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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 3 (19 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 3
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Jugarían un juego de desgaste, Satán y él, persiguiéndose a través de hielos, fuegos, hielos otra vez. Gregorius se decía que debía tener paciencia. El Diablo había acudido, ¿o no? ¿Acaso en el picaporte no había dejado la señal de su dedo? ¿Y sus excrementos en las escaleras? Tarde o temprano el Supremo Malvado revelaría su rostro y Gregorius le escupiría a la cara.

El mundo exterior prosiguió su camino, y Gregorius fue incluido en el mismo grupo que otros reclusos arruinados por las riquezas. Su Locura, término con el que se conocía su obra, no carecía del todo de visitantes. Algunos le habían amado demasiado como para olvidarlo —unos pocos, que habían sacado provecho de él, esperaban aprovecharse aun más de su locura—, y se atrevieron a trasponer la puerta del Nuevo Infierno. Estos visitantes realizaron el viaje sin anunciar sus intenciones, temerosos de encontrarse con la desaprobación de sus amigos. Las investigaciones para esclarecer su desaparición jamás lograron ir más allá de África del Norte.

Y en su Locura, Gregorius seguía persiguiendo a la Serpiente, y ésta lo eludía, no sin dejar más y más terribles señales de su presencia a medida que pasaban los meses.

Fue la esposa de uno de los visitantes desaparecidos quien finalmente descubrió la verdad, y advirtió a las autoridades. La Locura de Gregorius fue puesta bajo vigilancia, y finalmente —unos tres años después de terminada—, un cuarteto de funcionarios tuvieron la bravura de trasponer la puerta.

Sin el debido mantenimiento, la Locura había comenzado a deteriorarse de mala manera. En muchos de los niveles fallaban las luces; las paredes se habían enfriado; sus pozos de alquitrán se habían solidificado. A medida que los funcionarios se internaron en sus bóvedas oscuras en busca de Gregorius, hallaron amplias evidencias de que, a pesar de su decrépita condición, el Nuevo Infierno continuaba en perfecto funcionamiento. En todos los hornos había cuerpos con caras enormes y negras; en muchos cuartos había restos humanos sentados y colgados, degollados, o descuartizados.

El terror de los funcionarios fue creciendo con cada puerta que abrían, con cada nueva abominación en la que posaban los febriles ojos.

Dos de los cuatro que traspusieron la puerta jamás llegaron a la cámara del centro. El terror pudo con ellos mucho antes, y huyeron para ser acechados en algún pasadizo sin salida y añadidos a los cientos que habían perecido en la Locura desde que Satán fijara allí su residencia.

De los dos que finalmente desenmascararon al culpable, sólo uno tuvo el coraje de contar lo que vio, aunque las escenas que presenció en el corazón de la Locura eran demasiado terribles para expresarlas en palabras.

No había señales de Satán, naturalmente. Allí sólo se encontraba Gregorius. El maestro constructor, al no hallar a nadie que habitara la casa que tantos sudores le costara, la había ocupado él mismo. Le acompañaban unos cuantos discípulos que había logrado reunir a lo largo de los años. Al igual que él, parecían criaturas corrientes. Pero en el edificio no había instrumento de tortura del que no hubieran hecho un uso prolijo y despiadado.

Gregorius no se resistió al arresto; en realidad, pareció satisfecho de contar con una plataforma desde la que vanagloriarse de sus carnicerías. Posteriormente, durante el juicio al que fue sometido, habló libremente de su ambición, de sus apetitos, de toda la sangre que seguiría derramando si lo dejaban en libertad. Juró que sería suficiente como para ahogar todas las creencias y sus ilusiones. Pero aquello le supo a poco. Porque Dios se pudría en el Paraíso y Satán en el Abismo, ¿y quién iba a detenerlo?

Durante el juicio fue muy vilipendiado, y posteriormente, en el manicomio, donde murió al cabo de dos meses escasos en circunstancias poco claras. El Vaticano destruyó todos los informes que sobre el guardaba en sus archivos; los seminarios fundados en su impío nombre fueron disueltos.

Pero incluso entre los cardenales, hubo quienes no lograron olvidar su impenitente maldad, y en privado, algunos se preguntaban si su estrategia no habría triunfado. Si al abandonar toda esperanza en los ángeles —caídos o no—, no se habría convertido él también en un ángel más.

O en todo lo que la Tierra podía soportar de semejantes fenómenos.

La edad del deseo

El hombre en llamas bajó precipitadamente la escalera de los Laboratorios Hume cuando el coche de la policía, que según él acudía atraído por la alarma que Welles o Dance habían hecho sonar en el piso de arriba, apareció en el portal y entró por el sendero. Mientras se alejaba a la carrera de la puerta, el coche chirrió junto a la escalera y escupió su carga humana. Esperó en las sombras, exhausto y demasiado aterrado como para continuar corriendo, seguro de que lo verían. Pero los hombres desaparecieron por las puertas giratorias sin siquiera echar una mirada hacia su tormento. Se preguntó si en realidad se estaría quemando. Si aquel horripilante espectáculo —su carne bautizada por una llama nítida que ardía pero no lograba consumirse— no sería una mera alucinación exclusiva para sus ojos. Si era así, todo lo que le había pasado en el laboratorio también había sido un delirio. Tal vez no había cometido los crímenes de los que había huido, con el calor en la carne lamiéndole de tal forma que le provocaba el éxtasis.

