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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 3 (15 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 3
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—Es mi colección —le dijo la muchacha.

—Ya veo.

—Colecciono cosas desde los seis años.

Atravesó el dormitorio hasta llegar al tocador, donde la mayoría de las mujeres que Earl había conocido guardaban sus cosméticos. Pero allí sólo había más exhibiciones inútiles.

—Todos los clientes se dejan algo —le dijo la muchacha a Earl, cogiendo una de aquellas porquerías con el mismo cuidado con que otros levantarían una piedra preciosa, y examinándola antes de volver a colocarla en su sitio.

—¿De veras? — inquirió Earl.

—Si. Todo el mundo. Aunque sólo sea una cerilla usada o un pañuelo de papel manchado de barra de labios. Cuando yo era niña, Ophelia, una mexicana, se encargaba de limpiar las habitaciones. Esto empezó con ella, como un juego. Solía traerme cosas que los clientes se dejaban en las habitaciones. Al morir ella, empecé a coleccionar las cosas que encontraba, como recuerdo.

Earl comprendió la absurda poesía del museo. Laura May albergaba en su limpio cuerpo toda la ambición de un gran conservador. Y no por el arte en sí, sino que coleccionaba recuerdos de una naturaleza más íntima, señales olvidadas de las personas que habían pasado por allí, y que probablemente no volvería a ver.

—Lo tienes todo marcado —señaló Earl.

—Sí, no serviría de nada si no supiera a quien perteneció cada cosa, ¿no te parece?

Earl supuso que no, y francamente impresionado, murmuró:

—Es increíble.

Laura May le sonrió. Earl imaginó que no le enseñaba la colección a mucha gente y se sintió extrañamente honrado de estar viéndola.

—Tengo piezas de primera —le informó, abriendo el cajón central del tocador—. Cosas que exhibo.

—¿De veras?

El cajón que había abierto estaba forrado de papel de seda; crujió cuando ella extrajo una selección de adquisiciones especiales. Un pañuelo de papel sucio encontrado debajo de la cama de una estrella de Hollywood, muerta trágicamente seis semanas después de haber estado en el motel. Una hipodérmica utilizada para inyectarse heroína, dejada por X; una caja de cerillas vacía, proveniente del bar de homosexuales de Amarillo, dejada por Y. Los nombres que le mencionaba a Earl significaban poco o nada, pero le siguió la corriente, tal como presintió que ella deseaba que hiciese, mezclando exclamaciones de incredulidad con risas. El placer de Laura May, alimentado por el de Earl, creció. Le enseño todos los elementos que guardaba en el tocador, refiriéndole alguna anécdota o algún dato biográfico. Cuando hubo terminado, le comentó:

—Cuando te dije que había empezado a coleccionar esas cosas con Ophelia, como una especie de juego, te mentí. En realidad, lo de la colección vino después.

—¿Qué te hizo empezar?

Se puso a cuatro patas y abrió el último cajón del tocador con una llave que pendía de una cadena que llevaba al cuello. En ese cajón había un único artefacto; lo sacó reverencialmente y se incorporó para enseñárselo.

—¿Qué es esto?

—Me has preguntado con qué empecé la colección. Fue con esto. Lo encontré y nunca lo devolví. Puedes mirarlo si quieres.

Tendió el premio hacia Earl y él desenvolvió el paño blanco planchadito en el que estaba envuelto el objeto. Era un revólver. Un Smith and Wesson, calibre 38, en óptimas condiciones. De inmediato supo a qué huésped del motel había pertenecido aquel trozo de historia.

—El arma que usó Sadie Durning… —dijo Earl, cogiendo el revólver—. ¿Me equivoco?

Laura May sonrió satisfecha.

—Lo encontré entre los matorrales, detrás del motel, antes de que la policía se pusiera a buscarlo. Había tanto revuelo que nadie se molestó en fijarse en mí dos veces. Y no se preocuparon de buscarlo con luz.

