Su cara continuaba reflejando placer, cuando un objeto pesado hendió el aire y fue a golpearle la nariz. Sintió ceder el cartílago y manar la sangre. Medio mareado, retrocedió dos o tres pasos para evitar el segundo golpe, pero con las prisas perdió el equilibrio. Cayó pesadamente sobre un montón de vidrios; levantó la vista para ver a su atacante, que blandía una barra metálica y avanzaba hacia él. La cara de aquel hombre se parecía a la de los monos: los mismos dientes amarillos, los mismos ojos rabiosos.
—¡No! — gritó el hombre, al tiempo que dejaba caer el improvisado garrote sobre McBride, quien logró aguantar el golpe con el brazo y arrebatarle el arma.
El ataque lo habla cogido desprevenido, pero el dolor de la nariz rota le provocó una furia que redobló su respuesta, y fue mucho más agresivo que su atacante. Le arrancó el garrote como quien quita un dulce a un niño y, rugiendo, se incorporó. Olvidó instantáneamente los preceptos que alguna vez le enseñaran sobre las técnicas de arresto. Dejó caer una lluvia de golpes sobre la cabeza y los hombros del atacante, obligándole a refugiarse en el interior de la sala. El hombre se acobardó ante el asalto y al cabo de unos minutos se acurrucó sollozando contra la pared. Cuando su antagonista se encontraba ya al borde de la inconsciencia, el furor de McBride se apaciguó. Permaneció de pie en el centro de la sala, respirando entrecortadamente, y observó al hombre apaleado deslizarse por la pared y caer al suelo. Había cometido un craso error. Se dio cuenta de que su atacante vestía una bata blanca y, como le gustaba decir a Dooley, estaba del lado de los ángeles.
—Mierda —dijo McBride—, mierda, mierda y mierda.
El hombre abrió los ojos y miró a McBride. Apenas le quedaba conciencia, pero una mirada de reconocimiento le cruzó la cara sombría y morena. O más bien de falta de reconocimiento.
—No es él —murmuró.
—¿Quién? — preguntó McBride, al notar que quizá estaba a tiempo de salvar su reputación de aquel fallo si lograba sacarle alguna información al testigo—. ¿Quién creyó que era?
El hombre abrió la boca, pero no dijo nada. Ansioso por oír su testimonio, McBride se agachó a su lado y le preguntó:
—¿A quién creyó que atacaba?
La boca volvió a abrirse, pero de ella no salió ningún sonido audible. McBride insistió:
—Es importante, dígame quién era.
El hombre se esforzó por responder. McBride acerco el oído a la boca temblorosa.
—Nunca —repuso el hombre. y se desmayó.
McBride se quedó allí maldiciendo a su padre, que le había legado un temperamento que probablemente viviría para lamentar. Pero al fin y al cabo, ¿para qué se vivía?
El inspector Carnegie estaba acostumbrado a aburrirse. Por cada momento de genuino descubrimiento que le había proporcionado su vida profesional, había tenido que soportar hora tras hora de espera. Esperar a que fotografiaran y examinaran los cadáveres, esperar hasta concluir un trato con los abogados e intimidar a los sospechosos. Hacía tiempo que había abandonado la lucha contra esa marea de tedio, y a su manera, había aprendido el arte de nadar con la corriente. No se podía acelerar los procesos de la investigación; había llegado a comprender que un hombre sensato dejaba que los patólogos, los abogados y todas sus tribus concluyeran sus lentos procedimientos. En la plenitud del tiempo, lo que importaba era que al señalar con el dedo al culpable, éste se echara a temblar.
El reloj del laboratorio marcaba las doce cincuenta y tres de la noche; los simios ya se habían tranquilizado en sus jaulas, y Carnegie se sentó en uno de los bancos y esperó a que Hendrix acabara de hacer sus cálculos. El médico leyó el termómetro, luego se quitó los guantes como si fueran una segunda piel y los tiró sobre la sábana en la que yacía el cadáver.
