Salvo por unos meses en la cárcel, cuando Brenda se quedó allí sola con sus niñas, Mitch vivió en la casa del lago ininterrumpidamente hasta la muerte de Gene, seis años después. Puso un tejado nuevo y detuvo su decadencia general, pero también taló algunos de los árboles más grandes y hermosos de la propiedad, deforestó la pendiente del lago a fin de usarla como espacio de juego para sus perros, y abrió una senda para su motonieve por la orilla del lago hasta el rincón más alejado, donde antes anidaban los avetoros. Por lo que Walter pudo saber, nunca les pagó a Gene y Dorothy un centavo de alquiler.
¿Acaso el fundador de los
Traumatics
sabía siquiera qué era un trauma? Un trauma era esto: bajar a tu despacho a primera hora de un domingo, pensando tan contento en tus hijos, que habían sido motivo de orgullo para ti en los últimos dos días, y encontrar en tu mesa un largo manuscrito redactado por tu mujer que confirmaba tus peores temores sobre ella y sobre ti y sobre tu mejor amigo. La única experiencia remotamente comparable en la vida de Walter había sido la primera vez que se masturbó, en la habitación 6 del Pinos Susurrantes, siguiendo las amistosas instrucciones («Usa vaselina») de su primo Leif. Tenía catorce años, y el placer había eclipsado a tal punto todos los placeres previos conocidos y el resultado había sido tan cataclísmico y asombroso, que se había sentido como un héroe de ciencia ficción transportado cuatridimensionalmente desde un planeta envejecido hasta uno nuevo. El manuscrito de Patty fue igual de absorbente y transformador. Le pareció que su lectura, al igual que aquella primera masturbación, duraba sólo un segundo. Se levantó una sola vez, muy al principio, para echar el pestillo de la puerta del despacho, y de pronto leía ya la última página, y eran exactamente las 10.12 horas, y el sol que penetraba por las ventanas del despacho era un sol distinto del que siempre había conocido. Era un astro amarillento y maléfico en un rincón extraño y abandonado de la galaxia, y su propia cabeza no estaba menos alterada por la distancia interestelar recorrida. Salió del despacho con el manuscrito y pasó por delante de Lalitha, que mecanografiaba en su mesa.
—Buenos días, Walter.
—Buenos días —saludó él, estremeciéndose al percibir su agradable olor matutino.
Siguió hasta la cocina y subió por la escalera de atrás a la pequeña habitación donde el amor de su vida seguía en pijama de franela, arrellanada en el sofá en medio de un nido de ropa de cama, con un tazón de café con leche en las manos, viendo un resumen del campeonato de baloncesto de la NCAA en un canal deportivo. La sonrisa que le dirigió —una sonrisa que fue como el último destello del sol familiar que Walter había perdido— se convirtió en horror cuando vio lo que él tenía en las manos.
—Joder —dijo, apagando la televisión—. Joder, Walter, no. —Negó con vehemencia—. No —repitió—. No, no, no.
Walter cerró la puerta y, apoyando la espalda contra la madera, se dejó resbalar hasta quedar sentado en el suelo. Patty tomó aliento, y volvió a tomar más aliento, y más aliento, y no habló. La luz en las ventanas parecía sobrenatural. Walter volvió a estremecerse, y le castañetearon los dientes en su esfuerzo por controlarse.
—No sé de dónde has sacado eso —dijo Patty—, pero no era para ti. Se lo di anoche a Richard para apartarlo de mí. ¡Lo quería fuera de nuestra vida! Intentaba deshacerme de él, Walter. ¡No sé por qué ha hecho una cosa así! ¡Es una atrocidad que haya hecho una cosa así!
Desde una distancia de muchos pársecs, Walter la oyó echarse a llorar,
—No era mi intención que lo leyeras —se lamentó Patty con voz aguda. Te lo juro por Dios, Walter. Te lo juro por Dios. Me he pasado la vida entera procurando no hacerte daño. Eres muy bueno conmigo, y no te mereces esto.
