía hacer nuevas incursiones por la orilla sur deforestada y entrar en la finca de Walter para matar. Gorriones, pipilos, tordos, mascaritas, azulejos, jilgueros, carrizos. Los gustos de Bobby eran universales, su capacidad de concentración ilimitada. Nunca se cansaba de matar, y como tenía el defecto añadido de la deslealtad o la ingratitud, rara vez se molestaba en llevar las presas a sus dueños. Capturaba y jugueteaba y descuartizaba, y luego a veces comía un poco, pero normalmente se limitaba a abandonar el cadáver. El despejado bosque herboso que se extendía por debajo de la casa de Walter y el hábitat lindante eran zonas especialmente atractivas para las aves y para Bobby. Walter tenía a mano una pequeña pila de piedras para lanzárselas, y en una ocasión había acertado de pleno con un tiro acuoso mediante la boquilla a presión de la manguera del jardín. Pero Bobby pronto había aprendido a quedarse en el bosque a primera hora de la mañana, esperando a que Walter se marchara al trabajo. Algunas tierras de Conservancy se hallaban tan lejos que a menudo se ausentaba varias noches, y cuando volvía, casi invariablemente se encontraba con una nueva carnicería en la pendiente de detrás de la casa. Si eso solo hubiese sucedido en ese único lugar, tal vez lo habría tolerado, pero lo desquiciaba saber que ocurría por todas partes.

Y sin embargo era demasiado blando y respetuoso con la ley para matar a la mascota de otra persona. Pensó en llevar allí a su hermano Mitch para acometer la tarea, pero los antecedentes penales de Mitch desaconsejaban correr ese riesgo, y Walter sabía que Linda Hoffbauer probablemente se limitaría a conseguir otro gato. Sólo después del fracaso de su diplomacia y esfuerzos didácticos del segundo verano, y después de que el marido de Linda Hoffbauer le obstruyese la entrada del camino de acceso con nieve una vez más de lo tolerable, decidió que si bien Bobby no era más que un gato entre setenta y cinco millones de gatos en Estados Unidos, había llegado el momento de que Bobby pagara personalmente su sociopatía. Walter consiguió una trampa e instrucciones detalladas por medio de uno de los contratistas que libraban una guerra casi desesperada contra los animales asilvestrados en las tierras de Conservancy, y una mañana de mayo, antes del amanecer, colocó la trampa, cebada con hígados de pollo y beicon, en el camino que Bobby acostumbraba a tomar para acceder a su finca. Sabía que, con un gato listo, uno tenía una sola oportunidad para usar una trampa. Los maullidos que llegaron del pie de la pendiente al cabo de dos horas fueron música para sus oídos. Sin pérdida de tiempo, llevó a su Prius la trampa, que se agitaba y olía a mierda, y la metió en el maletero. Como Linda Hoffbauer nunca le había puesto collar a Bobby —demasiado restrictivo para la preciada libertad de su gato, cabía suponer—, a Walter le fue muy fácil, después de un viaje en coche de tres horas, dejar al animal en una protectora de Minneapolis, donde lo sacrificarían o se lo endosarían a una familia urbana que lo tendría dentro de su casa.

No estaba preparado para la depresión que lo asalto en el viaje de regreso desde Minneapolis. El sentimiento de pérdida y desperdicio y pesar: la sensación de que Bobby y él en cierto modo habían estado casados, y de que incluso un matrimonio espantoso generaba menos soledad que la ausencia de matrimonio. Contra su voluntad, se representó la severa jaula en la que ahora viviría Bobby. Sabía que era absurdo pensar que echaría de menos a los Hoffbauer personalmente —los gatos no hacían más que utilizar a las personas—, y aun así, su privación de libertad tenía algo digno de lástima.

Hacía ya casi seis años que vivía solo y había encontrado maneras de sobrellevarlo. La delegación estatal de Conservancy, que en otro tiempo había dirigido él y cuya estrecha relación con empresas y multimillonarios ahora le despertaba escrúpulos de conciencia, había atendido su deseo de ser contratado de nuevo como administrador de tierras de bajo rango y, en los meses de frío extremo, como ayudante para tareas burocráticas que resultaban especialmente largas y tediosas. No favorecía de forma espectacular las tierras que supervisaba, pero tampoco las perjudicaba, y los días que conseguía pasar solo entre las coníferas, los somorgujos, las juncias y los pájaros carpinteros eran, felizmente, olvidadizos. Su otro trabajo —redactar propuestas para subvenciones, repasar el material publicado sobre poblaciones de fauna silvestre, hacer campaña telefónica a favor de un nuevo impuesto sobre las ventas para financiar un fondo de Conservación del Medio Ambiente en el estado, que finalmente había cosechado en las elecciones de 2008 más votos incluso que Obama— era igualmente inobjetable. Por la noche se hacía una de las cinco cenas sencillas que ahora se molestaba en prepararse, y luego, como ya no podía leer novelas, ni escuchar música ni hacer nada relacionado con los sentimientos, se obsequiaba con unas partidas de ajedrez y póquer por ordenador y, a veces, con la clase de pornografía descarnada que no guardaba ninguna relación con las emociones humanas.

