Libertad (69 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

BOOK: Libertad
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—Supongo que el asunto tiene otra interpretación —dijo Joey.

—Pero ¿por qué a nosotros nos llega sólo esa otra interpretación? ¿Acaso no es noticia que el gobierno federal deba a los contribuyentes trescientos billones de dólares? Porque ésa es la cifra, según los cálculos de Dan, sumando el interés compuesto. Trescientos billones de dólares.

—Eso es mucho —concedió Joey educadamente—. Eso equivaldría a un millón de dólares para cada habitante del país.

—Exacto. Es un escándalo, ¿no te parece?, lo mucho que nos deben.

Joey pensó en señalar lo difícil que sería para el Tesoro devolver, pongamos, el dinero gastado en ganar la Segunda Guerra Mundial, pero tuvo la impresión de que Ellen no era la clase de persona con quien uno pudiera discutir, y empezaba a marearse por el movimiento del microbús. Oía a Jenna hablar en un excelente español, y él, que sólo lo había estudiado en el instituto, no entendió nada aparte de la repetición de caballos esto y caballos lo otro. Allí, con los ojos cerrados, en un microbús lleno de gilipollas, lo asaltó la idea de que las tres personas a quienes más quería (Connie), apreciaba (Jonathan) y respetaba (su padre) estaban todas, por decir poco, disgustadas con él, si no «asqueadas», según ellas mismas habían dicho. No podía librarse de esa idea; era como una especie de voz de la conciencia que se presentaba ante él para dar el parte. Se obligó a no vomitar, porque ¿acaso no sería el colmo de la ironía vomitar entonces, sólo treinta y seis horas después del momento en que una buena vomitada le habría sido muy útil? Había imaginado que el camino para convertirse en alguien muy duro, en alguien problemático, iría haciéndose más empinado y más arduo, pero poco a poco, con muchos placeres compensatorios en el recorrido, y que tendría tiempo de aclimatarse a cada una de las etapas. Y sin embargo allí estaba, al principio mismo del camino, ya con la sensación de que quizá no tenía estómago para eso.

Con todo, la Estancia El Triunfo era incuestionablemente paradisíaca. Enclavada junto a un arroyo de aguas cristalinas, rodeada de montes amarillentos que ascendían sinuosamente hacia una cordillera violácea, tenía unos jardines exuberantes y bien regados, prados, cuadras y chalets de piedra plenamente modernizados. La habitación de Joey y Jenna tenía una extensión exquisitamente inútil de fresco suelo embaldosado y amplios ventanales abiertos al impetuoso murmullo del arroyo que discurría más abajo. Joey había temido que hubiera dos camas, pero o bien Jenna tenía previsto compartir una cama de matrimonio con su madre, o bien había cambiado la reserva. Joey se tendió sobre la colcha de brocado de intenso color rojo, hundiéndose en medio de aquel lujo valorado en mil dólares la noche. Pero Jenna se ponía ya la ropa de montar y las botas.

—Félix va a enseñarme los caballos —dijo—. ¿Quieres venir?

Joey no quería ir, pero sabía que más le valía. «Su mierda apesta igual» era la frase que flotaba en su cabeza cuando se acercaron a las olorosas cuadras. En la dorada luz vespertina, Félix y un mozo sacaban un espléndido corcel negro sujeto por la brida. Brincó, braceó, corcoveó un poco, y Jenna se fue derecho hacia él, encandilada —con una expresión que a Joey le recordó a Connie y lo llevó a apreciarla más—, y tendió la mano para acariciarle un lado de la cabeza.

—¡Cuidado! —advirtió Félix en español.

—Tranquilo —respondió Jenna, mirando al caballo fijamente a los ojos—. Ya le caigo bien. Confía en mí, lo sé. ¿Verdad, cariño?

—¿Desea que esto, esto y esto?—prosiguió Félix, tirando de la brida.

—Hable en inglés, por favor —pidió Joey con frialdad.

