Su cuerpo fatigado lo entendía. Sus nervios, cansados de tanta crispación, lo entendían. La dulzura que ofrecía era la vida sin tener que vivir; era estar muerto, pero siendo recordado en todas partes; era la inmortalidad de los cotilleos y los
graffiti
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—Sé mi víctima —le dijo.
—No… —murmuró Helen.
—No te forzaré —repuso él, como un perfecto caballero—. No te obligaré a morir. Pero piensa, piensa. Si te mato aquí, si te abro con mi gancho… —Con el gancho de la mano trazó el recorrido de la herida prometida. Iba de la ingle hasta el cuello—. Piensa cómo marcarían este sitio con sus conversaciones… Lo señalarían con el dedo cada vez que pasaran por delante y dirían: «Aquí murió la mujer de los ojos verdes». Tu muerte se convertiría en parábola con la que asustar a los niños. Los amantes la utilizarían coma excusa para abrazarse con más fuerza…
No se había equivocado: aquello era una seducción.
—¿Acaso la fama ha sido alguna vez tan fácil? —preguntó él.
—Preferiría que me olvidaran —repuso Helen, meneando la cabeza—, antes que ser recordada de ese modo.
El caramelero se encogió levemente de hombros.
—¿Qué saben los buenos, salvo lo que los malos les enseñan mediante sus excesos? —inquirió el caramelero. Y levantando la mano ganchuda, agregó—: He dicho que no te obligaría a morir, y seré fiel a mi palabra. Pero deja al menos que te bese…
Avanzó hacia ella. Helen murmuró una amenaza absurda, que él pasó por alto. El volumen del zumbido había aumentado. La idea de tocar aquel cuerpo, de la proximidad de los insectos, era horrenda. Con esfuerzo, levantó los brazos plomizos para impedirle avanzar.
Su asquerosa cara eclipsó el dibujo de la pared. El sonido de las abejas aumentó; algunas, excitadas, habían subido hasta su garganta y le salían volando por la boca. Se le rezagaban en los labios, en el pelo.
Le rogó una y otra vez que la dejara en paz, pero no logró apaciguarlo. Finalmente, ya no le quedó dónde retirarse; a sus espaldas estaba la pared. Intentando evitar los picotazos, le puso las manos sobre el pecho y lo empujó. Al hacerlo, el caramelero la aferró por la nuca; el gancho le arañó la piel sonrojada de la garganta. Sintió manar la sangre; estaba segura de que le abriría la yugular de un terrible zarpazo. Pero le había dado su palabra y la mantuvo.
Excitadas por aquella repentina actividad, las abejas volaron en todas direcciones. Las sintió moverse sobre su cuerpo, buscando trocitos de cera en sus oídos y de azúcar en sus labios. No intentó ahuyentarlas. El gancho estaba posado sobre su cuello. Si se movía, le abriría una herida. Estaba atrapada, como en las pesadillas de su niñez, en un callejón sin salida. Cuando los sueños la conducían a aquel estado desesperado —demonios acechando por todas partes para descuartizarla—, siempre quedaba un último recurso: rendirse, abandonar toda ambición por la vida, y entregar su cuerpo a la oscuridad. Cuando la cara del caramelero se apretó contra la suya y el sonido de las abejas apagó incluso el rumor de su propia respiración, jugó esa carta oculta. Y al igual que en los sueños, el cuarto y el malvado se borraron y desaparecieron.
Despertó de la luz a la oscuridad. Por unos instantes colmados de terror no supo dónde se encontraba, pero luego lo recordó. No sentía dolor alguno. Se llevó la mano al cuello; a excepción del corte provocado por el gancho, estaba intacto. Notó que se hallaba tendida en el colchón. ¿La habría atacado después de haber sufrido un desmayo? Con delicadeza se revisó el cuerpo. No sangraba; la ropa estaba intacta y en su sitio. Al parecer el caramelero sólo había pretendido un beso.
