Las lámparas fluorescentes del techo encima de él parpadearon de manera errática un par de veces hasta que una de ellas se apagó repentinamente, mientras que las otras eran todavía más brillantes. A pesar de que la celda estaba bañada por la luz, el brillo parecía ir disminuyendo alrededor de Jon. Poco a poco se formó una esfera alrededor de él, creando un espacio más oscuro que el resto de la habitación. Además, chispas y diminutos destellos parecían saltar sobre la superficie de la esfera. Pronto dejaron de verlo debido a la oscuridad y al aumento de las descargas de energía.
—Mierda —gritó Paw—. Se ha salido de la escala.
Katherina miró la pantalla del ordenador. La onda senoidal todavía estaba fluctuando con regularidad, pero en una frecuencia más rápida que antes. La línea roja había desaparecido. Movió los pies hasta liberarlos y los apoyó en el suelo.
La esfera ya del todo negra parecía estar atrayendo la luz detrás del cristal, como si fuera un agujero negro. Los destellos y las chispas se deslizaban sobre la superficie describiendo extraños dibujos y algunas saltaban de la esfera hacia la habitación, donde aterrizaban sobre los objetos y el cableado que rodeaban a Jon. Las chispas bailaron en el aire hasta que toda la luz pareció haber sido succionada dentro de la esfera con una gran inhalación.
Katherina dio una patada al suelo, enviándose a sí misma y a la silla velozmente hacia el otro extremo de la habitación, lejos de la ventana. Mientras se alejaba, se dio la vuelta y se agachó hacia delante. Detrás de ella escuchó gritos y una gran conmoción.
Entonces se produjo la explosión.
La fuerza la lanzó de lado contra la pared y se quedó bruscamente sin aliento. Sintió un gran calor y sus pulmones ardían mientras trataba de volver a respirar. Después del estallido de la explosión vino el ruido del cristal hecho añicos cayendo al suelo y el siseo de las chispas que volaban. Escuchó gemidos al otro extremo de la habitación, pero todas las luces se habían apagado, y la única luminosidad que había era la que provenía de las llamas de los papeles incendiados en la mesa y en el suelo.
Katherina sintió un dolor en los brazos, en la piel que había quedado sin protección para el calor. La cinta alrededor de las muñecas se había derretido y pudo liberarse fácilmente. Se arrancó la cinta de la boca y llegó tanteando a la puerta, que abrió de un tirón. Antes de salir de la estancia, echó una última mirada al escritorio donde habían estado Remer y Paw. Alcanzó a ver a gente en el suelo, pero no se detuvo a comprobar si todavía seguían con vida.
Fuera, en el pasillo, una única lámpara fluorescente parpadeaba y el efecto estroboscópico convertía el corredor en una escena de pesadilla. La puerta de metal de la celda estaba curvada hacia fuera; la mirilla había volado y salía humo por allí, como si fuera una chimenea. En el suelo, delante de la puerta, yacía el chófer de Kortmann. Uno de sus ojos era un cráter hondo y abierto; la sangre salía a chorros de la herida y le corría por la cara para formar un charco cada vez más grande en el suelo.
Katherina tuvo que empujar el cuerpo a un lado antes de poder abrir la puerta de la celda. El humo la fue envolviendo. Tosiendo, se metió en la habitación, estirando las manos hacia delante. El primero de los dos sillones estaba arrugado como una suerte de escultura abstracta; la mitad del tapizado había desaparecido, la otra mitad estaba en llamas. En el otro sillón estaba Jon.
Permanecía sentado con la cabeza inclinada, pero por lo demás no parecía haber sido tocado por las fuerzas que habían devastado la habitación. Todavía sostenía el libro en la mano. Lentamente, Katherina se acercó al sillón y puso la mano sobre el hombro de Jon, que levantó la cabeza y le sonrió tenso.
—¿Cómo ha ido todo?
Katherina apretó su cuerpo contra el de él y empezó a sollozar.