—¿Por qué?

—Al día siguiente se produjo el tornado del cincuenta y cinco. Arrancó de cuajo el tejado del motel y se llevó la escuela. Hubo muchos muertos. Tuvimos funerales durante semanas.

—¿Y no te interrogaron?

—Supe mentir —repuso, con no poca satisfacción.

—¿Y en todos estos años nunca revelaste que lo tenías?

El comentario le pareció un poco fuera de lugar y repuso:

—Me lo habrían quitado.

—Pero es una prueba.

—De todos modos la ejecutaron. Sadie lo confesó todo desde el principio. Si hubieran encontrado el arma asesina, las cosas no habrían cambiado.

Earl le dio unas vueltas al revólver. Tenía mugre incrustada.

—Es sangre —le indicó Laura May—. Todavía estaba mojado cuando lo encontré. Seguro que tocó el cuerpo de Buck, para asegurarse de que estaba muerto. Usó sólo dos balas. Las demás están en el cargador.

Desde que su cuñado se volara tres dedos en un accidente a Earl nunca le habían gustado las armas. Sólo de pensar que el 38 seguía cargado, se tomó aún más aprensivo. Colocó el revólver en su envoltorio y plegó la tela sobre él.

—Nunca había visto un sitio como éste —le dijo a Laura May mientras ésta se arrodillaba para colocar el revólver en el cajón—. Eres toda una mujer, ¿lo sabías?

Laura May lo miró desde abajo. Lentamente, su mano fue subiendo por la pernera de los pantalones de Earl.

—Me alegra que te guste lo que ves —le dijo.

—Sadie… ¿Vas a venir a la cama o no?

—Quiero terminar de arreglarme el pelo.

—No estás jugando limpio. Olvídate del pelo y ven.

—En seguida voy.

—¡Mierda!

—¿No tendrás prisa, eh, Buck? ¿Tienes que ir a alguna parte?

Vio su reflejo en el espejo. Le lanzó una mirada furibunda.

—Te crees que es gracioso, ¿eh?

—¿Qué es gracioso?

—Lo ocurrido. Que me dispararas. Y que acabaras en la silla eléctrica. Te proporciona una perversa satisfacción.

Reflexionó durante unos momentos. Era la primera vez que Buck había mostrado un deseo verdadero de hablar en serio, y quiso decirle la verdad.

—Sí —repuso, cuando estuvo segura de que ésa era la respuesta—. Sí, supongo que en cierto modo me produjo placer.

—Lo sabía —comentó Buck.

—Baja la voz —le ordenó Sadie—, o nos oirá.

—Ha salido. La oí. Y no cambies de tema.

Rodó sobre la cama y se sentó en el borde; la herida parecía dolorosa, pensó Sadie.

—¿Te dolió mucho? — le preguntó, volviéndose hacia él.

—¿Estás de broma? — repuso Buck, mostrándole el agujero—. ¿Qué carajo te parece a ti?

—Creí que sería rápido. Nunca quise hacerte sufrir.

—¿Lo dices en serio?

—Claro. Alguna vez te quise, Buek. De veras. ¿Sabes qué decían los titulares de los diarios al día siguiente?

—No, estaba ocupado en otros asuntos.

—«Motel convertido en matadero del amor.» Había fotos del dormitorio, de la sangre en el suelo, y fotos tuyas, cuando te llevaban tapado con una sábana.

—Mi mejor momento —comentó Buck con amargura—, y ni siquiera aparece en la prensa la foto de mi cara.

—Jamás olvidaré la frase «matadero del amor». Me pareció romántica. ¿Tú qué opinas? — Buck gruñó disgustado. De todos modos, Sadie prosiguió—: Mientras esperaba la ejecución, recibí trescientas propuestas de matrimonio, ¿no te lo había comentado?

—¿De veras? ¿Fueron a visitarte? ¿Te dieron un revolcón para que olvidaras el gran día?