—Está preguntando si quiero que lo ensillen —explicó Jenna, y luego habló fluidamente en español con Félix, que objetó que ese «esto, esto y esto» era «peligroso»; pero Jenna no era una persona que aceptara un no por respuesta. Mientras el mozo tiraba de la brida con cierta brutalidad, ella se agarró a la crin del caballo, y Félix, agarrándole los muslos con sus peludas manos, la alzó hasta el lomo desnudo del caballo. Éste clavó las patas y se volvió hacia un lado, tensando la brida, pero Jenna ya se inclinaba hacia delante, apoyando el pecho en la crin, acercando la cara a la oreja del animal, susurrándole sonidos tranquilizadores. Joey estaba muy impresionado. Una vez apaciguado el caballo, Jenna cogió las riendas y se dirigió trotando hacia el rincón más lejano del cercado, donde inició abstrusas negociaciones ecuestres, obligando al caballo a quedarse quieto, a dar unos pasos atrás, a agachar y levantar la cabeza.

El mozo le comentó algo a Félix sobre la «chica» con voz ronca y tono admirativo.

—Por cierto, me llamo Joey —dijo Joey.

—Hola —contestó Félix, sin quitarle ojo a Jenna—. ¿Usted también quiere un caballo?

—De momento estoy bien así. Pero hágame el favor de hablar en inglés, ¿vale?

—Como usted quiera.

Al corazón de Joey le sentó bien ver a Jenna tan feliz a lomos del caballo. Había estado tan negativa y depresiva, no sólo durante el viaje, sino también por teléfono en los meses anteriores, que empezaba a preguntarse si de verdad había en ella algo que apreciar aparte de su belleza. Ahora veía que al menos sabía disfrutar de lo que le proporcionaba el dinero. Aunque a la vez era sobrecogedor ver la cantidad de dinero que se requería para hacerla feliz, para ser la persona que le financiara caballos excelentes: no era tarea para pusilánimes.

No sirvieron la cena hasta pasadas las diez, en una larga mesa comunitaria labrada enteramente a partir del tronco de un árbol que debía de haber medido casi dos metros de diámetro. Los legendarios filetes argentinos eran excelentes, y el vino arrancó bramidos de aprobación a Jeremy. Joey y Jenna dieron buena cuenta de un vaso tras otro, y quizá por eso, pasadas las doce, cuando por fin se magreaban en la inconmensurable cama, él experimentó su primer ataque de un fenómeno del que había oído hablar mucho, pero nunca había imaginado que pudiera llegar a experimentar personalmente. Incluso con el menos apetecible de sus ligues, su rendimiento había sido admirable. Incluso ahora, con el pantalón aún puesto, tuvo la impresión de que la tenía tan dura como la madera de la mesa comunitaria del comedor, pero o bien se había equivocado al respecto, o bien no soportó mostrarse desnudo ante Jenna. Mientras ella se restregaba contra la pierna desnuda de Joey a través de las bragas, gruñendo un poco a cada embestida, él se sintió como si saliera volando centrífugamente, un satélite desprendiéndose de la gravedad, cada vez más alejado mentalmente de la mujer cuya lengua estaba en su boca y cuyas tetas satisfactoriamente abundantes se apretaban contra su pecho. Ella actuaba con mayor impetuosidad, menos mansedumbre, que Connie: eso era sólo una parte del problema. Además, en la oscuridad él no le veía la cara, y si no la veía, sólo tenía el recuerdo, la idea de su belleza. Se repetía una y otra vez que por fin había conseguido a Jenna, que aquélla era Jenna, Jenna, Jenna. Pero a falta de constatación visual, sólo tenía entre sus brazos a una mujer sudorosa cualquiera en plena arremetida.

—¿Podemos encender una luz? —propuso.

—Es demasiado fuerte. No me gusta.

—¿Y qué tal la luz del baño? No se ve nada.