Se sentó. Por la ventana tapiada se colaba muy poca luz; y por la puerta principal, ninguna. Tal vez estuviera cerrada. Pero no, logro oír a alguien susurrar en el umbral. La voz de una mujer.
No se movió. Aquella gente estaba loca. Desde un principio sabían que su presencia en Butts' Court atraería al caramelero, y le habían protegido a él, a aquel psicópata almibarado; le habían dado una cama y le habían regalado bombones, ocultándolo a las miradas curiosas, y se habían callado la boca cuando tiñó sus portales de sangre. Incluso Anne—Marie, sin una lágrima, en el vestíbulo de su casa, cuando sabía que su hijo estaba muerto a escasos metros de allí.
¡La criatura! Era la prueba que necesitaba. De alguna manera habían conspirado para sacar el cadáver del ataúd (¿qué habrían puesto en su lugar, un perro muerto?) y lo habían llevado hasta allí —al tabernáculo del caramelero— como si fuera un juguete, o un amante, Se llevaría consigo a Kerry —lo entregaría a la policía— y referiría toda la historia. Creyesen lo que creyesen —y sin duda sería muy poco—, el cadáver del niño constituía un hecho incontestable. De ese modo, algunos de los locos sufrirían por su conspiración. Sufrirían por el sufrimiento de ella.
El murmullo proveniente de la puerta había cesado. Alguien se dirigía hacia el dormitorio. Iba sin luces. Helen se acurrucó con la esperanza de que no la detectaran.
En el vano de la puerta asomó una silueta. La oscuridad era demasiado impenetrable como para que lograra discernir algo más que una figura delgada, que se agachó y recogió un bulto del suelo. Una melena rubia le permitió reconocer a Anne—Marie; el bulto que había recogido era, sin duda, el cadáver de Kerry. Sin mirar en dirección a Helen, la madre se dio media vuelta y salió del dormitorio.
Helen se quedó escuchando mientras los pasos se alejaban por la sala. Se puso de pie rápidamente y se dirigió hacia el corredor. Desde allí logró distinguir vagamente la silueta de Anne—Marie en el portal del chalet. En el cuadrilátero de afuera no había luces. La mujer desapareció y Helen la siguió tan rápidamente como le fue posible con los ojos fijos en la puerta. Tropezó una vez, y otra, pero llegó a la puerta a tiempo para ver la silueta vaga de Anne—Marie en la noche.
Salió del chalet, al aire libre. Hacia frío. No había estrellas. Las luces de los balcones y de los corredores estaban apagadas; tampoco había luces en los apartamentos, ni siquiera el brillo de un televisor. Butts' Court estaba desierto.
Titubeó un instante antes de ir tras la muchacha ¿Por qué no se marchaba ahora? La cobardía la azuzaba a regresar al coche. Pero si así lo hacía, los conspiradores tendrían tiempo de ocultar el cuerpo del niño. Y cuando regresara con la policía, sólo encontraría bocas cerradas y encogimiento de hombros; le dirían que había imaginado el cadáver y al caramelero. Los terrores que había experimentado volverían a convertirse en rumores, en palabras garabateadas sobre una pared. Y mientras viviera, se odiaría por no haber buscado la cordura.
Fue tras la muchacha. Anne—Marie no rodeó el cuadrilátero, sino que se dirigió hacia el centro de la plazoleta. ¡A la hoguera! ¡Sí, a la hoguera! Se elevaba ante Helen, más negra que el cielo nocturno. Apenas logró discernir la silueta de Anne—Marie acercándose al borde de la pila de maderas y muebles y agachándose para internarse en su centro. Así era como pensaban eliminar la prueba. Sepultar al niño no era suficiente; ahora bien, si lo quemaban y molían los huesos… ¿quién iba a enterarse?
Permaneció a unos diez metros de la pirámide y observó cómo salía Anne—Marie de ella y se alejaba, su silueta fundida en la oscuridad.