—Siempre resulta difícil establecer la hora del fallecimiento —dijo—. Ha perdido menos de tres grados. Yo diría que lleva muerta menos de dos horas.
—Los funcionarios llegaron a las doce y cuarto —le informó Carnegie—, de modo que tal vez murió media hora antes.
—Más o menos.
—¿La pusieron allí? — preguntó, indicando el sitio debajo del banco.
—Claro. No había forma de que se ocultara ella misma, y menos con esas heridas. Son imponentes, ¿verdad?
Carnegie se quedó mirando fijamente a Hendrix. Probablemente habría visto cientos de cadáveres en todo tipo de estados. pero el entusiasmo reflejado en sus facciones crispadas era incalificable. Para Carnegie era un misterio más fascinante que el de la mujer muerta y su asesino. ¿Como era posible que alguien disfrutara tomándole la temperatura rectal a un cadáver? Era algo que lo dejaba perplejo. Pero el placer estaba allí, brillando en los ojos de aquel hombre.
—¿Y el móvil? — preguntó Carnegie.
—Es bastante explícito, ¿no le parece? Violación. Ha habido claros vejámenes, contusiones alrededor de la vagina y abundantes depósitos de semen. Son muchos elementos con los que trabajar.
—¿Y las heridas del torso?
—Son irregulares, más que cortes parecen zarpazos.
—¿Y el arma?
—No lo sé. — Hendrix hizo una U invertida con la boca—. Han lacerado la carne. Si no fuera por la evidencia de violación, me inclinaría a sugerir que fue un animal.
—¿Quiere decir un perro?
—Pensaba más bien en un tigre.
—¿Un tigre? — repitió Carnegie, frunciendo el ceño.
—Era una broma —acotó Hendrix—. Vamos, Carnegie, ¿es que no tiene usted sentido de la ironía?
—No tiene nada de gracioso.
—Yo no me estoy riendo —repuso Hendrix con mirada agria.
—¿Y el hombre que encontró McBride en la cámara de pruebas?
—¿Qué pasa con él?
—¿Podría ser un sospechoso?
—Ni aunque pasaran mil años. Buscamos a un maníaco, Carnegie. Un tipo grande, fuerte, enloquecido.
—¿Las heridas fueron hechas antes o después?
—Yo qué sé —repuso Hendrix, ceñudo—. El análisis postmortem nos dará más detalles. De momento puedo decir que nuestro asesino tuvo un ataque de locura. Diría que las heridas y la violación fueron probablemente simultáneas.
Los rasgos normalmente flemáticos de Carnegie registraron algo cercano a la sorpresa.
—¿Simultáneas?
—La lujuria es algo cómico —repuso Hendrix, encogiéndose de hombros.
—Hilarante —fue la asombrada respuesta de Carnegie.
Como tenía por costumbre, Carnegie hizo que su chófer lo dejase a medio kilómetro de su casa para poder caminar y aclararse las ideas antes de llegar, tomarse el chocolate caliente y dormir. Observaba este ritual religiosamente, incluso cuando estaba molido. Se daba un paseo para desacelerarse antes de trasponer el umbral de su casa; una larga experiencia le había enseñado que llevar las preocupaciones profesionales a casa no ayudaba ni a la investigación ni a su vida doméstica. Había aprendido la lección demasiado tarde como para impedir que su mujer lo abandonara y sus hijos se alejaran de él, pero continuaba aplicando aquel principio.
Esa noche caminó lentamente, para permitir que las perturbadoras escenas de horas antes se difuminaran un poco. En su deambular, pasó delante de un pequeño cine que, según había leído en la prensa local, iba a ser demolido. No le sorprendía. Aunque no era un cinéfilo, había podido notar que el programa que se ofrecía en aquella bolsa de pulgas había degenerado en los últimos años. El de esa semana era un claro ejemplo: dos películas de terror. Eran obras sucias, de poca calidad, a juzgar por los carteles de dibujos crudos y su desvergonzada hipérbole.