Ella se apartó de él y, malhumorada, suspiró profundamente.

—Quizá sea mejor que nos durmamos. Es tarde, y de todos modos yo estoy desangrándome.

El se tocó el pene y, para su pesar, lo encontró aún más flácido de lo que esperaba.

—Puede que haya bebido un poco más de la cuenta.

—Yo también. Durmamos, pues.

—Sólo voy a encender la luz del baño, ¿vale?

La encendió, y al verla despatarrada en la cama, y constatar su identidad concreta como la chica más guapa que conocía, albergó la esperanza de que todos los dispositivos se activaran otra vez. Se arrastró hacia ella y dio inicio al proyecto de besar todo su cuerpo, empezando por los pies y los tobillos perfectos y ascendiendo luego por las pantorrillas y la cara interior de los muslos…

—Lo siento, pero eso es demasiado asqueroso —dijo ella de pronto cuando él llegó a las bragas—. Ven.

Con un suave empujón, le hizo tenderse de espaldas y se llevó su pene a la boca. Volvía a tenerla dura al principio, y la boca le pareció celestial, pero se le escapó un poco y notó que se le reblandecía. Temiendo que se le reblandeciera del todo, intentó mantener la erección con un puro acto de voluntad, mantener la conexión, pensar de quién era la boca donde la tenía, y de pronto, por desgracia, recordó que nunca le había interesado mucho la felación, y se preguntó qué problema tenía. El atractivo de Jenna siempre había consistido básicamente en la imposibilidad de poseerla. Ahora que ella era una persona sangrante, borracha, cansada y agazapada entre sus piernas, llevando a cabo un eficiente trabajo oral, podría haber sido casi cualquier mujer, excepto Connie.

En honor de ella, debía reconocerse que perseveró en su esfuerzo hasta mucho después de que él mismo perdiera la fe. Cuando por fin se interrumpió, le examinó el pene con neutra curiosidad; le dio un ligero meneo.

—Nada, ¿eh?

—No me lo explico. Esto es francamente vergonzoso.

—Bienvenido al mundo del Lexapro.

Cuando Jenna se durmió y empezó a emitir suaves ronquidos, él se quedó allí tendido, con la sangre bulléndole de vergüenza y pesar y añoranza. Estaba muy, muy defraudado consigo mismo, aunque no sabía muy bien por qué, exactamente, tenía que sentirse tan defraudado por su incapacidad para follarse a una chica de la que no estaba enamorado y que ni siquiera le inspiraba gran simpatía. Pensó en el heroísmo de sus padres por permanecer juntos tantos años, la necesidad mutua que subyacía incluso a sus peores peleas. Vio la actitud complaciente de su madre respecto a su padre bajo una nueva luz, y la perdonó un poco. Era una desgracia tener que necesitar a alguien, revelaba una extrema debilidad, pero ahora, por primera vez, no se veía a sí mismo tan infinitamente capaz de cualquier cosa, tan orientable al ciento por ciento hacia cualquier objetivo en que fijase la mira.

En la primera luz del alba austral, despertó con una monstruosa erección de cuya durabilidad no le cupo el menor asomo de duda. Se incorporó y contempló la maraña de pelo de Jenna, sus labios separados, la delicada y sedosa línea de su mandíbula, su belleza casi sagrada. Ahora había mejor luz, le costaba creer lo estúpido que había sido en la oscuridad. Volvió a meterse entre las sábanas y, con suavidad, le hincó un dedo en la zona lumbar.

—¡Para! —exclamó ella de inmediato, levantando la voz—. Intento volver a dormirme.

Él hundió la nariz entre sus omóplatos e inhaló su aroma a pachuli.

—Lo digo en serio —insistió ella, y se apartó con brusquedad—. Yo no tengo la culpa de que nos quedáramos despiertos hasta las tres.

—No eran las tres —musitó él.

—Parecían las tres. ¡Parecían las cinco!

—Ahora son las cinco.