—Estoy muy cansado —susurró Jon.
Comenzaba a costarle mantener la cabeza erguida.
Katherina lo soltó y le acarició la frente.
—Tenemos que salir de aquí —dijo—. ¿Crees que podrás?
—Muy cansado —repitió Jon.
La chica trató de ayudarlo a ponerse de pie, pero todavía estaba atado al reposabrazos. La explosión no había tocado el sillón en el que estaba sentado y tampoco las bandas de plástico que lo mantenían prisionero.
—Campelli —resonó de pronto la voz de Remer. A través del agujero ocupado anteriormente por el cristal, pudieron ver una figura con la ropa hecha jirones y la cara cubierta de sangre—. Bienvenido. Usted es mío ahora.
—Corre —murmuró Jon a Katherina.
Ella tiró de las ataduras, pero se negaban a ceder.
Con un gran esfuerzo Jon se enderezó en el sillón.
—Tienes que irte —gruñó, debilitado por el esfuerzo—. No debes permitir que se apoderen de ti.
Sus palabras fueron prácticamente ahogadas por una fuerte explosión. Katherina se estremeció. Nunca antes había escuchado un disparo en la vida real, pero no tenía la menor duda de que se trataba de eso, y la postura que Remer había adoptado también servía para que todo fuera muy claro.
Tenía el revólver en la mano y la estaba apuntando a ella.
Con dificultad, Jon giró la cabeza hacia Remer. Podía ver el revólver en su mano, y los labios del hombre estaban separados esbozando una sonrisa de dientes blancos y sangre roja. Jon volvió su atención a Katherina y vio el miedo en sus ojos.
Aún sujetaba el libro en la mano y, con un último esfuerzo, enfocó la mirada en las palabras sobre la página y leyó tan alto como pudo. Aunque no tenía la fuerza como para cargar lo que estaba leyendo, la reacción de Remer fue instantánea. Dio un paso hacia atrás y levantó un brazo para protegerse.
—¡Ahora! —le gritó Jon a Katherina y ella saltó apartándose de él, dirigiéndose a la puerta abierta donde Remer no podía verla.
Vaciló un segundo y se volvió para mirar a Jon, pero éste hizo un gesto urgente con la cabeza. Ella no se movió.
—¡Corre! —gritó él con toda la furia que pudo reunir.
El rostro de Katherina adquirió una expresión de miedo, pero se recompuso y corrió, desapareciendo de la vista de Jon.
Aliviado, Jon soltó el libro, que cayó al suelo con un ruido sordo. Se echó hacia atrás con una sonrisa en los labios y cerró los ojos. Escuchó mucho ruido por todas partes a su alrededor. Gente que corría y hablaba con nerviosismo. Alguien estaba gimiendo; parecía la voz de Paw.
Jon esperó que fuera Paw.
El olor en la habitación le hizo recordar su activación en Libri di Luca. Se percibía la misma sensación de electricidad en el aire, el hedor de madera y plástico quemados, y él tenía un sabor metálico en la boca. El agotamiento que sentía también era el mismo, una penetrante fatiga que le hacía imposible moverse a menos que concentrara toda su atención.
Una cosa había sido diferente: la forma de avanzar en la lectura. Durante la activación él había estado totalmente ajeno a todo. Fue como un apagón, y no se había dado cuenta de nada de lo que ocurría a su alrededor.
La medición de sus poderes en aquella habitación-celda fue completamente distinta.
Al principio no había notado nada anormal. Dado que había sostenido el libro a un brazo de distancia, el texto estaba más lejos de lo que le habría gustado, y tenía que entrecerrar un poco los ojos para poder leer. El dolor de cabeza producido por el golpe tampoco ayudaba y había tartamudeado al leer las primeras páginas. Poco a poco se fue haciendo más fácil, y su lectura fue adquiriendo mayor fluidez y coherencia hasta que percibió la ya familiar sensación de control.
