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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 3 (31 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 3
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Telefoneó al número que se indicaba en el diario para quienes desearan aportar información y, media hora más tarde, un coche de la policía pasó a recogerla. En las dos horas de interrogatorio ocurrieron muchas cosas que la asombraron; una de ellas fue que nadie había informado a la policía de su presencia en la urbanización, aunque seguramente la habrían notado.

—No quieren saber nada —le informó el detective—. Cualquiera diría que un lugar como ése estaría plagado de testigos. Si es así, no quieren presentarse. Un crimen semejante…

—¿Es el primero? —inquirió.

El detective la miró desde el otro lado del caótico escritorio y le preguntó:

—¿El primero?

—Me han contado ciertas cosas sobre la urbanización. Hubo unos crímenes este verano.

El detective negó con la cabeza.

—No que yo sepa. Hubo una avalancha de atracos; una mujer hospitalizada durante una semana o así. Pero crímenes no.

El detective le caía bien. Sus ojos la adulaban con aquellas miradas lentas, y le gustaba su franqueza. Sin importarle si parecía tonta o no, comentó:

—No entiendo por qué mienten así. Mira que decir que le habían arrancado los ojos a una víctima…

El detective se rascó la prominente nariz y le dijo:

—A nosotros también nos pasa. Aquí nos llega gente que confiesa todo tipo de porquerías. Algunos se pasan toda la noche hablando de cosas que han hecho, o creen haber hecho. Lo explican con todo lujo de detalles. Y cuando hacemos un par de llamadas, resulta que todo es inventado. Están locos.

—Tal vez si no vinieran aquí a contar esas historias… saldrían a la calle y lo harían de verdad.

—Es verdad —admitió el detective—. Dios nos libre si así fuera.

¿Y las historias que le habían contado a ella? ¿Eran confesiones de crímenes no cometidos? ¿Relatos de lo peor que pudiera uno imaginar para evitar que la ficción se convirtiera en realidad? La idea se mordía la cola: aquellas terribles historias necesitaban una causa primera, una fuente de la cual manar. Mientras regresaba andando a su casa, por calles atestadas, se preguntó cuántos de sus conciudadanos conocían semejantes historias. ¿Serían esas invenciones moneda corriente, como había sostenido Purcell? ¿Había un lugar en cada corazón, por pequeño que fuera, reservado a lo monstruoso?

—Ha llamado Purcell —le informó Trevor cuando regresó a casa—. Para invitarnos a cenar.

No le gustaba la idea y puso mala cara.

—Appollinaires, ¿te acuerdas? —le dijo él—. Prometió invitarnos a todos a cenar si probabas que estaba equivocado.

La idea de ganar una cena a costa de la muerte del hijo de Anne—Marie le pareció repugnante, y así se lo hizo saber a su marido.

—Se ofenderá si no aceptas la invitación.

—Me importa un bledo. No quiero cenar con Purcell.

—Por favor —le suplicó él en voz baja—. Se pondrá difícil; y de momento quiero mantenerlo sonriente.

Helen le lanzó una mirada. Trevor había puesto cara de perro de aguas empapado. Pensó que era un asqueroso manipulador, pero le dijo:

—Está bien, iré. Pero no esperes que me ponga a bailar sobre la mesa.

—Eso se lo dejaremos a Archie. Le dije a Purcell que mañana por la noche no teníamos ningún compromiso. ¿Te va bien?

—Cuando tú quieras, me da igual.

—Reservará mesa para las ocho de la noche.

Los periódicos de la noche relegaron La Tragedia del Pequeño Kerry a una delgada columna en las páginas interiores. En lugar de aportar nuevas, se limitaron a describir las averiguaciones realizadas casa por casa en la calle Spector. Algunas de las ediciones nocturnas mencionaron que Anne—Marie había sido puesta en libertad después de someterla a un prolongado interrogatorio, y que residía con unos amigos. También mencionaban, de pasada, que el funeral sería al día siguiente.

Esa noche, cuando se fue a dormir, Helen no tenía pensado volver a la calle Spector para asistir al funeral, pero el sueño la hizo cambiar de idea, y despertó con la decisión ya tomada.

La muerte había infundido vida a la urbanización. Al dirigirse hacia Ruskin Court desde la calle, notó que nunca había visto tanta gente afuera. Muchos flanqueaban el bordillo de la acera para observar el paso del cortejo fúnebre, y al parecer, habían conseguido su puesto mucho antes, a pesar del viento y la amenaza siempre presente de la lluvia. Algunos llevaban prendas negras —un abrigo, una bufanda—, pero la impresión general, a pesar de las conversaciones en voz baja y las expresiones estudiadas, era de celebración. Los niños corrían por allí, no afectados por la situación; los adultos, entregados al cotilleo, dejaban escapar de vez en cuando alguna carcajada. Helen captó la atmósfera de anticipación y, a pesar de la ocasión, su espíritu se sintió animado.

No era sólo la presencia de tanta gente lo que la tranquilizaba; reconoció que se sentía feliz de haber vuelto a la calle Spector. Los cuadriláteros, con sus árboles raquíticos y su césped gris, le resultaban mas reales que los corredores enmoquetados sobre los que solía caminar; las caras anónimas de los balcones y de las calles significaban más que sus colegas de la universidad. En una palabra, se sentía como en casa.

