Joey admiraba a Jonathan no sólo por lo enrollado que era, sino también por tener el aplomo de no hacerse pasar por estúpido para seguir siéndolo. Dominaba el difícil arte de dar la impresión de que ser inteligente era enrollado.
—Oye —dijo Joey, para cambiar de tema—, ¿se mantiene en pie la invitación para Acción de Gracias?
—¿Que si se mantiene? Ahora estás doblemente invitado. Mi familia no es de esa clase de judíos que se odian a sí mismos. Mis padres se pirran por los judíos. Te tenderán la alfombra roja.
Al día siguiente por la tarde, solo en su habitación y agobiado por no haber hecho aún la llamada prometida a Connie para hablar de la posibilidad de que fuera al médico, Joey, sin proponérselo, abrió el portátil de Jonathan y buscó las fotografías de su hermana, Jenna. Consideró que si iba directamente a las fotos de la familia que éste ya le había enseñado, no estaría husmeando. El entusiasmo demostrado por su compañero de habitación ante su origen judío quizá presagiara una recepción igual de cálida por parte de Jenna, y copió las dos fotografías de ella más favorecedoras en su disco duro, cambiando las extensiones de archivo para que nadie pudiera encontrarlas salvo él; así podía representarse una alternativa concreta a Connie antes de hacerle la temida llamada.
De momento, el panorama femenino en la universidad había resultado poco satisfactorio. En comparación con Connie, las chicas verdaderamente atractivas que había conocido en Virginia parecían todas rociadas con teflón, revestidas de desconfianza hacia las intenciones de él. Incluso las más guapas se maquillaban demasiado y llevaban ropa en exceso formal y se vestían para los partidos de los Cavaliers como si fueran al Derby de Kentucky. Cierto que, en las fiestas, determinadas chicas de segunda fila, después de beber más de la cuenta, le habían dado a entender que era un chico con posibilidades de ligar. Pero por alguna razón, ya fuese porque era un apocado, o porque no le gustaba levantar la voz para hacerse oír por encima de la música, o porque tenía un concepto muy elevado de sí mismo, o porque era incapaz de pasar por alto lo estúpidas y molestas que llegaban a ponerse las chicas después de excederse con el alcohol, pronto desarrolló un prejuicio contra esas fiestas y los consiguientes ligues y decidió que sin lugar a dudas prefería salir por ahí con otros chicos.
Se sentó con el teléfono entre las manos durante largo rato, quizá media hora, mientras en las ventanas el cielo adquiría una coloración gris camino de la lluvia. Esperó tanto, presa de su reticencia, que fue casi como un tiro con arco zen cuando el pulgar, por propia iniciativa, pulsó el botón de marcación rápida correspondiente al número de Connie y el timbre lo arrastró a la acción.
—¡Eh! —contestó ella con su alegre voz de costumbre, una voz que Joey había echado de menos, como comprendió en ese momento—. ¿Dónde estás?
—En mi habitación.
—¿Qué tiempo hace por ahí?
—No sé. Tirando a gris.
—Pues aquí esta mañana nevaba. Ya es invierno.
—Ya, oye… —dijo él—, ¿estás bien?
—¿Yo? —Pareció sorprendida por la pregunta—. Sí. Te echo de menos todos los minutos del día, pero ya empiezo a acostumbrarme.
—Perdóname por haber tardado tanto en llamar.
—No pasa nada. Me encanta hablar contigo, pero entiendo la necesidad de que seamos más disciplinados. Ahora mismo estaba rellenando mi solicitud para Inver Hills. También me he inscrito para las pruebas de acceso a la universidad, para presentarme en diciembre, como tú sugeriste.
—¿Yo sugerí eso?
—Si he de estudiar en serio el próximo otoño, como tú dijiste, eso es lo que tengo que hacer. Me he comprado un libro para saber cómo prepararme. Voy a dedicarle tres horas al día.
—Estás bien de verdad, pues.
—¡Sí! ¿Y tú cómo estás?
Joey se esforzó por conciliar la descripción de Connie ofrecida por Carol con la imagen de lucidez y serenidad que daba por teléfono.
—Anoche hablé con tu madre —dijo él.
—Ya lo sé. Me lo contó.
—Me dijo que está embarazada.
—Sí, un venturoso acontecimiento viene de camino. Creo que serán gemelos.
—¿De verdad? ¿Por qué?
—No lo sé. Lo presiento. Presiento que por alguna razón será algo especialmente horrendo.
—De hecho, toda la conversación fue bastante rara.
—Ya le he dado un toque —dijo Connie—. No volverá a llamarte. Si te llama, avísame y le pararé los pies.
—Dijo que estabas muy deprimida —soltó Joey de pronto.
Ante eso se produjo un repentino silencio, absoluto a la manera de un agujero negro, como sólo Connie era capaz de guardar silencio.
—Dijo que te pasas el día durmiendo y que no comes lo suficiente —continuó Joey—. La noté muy preocupada por ti.
Después de otro silencio, Connie dijo:
—Estuve un poco deprimida durante unos días. Pero eso no era asunto de Carol. Y ahora estoy mejor.