Jon había leído cuatro o cinco páginas de
Frankenstein
sin producir desviaciones demasiado importantes. Simplemente iba encontrando el ritmo, lo que le permitía orientarse en el espacio y en el texto, así como administrar la energía. Se contuvo un poco, como un corredor antes de la decisiva carrera final, poniendo en tensión sus poderes como si fueran músculos que se prepararan para la escapada.
Al comenzar la parte de la revuelta de los lugareños y la desesperación del monstruo, Jon se metió como un remolino en el texto y las imágenes se elevaron para encontrarse con él con colores claros y fuertes en contornos bien definidos. Su entorno, en lugar de desaparecer repentinamente, como si alguien hubiera apretado un botón, se desvaneció en una suave transición, como en los fundidos cinematográficos. Los objetos a su alrededor se convirtieron en parte del escenario dentro del relato. Así pues, el sillón delante de él se transformó en la camilla sobre la que el doctor Frankenstein construyó a su monstruo, y las figuras que lo observaban a través del cristal se convirtieron en árboles que se balanceaban delante de las ventanas del castillo.
Después de eso, Jon hizo aparecer los efectos. Las imágenes adquirieron una luz aguda y penetrante, como si estuvieran sobreexpuestas. Las emociones en el relato eran tan fuertes que parecían sólidas y presentes, como personajes menores por derecho propio. Acentuó el horror en las escenas, así como la desesperanza del monstruo y la inhumana sed de sangre de las masas. Las imágenes aparecían casi separadas de sus sitios; sólo los sentimientos puros en los rostros eran cortados a manera de un caleidoscopio a través de la luz en una fluctuación creciente de imágenes. Aceleró las cosas todavía más, de modo que las imágenes empezaron a aparecer como un remolino en el que caras y lugares se deformaban, siendo atraídas todavía más al movimiento en espiral. Los colores cambiaron la polaridad, de modo que las figuras aparecían como un negativo. Los dientes de los personajes, que se veían negros en sus llamativas muecas, quemaban agujeros a través de las imágenes. Las pupilas blancas de sus ojos brillaban tanto que dejaban imágenes flotando en la retina mientras giraban en la vorágine. Jon hizo un último esfuerzo y se arrojó al ciclón de imágenes.
Para su sorpresa, aquello resultó ser totalmente oscuro y muy silencioso.
—Felicidades, Campelli.
La voz de Remer hizo que Jon volviera a la realidad de la habitación aislada. Abrió lentamente los ojos y dirigió su mirada al hombre, que estaba a unos metros de distancia. Tenía la cara cubierta de pequeñas heridas ensangrentadas y una mejilla negra de hollín.
—Ha batido un nuevo récord —continuó, mirando a su alrededor en la habitación—. A un alto precio, hay que decirlo, pero muy convincente.
—¿Katherina? —preguntó Jon con voz ronca.
—No se preocupe, no irá muy lejos —replicó Remer.
Jon sonrió. Eso quería decir que por lo menos había salido del edificio. De pronto, su propia situación ya no era importante, y tuvo la sensación de ser invencible.
—¿Y cuál es mi puntuación?
Remer se rió.
—No conocemos el número exacto. Usted fue mucho más allá de lo que marca la escala. Nadie lo había hecho antes.
—Me alegro de haber podido colaborar en el espectáculo —dijo Jon—. ¿Puedo irme ahora?
Remer se rió otra vez.
—Pero si acaba de llegar —replicó. Su sonrisa desapareció, y sus ojos grises se clavaron en el abogado con una mezcla de alerta y expectación—. Hemos estado buscando a alguien como usted, Campelli. Usted es quien nos va a llevar hasta el siguiente nivel.
Jon sacudió la cabeza.
—Está usted loco. Jamás le ayudaré.
—No esté tan seguro de eso —dijo Remer—. Estoy convencido de que verá las cosas de manera diferente en cuanto tenga oportunidad de oír lo que tenemos que ofrecerle.