—No —repuso Sadie fríamente.

—Podías habértelo pasado bien. En tu lugar, yo lo habría hecho.

—No me cabe ninguna duda.

—Sólo de pensar en el tema me he puesto cachondísimo, Sadie. ¿Por qué no vienes y aprovechas mientras estoy caliente?

—Hemos venido aquí para hablar, Buck.

—Ya hablamos, por el amor de Dios. Además, no quiero hablar más. Ahora ven aquí. Me lo has prometido. — Se restregó el abdomen y le lanzó una sonrisa torcida—. Lo siento por la sangre, pero no es culpa mía.

Sadie se puso de pie.

—Ahora te comportas como una chica sensata.

Mientras Sadie Durning se dirigía hacia la cama, Virginia entró para guarecerse de la lluvia. Le había refrescado la cara, y los tranquilizantes que había tomado comenzaban a calmarle las nervios. En el baño, John seguía orando; su voz iba y venía. Se acercó a la mesa y echó un vistazo a las notas de su marido, pera no logró enfocar bien las palabras apretadas. Levantó los papeles para verlas más de cerca, y cuando la hizo, oyó un gemido proveniente de la otra habitación. Se quedó helada. Otro gemido más audible. Los papeles temblaron en sus manos; hizo ademán de volver a ponerlos sobre la mesa, pera la voz se oyó por tercera vez, y las hojas se le cayeron de la mano.

—Muévete un poco, maldita sea… —decía la voz.

Las palabras. aunque no muy claras, eran inconfundibles. Más quejidos, y Virginia se dirigió hacia la puerta que comunicaba ambas habitaciones; el temblar que se había iniciado en las manos se le extendió por todo el cuerpo.

—¿Quieres jugar limpio? — dijo la voz con rabia.

Cautelosamente, Virginia miró dentro de la habitación número ocho, aferrándose al dintel de la puerta para no caer. En la cama había una sombra; se retorcía penosamente, como si quisiera devorarse así misma. Virginia quedó petrificada; intentó ahogar un grito, mientras aquella sombra emitía más sonidos. Y esa vez no fue una voz, sino dos. Las palabras eran caufusas y, presa del pánico, no logró entender su sentido. Sin embargo, le fue imposible volverse de espaldas para no ver la escena. Siguió mirando fijamente, intentando encontrar algún sentido a aquella configuración fluctuante. Le llegaron una serie de palabras. y con ellas supo descifrar lo que ocurría en la cama. Oyó la voz de la mujer que protestaba, e incluso logró divisar a su dueña, luchando debajo de su pareja, que intentaba detener el movimiento de sus brazos. Su primera intuición no estaba equivocada: en cierto modo se estaban devorando.

Sadie miro a Buck a la cara. Volvía a exhibir aquella maldita sonrisa; le entraron ganas de dispararle otra vez. A eso había ido aquella noche. No para hablar de las sueños fracasados, sino a humillarla como tantas veces lo hiciera en el pasado, susurrándole obscenidades contra el cuello mientras la tenía clavada contra las sabanas. El placer que le producía su sufrimiento la hizo enfurecer.

—¡Suéltame! — gritó en voz más alta de lo que hubiera deseado.

Y Virginia, que estaba de pie ante la puerta, ordenó:

—Déjala en paz.

—Tenemos público —comentó Buck Durning con una sonrisa malévola, satisfecho de la mirada asombrada retratada en el rostro de Virginia.

Sadie aprovechó su distracción. Logró que le soltara el brazo y quitárselo de encima; Buck se cayó de la cama y lanzó un grito. Cuando Sadie se incorporó, miró a la mujer cenicienta que estaba de pie en el umbral y se preguntó cuánto podía ver u oír. ¿Lo suficiente, quizá, como para deducir quiénes eran?

Buck había vuelto a subirse a la cama y avanzaba hacia su ex asesina, diciéndole:

—Vamos, olvídalo, es la loca esa.