—Pero ¿no necesitarás un antidepresivo o algo así?
—No; estoy mucho mejor.
—Vaya, estupendo —respondió Joey, aunque tuvo la sensación de que por alguna razón aquello no tenía nada de estupendo, de que una debilidad enfermiza y una dependencia pegajosa por parte de ella quizá le habrían proporcionado una escapatoria viable.
—¿Qué, has estado acostándote con otras? —preguntó Connie—. Creía que a lo mejor por eso no llamabas.
—¡No! No. Nada de eso.
—A mí no me importa si lo haces. Quería decírtelo el mes pasado. Eres un hombre, tienes tus necesidades. No espero que seas un monje. Es sólo sexo. ¿Qué más da?
—Bueno, lo mismo digo —respondió él, agradecido, adivinando allí otra posible escapatoria.
—Sólo que a mí eso no va a pasarme —aseguró Connie—. A mí nadie me ve como tú. Soy invisible para los hombres.
—Eso me cuesta creerlo.
—No; es verdad. A veces, en el restaurante, intento ser amable, o incluso coqueteo. Pero es como si fuera invisible. De todas formas, me da igual. Yo sólo quiero estar contigo. Creo que la gente lo percibe.
—Yo también quiero estar contigo —masculló él a su pesar, contraviniendo ciertas directrices de seguridad que se había impuesto a sí mismo.
—Lo sé —dijo ella—. Pero los hombres son distintos, sólo digo eso. Debes sentirte libre.
—La verdad es que he estado haciéndome muchas pajas.
—Ya, yo también. Durante horas y horas. Hay días en que es lo único que me apetece hacer. Quizá por eso Carol piensa que estoy deprimida.
—Pero a lo mejor sí estás deprimida.
—No, sólo me apetece correrme muchas veces. Pienso en ti, y me corro. Pienso un poco más en ti, y me corro un poco más. Es sólo eso.
La conversación degeneró rápidamente en sexo telefónico, cosas que no hacían desde sus primeros tiempos, cuando se veían a escondidas y hablaban en susurros por teléfono desde sus respectivas habitaciones. Ahora había pasado a ser mucho más interesante, porque sabían cómo hablarse. Al mismo tiempo fue como si nunca hubiesen hecho el amor: fue cataclísmico.
—Ojalá pudiera lamerlo de tus dedos —dijo Connie cuando terminaron.
—Estoy lamiéndolo yo por ti —contestó Joey.
—Así me gusta. Lámelo por mí. ¿Sabe bien?
—Sí.
—Siento el sabor en mi boca, te lo juro.
—Yo también siento tu sabor.
—Cariño…
Cosa que llevó inmediatamente a más sexo telefónico, esta vez una versión más nerviosa, ya que las clases vespertinas de Jonathan estaban a punto de acabarse y pronto volvería.
—Amor mío —dijo Connie—. Ay, mi amor, mi amor.
Joey, cuando alcanzó de nuevo el clímax, creyó ser Connie en su habitación de Barrier Street, que su propia espalda arqueada era la espalda arqueada de ella, que sus propios pechos pequeños eran los pequeños pechos de ella. Tendidos, respiraban por el móvil como una sola persona. La noche anterior se había equivocado al decirle a Carol que era ella, no él, la responsable de la manera de ser de Connie. Ahora percibía en su propio cuerpo cómo cada uno había transformado al otro en quien era.
—Tu madre quiere que pase Acción de Gracias con vosotros —dijo él al cabo de un rato.
—No tienes por qué. Acordamos que intentaríamos esperar nueve meses.
—Pues se puso un poco borde con el tema.
—Mi madre es así: una borde. Pero ya le he dado un toque, y no volverá a ocurrir.
—¿A ti te da igual lo que haga, pues?
—Tú ya sabes lo que quiero. El día de Acción de Gracias no tiene nada que ver con eso.
Por motivos paradójicamente opuestos, Joey albergaba la esperanza de que Connie, al igual que Carol, insistiera en que regresara para pasar las fiestas con ellos. Por un lado, quería verla y acostarse con ella y, por otro, quería encontrar cualquier cosa que echarle en cara, para tener algo a lo que resistirse y de lo que escapar. En cambio, ella, con su lucidez serena, recolocaba un anzuelo del que durante un tiempo, en las últimas semanas, él había conseguido zafarse a medias. Lo recolocaba clavándolo más hondo que nunca.
—Creo que debería colgar ya —dijo Joey—. Jonathan está a punto de llegar.
—De acuerdo —respondió Connie, y lo dejó marchar.
La conversación se había desviado tan disparatadamente de las expectativas de Joey que ya ni siquiera recordaba cuáles eran esas expectativas. Se levantó de la cama como si aflorara a la superficie a través de un agujero de gusano en el tejido de la realidad, con el corazón acelerado, la visión alterada, y deambuló por la habitación bajo la mirada conjunta de
Tupac
y Natalie Portman. Connie siempre lo había atraído mucho. Siempre. ¿Y por qué ahora, pues, entre todos los posibles momentos inoportunos, se veía arrastrado, como si fuera la primera vez, por una resaca tan colosal de auténtica atracción por ella? ¿Cómo era posible que después de años de hacer el amor con ella, años de despertar ella su ternura y sentimiento de protección, precisamente ahora se viese absorbido por tan poderosas aguas de afecto? ¿Que se sintiera vinculado a ella de una manera tan temiblemente trascendental? ¿Por qué ahora?