Rápidamente; Helen atravesó el césped crecido y localizó el estrecho espacio entre las maderas apiladas por el que Anne—Marie había introducido el cadáver. Le pareció ver el pálido bulto; lo había depositado en un hueco. Pero no lograba llegar hasta él. Agradeció a Dios el ser tan delgada como la madre y pasó apretadamente por la estrecha abertura. El vestido se le enganchó en un clavo. Se volvió para desengancharlo con dedos temblorosos. Cuando se dio otra vez la vuelta, había perdido de vista el cadáver.
Tanteó desmañadamente, sin ver nada, y sus manos sólo encontraron maderas y trapos y lo que parecía el respaldo de un viejo sillón, pero no la fría piel del niño. Se había vuelto insensible al contacto con el cadáver; en las últimas horas había pasado por cosas peores que recoger el cuerpo sin vida de una criatura. Resuelta a no dejarse derrotar, avanzó un poco más; se le lastimaron las espinillas y los dedos se le llenaron de astillas. Le dolían los ojos, y de soslayo alcanzó a distinguir unos chispazos luminosos. La sangre le silbaba en los oídos. ¡Pero allí estaba! El cuerpo se encontraba a apenas un metro de ella. Se agachó para pasar por debajo de una viga, pero al tender la mano, no alcanzó el solitario bulto. Se estiró más; el zumbido aumentó en su cabeza, pero no alcanzó a llegar hasta la criatura. Sólo le restaba doblarse en dos y meterse por el agujero del escondite, en el centro de la hoguera.
Le costó trabajo pasar. El espacio era tan reducido que apenas pudo arrastrarse a cuatro patas, pero lo logró. El niño yacía boca abajo. Luchó contra los vestigios de repugnancia y lo recogió. Al hacerlo, algo le cayó sobre el brazo. La sorpresa la asustó. A punto estuvo de gritar, pero se tragó el miedo y espantó aquella molestia, que levantó el vuelo con un zumbido. El silbido que se elevaba en sus oídos no era su sangre, sino la colmena.
—Sabía que vendrías —dijo una voz a sus espaldas, y una mano enorme le tapó la cara.
Helen cayó hacia atrás y el caramelero la abrazó.
—Tenemos que irnos —le dijo al oído, mientras una luz temblona se desparramaba por entre las maderas apiladas—. Hemos de emprender el viaje tú y yo.
Luchó por librarse de él, por gritarles para que no encendieran la hoguera, pero él la sujetaba amorosamente. La luz aumentó y con ella llegó el calor; y a través de las primeras llamas vio que de la oscuridad de Butts' Court iban saliendo unas siluetas que se acercaban a la pira. Habían estado allí todo el rato, esperando, con las luces apagadas en sus casas y en los corredores. Su conspiración final.
La hoguera prendió con fuerza, pero por un truco de su construcción, las llamas no invadieron demasiado de prisa su escondite; el humo tampoco reptó por entre los muebles para sofocarla. Vio cómo brillaban las caras de los niños, cómo sus padres les ordenaban que no se acercaran demasiado y cómo desobedecían; cómo las viejas, de sangre débil, se calentaban las manos y sonreían a las llamas. Al cabo de un rato, el rugido y el crepitar fueron ensordecedores, y el caramelero la dejó gritar hasta quedar sin voz, porque sabía que nadie la oiría, y aunque lo hicieran, no se habrían movido para sacarla del fuego.
Las abejas abandonaron el vientre del malvado cuando el aire se tornó más caliente, y enmarañaron el aire con su vuelo aterrado. Algunas se quemaban al intentar la huida y caían al suelo como diminutos meteoros. El cadáver de Kerry, que yacía junto a las llamas, comenzó a arder. El delicado cabello se le llenó de humo; la espalda se le ampolló.
El calor trepó a la garganta de Helen y chamuscó sus súplicas. Exhausta, cayó en los brazos del caramelero y se resignó a su triunfo. Dentro de poco emprenderían el viaje, como le había prometido, y no había manera de evitarlo.