Lloró durante largo rato, unos diez o cien minutos. Todas las actividades habituales previstas para la mañana dominical se cancelaron en atención a esa emergencia, aniquilando el curso normal del día tan absolutamente que Walter ni siquiera sintió nostalgia de él. Por una cuestión de azar, el suelo justo delante de él había sido escenario de una emergencia de otra clase tres noches antes, una emergencia benigna, un apareamiento placenteramente traumático que ahora, en retrospectiva, parecía un presagio de aquella emergencia maligna. El jueves por la noche había subido bastante tarde y agredido a Patty sexualmente. Había llevado a cabo, con el sorprendido consentimiento de ella, las acciones violentas que, sin su consentimiento, habrían sido las de un violador: le había arrancado el pantalón negro de trabajo, la había tirado al suelo de un empujón y la había penetrado. Si en el pasado alguna vez se le hubiera ocurrido hacerlo, no lo habría hecho, porque no podía olvidar que la habían violado en su adolescencia, pero el día había sido tan largo y desorientador —su casi infidelidad con Lalitha tan enardecedora, el camino cortado en Wyoming tan indignante, la humildad en la voz de Joey por teléfono tan inaudita y gratificante— que de pronto, cuando entró en la habitación de Patty, la vio como su objeto. Su objeto obstinado, su esposa frustrante. Y estaba harto de eso, harto de tanto razonamiento y comprensión, y por eso la echó al suelo y se la folló como un salvaje. La expresión de descubrimiento que asomó entonces al rostro de Patty, que debió de ser reflejo de la expresión de él, lo hizo detenerse casi tan repentinamente como había empezado. Detenerse y sacarla y sentarse a horcajadas sobre el pecho de ella y apuntarle a la cara con su miembro erecto, que parecía el doble de su tamaño habitual. Mostrarle en quién se estaba convirtiendo. Los dos sonreían como locos. Y entonces él volvió a penetrarla, y ella, en lugar de alentarlo con sus pudorosos suspiritos de siempre, dejó escapar sonoros chillidos, y eso lo enardeció aún más; y a la mañana siguiente, cuando bajó al despacho, adivinó por el frío silencio de Lalitha que los chillidos se habían oído en toda la amplia casa. El jueves por la noche había empezado algo, aunque él no sabía bien qué. Pero ahora el manuscrito le había revelado el qué. El final era el que, en realidad, ella nunca lo había querido. Siempre había deseado lo que ese amigo malvado suyo tenía. Todo ello lo llevó a alegrarse de no haber roto la promesa hecha a Joey durante la cena en Alexandria la noche siguiente, la promesa de que no le contaría a nadie, y menos a Patty, que su hijo se había casado con Connie Monaghan. Este secreto, así como otros varios más alarmantes que Joey le había contado, venía pesándole a Walter a lo largo de todo el fin de semana, a lo largo de toda la reunión y el concierto del día anterior. Sentía haberle ocultado a Patty lo de la boda, por la sensación de que la traicionaba. Pero ahora veía que, en cuanto a traiciones, ésa era risiblemente nimia. Lacrimógenamente nimia.
—¿Richard sigue en la casa? —preguntó ella por fin, enjugándose la cara con una sábana.
—No. Lo he oído marcharse antes de levantarme. No creo que haya vuelto.
—Algo es algo, dentro de lo malo.
¡Cómo le gustaba a Walter su voz! Ahora lo martirizaba oírla.
—¿Anoche follasteis? —preguntó él—. Os oí de charla en la cocina.
Él mismo tenía la voz ronca como un cuervo, y Patty tomó aire, como si se preparara para una larga sesión de insultos.
—No —contestó—. Hablamos y luego me acosté. Ya te lo he dicho: se ha acabado. Hubo un pequeño problema hace unos años, pero se ha acabado.
—Se cometieron errores.
—Debes creerme, Walter. De verdad se ha acabado, de verdad.
—Sólo que físicamente no te despierto lo mismo que te despierta mi mejor amigo. Ni ahora ni nunca, por lo visto.
—Aaay —gimió ella, cerrando los ojos en actitud de oración—, por favor, no me cites textualmente. Llámame puta, llámame la pesadilla de tu vida, pero por favor no me cites. Ten ese poco de misericordia, si es posible.
—Puede que el ajedrez se le dé fatal, pero en este otro juego desde luego lleva las de ganar.
—Vale —dijo ella, apretando los párpados—. Vas a citarme. Vale. Cítame. Adelante. Haz lo que tengas que hacer. Sé que no merezco misericordia. Sólo has de saber que eso es lo peor que puedes hacer.
—Lo siento. Creía que te gustaba hablar de él. De hecho, creía que ése era tu principal interés para hablar conmigo.
—Tienes razón. Lo era. No te mentiré. Lo fue durante unos tres meses. Pero de eso hace unos veinticinco años, antes de enamorarme de ti e iniciar una vida contigo.
—Y qué vida tan satisfactoria ha sido. «La verdad es que después de todo tampoco estaba tan mal», creo que decías. Aunque los hechos, sobre el terreno, parecerían indicar lo contrario.
Ella, con los ojos aún cerrados, torció el gesto.
—Quizá te apetezca leerlo todo ahora y entresacar las peores frases. ¿Quieres hacer eso y dar el asunto por concluido de una vez?
—En realidad lo que quiero es hacértelo tragar. Quiero ver cómo te ahogas con esta mierda.
—Vale. Puedes hacerlo. En comparación con lo que siento ahora, casi sería un alivio.
Walter tenía el manuscrito tan aferrado que se le había acalambrado la mano. Lo soltó y lo dejó deslizarse entre sus piernas.
—La verdad es que no tengo nada más que añadir —dijo—. Creo que en realidad ya hemos tratado los puntos principales.
Ella asintió. —Bien.
—Sólo que no quiero volver a verte. No quiero volver a estar en la misma habitación contigo. No quiero volver a oír el nombre de esa persona. No quiero saber nada más de ninguno de vosotros dos. Nunca. Únicamente quiero quedarme solo para reflexionar sobre cómo he malgastado la vida entera amándote.
—Sí, vale —dijo ella, y volvió a asentir con la cabeza—. Aunque en realidad no vale. No, no estoy de acuerdo.
—Me da igual si no estás de acuerdo.
—Ya lo sé. Pero escúchame. —Se sorbió la nariz con fuerza, recomponiéndose, y dejó el tazón de café en el suelo. Con las lágrimas, se le habían suavizado los ojos y enrojecido los labios, y estaba muy guapa, si es que a uno le interesaba su guapura, y ése ya no era el caso de Walter—. No era mi intención que leyeras eso.
—¿Qué coño hace esto en mi casa si no era ésa tu intención?
—Puedes creerme o no, pero es la verdad. Tuve que escribirlo para mí, para intentar sentirme mejor. Era un proyecto terapéutico, Walter. Se lo di anoche a Richard para explicarle por qué me quedé contigo. Siempre me he quedado contigo. Todavía quiero quedarme contigo. Sé que te habrás horrorizado con algunas de las cosas que has leído ahí, ni siquiera alcanzo a imaginar cuánto, pero eso no es lo único que contiene. Lo escribí cuando estaba deprimida, y esas páginas incluyen todo lo malo que sentía entonces. Pero por fin he empezado a sentirme mejor. Sobre todo después de lo que pasó la otra noche… ¡desde entonces me he sentido mejor! ¡Como si por fin hiciéramos algún avance! ¿Tú no te sentiste así?
—No sé qué sentí.
—También escribí cosas agradables sobre ti, ¿o no? Muchas, muchas más cosas agradables que desagradables, si lo miras objetivamente… cosa que ya sé que no puedes hacer. Aun así, cualquiera excepto tú vería la parte agradable. Que has sido más bueno conmigo de lo que yo creía merecer. Que eres la persona más excelente que he conocido. Que tú, Joey y Jessie sois toda mi vida. Que fue sólo una parte pequeña de mí la que miró en otra dirección, durante muy poco tiempo, en un pésimo momento de mi vida.
—Tienes razón —graznó él—. Por algún motivo, todo eso se me ha pasado por alto.
—¡Está ahí, Walter! Tal vez cuando pienses en ello, más adelante, recuerdes que está ahí.
—No tengo la intención de pensar mucho en ello.
—Ahora no, pero más adelante. Aunque sigas sin querer hablar conmigo, quizá me perdones al menos un poco.
De pronto, la luz se atenuó en las ventanas con el paso de una nube de primavera.
—Me has hecho lo peor que podías hacerme —dijo Walter—. Lo peor, y tú sabías muy bien que era lo peor, y lo hiciste de todos modos. ¿En qué parte de eso voy a querer pensar?
—Lo siento muchísimo —contestó ella, y rompió a llorar otra vez—. Siento muchísimo que no puedas verlo como yo. Siento muchísimo lo que pasó.
—No «pasó». Lo hiciste tú. Te follaste a ese mierda malévolo capaz de dejar esto en mi mesa para que yo lo leyera.
—Por el amor de Dios, Walter, fue sólo sexo.
—Le dejaste leer cosas sobre mí que nunca me habrías dejado leer a mí.
—Un poco de sexo absurdo hace cuatro años, nada más. ¿Qué es eso en comparación con toda nuestra vida?
—Oye —dijo él, poniéndose en pie—. No quiero levantarte la voz. No con Jessica en casa. Pero para eso tienes que ayudarme y no hacerte la inocente, o te levantaré la voz hasta dejarte sorda.
—No me hago la inocente.
—Lo digo en serio —insistió él—. No voy a levantarte la voz. Voy a salir de esta habitación, y después ya no quiero volver a verte. Y tenemos un pequeño problema, porque resulta que trabajo en esta casa, así que no me va a ser fácil mudarme.
—Lo sé, lo sé. Sé que tengo que irme. Esperaré a que se marche Jessica, y luego me perderás de vista. Entiendo perfectamente cómo te sientes. Pero necesito decirte una cosa antes de irme, sólo para que lo sepas. Quiero asegurarme de que sabes que dejarte aquí con tu ayudante es para mí como una puñalada en el corazón. Es como si me despellejaran los pechos. No lo resisto, Walter. —Lo miró con una expresión de súplica—. Estoy tan dolida y celosa que no sé qué voy a hacer.
—Lo superarás.
—Puede ser. Un año de éstos. Un poco. Pero ¿entiendes lo que significa que me sienta así? ¿No ves que demuestra a quién quiero de verdad? ¿No te das cuenta de lo que está pasando aquí?
Ver su mirada suplicante y extraviada fue, en ese momento, tan culminantemente doloroso y repugnante para él —le produjo tal paroxismo de repulsión acumulada ante el dolor que se habían causado el uno al otro en su matrimonio— que sin querer empezó a gritar: —¡¿Quién me ha empujado a esto?! ¡¿Para quién nunca he sido bastante bueno?! ¡¿Quién ha necesitado siempre más tiempo para pensárselo?! ¿Acaso veintiséis años no son tiempo suficiente para pensárselo? ¿Cuánto tiempo más necesitas, joder? ¿Crees que hay algo en tu manuscrito que me haya sorprendido? ¿Crees que no lo he sabido absolutamente todo cada minuto del puto camino? ¿Y no te he querido igual, porque no podía evitarlo? ¿Y no he malgastado toda mi vida?
—Eso no es justo, no es justo.
—¿Justo? ¡A tomar por el culo tú y la justicia!