—No te me acerques —le advirtió Sadie.

—Ahora ya no puedes hacerme daño. ¿O acaso te has olvidado de que ya estoy muerto?

Sus esfuerzos le habían abierto aún más la herida producida por el disparo. Estaba embadurnado de sangre; y cuando se fijó, notó que ella también. Sadie se retiró hacia la puerta. Allí no quedaba nada que salvar. Las escasas posibilidades de reconciliación habían degenerado en una espantosa farsa. La unica solución para aquel desatino era marcharse y dejar que la pobre Virginia sacara las conclusiones que pudiera. Cuanto más se quedara a pelear con Buck, más empeoraría la situación para los tres.

—¿Adónde vas? — exigió saber Buck.

—Afuera —repuso Sadie—. Lejos de ti. Te dije que te quería, ¿no es así, Buck? Tal vez lo haya hecho. Pero ya estoy curada.

—¡Golfa!

—Adiós, Buck. Que tengas una feliz eternidad.

—¡Golfa barata!

No respondió a sus insultos; traspuso el umbral y se internó en la noche.

Virginia observó cómo la sombra atravesaba la puerta cerrada; se aferró a sus destrozados restos de cordura, apretando las puños hasta dejar los nudillos blancos. Debía quitarse de la cabeza esas apariciones tan pronto como le fuera posible, o enloquecería. Se volvió de espaldas a la habitación número ocho. Píldoras era lo que le hacía falta en ese momento. Recogió el bolso, que se le cayó otra vez cuando sus dedos temblorosos revolvieron el contenido en busca de los frascos. Uno de ellos estaba mal cerrado y se salieron todas las píldoras. Un surtido multicolor de pastillas rodó en todas direcciones por la alfombra manchada. Se arrodilló para recogerlas. Las lágrimas comenzaron a fluir, cegándola; fue tanteando para encontrar las píldoras, se metió un manojo en la boca e intentó tragarlas sin agua. El golpeteo de la lluvia sobre el tejado fue intensificándose dentro de su cabeza; una serie de truenos acompañaron la percusión.

Entonces oyó la voz de John:

—Virginia, ¿qué estás haciendo?

Levantó la vista, con los ojos anegados de lágrimas y una mano repleta de pastillas revoloteando junta a la boca. Se había olvidado por completo de su marido; las sombras, la lluvia y las voces habían apartado de su mente todo recuerdo de John. Dejó caer las píldoras en la alfombra. Le temblaban las piernas; no tenía fuerzas para ponerse de pie.

—Yo…, yo… he vuelto a oír voces —dijo.

Los ojos de John observaban el contenido desparramado del bolso y del frasco. El delito de Virginia había quedado al descubierto para que él lo viera. Era inútil que intentara negarlo, sólo lograría enfurecerlo más.

—Mujer —le dijo—, ¿es que no has aprendido la lección?

No le contestó. Los truenos ahogaron la siguiente frase de John. La repitió en voz más alta.

—¿De dónde has sacado las píldoras, Virginia?

La mujer meneó la cabeza débilmente.

—Supongo que ha sido Earl otra vez. ¿Quién si no?

—No —murmuró Virginia.

—¡Virginia, no me mientas! — Levantó la voz para competir con la tormenta—. Sabes que el Señor escucha tus mentiras igual que yo. ¡Y que te juzga, Virginia! ¡Te juzga!

—Por favor, déjame en paz —suplicó.

—Te estás envenenando.

—Las necesito, John. De veras las necesito.

No le quedaban fuerzas para mantener a raya las provocaciones de su marido, pero no quería que le quitara las píldoras. Aunque ¿qué sentido tenía protestar? Él se saldría con la suya, como de costumbre. Lo más sensato era entregarle ahora el botín y ahorrarse unas angustias innecesarias.

—Mírate —la increpó—, arrastrándote por el suelo.

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