Allí algo fallaba, algo fallaba, sabía que algo fallaba. Se sentó ante su ordenador para ver las fotografías de la hermana de Jonathan e intentar restablecer cierto orden. Por suerte, antes de devolver a los archivos las extensiones JPG y ser sorprendido in fraganti, llegó el propio Jonathan.
—Mi hombre, mi hermano judío —dijo, desplomándose en la cama como la víctima de un disparo—. ¿Qué tal?
—Qué tal —respondió Joey, apresurándose a cerrar una ventana gráfica.
—Vaya, Dios mío, aquí el aire huele un poco a cloro. ¿Has ido a la piscina o qué?
En ese preciso momento, Joey estuvo a punto de contárselo todo a su compañero de habitación, su historia completa con Connie hasta la fecha. Pero el mundo de ensueño en que había estado, el espacio abisal de identidades sexualmente fusionadas, retrocedía rápidamente ante la presencia masculina de Jonathan.
—No sé de qué hablas —respondió con una sonrisa.
—Abre una ventana, por Dios. O sea, me caes bien y tal, pero aún no estoy dispuesto a llegar al final contigo.
Tomándose en serio la queja de Jonathan, a partir de entonces Joey abría siempre las ventanas. Volvió a telefonear a Connie al día siguiente, y otra vez al cabo de dos días. Aparcó calladamente sus sólidos argumentos contra las llamadas demasiado frecuentes y recurrió agradecido al sexo telefónico como sucedáneo de su solitaria masturbación en la biblioteca de ciencias, que ahora se le antojaba una sórdida aberración de la que le daba vergüenza acordarse. Logró convencerse de que, siempre y cuando eludiese el parloteo cotidiano sobre las últimas novedades y hablase exclusivamente de sexo, no había inconveniente en explotar esa laguna en su por lo demás estricta prohibición de contacto excesivo. Sin embargo, conforme siguieron explotándolo, y octubre dio pasó a noviembre y los días se acortaron, cayó en la cuenta de que su contacto se volvía tanto más profundo y real al oír a Connie poner en palabras finalmente las cosas que habían hecho y las cosas que ella imaginaba que harían en el futuro. Esta mayor profundidad resultaba en cierto modo extraña, ya que lo único que hacían era llevarse mutuamente al orgasmo. Pero en retrospectiva él tenía la impresión de que, en Saint Paul, el silencio de Connie había constituido una especie de barrera protectora: había dado a sus coitos lo que los políticos llamaban «negabilidad». Descubrir, de pronto, que el sexo había quedado plenamente registrado en ella como lenguaje —como palabras que era capaz de pronunciar de viva voz— la convertía para él en una persona mucho más real. Ninguno de los dos podía ya fingir que eran sólo jóvenes animales mudos absortos en lo suyo mecánicamente. Con las palabras, todo era más arriesgado, las palabras no tenían límites, las palabras creaban su propio mundo. Una tarde, según la descripción de Connie, su clítoris excitado creció hasta alcanzar una longitud de veinte centímetros, un lápiz descollante de ternura con el que separaba delicadamente los labios del pene de Joey y descendía hasta la base de su verga. Otro día, a instancias de ella, Joey le describió la consistencia lustrosa y cálida de sus cagarros mientras salían del ano y caían en la boca abierta de él, donde, como aquello eran sólo palabras, sabían a excelente chocolate negro. Siempre y cuando las palabras de Connie continuaran en su oído, alentándolo, él no se avergonzaba de nada. Regresaba al agujero de gusano tres o cuatro o incluso cinco veces por semana, desaparecía en el mundo que los dos habían creado, y después resurgía y cerraba las ventanas y salía al comedor o iba al salón de su residencia y, sin esfuerzo, practicaba la afabilidad superficial que le exigía la vida universitaria.
Como Connie había dicho, era sólo sexo, y el permiso concedido por ella para buscarlo en otra parte estaba muy presente en la cabeza de Joey cuando viajó con Jonathan a NoVa para el día de Acción de Gracias. Iban en el Land Cruiser de Jonathan, que había recibido como regalo de graduación en el instituto y aparcaba cerca del campus en manifiesto desafío a la prohibición de coches durante el primer curso. Joey tenía la impresión, por influencia del cine y las novelas, de que era mucho lo que podía ocurrir en muy poco tiempo cuando se daba rienda suelta a los estudiantes universitarios en Acción de Gracias. A lo largo del otoño, se había cuidado mucho de preguntarle a Jonathan por su hermana, Jenna, pensando que nada ganaba con suscitar los recelos de su amigo prematuramente. Pero apenas mencionó a Jenna en el Land Cruiser, comprobó que toda su cautela había sido en balde. Jonathan le dirigió una mirada de complicidad y dijo: