Asestó un puntapié al manuscrtio, cuyas hojas se esparcieron en un remolino blanco, pero tuvo la disciplina necesaria para no cerrar de un portazo al salir. Abajo, en la cocina, Jessica se tostaba un
bagel
, con la bolsa de viaje junto a la mesa.
—¿Dónde está la gente esta mañana?
—Mamá y yo hemos tenido una pequeña discusión.
—Eso me ha parecido —dijo Jessica, abriendo mucho los ojos en la irónica expresión que se había convertido en su respuesta habitual al hecho de pertenecer a una familia menos estable que ella—. ¿Ya está todo en orden?
—Ya veremos, ya veremos.
—Esperaba coger el tren de las doce, pero si quieres puedo irme más tarde.
Como siempre había estado muy unido a Jessica y sentía que podía contar con su apoyo, no se le ocurrió pensar que cometía un error táctico al quitársela de encima en ese momento y dejarla marchar. No comprendió que era crucial ser el primero en darle la noticia y encuadrar debidamente la historia: no imaginaba lo deprisa que Patty, con su instinto de ganadora, actuaría para consolidar su alianza con su hija e hincharle la cabeza con su versión de los hechos (Papá Abandona a Mamá con un Pretexto Trivial, Se Lía con la Joven Ayudante). No pensaba en nada más allá del momento presente, y en su cabeza se arremolinaba precisamente esa clase de sentimientos que no tenían nada que ver con la paternidad. Abrazó a Jessica y le dio las gracias efusivamente por viajar hasta allí para ayudarlos en el lanzamiento de Espacio Libre, y luego fue a su despacho para quedarse mirando por la ventana. El estado de emergencia había amainado lo suficiente como para permitirle recordar todo el trabajo que tenía por delante, pero no tanto, ni mucho menos, como para permitirle hacerlo. Contempló a un sinsonte brincar de rama en rama en una azalea a punto de retoñar; envidió a aquel pájaro por no saber nada de lo que él sabía; habría cambiado su alma por la de él sin pensárselo dos veces. Y luego levantaría el vuelo, sabría qué era flotar en el aire aunque sólo fuera por una hora: el intercambio era una obviedad, y el sinsonte, con su vital indiferencia hacia él, la certidumbre de su identidad física, parecía muy consciente de lo preferible que era ser un ave.
Pasado un rato sobrenaturalmente largo, después de oír Walter el sonido de las ruedas de una maleta grande y el golpe de la puerta de la calle, Lalitha llamó a la puerta de su despacho y asomó la cabeza. —¿Todo bien?
—Sí —contestó él—. Ven a sentarte en mi regazo.
Ella enarcó las cejas. —¿Ahora?
—Sí, ahora. ¿Cuándo, si no? Mi mujer se ha ido, ¿no?
—Se ha marchado con una maleta, sí.
—Pues no volverá. Así que ven. Por qué no. No hay nadie más en la casa.
Y ella obedeció. Lalitha no era una persona vacilante. Pero la silla de oficina era poco apta para sentarse en un regazo; tuvo que agarrarse al cuello de Walter para permanecer a bordo, y aun así la silla se balanceó peligrosamente.
—¿Esto quieres? —preguntó ella.
—En realidad, no. No quiero estar en este despacho.
—Opino lo mismo.
Walter tenía mucho en que pensar, sabía que estaría pensando ininterrumpidamente durante semanas si en ese momento se abandonaba a las cavilaciones. La única manera de no pensar era huir hacia delante. Arriba, en la pequeña habitación de techo abuhardillado de Lalitha, en otro tiempo el dormitorio del servicio, que él no había visitado desde que ella se instaló allí, y cuyo suelo era un circuito de obstáculos formado por pilas de ropa limpia y rebujos de ropa sucia, la arrimó contra la pared lateral del desván y se entregó ciegamente a la única persona que lo deseaba sin reservas. Era otro estado de emergencia, no era ninguna hora de ningún día, era desesperación. La sostuvo sobre sus caderas y se tambaleó de aquí para allá, fundiéndose los labios de ambos, y al cabo de un momento se restregaban enfebrecidamente a través de la ropa, en medio de todas aquellas pilas de ropa, y al cabo de un momento se impuso una de esas pausas, la incómoda rememoración de lo universales que eran los pasos ascendentes hacia el sexo; lo impersonales, o pre-personales. De repente, él se apartó, fue hasta la cama individual deshecha y derribó una pila de libros y documentos relacionados con la superpoblación.
—Uno de los dos tiene que ir a las seis al aeropuerto para recoger a Eduardo —recordó él—. Lo digo sólo para que lo tengamos en cuenta.
—¿Qué hora es?
Walter volvió el polvoriento despertador para consultarlo.
—Las dos y diecisiete —contestó, asombrado. Era la hora más extraña que había visto en toda su vida.
—Disculpa el desorden en la habitación —dijo Lalitha.
—Me gusta. Te quiero tal como eres. ¿Tienes hambre? Yo un poco.
—No, Walter. —Lalitha sonrió—. No tengo hambre. Pero puedo traerte algo.
—Pensaba, quizá, en un vaso de leche de soja. Un preparado de soja.
—Iré a buscarlo.
Lalitha bajó, y Walter pensó con extrañeza que los pasos que oyó subir al cabo de un minuto pertenecían a la persona que ocuparía el lugar de Patty en su vida. Ella se arrodilló a su lado y lo observó atenta, ávidamente, mientras él bebía la leche de soja. A continuación, le desabrochó la camisa con sus flexibles dedos de uñas pálidas. Vale, pues, pensó él. Vale. Adelante. Pero mientras acababa de desvestirse él mismo, las escenas de la infidelidad de su mujer, que ella había narrado tan exhaustivamente, se arremolinaron en él, acompañadas de un leve pero genuino impulso de perdonarla; y supo que debía aplastar ese impulso. Su odio hacia ella y su amigo era todavía nuevo y vacilante, aún no se había endurecido, la imagen y el sonido del patético llanto de Patty eran para él aún demasiado recientes. Por suerte, Lalitha se había desnudado y ahora llevaba sólo unas bragas blancas de topos rojos. Se hallaba de pie ante él con toda naturalidad, sometiéndose a su inspección. Su cuerpo, en la flor de la juventud, era absurdamente magnífico. Inmaculado, desafiaba la gravedad, era casi insoportable contemplarlo. Si bien era verdad que en otro tiempo Walter había conocido el cuerpo de una mujer incluso algo más joven, ya no conservaba el recuerdo de ese cuerpo; él mismo era entonces demasiado joven para reparar en la juventud de Patty. Alargó el brazo y, con la base de la mano, apretó el montículo caliente y aún cubierto entre las piernas de Lalitha. Ella dejó escapar un chillido ahogado, se le doblaron las rodillas y se desplomó sobre él, envolviéndolo en dulce tormento.
Fue en ese momento cuando empezó en serio la lucha por evitar comparaciones, en particular la lucha por apartar de su cabeza la frase de Patty: «Tampoco estaba tan mal.» Vio, en retrospectiva, que su anterior ruego a Lalitha para que fuera despacio se había basado en un preciso conocimiento de sí mismo. Pero ir despacio, en cuanto echó a Patty de casa, ya no era una opción. Necesitaba un chute rápido sólo para mantenerse en marcha —para no sucumbir al odio y la autocompasión— y, en un sentido, el chute fue en efecto muy grato, porque Lalitha estaba de verdad loca por él, goteaba casi literalmente de deseo, desde luego rezumaba profusamente. Lo miró a los ojos con amor y regocijo, declaró hermosa y perfecta y magnífica la virilidad que Patty en su documento había calumniado y despreciado. ¿Qué había allí que no pudiera gustar? Él era un hombre en lo mejor de la vida, ella era adorable, joven e insaciable; y eso era, de hecho, lo que no podía gustar. Sus emociones no iban a la par del vigor y el apremio de su atracción animal, de su interminable apareamiento. Ella necesitaba montarlo, necesitaba sentirse aplastada bajo él, necesitaba tener las piernas en los hombros de él, necesitaba ponerse en la postura del perro boca abajo y ser embestida desde atrás, necesitaba doblarse contra el borde de la cama, necesitaba que le apretaran la cara contra la pared, necesitaba envolverlo con las piernas y echar la cabeza hacia atrás y dejar que sus pechos, muy redondos, se balancearan en todas direcciones. Ella parecía ver un intenso significado en todo, era un pozo sin fondo de gemido, y él estaba dispuesto a todo. En buena forma cardiovascular, enardecido por la exaltación de Lalitha, en sintonía con sus deseos, y sintiendo un gran afecto por ella. Y sin embargo no era del todo personal, y no encontraba el camino al orgasmo. Y eso fue de lo más raro, un problema totalmente nuevo e imprevisto, debido en parte, quizá, a su escasa familiaridad con los condones y a lo extraordinariamente mojada que estaba ella. ¿Cuántas veces, en los últimos dos años, se había masturbado pensando en su ayudante, corriéndose siempre en cuestión de minutos? Cien veces. Obviamente ahora su problema era psicológico. El despertador indicaba las 3.52 cuando por fin se apaciguaron. En realidad no estaba claro si ella tampoco se había corrido, y él no se atrevió a preguntar. Y allí, en su agotamiento, la acechante Comparación aprovechó la oportunidad para imponerse, ya que Patty, siempre que era posible despertar su interés, llevaba a cabo el trabajo fiablemente para ambos, dejándolos a los dos razonablemente satisfechos, dejándolo a él en disposición de irse a trabajar o leer un libro y a ella de hacer las pequeñas cosas que le eran propias y le gustaba hacer. Las propias dificultades de ella creaban fricción, y la fricción llevaba a la satisfacción…
Lalitha le besó la boca hinchada. —¿En qué piensas?
—No lo sé —respondió él—. En muchas cosas.
—¿Te arrepientes de que lo hayamos hecho?
—No, no, soy muy feliz.
—No se te ve muy feliz.
—Bueno, es que acabo de echar a mi mujer de casa después de veinticuatro años de matrimonio. Acaba de suceder hace unas horas.
—Lo siento, Walter. Aún puedes dar marcha atrás. Yo puedo despedirme y dejaros a los dos en paz.
—No, eso puedo prometértelo: no daré marcha atrás.
—¿Quieres estar conmigo?
—Sí.
Walter se llenó las manos con el pelo negro de ella, que olía a champú de coco, y se tapó la cara con él. Ahora tenía ya lo que deseaba, pero le creaba cierta sensación de soledad. Después de su gran anhelo, de alcance infinito, estaba en la cama con cierta chica finita, que era muy guapa y brillante y comprometida, pero también desordenada, poco apreciada por Jessica y mala cocinera. Y era lo único, el único baluarte que lo separaba de la maraña de pensamientos que no deseaba tener. La idea de Patty y su amigo en el lago Sin Nombre; la manera muy humana e ingeniosa en que los dos se habían hablado; la adulta reciprocidad de su sexo; lo mucho que se alegraban de que él no estuviera allí. Se echó a llorar en el pelo de Lalitha, y ella lo consoló, le enjugó las lágrimas e hicieron el amor otra vez, más cansados y doloridos, hasta que por fin él se corrió, sin alharacas, en la mano de ella.
Siguieron unos días difíciles. Eduardo Soquel, llegado de Colombia, fue recogido en el aeropuerto e instalado en la habitación «de Joey». A la rueda de prensa del lunes por la mañana asistieron doce periodistas, y Walter y Soquel sobrevivieron, y se concedió una prolongada entrevista telefónica a Dan Caperville del Times. Walter, que había trabajado en relaciones públicas toda su vida, consiguió reprimir su agitación íntima y ceñirse al mensaje y eludir la carnaza periodística inflamatoria. El Parque Panamericano de la Reinita, dijo, representaba un nuevo paradigma de conservación de la fauna basada en métodos científicos y con financiación privada; el innegable horror de la explotación minera a cielo abierto quedaba más que compensado por la perspectiva de «empleo verde» sostenible (ecoturismo, reforestación, silvicultura certificada) en Virginia Occidental y Colombia; Coyle Mathis y los demás montañeses desplazados habían cooperado plena y loablemente con la fundación y pronto tendrían trabajo en una empresa subsidiaria del generoso socio empresarial de la fundación, LBI. Walter necesitó especial autocontrol para elogiar a LBI, después de lo que Joey le había contado. Tras la conversación telefónica con Dan Caperville, salió a cenar, ya tarde, con Lalitha y Soquel y bebió dos cervezas, con lo que ascendió a tres el consumo total a lo largo de su vida.
Al día siguiente, por la tarde, cuando Soquel ya había regresado al aeropuerto, Lalitha cerró la puerta del despacho de Walter y se arrodilló entre sus piernas para recompensarlo por sus esfuerzos.
—No, no, no —dijo él, haciendo girar la silla para apartarse.
Ella lo persiguió caminando de rodillas.
—Sólo quiero verte. Tengo hambre de ti.
—Lalitha, no. —Oía a sus empleados trajinar en la parte delantera de la casa.
—Sólo un segundo —perseveró ella a la vez que le abría la bragueta—. Por favor, Walter.
Walter pensó en Clinton y Lewinksy, y después, viendo la boca de su ayudante llena de carne suya y la sonrisa en sus ojos, pensó en la profecía de su malvado amigo. A ella parecía hacerla feliz, y sin embargo…
—No, lo siento —dijo, apartándola con toda la delicadeza posible.
Ella frunció el cejo. Estaba dolida.
—Si me quieres, tienes que permitírmelo —insistió.
—Te quiero, pero éste no es el momento adecuado.
—Deseo que me lo permitas. Deseo hacerlo todo ahora mismo.
—Lo siento, pero no.
Se levantó y se la guardó y se cerró la bragueta. Lalitha permaneció de rodillas por un momento, con la cabeza gacha. Por fin se levantó también, se alisó la falda a la altura de los muslos y se dio media vuelta, visiblemente disgustada.
—Antes hay un problema del que debemos hablar —dijo él.
—De acuerdo. Hablemos de tu problema.
—El problema es que tenemos que despedir a Richard.
El nombre, que Walter se había negado a pronunciar hasta ese momento, quedó flotando en el aire.
—¿Y eso por qué? —preguntó Lalitha.
—Porque lo odio, porque tuvo una aventura con mi mujer y no quiero volver a oír su nombre nunca más, y no pienso trabajar con él por nada del mundo.
Lalitha pareció encogerse. Hundió la cabeza, encorvó los hombros, se convirtió en una niñita triste.
—¿Por eso se marchó tu mujer el domingo?
—Sí.
—Aún estás enamorado de ella, ¿verdad?
—¡No!
—Sí lo estás. Por eso no me quieres cerca de ti ahora.
—No, eso no es verdad. No es verdad en absoluto.
—Bueno, sea como sea —dijo ella, e irguió la espalda enérgicamente—, no podemos despedir a Richard. Este es mi proyecto, y lo necesito. Ya se lo he anunciado a los estudiantes en prácticas, y lo necesito para organizar los concursos de talentos en agosto. Así que tú puedes tener tu problema con él, y lamentarte mucho por lo de tu mujer, pero no pienso despedirlo.