¡No podrá volver a dormir!
, decía una de las frases anzuelo; debajo de ella había una mujer —muy despierta— acurrucada a la sombra de un hombre de dos cabezas. Qué imágenes tan triviales conjuraban los populistas para asustar un poco a sus audiencias. Los muertos en vida, la naturaleza desbordada y enloquecida en un mundo de miniaturas; chupadores de sangre, presagios, seres que caminaban por el fuego, tormentas, y todas las tonterías ante las que el respetable se asustaba. Todo era tan risueñamente trillado… Entre aquel catálogo de horrores baratos no había siquiera uno que igualara la banalidad del apetito humano, horror que, junto con sus consecuencias, veía cada semana de su vida laboral. Al pensar en ello, por su imaginación fueron pasando decenas de fotos: los muertos vistos a la luz de una linterna, boca abajo y relegados al olvido; y los vivos también, que en su imaginación aparecían con hambre en los ojos, hambre de sexo, de narcóticos, de dolor ajeno. ¿Por qué no ponían eso en los carteles?
Cuando se acercaba a su casa, un niño gritó en las sombras, junto al garaje; el grito lo detuvo en seco. Se repitió, pero esta vez lo reconoció. No era un niño, sino un gato, o varios gatos, que intercambiaban sus llamadas amorosas en el callejón oscuro. Se acercó y los ahuyentó. Sus secreciones venéreas dejaron un mal olor en el callejón. No tuvo necesidad de gritar: golpeó el suelo con el pie, y eso bastó para asustarlos. Se lanzaron en todas direcciones. No eran sólo dos, sino media docena; al parecer, se trataba de una orgía con todas las de la ley. Sin embargo, había llegado demasiado tarde; el hedor de sus seducciones era arrebatador.
Carnegie observó con la mirada en blanco el complicado despliegue de monitores y grabadores de vídeo que dominaba su despacho.
—¿Qué diablos es todo esto? — preguntó.
—Las cintas de vídeo —repuso Boyle, el número dos—. Son del laboratorio. Creo que debería echarles un vistazo.
Aunque hacía siete meses que trabajaban en equipo, Boyle no era uno de los funcionarios favoritos de Carnegie; se le olía la ambición en la piel tersa. En una persona que tuviera la mitad de sus años, semejante codicia habría sido reprochable, pero en un hombre de treinta, rayaba en lo obsceno. Esa exhibición —el equipo listo para recibir a Carnegie cuando llegara a las ocho de la mañana— era justo el estilo de Boyle: redundante y ostentoso.
—¿A qué viene tanta pantalla? — inquirió Carnegie en tono acre—. ¿También voy a oírlo en estéreo?
—Es que había tres cámaras filmando al mismo tiempo. Cubrían el experimento desde varios ángulos.
—¿Qué experimento?
Boyle hizo un ademán para indicarle a su superior que tomara asiento. «Obsequioso hasta el final —pensó Carnegie—. Para lo que te va a servir…»
—Adelante —le dijo Boyle al técnico que manejaba los grabadores—. Páselo.
Carnegie bebió a pequeños sorbos el chocolate caliente que había traído consigo. Era una debilidad rayana en la adicción. Cuando la máquina que lo suministraba se averió, llegó a ser un hombre muy, pero muy infeliz. Miró las tres pantallas. De repente, apareció un título.
Proyecto Niño Ciego
, decía.
Confidencial.
—¿Niño Ciego? repitió Carnegie—. ¿Qué o quién es?
—Está claro que se trata de algún código —repuso Boyle.
—Niño Ciego. Niño Ciego —repitió Carnegie como para dominarlo.