—¡Uf! ¡No quiero ni saberlo! Necesito dormir.

Joey se quedó allí tendido supervisando manualmente, interminablemente, su erección, intentando mantenerla, por lo menos en parte. De fuera llegaban relinchos, un golpeteo metálico lejano, el canto de un gallo, los sonidos de cualquier sitio rural. Mientras Jenna dormía, o lo simulaba, se anunció un arremolinamiento en las tripas de él. Por más que se resistió, el arremolinamiento fue en aumento hasta convertirse en un apremio que se impuso a todos los demás. Con sigilo, fue al cuarto de baño y se encerró. En su neceser de afeitado tenía un tenedor que había llevado en previsión de la tarea sumamente desagradable que le esperaba. Se sentó empuñándolo con la mano sudorosa mientras la mierda se escurría de su cuerpo. Era abundante, la cantidad acumulada en dos o tres días. Al otro lado de la puerta sonó el teléfono: la llamada del servicio de despertador a las seis y media.

Se arrodilló en el frío suelo y escudriñó los cuatro grandes cagarros que flotaban en la taza con la esperanza de ver el destello del oro. El cagarro más antiguo era oscuro y firme y noduloso, los de más adentro eran de color más claro y empezaban a disolverse un poco. Aunque él, como todo el mundo, se deleitaba en secreto con el olor de sus propios pedos, el olor de su mierda era cosa aparte: olía tan mal que hasta parecía repugnante en un sentido moral. Hincó el tenedor en uno de los cagarros más blandos a fin de girarlo para examinar el lado inferior, pero se dobló y empezó a disgregarse, tiñendo el agua de marrón. Comprendió que la idea del tenedor había sido una fantasía poco realista. Pronto el agua se enturbiaría de tal modo que sería imposible ver en ella un anillo, y si el anillo se desprendía de la materia envolvente, se hundiría hasta el fondo y probablemente se iría por el desagüe. No le quedaba más remedio que extraer los cagarros uno por uno y revisarlos con los dedos, y debía hacerlo deprisa, antes de que el agua los saturara. Conteniendo la respiración, con los ojos llorosos, cogió el cagarro más prometedor y renunció a su última fantasía, que era que a lo mejor le bastaría con una sola mano. Tuvo que emplear las dos, una para sostener la mierda, y la otra para escarbar en ella. Le sobrevino una arcada, seca, y se puso manos a la obra, hundiendo los dedos en el cilindro de excremento blando y sorprendentemente ligero, a temperatura corporal.

Jenna llamó a la puerta. —¿Qué pasa?

—¡Un momento!

—¿Qué haces ahí dentro? ¿Meneártela?

—¡He dicho que un momento! Tengo diarrea.

—Por Dios. ¿Puedes pasarme un tampón al menos?

—¡Un momento!

Por suerte, el anillo apareció en el segundo cagarro desmenuzado. Un contacto duro en medio de la materia blanda, un círculo límpido dentro del caos. Se enjuagó las manos lo mejor que pudo en el agua inmunda, tiró de la cadena con el codo y acercó el anillo al lavabo. El mal olor era espantoso. Se lavó las manos y limpió el anillo y los grifos tres veces con mucho jabón, mientras Jenna, ante la puerta, se quejaba de que faltaban veinte minutos para que sirvieran el desayuno. Y fue una sensación extraña pero sin duda la experimentó: cuando salió del baño con el anillo en el dedo anular, y Jenna pasó junto a él precipitadamente y volvió a salir disparada, chillando y maldiciendo por el hedor, Joey era otra persona. Vio a esa persona con tal claridad que fue como hallarse fuera de sí mismo. Era la persona que había manipulado su propia mierda para recuperar su alianza nupcial. Ésa no era la persona que él creía ser, o la que habría elegido ser si hubiese tenido la libertad de elegir, pero había algo reconfortante y liberador en ser una persona real y definida, y no una colección de personas potenciales y contradictorias.

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