Pero ¿qué coño…? ¿Cómo se había enterado ya el Times de la firma de esa mañana? En sus circunstancias presentes, Walter se hallaba en tan pésimas condiciones para reflexionar sobre ese mensaje que redactó de inmediato la respuesta y la envió sin concederse un momento para recapitular:
Apreciado señor Caperville:
¡Gracias por su interés! Sería un placer para mí hablar con usted sobre las apasionantes actividades que la fundación tiene previstas. De hecho, voy a conceder una rueda de prensa el lunes próximo por la mañana en Washington con intención de anunciar una destacada y apasionante nueva iniciativa medioambiental a la que espero que pueda usted asistir. En consideración a la importancia de su periódico, puedo adelantarle asimismo una copia de nuestro comunicado de prensa el domingo por la tarde. Si le es posible hablar conmigo el lunes por la mañana a primera hora, antes de la rueda de prensa, quizá yo también consiga encontrar un hueco.
Estaré encantado de colaborar con usted,
Walter E. Berglund
Director ejecutivo, Fundación Monte Cerúleo
Les mandó copia de todo a Cynthia y Lalitha, con el comentario ¿Qué coño es esto?, y luego se paseó por la habitación agitado, pensando en lo bien que le sentaría una segunda cerveza en ese momento. (Una cerveza en cuarenta y siete años, y ya se sentía como un adicto.) Así las cosas, lo acertado sería probablemente despertar a Lalitha, volver a Charleston, coger el primer vuelo de la mañana siguiente, adelantar la rueda de prensa al viernes y salir en defensa de la noticia. Pero parecía que el mundo, ese mundo acelerado y enloquecedor, conspiraba para privarlo de las dos únicas cosas que de verdad deseaba ahora. Después de verse ya privado de besar a Lalitha, quería al menos pasar el fin de semana planeando la iniciativa sobre la superpoblación con ella, Jessica y Richard, antes de afrontar el lío de Virginia Occidental.
A las diez y media, paseándose aún por la habitación, su sensación de privación y angustia y autocompasión era tal que telefoneó a Patty. Deseaba que se le reconociera algún mérito por su fidelidad, o quizá sólo deseaba volcar algo de ira en una persona querida.
—Ah, hola —dijo Patty—. No esperaba saber de ti. ¿Va todo bien?
—Va todo fatal.
—¡Pues no me extraña! No es fácil decir que no cuando quieres decir que sí, ¿verdad?
—Por Dios, no empieces —contestó él—. Te lo ruego, por lo que más quieras, no empieces con eso esta noche.
—Lo siento. Sólo pretendía ser comprensiva.
—Lo que tengo entre manos es un problema profesional, Patty, no una simple pequeñez personal relacionada con las emociones, lo creas o no. Es una dificultad profesional grave y no me vendrían mal unas palabras de apoyo. Esta mañana, algún asistente a la reunión le ha filtrado algo a la prensa, y tengo que salir en defensa de una noticia de la que ni siquiera sé si quiero salir en defensa, porque empiezo a tener la sensación de que la he pifiado, de que lo único que he conseguido es entregar cinco mil quinientas hectáreas para que las dinamiten hasta reducirlas a un paisaje lunar, y ahora hay que informar al mundo y ya ni siquiera me interesa el proyecto.
—Ya, bueno —dijo Patty—, la verdad es que eso del paisaje lunar suena fatal.
—¡Gracias! ¡Gracias por animarme!
—Precisamente esta mañana he leído un artículo sobre eso en el Times.
—¿Hoy?
—Sí, de hecho mencionaban a tu reinita, y lo mucho que la perjudicaba la explotación a cielo abierto.
—¡No me lo puedo creer! ¿Hoy?
—Sí, hoy.
—¡Joder! Alguien debe de haber visto la noticia en el periódico de hoy y después ha telefoneado al periodista con la filtración. Acabo de saber de él hace media hora.
—Bueno, en cualquier caso estoy segura de que sabes lo que haces —dijo Patty—aunque eso de la explotación a cielo abierto suena francamente mal.
Walter se apretó la frente, sintiéndose otra vez al borde del llanto. Apenas podía creer que estuviera oyendo eso de labios de su mujer, en ese momento, precisamente en un día como aquél.
—¿Desde cuándo eres tan aficionada al Times? —preguntó.
—Sólo he dicho que suena bastante mal. Ni siquiera parece que nadie ponga en duda lo malo que es.
—Eres la misma persona que se reía de su madre por creerse todo lo que leía en el Times.
—¡Ja, ja, ja! ¿Ahora soy mi madre? Como no me gusta la explotación a cielo abierto, ¿de pronto me convierto en Joyce?
—Sólo digo que el asunto tiene otros enfoques.
—Crees que deberíamos quemar más carbón. Facilitar las cosas para quemar más carbón. A pesar del calentamiento global.
Walter se tapó los ojos con la mano y se los apretó hasta que le dolieron.
—¿Quieres que te explique la razón? ¿Tengo que hacerlo?
—Si quieres.