En momentos así se sentía como un viejo degenerado, un habitante del bosque, y tomaba la precaución de desconectar el teléfono por miedo a que Jessica lo llamara para ver cómo estaba. Con Joey podía mostrarse tal como era, porque Joey no sólo era un hombre, sino además un Berglund, y era tan inmutable y discreto que jamás se entrometería, y aunque con Connie lo tenía más complicado, porque el sexo siempre estaba presente en la voz de Connie, el sexo y el coqueteo inocente, nunca le costaba mucho hacerla hablar de sí misma y de Joey, por lo feliz que era. El verdadero suplicio eran las llamadas de Jessica. Su voz se parecía más que nunca a la de Patty, y Walter acababa las conversaciones perlado de sudor por el esfuerzo de mantenerlas centradas en torno a la vida de ella o, en su defecto, al trabajo de él. Hubo un tiempo en que, después del accidente de tráfico que a todos los efectos puso fin a su vida, Jessica descendió sobre él y lo atendió en su aflicción. Lo hizo en parte con la perspectiva de que él mejorase, y cuando se dio cuenta de que no mejoraría, de que no le apetecía mejorar, de que deseaba no mejorar nunca, se puso furiosa con él. Walter había necesitado varios años difíciles para enseñarle, por medio de la frialdad y la severidad, a dejarlo en paz y ocuparse de su propia vida. Ahora cada vez que un silencio se imponía entre ambos, él percibía que ella se preguntaba si debía renovar o no su ataque terapéutico, y a él le resultaba en extremo agotador inventar nuevas tácticas de conversación, semana tras semana, para impedírselo.

Cuando por fin regresó a casa tras cumplir su recado en Minneapolis, después de una productiva visita de tres días a un extenso terreno de Conservancy en el condado de Beltrami, encontró una hoja de papel grapada en el abedul a la entrada de su camino de acceso. ¿ME HAS VISTO?, preguntaba. ME LLAMO BOBBY Y MI FAMILIA ME ECHA DE MENOS. La negra cara de Bobby no se reproducía bien en fotocopia —sus ojos claros, como suspendidos en el aire, se veían espectrales y extraviados—, pero de pronto Walter comprendió, como nunca antes, que alguien pudiera encontrar una cara así digna de protección y ternura. No lamentaba haber retirado una amenaza del ecosistema, y salvado con ello las vidas de muchas aves, pero la vulnerabilidad de animal pequeño en la cara de Bobby lo llevó a tomar conciencia de un fatídico defecto en su propia estructura mental, el defecto de compadecer incluso a los seres que más odiaba. Siguió adelante por el camino de acceso, procurando disfrutar de la paz momentánea que había invadido su finca, la ausencia de malestar por Bobby, el crepúsculo primaveral, los gorriones de cuello blanco cantando
Pure, Sweet Canada Canada Canada
, pero él tenía la sensación de haber envejecido muchos años en las cuatro noches que había pasado fuera.

Esa misma noche, mientras freía unos huevos y tostaba un poco de pan, recibió una llamada de Jessica. Quizá ella lo había llamado con un propósito, o quizá percibió algo en su voz al hablar con él, cierta pérdida de determinación, pero en cuanto apuraron las exiguas noticias que a ella le había deparado la semana anterior, él se quedó en silencio tanto rato que Jessica se armó de valor para renovar su antiguo ataque.

—Pues la otra noche vi a mamá —anunció—. Me dijo algo interesante que pienso que quizá deberías oír. ¿Quieres oírlo?

—No —contestó él con severidad.

—¿Y puedo preguntarte por qué, si no es molestia?

En el crepúsculo azul, por la ventana abierta de la cocina, llegó de fuera el grito de un niño que a lo lejos llamaba: ¡Bobby!