Pero antes de que lograse resolver el problema, en las tres pantallas surgieron las imágenes. Presentaban al mismo sujeto —un hombre de gafas, de menos de treinta años, sentado en una silla—, pero cada una lo mostraba desde un ángulo diferente. En una aparecía el sujeto de cuerpo entero y de perfil; en la segunda, la imagen mostraba tres cuartos del cuerpo, y estaba tomada desde un angulo superior. y la tercera. un primer plano de la cabeza y los hombros del sujeto, tomado a través del cristal de la cámara de pruebas y de frente. Las tres imágenes eran en blanco y negro, y ninguna estaba centrada ni enfocada del todo. Mientras las cintas comenzaban a pasar, alguien siguió ajustando esos detalles técnicos. Se oyó un fondo de conversación informal entre el sujeto y la mujer —a pesar de sus breves apariciones, se veía que era la víctima—, mientras ésta le aplicaba unos electrodos en la frente. Resultaba difícil entender lo que hablaban; la acústica de la cámara dejó con las ganas al micrófono y al espectador.
—La mujer es la doctora Dance —indicó Boyle—. La víctima.
—Ya —dijo Carnegie, observando atentamente las pantallas—. La he reconocido. ¿Cuánto dura esta preparación?
—Bastante, y en su mayor parte es poco constructiva.
—Pasemos a la parte constructiva, pues.
—Avance —dijo Boyle. El técnico obedeció, y los actores de las tres pantallas se convirtieron en comediantes gritones—. ¡Pare! — Ordenó Boyle—. Retroceda un poco. — El técnico hizo lo que le mandaban—. ¡Ahí! — ordenó Boyle—, pare ahí. Y ahora póngalo a velocidad normal. — La acción volvió a su ritmo natural—. Aquí es donde comienza todo.
Carnegie se había terminado el chocolate caliente; con el dedo, recogió la película suave depositada en el fondo de la taza y se lo lamió. En las pantallas, la doctora Dance se había acercado al sujeto con una jeringa en la mano; le pasó un algodón por el antebrazo y le inyectó. No era la primera vez desde que visitara los Laboratorios Hume que Carnegie se preguntaba qué hacían exactamente en ese establecimiento. ¿Era ese tipo de procedimiento de rigor en la investigación farmacéutica? El secreto del experimento —a altas horas de la noche en un edificio desierto— sugería que no. Estaba además el imperativo del título:
Confidencial
. Lo que veían en aquel momento no había sido concebido para ser proyectado en público.
—¿Se encuentra cómodo? — preguntó un hombre que no aparecía en pantalla.
El sujeto asintió. Le habían quitado las gafas, y sin ellas parecía un tanto absorto. Una cara corriente, pensó Carnegie; el sujeto —aún no nombrado— no era ni un Adonis ni un Quasimodo. Se contrajo ligeramente y el sucio cabello rubio le tocó los hombros.
—Me encuentro bien, doctor Welles —repuso al interrogador que no aparecía en pantalla.
—¿No siente calor? ¿No suda?
—No —repuso el conejillo de Indias, como disculpándose—. Siento lo corriente.
«Justo lo que tú eres». pensó Carnegie. Dirigiéndose a Boyle, preguntó:
—¿Ha visto las grabaciones hasta el final?
—No, no las he visto. Creí que querría verlas usted primero. Solo las pasé hasta la inyección.
—¿Hay novedades del hospital sobre el doctor Welles?
—En el último parte decían que continuaba en coma.
Carnegie gruñó y volvió a concentrarse en las pantallas. Después de la actividad provocada por la inyección, la película volvía ahora a carecer de acción: las tres cámaras estaban fijas en el sujeto miope, con sus ojos como abalorios: ocasionalmente, el tedio se veía interrumpido por el doctor Welles, que preguntaba al sujeto como se sentía. La respuesta era la misma. Al cabo de tres o cuatro minutos de inacción, hasta el mas mínimo parpadeo del sujeto comenzó a adquirir un significado dramático.