Se miró el cuerpo. Donde había quedado expuesta, la piel estaba moteada de puntos lívidos de fuego, pero uno por uno se fueron borrando. Notó que se apagaba como una hoguera olvidada. Las sensaciones que habían afluido a su cuerpo tan intensas y exigentes que le causaban dolor y a la vez placer abandonaron finalmente sus terminaciones nerviosas, dejándole un entumecimiento por el que se sintió agradecido. Su cuerpo surgía ahora de debajo del velo de fuego; estaba en un estado lamentable. Tenía la piel como un mapa de rasguños, las ropas hechas jirones, las manos pegajosas de sangre coagulada, sangre que él sabía que no le pertenecía. No había modo de evitar la amarga verdad. Había hecho todo lo que se había imaginado. En ese mismo momento los funcionarios estarían mirando perplejos su atroz obra.

Salió de su escondite, junto a la puerta, y bajó por el sendero, manteniéndose alerta por si regresaban los dos policías; pero no volvió a verlos. Detrás del portal, la calle estaba desierta. Echó a correr. Había dado unas cuantas zancadas cuando repentinamente la alarma del edificio dejó de sonar. Durante unos segundos, los oídos le sonaron en simpatía con el timbre acallado. Luego, misteriosamente, empezó a oír el sonido del calor —el murmullo subrepticio de las ascuas—, lo bastante lejano como para no sentir miedo, aunque cercano como sus propios latidos.

Avanzó cojeando, para interponer entre él y sus crímenes una distancia adecuada, antes de que los descubrieran; pero aunque corriera de prisa, el calor lo acompañaba, resguardado en algún recoveco de sus entrañas, amenazando a cada paso desesperado con volver a quemarlo.

Cuando McBride desconectó la alarma, Dooley tardó varios segundos en identificar el alboroto proveniente del piso superior. Eran los chillidos agudos de los monos, y procedían de una de las muchas habitaciones que daban al corredor de su derecha.

—¡Virgil! — gritó por el hueco de la escalera—. Sube.

Sin esperar a que su compañero llegase, Dooley se dirigió hacia la fuente del ruido. En mitad del corredor, el olor de la alfombra nueva dio paso a una combinación más punzante: orina, desinfectante y frutas podridas. Dooley aminoró la marcha; no le gustaba el olor, ni la histeria que presentía en el griterío de los monos. McBride tardaba en acudir a su llamada, y tras dudar un momento, la curiosidad de Dooley pudo más que su inquietud. Con la mano en la porra, se acercó a la puerta abierta y entró. Su aparición desencadenó en los animales otra ola de frenesí. Una docena de aquellas bestias eran monos Rhesus. Se lanzaban contra los barrotes de las jaulas, saltaban y gritaban como posesos, sacudiendo la tela metálica. Su excitación era contagiosa. Dooley sintió que el sudor comenzaba a brotarle de los poros.

—¿Hay alguien aquí? — gritó.

La única respuesta provino de los prisioneros: más histeria, más sacudidas de las jaulas. Los miró desde la puerta. Ellos le devolvieron la mirada, mostrándole los dientes, y Dooley no supo precisar si era en señal de bienvenida o como muestra de temor; pero no quiso poner a prueba sus intenciones. Se mantuvo bien alejado del banco en el que se encontraban alineadas las jaulas y comenzó un registro somero del laboratorio.

—Me gustaría saber que carajo es ese olor —comentó McBride al aparecer en la puerta.

—Procede de los animales —repuso Dooley.

—¿No se lavan nunca? Malditos asquerosos.

—¿Hay algo abajo?

—No —respondió Meflride, acercándose a las jaulas. Los simios reaccionaron al avance con más acrobacias—. Sólo la alarma.

—Aquí arriba tampoco hay nada —dijo Dooley.

E iba a agregar: «No hagas eso», para evitar que su compañero pusiera el dedo en la tela metálica, pero antes de que pudiera hacerlo, uno de los animales le aferró el dedo y lo mordió. McBride luchó con el simio para recuperar el dedo y, como venganza, golpeó la tela metálica. Chillando su ira, el ocupante danzó con su menudo cuerpecito un lunático fandango que amenazó con lanzar al suelo al simio y su jaula.

—Tendrás que ponerte la antitetánica —le advirtió Dooley.

—¡Joder! — exclamó McBride—, ¿qué carajo le pasa al muy cabrón?

—A lo mejor no le gustan los extraños.

—Están completamente chalados —dijo McBride, meditabundo; se chupó el dedo y luego escupió—. Míralos.

Dooley no dijo nada.

—Te he dicho que los mires… —repitio McBride.

—Ven aquí —dijo Dooley en voz muy baja.