—Mira —dijo Walter—, sé que estáis muy unidas, y eso me parece bien. Lo sentiría mucho si no lo estuvierais. Quiero que tengas un padre y una madre. Pero si me interesara saber algo de ella, la llamaría yo mismo. No quiero verte haciendo de mensajera.

—No me importa hacerlo.

—Digo que a mí sí me importa. No me interesa recibir mensajes.

—No creo que el mensaje que quiere hacerte llegar sea malo.

—Me da igual si es bueno o malo.

—Pues en ese caso, ¿me permites que te pregunte por qué no te divorcias de una vez si no quieres saber nada de ella? Porque, mientras no te divorcies, es como si le dieras esperanza.

La voz de un segundo niño se había sumado a la primera, llamando ambas al unísono: ¡Bobbyyyy! ¡Bobbyyyy!

Walter cerró la ventana y le dijo a Jessica:

—No quiero saber nada.

—De acuerdo, papá, muy bien, pero ¿podrías al menos contestar a mi pregunta? ¿Por qué no te divorcias?

—Sencillamente, es algo que no quiero plantearme en estos momentos.

—Pero ¡si ya han pasado seis años! ¿No es hora de empezar a planteártelo? ¿Aunque sólo sea por una simple cuestión de justicia?

—Si ella quiere el divorcio, que me mande una carta. Puede pedirle a un abogado que me mande una carta.

—Pero lo que te estoy diciendo es: ¿por qué no quieres tú el divorcio?

—No quiero enfrentarme a todo lo que removería. Tengo derecho a no hacer algo que no quiero hacer.

—¿Qué removería?

—El dolor. Ya he tenido más que suficiente dolor. Sigo sintiendo dolor.

—Ya lo sé, papá. Pero Lalitha ya no está. No está desde hace seis años.

Walter sacudió la cabeza violentamente, como si le hubieran arrojado amoníaco a la cara.

—No quiero pensar en ello. Sólo quiero salir cada mañana y ver pájaros que no tienen nada que ver con todo eso. Pájaros que tienen su propia vida, su propia lucha. E intentar hacer algo por ellos. Son lo único que aún considero digno de amor. Aparte de ti y de Joey, claro. Y eso es todo lo que tengo que decir al respecto, y no quiero que me hagas más preguntas.

—¿Y has pensado en ver a un psicoterapeuta? O sea, para poder seguir adelante con tu vida. No eres tan viejo, ¿sabes?

—No quiero cambiar —dijo él—. Paso unos minutos malos cada mañana, y luego voy y me agoto, y si me acuesto tarde, consigo dormirme. Uno sólo va a un psicoterapeuta si quiere cambiar algo. Yo no tendría nada que decirle a un psicoterapeuta.

—Antes también querías a mamá, ¿no?

—No lo sé. No me acuerdo. Sólo recuerdo lo que pasó después de que se fuera.

—Pues te diré que ella también es bastante digna de amor. Es bastante distinta de como era antes. Se ha convertido en una especie de madre perfecta, por increíble que parezca.

—Como he dicho, me alegro por ti. Me complace que esté presente en tu vida.

—Pero tú no la quieres en la tuya.

—Oye, Jessica, ya sé que eso es lo que quieres. Sé que quieres un final feliz. Pero no puedo cambiar mis sentimientos sólo porque tú lo quieras.

—Y tus sentimientos consisten en odiarla.

—Ella eligió. Y no tengo nada más que decir.

—Lo siento, papá, pero es terriblemente injusto, así de simple. Fuiste tú quien eligió. Ella no quería irse.

—Seguro que eso es lo que te cuenta. Tú la ves todas las semanas, seguro que te ha vendido su versión, y seguro que se presenta muy libre de culpa. Pero tú no viviste con ella durante los últimos cinco años antes de que se marchara. Fue una pesadilla, y yo me enamoré de otra persona. Nunca fue mi intención enamorarme de otra persona, y sé que lamentas mucho que eso ocurriera. Pero si pasó fue sólo porque era imposible vivir con tu madre.

—Pues en ese caso deberías divorciarte de ella. ¿No es lo mínimo que le debes después de tantos años de matrimonio? Si tenías tan buen concepto de ella como para permanecer a su lado durante todos los años buenos, ¿no le debes al menos el respeto de divorciarte honradamente?

—No fueron años tan buenos, Jessica. Me mintió todo el tiempo: dudo que le deba gran cosa por eso. Y como te he dicho, si quiere el divorcio, está en sus manos.

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