Jon resopló.
—Además, siempre hay otros métodos —continuó Remer—. Métodos que no necesariamente incluyen a su novia, en caso de que ella logre eludirnos, después de todo. —Suspiró—. Pero no nos obligue a recurrir a eso. La mejor solución sería que usted se uniera a nosotros por propia voluntad.
Había algo perturbador en la manera en que Remer presentaba sus amenazas. No era físicamente amenazador o agresivo; en cambio, daba la impresión de estar ligeramente ofendido.
—Lamento tener que decepcionarle —dijo Jon—. Eso no ocurrirá nunca.
Fuera lo que fuese lo que Remer tenía guardado en la manga, Jon no iba a ceder ante el hombre que estaba detrás de las muertes de sus padres.
El empresario se volvió para gritar algo hacia la puerta. Luego dio un paso más hacia Jon.
—Está cansado, Campelli. —Le hablaba con indulgencia—. Cuando haya dormido un poco, todo será diferente. Espere y verá.
Un hombre alto de pelo oscuro y enorme mandíbula apareció en la puerta. Le entregó algo a Remer, quien hizo una señal con la cabeza en dirección al brazo libre de Jon. El hombre se acercó al sillón y le agarró el brazo antes de que pudiera moverlo, apretándolo contra el reposabrazos con un puño que parecía de hierro. El objeto que Remer tenía en la mano era una jeringa, y lentamente se acercó a Jon para inyectársela en el brazo que todavía estaba atado.
—Lo que usted necesita ahora es descansar un poco —repitió el empresario con una sonrisa.
Jon trató de luchar contra él, pero ya no pudo mantenerse despierto. No había soñado con su madre, Marianne, desde que era un niño. Entonces, los sueños se concentraban siempre en su pérdida. A veces ella estaba a bordo de un tren al que él no lograba llegar a tiempo, o caía en un profundo barranco antes de que él pudiera hacer algo para impedirlo. Jon estaba solo con ella en sus sueños, que terminaban cuando su madre lo abandonaba de alguna manera, con frecuencia para siempre. Había tenido algunos de estos sueños antes de que ella muriese, algo así como una premonición, y durante mucho tiempo creyó que ellos habían causado su muerte. Aunque por lo general despertaba en un estado de gran desesperación, con el transcurso del tiempo Jon llegó a creer que, en realidad, aquellas pesadillas lo estaban ayudando a aceptar su pérdida, como si hubieran suavizado las aristas de su pena. Finalmente aquellos sueños desaparecieron por completo y su madre no había vuelto a aparecer en sus noches desde entonces.
Hasta que, de pronto, allí estaba ella, con Luca. Parecía una escena de cumpleaños…, el cumpleaños de Jon. La mesa estaba puesta para una fiesta infantil, con un mantel de papel, banderitas y globos, pero había muchas velas en el pastel, más de las que podía contar o soplar. Él trataba inútilmente de apagarlas, una y otra vez, pero sus felices padres se compadecían de él y le daban un enorme regalo. Estaba envuelto en papel azul con una cinta plateada, que él no vaciló en rasgar. Debajo había una capa de papel rojo, y más abajo, una capa amarilla. Aquello continuó así durante un buen rato, y Jon se sentía cada vez más frustrado, arrancando los papeles cada vez con más ferocidad, sin que el entusiasmo de Marianne y de Luca disminuyera en ningún momento, como si él estuviera a punto de alcanzar el objetivo. En el preciso instante en que estaba a punto de abandonar la empresa, llegó a la última capa de papel. Estaba rodeado por montones de envoltorios destrozados y sus padres habían desaparecido entre las montañas de papeles. Todavía podía escuchar sus gritos de aliento si prestaba atención, pero se oían como si estuvieran cubiertos por un edredón. El regalo se había encogido de manera considerable, y cuando quitó la última capa de papel, tenía un libro en las manos.