—Vamos camino de una catástrofe, Patty. Vamos camino de un desmoronamiento total.
—Bueno, eso a mí, y sinceramente no sé a ti, digamos que empieza a parecerme un alivio.
—¡No hablo de nosotros!
—¡Ja, ja, ja! La verdad es que no lo he captado. No he entendido a qué te referías, en serio.
—Me refería a que, en algún momento, la población mundial y el consumo de energía van a tener que reducirse drásticamente. Incluso ahora hemos dejado de ser sostenibles en gran medida. En cuanto se produzca el desmoronamiento, surgirá una oportunidad para que los ecosistemas se recuperen, pero sólo si queda algo de naturaleza. La cuestión es, pues, qué proporción del planeta se destruye antes del desmoronamiento. ¿Lo agotamos por completo, talamos todos los árboles y dejamos estériles todos los mares, y luego nos desmoronamos? ¿O sobrevivirá algún bastión intacto?
—En cualquier caso, para entonces tú y yo ya estaremos muertos hará tiempo —dijo Patty.
—Pues antes de morir pretendo crear un bastión. Un refugio. Algo que ayude a un par de ecosistemas a superar el punto crítico. En eso consiste el proyecto en su totalidad.
—O sea —persistió ella—, como que habrá una epidemia mundial y se formará una cola larguísima para el Tamiflu, o el Cipro, y gracias a ti seremos las dos últimas personas de la cola. «Ah, lo siento, chicos, maldita sea, se nos ha acabado hace un momento.» Entonces seremos amables y corteses y complacientes, y nos moriremos.
—El calentamiento global es una gran amenaza —afirmó Walter, negándose a morder el anzuelo—, pero sigue sin ser tan grave como los residuos radioactivos. Resulta que las especies pueden adaptarse mucho más rápido de lo que creíamos. Si el cambio climático se produce a lo largo de cien años, un ecosistema frágil tiene la posibilidad de resistir. Pero cuando un reactor revienta, todo se jode de inmediato y sigue jodido durante los próximos cinco mil años.
—Así que viva el carbón. Quememos más carbón. Hurra, hurra.
—Es complicado, Patty. El panorama se complica cuando contemplas las alternativas. La energía nuclear es una catástrofe asegurada a la espera de suceder en cualquier momento. Hay cero posibilidades de que los ecosistemas se recuperen de una catástrofe. Todo el mundo habla de la energía eólica, pero el viento tampoco es ninguna maravilla. Esa idiota de Jocelyn Zorn tiene un folleto que muestra las dos opciones… las dos únicas opciones, cabe suponer. La ilustración A muestra un paisaje desértico devastado, posterior a la ECA; la ilustración B muestra diez molinos de viento en un paisaje montañoso inmaculado. ¿Y cuál es el fallo de esa ilustración? El fallo es que hay sólo diez molinos. Cuando en realidad se necesitan diez mil molinos. Se necesitan turbinas en las cimas de todas las montañas de Virginia Occidental. Imagina que eres un ave migratoria e intentas atravesar eso volando. Y si cubres todo el estado de molinos, ¿crees que seguirá siendo una atracción turística? Y además, para competir con el carbón, esos molinos deben funcionar eternamente. Dentro de cien años, esas monstruosidades seguirán ofendiendo a la vista, rebanando las pocas aves que queden. En tanto que el yacimiento de una mina a cielo abierto, dentro de cien años, si recuperas el terreno debidamente, tal vez no sea perfecto, pero sí será un valioso bosque maduro.
—Y tú eso lo sabes y el periódico no —dijo Patty.
—Exacto.
—Y no cabe ninguna posibilidad de que te equivoques.
—No en cuanto al carbón comparado con las energías eólica o nuclear.
—Pues quizá si explicas todo eso, tal como acabas de explicármelo a mí, la gente lo crea y no tengas ningún problema.
—¿Tú lo crees?
—No tengo todos los datos.
—Pero ¡yo sí tengo los datos, y te los estoy dando! ¿Por qué no me crees? ¿Por qué no me animas?
—Creía que eso era tarea de Cara Bonita. Estoy un poco desentrenada desde que esa función la asumió ella. Además, ella lo hace mucho mejor.
Walter puso fin a la conversación antes de que se torciera aún más. Apagó todas las luces y se preparó para acostarse bajo el resplandor del aparcamiento que entraba por las ventanas. La oscuridad era el único alivio disponible para su estado de desdicha en carne viva. Corrió las cortinas opacas, pero seguía filtrándose luz por debajo, así que retiró las almohadas y la colcha de la cama libre y las usó para impedir su paso en la medida de lo posible. Se puso un antifaz de dormir y se tendió con una almohada encima de la cara, pero incluso así, por más que se reacomodase el antifaz, una ligera insinuación de fotones extraviados chocaba aún contra sus párpados firmemente cerrados, la oscuridad no era del todo perfecta.