Quizá la recordarían, tal como él le había dicho, al hallar su cráneo partido entre la cenizas. Con el tiempo, tal vez se convertiría en una historia con la que asustar a los niños. En cuanto a su seductor, se echó a reír cuando el fuego los encontró. Para él no había permanencia en aquella noche de muerte. Sus hechos estaban en cientos de muros y en diez mil bocas, y si volvían a dudar de él, su congregación lo mandaría llamar con dulzura. Tenía motivos para reír. Mientras las llamas iban envolviéndolos, ella también tuvo motivos para reír, porque a través del fuego, entre los espectadores, vio acercarse una cara familiar. Era Trevor. Había ido en su busca.
Lo vio preguntar a los vecinos, y a éstos negar con la cabeza, sin dejar de observar la pira con una sonrisa sepultada en los ojos. Pobre infeliz, pensó Helen, continuaba con sus bufonadas. Deseó que mirara más allá de las llamas con la esperanza de que la viera arder. No tanto para que la salvara de la muerte —hacía tiempo que había perdido esa esperanza— sino porque le daba lástima verlo tan perplejo y quería proporcionarle, aunque no se lo agradeciese, algo que lo obsesionara, que lo persiguiera. Eso, y una historia que contar.
Jerry Coloqhoun esperó en la escalinata de las Piscinas de Leopold Road durante más de treinta y cinco minutos antes de que Garvey apareciera; poco a poco sus pies fueron perdiendo sensibilidad a medida que el frío se le colaba por la suela de los zapatos. Se juró a sí mismo que llegaría la hora en que sería él quien hiciera esperar a los demás. En realidad, tal prerrogativa no tardaría en verificarse, si lograba convencer a Ezra Garvey para que invirtiera en el Domo del Placer. Aquello requeriría una sed de riesgo y un capital sustancial, y sus contactos le habían asegurado que Garvey, a pesar de su reputación, poseía ambos elementos en abundancia. De dónde venía el dinero de Garvey no era un punto de los procedimientos, al menos así se había convencido Jerry. En los últimos seis meses, varios plutócratas mucho más agradables habían rechazado su proyecto; en semejantes circunstancias, la delicadeza de sentimientos era un lujo que apenas podía permitirse.
No estaba del todo sorprendido por la renuncia de los inversores. Eran tiempos difíciles, y no se podía aceptar riesgos a la ligera. Además, hacía falta cierta imaginación —facultad no muy abundante entre los adinerados que había conocido— para ver las Piscinas transformadas en el reluciente complejo de diversiones que él tenía pensado. Pero sus investigaciones le habían convencido de que en una zona como aquella —donde las casas al borde de la demolición eran compradas y restauradas por una generación de sibaritas de clase media— las instalaciones que el había planeado no podían dejar de dar dinero.
Había otro aliciente más. El Ayuntamiento, propietario de las Piscinas, estaba ansioso por deshacerse de la finca del modo mas expeditivo posible, porque los acreedores acosaban. La persona a la que Jerry había sobornado en la Dirección de Servicios Comunitarios —el mismo hombre que había robado alegremente las llaves de la finca por dos botellas de ginebra— le había comentado que el edificio podía adquirirse por nada si la oferta se hacía rápidamente. Todo era cuestión de buena coordinación, y de llegar a tiempo.
Cualidad de la que, al parecer, Garvey carecía. Cuando por fin se presentó, el entumecimiento se había desplazado al norte de las rodillas de Jerry, y ya no estaba de tan buen humor. Sin embargo, no dio señales de ello cuando Garvey se bajó de un Rover conducido por su chófer y se acercó a la escalinata. Jerry sólo había hablado con él por teléfono y se esperaba un hombre más corpulento, aunque a pesar de la falta de estatura, no había manera de dudar de la autoridad de Garvey. Aquella autoridad se le notaba en la abierta mirada de evaluación que le echó a Coloqhoun, en sus rasgos nada felices, en el traje inmaculado.