—¿Qué pasa?

—Ven aquí.

McBride apartó la vista de la fila de jaulas y miró hacia las mesas de trabajo, donde Dooley observaba el suelo con una expresión de fascinado asco. McBride dejó de chuparse el dedo y avanzó por entre los bancos y taburetes hasta donde se encontraba su compañero.

—Ahí abajo —murmuró Dooley.

En el suelo, a los pies de Dooley, había un zapato beige de mujer; debajo del banco estaba la dueña del zapato. A juzgar por su postura trabada, había sido escondida allí por su asesino o se había arrastrado para morir en su escondite.

—¿Está muerta? — preguntó McBride.

—Mírala, por el amor de Dios —repuso Dooley—; la han abierto por el medio.

—Tenemos que comprobar los signos vitales —le recordó McBride.

Dooley no se movió para hacerlo, de modo que McBride se agachó frente a la víctima y le tomo el pulso a nivel del cuello destrozado. No latía. Sin embargo, su piel seguía caliente. Los restos de saliva que le cubrían la mejilla no se habían secado aún.

Dooley paso el parte mientras miraba a la víctima. Las heridas más graves ocupaban la parte superior del torso, y quedaban ocultas a la vista por el cuerpo de McBride. Lo único que llegaba a ver era una masa de cabello castañorrojizo y las piernas, con un pie descalzo asomando por el escondite. Pensó que eran unas piernas hermosas y que en otros tiempos hasta podría haberle silbado a su dueña.

—Es una doctora o una técnica —dijo MeBride—; lleva una bata de laboratorio.

Lo había sido. Le habían abierto la bata de un tirón, igual que las ropas que llevaba debajo, y luego, como para completar la exhibición, le habían hecho lo mismo a la piel y la carne de debajo. McBride le echó un vistazo al pecho; tenía el esternón partido y el corazón fuera de sitio, como si el asesino hubiera querido llevárselo de recuerdo y lo hubieran sorprendido en plena faena. La estudió sin remilgos; siempre se había enorgullecido de tener un estómago a prueba de balas.

—¿Has comprobado ya que está muerta?

—Nunca he visto a nadie tan muerto.

—Carnegie está en camino —dijo Dooley, dirigiéndose a uno de los fregaderos.

Sin importarle las huellas digitales, abrió el grifo y se remojó la cara con agua fría. Cuando levantó la vista de sus abluciones, McBride había concluido su
tête—â—tête
con el cadáver y se dirigía hacia un banco de maquinaria.

—Por el amor de Dios, ¿qué rayos hacen aquí? — inquirió—. Fíjate en todos estos trastos.

—Parece un centro de investigación —repuso Dooley.

—¿Y qué es lo que investigan?

—¿Cómo carajo voy a saberlo? — le espetó Dooley. La incesante cháchara de los monos y la proximidad de la mujer muerta le daban ganas de huir de allí—. Dejémoslo correr, ¿quieres?

McBride pasó por alto la petición de Dooley; la maquinaria le fascinaba. Embelesado, observó el encefalógrafo y el electrocardiógrafo, las unidades impresoras, de las que aún salían metros de papel en blanco que arrastraban por el suelo, la pantalla de vídeo y las consolas. La escena le recordó a
Marie Celeste
. Aquella nave abandonada por la ciencia que seguía canturreando para sí una canción desafinada, mientras navegaba sin capitán ni tripulación que la atendiera.

Tras el muro de equipos había una ventana que no tendría más de un metro cuadrado. McBride supuso que daría al exterior del edificio, pero al observar con mayor detenimiento notó que no era así. Detrás de la maquinaria y de la ventana había una sala de pruebas.

—¿Dooley…? — dijo, echando un vistazo a su alrededor.

Se había marchado; seguramente a recibir a Carnegie. Feliz de que lo hubiesen dejado solo para explorar, McBride centró su atención en la ventana. En el interior no había luz. Lleno de curiosidad, rodeó el equipo acumulado hasta que encontró la puerta de la cámara. Estaba entreabierta. Entró sin titubear.

Gran parte de la luz que se filtraba por la ventana quedaba oculta por los instrumentos que había al otro lado: el interior estaba a oscuras. Pasaron unos segundos antes de que sus ojos captaran una verdadera imagen del caos reinante en la sala: la mesa vuelta patas arriba; la silla reducida a astillas; la maraña de cables y de equipo destrozado —¿serían cámaras utilizadas para filmar los procedimientos realizados allí?—, racimos de luces igualmente destrozadas. Ni siquiera un vándalo profesional habría sido capaz de un destrozo tan perfecto.

En el aire había un olor que McBride reconoció pero que no logró determinar. Se quedó quieto, exasperado por el aroma. Del corredor externo le llegó el sonido de las sirenas; Carnegie no tardaría en llegar. De repente, el aroma le sugirió una serie de asociaciones. Era el mismo olor que le punzaba la nariz cuando, después de hacerle el amor a Jessica y, como era su costumbre, después de lavarse, volvía del lavabo al dormitorio. Era el olor del sexo. Sonrió.

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