Su mujer y él se querían y se causaban dolor mutuamente a diario. Todo lo demás que hacía en la vida, incluso su deseo por Lalitha, se reducía a poco más que una huida de esa circunstancia. Patty y él no podían vivir juntos ni concebían la posibilidad de vivir separados. Cada vez que pensaba que habían llegado al insoportable punto de ruptura, resultaba que aún podían continuar sin romper.
El verano anterior, una noche de tormenta en Washington, se dispuso a tachar una de las tareas pendientes en su lista personal desalentadoramente larga abriendo una cuenta bancada online, cosa que venía proponiéndose desde hacía años. Desde el traslado a Washington, Patty asumía cada vez menos parte de su carga en las responsabilidades de la casa y ya ni siquiera se ocupaba de la compra, pero sí seguía pagando las facturas y llevaba las cuentas familiares. Walter nunca había examinado los extractos de la cuenta corriente hasta que, después de cuarenta y cinco minutos de frustración con el software del banco, las cifras aparecieron en la pantalla de su ordenador. Cuando vio la extraña pauta de retiradas de efectivo mensuales por valor de quinientos dólares, lo primero que pensó fue que algún hacker había estado robándoles desde Nigeria o Moscú. Pero por fuerza Patty se habría dado cuenta, ¿o no?
Subió a la pequeña habitación de Patty, donde ella charlaba animadamente por teléfono con una de sus antiguas amigas del baloncesto —aún prodigaba risas e ingenio a las personas de su vida que no eran Walter—, y le dio a entender que no iba a marcharse hasta que colgara.
—Necesitaba efectivo —dijo ella cuando él le enseñó el listado con los movimientos de cuenta—. Usé unos cuantos cheques para sacar dinero.
—¿Quinientos al mes? ¿Casi a finales de cada mes?
—Es cuando saco el dinero del banco.
—No, tú sacas doscientos dólares cada dos semanas. Sé cómo son tus retiradas de dinero. Y aquí también hay una comisión por un cheque certificado. ¿El quince de mayo?
—Sí.
—Eso parece un cheque certificado, no una simple retirada en efectivo.
Allá por el Observatorio Naval, más o menos donde vivía Dick Cheney, los truenos resonaban en un cielo vespertino del color de las aguas del Potomac. Patty, en su pequeño sofá, se cruzó de brazos en un gesto de desafío.
—¡Vale! —dijo—. ¡Me has pillado! Joey necesitaba pagar por adelantado el alquiler de todo el verano. Lo devolverá cuando lo gane, pero no disponía de dinero en ese momento.
Por segundo verano consecutivo Joey trabajaba en Washington sin vivir en casa. Su rechazo de la ayuda y la hospitalidad de sus padres era ya de por sí suficiente motivo de irritación para Walter, pero más grave aún era la identidad de quien le proporcionaba el trabajo de verano: una pequeña empresa corrupta —financiada (aunque eso todavía no le importaba mucho a Walter) por los amigos de Vin Haven en LBI— que acababa de crearse y había ganado, sin concurso previo, la contrata para la privatización de la industria panificadora en el Iraq recién liberado. Walter y Joey ya habían tenido su gran pelea por eso unas semanas antes, el Cuatro de Julio, cuando Joey fue a casa de sus padres para un picnic y, muy tardíamente, dio a conocer sus planes para el verano. Walter perdió el control, Patty corrió a esconderse en su habitación, y Joey se quedó allí sentado, luciendo su sonrisita republicana. Su sonrisita de Wall Street. Como si tolerase al paleto y estúpido de su padre, con sus principios chapados a la antigua; como si él ya supiera lo que hacía.
—Pues aquí dispone de una habitación más que apta —dijo Walter—, pero eso a él no le basta. No sería lo bastante adulto. No molaría. ¡Tal vez incluso tendría que ir al trabajo en autobús! ¡Con la gente corriente!
—Tiene que conservar la residencia en Virginia, Walter. Y lo devolverá, ¿vale? Sabía lo que dirías si te lo preguntaba, así que lo hice sin decírtelo. Si no quieres que tome mis propias decisiones, confisca el talonario. Retírame la tarjeta de crédito. Acudiré a ti a mendigarte el dinero cada vez que lo necesite.
—¡Cada mes! ¡Has estado enviándole dinero cada mes! ¡Al Hombre Independiente!
—Estoy prestándole dinero, ¿vale? Sus amigos, en general, tienen recursos ilimitados. Él es muy austero, pero si va a relacionarse con esa gente y estar en ese mundo…
—Ese gran mundo de las fraternidades, lleno de lo mejorcito…
—Tiene un proyecto. Tiene un proyecto y quiere impresionarte.
—¡Ahora me entero!
—Lo destina todo a ropa y vida social —dijo Patty—. Se paga él mismo los estudios, se paga la habitación y la comida, y tal vez si fueras capaz de perdonarle por no ser una réplica de ti en todos los sentidos, verías lo mucho que os parecéis. Tú te mantenías exactamente igual que él cuando tenías su edad.
—Ya, sólo que yo llevé los mismos tres pantalones de pana durante los cuatro años de universidad, y no salía de bares cinco noches a la semana, y desde luego no recibía dinero de mi madre.