Finalmente, llegaron los coches; avanzaban a paso de tortuga por las estrechas calles. Cuando apareció el coche fúnebre —el diminuto ataúd blanco cubierto de flores—, unas cuantas mujeres de la multitud manifestaron su pena en voz baja. Una espectadora se desmayó; un grupo de ansiosos se apiñó a su alrededor. Hasta los niños estaban callados.

Helen observó el cortejo sin llorar. No era de llanto facil, especialmente si se encontraba en compañía. Cuando el segundo coche, en el que viajaban Anne—Marie y dos mujeres más, pasó delante de ella, Helen notó que la desolada madre no exhibía en público su pena. Parecía casi elevada por la ceremonia: sentada bien erguida en la parte trasera del coche, sus facciones pálidas fueron fuente de gran admiración. Le pareció un pensamiento amargo, pero Helen tuvo la impresión de que veía a Anne—Marie en su mejor momento; un día especial en una vida anónima durante el cual sería el centro de atención. Lentamente. el cortejo se alejó y desapareció de la vista.

La multitud que rodeaba a Helen comenzó a dispersarse. Se apartó de los pocos plañideros que seguían junto al bordillo y comenzó a andar en dirección a Butts' Court. Tenía intención de regresar al chalet tapiado para ver si el perro continuaba allí. Si así ocurría, para aliviar sus preocupaciones buscaría a algún encargado de la urbanización y lo pondría al tanto.

A diferencia de las demás plazoletas, el cuadrilátero aquel estaba prácticamente vacío. Tal vez los residentes, al ser vecinos de Anne—Marie, habrían ido al Crematorio para asistir a la ceremonia. Fuera cual fuese el motivo, se encontraba pavorosamente desierto. Sólo quedaban los niños, que jugaban alrededor de la pirámide de la hoguera; los ecos de sus voces se oían por la plaza vacía.

Llegó al chalet y se sorprendió al encontrar la puerta otra vez abierta, igual que la primera vez. Al ver el interior sintió un mareo. Cuántas veces, en los pasados días, se había imaginado allí de pie, mirando hacia la oscuridad del interior. No había sonido alguno. Seguramente, el perro habría escapado, o se habría muerto. No ocurriría nada malo si volvía a entrar por última vez, simplemente a echarle un vistazo a la cara de la pared, y al lema que la acompañaba.

Dulces para los dulces
. Nunca había buscado los orígenes de la frase. Daba igual. Fuera cual fuese su significado, allí se transformaba, igual que todo, ella incluida. Permaneció unos instantes en la habitación del frente, para darse tiempo a saborear lo que la esperaba. A sus espaldas, muy lejos, los niños chillaban como pájaros enloquecidos.

Pasó por encima de un montón de muebles y se dirigió hacia el corredor que comunicaba la sala con el dormitorio, demorando el encuentro final. El corazón le latía con fuerza; una sonrisa le jugueteaba en los labios.

Y allí, por fin, el retrato se levantó, atrayente como nunca. En la oscura habitación, dio un paso atrás para admirarlo con más plenitud, y tropezó con el colchón, que seguía en una esquina del cuarto. Miró hacia abajo. Alguien le había dado la vuelta al escuálido lecho, para exponer su cara no dañada. Sobre él yacían varias mantas y una almohada envuelta en trapos. Entre los pliegues de la manta de arriba brillaba una cosa. Se agachó para observar más de cerca y encontró un puñado de dulces —chocolates y caramelos— envueltos en papel brillante. Y entre ellos, amontonadas, aunque no tan atractivas ni tan dulces, una docena de cuchillas de afeitar. Varias de ellas estaban manchadas de sangre. Volvió a ponerse en pie para apartarse del colchón, y al hacerlo, un zumbido le llegó desde la habitación contigua. Se volvió; la luz del dormitorio disminuyó cuando una figura penetró en la garganta que se interponía entre ella y el mundo exterior. La silueta recortada contra la luz le impidió ver al hombre que estaba de pie en el vano de la puerta, pero lo olió. Olía a caramelo; y el zumbido iba con él, o estaba en él.

—He venido a mirar…, a mirar el dibujo —dijo Helen.

El zumbido continuó; era como el sonido de una tarde soñolienta y lejana. El hombre no se movió del vano de la puerta.

—Debo marcharme —prosiguió Helen; sabia que por más que se esforzara, cada una de sus palabras destilaba terror—. Me esperan…

No era del todo mentira. Esa noche estaban todos invitados a cenar en Appollinaires. Pero eso era a las ocho; todavía faltaban cuatro horas. No echarían de menos su presencia durante varias horas.

—Si me disculpa usted…

El zumbido se había acallado un poco, y en el silencio, el hombre del vano de la puerta habló. Su voz sin acento era casi tan dulce como su aroma.

—No hace falta que se marche todavía —susurró.

— Me esperan en…

Aunque no lograba verle los ojos, sintió que la miraban, y que le provocaban somnolencia, igual que el verano que le cantaba en la cabeza.

—He venido a buscarla —le dijo el hombre.

Repitió mentalmente las cuatro palabras.
He venido a buscarla.
Si ocultaban una amenaza, no fueron proferidas como tal.

—No…, no lo conozco.

—No —murmuró el hombre—. Pero dudó de mí.

—¿Dudé de usted?

—No se conformó con las historias, con lo que escribían en las paredes. Por eso me vi obligado a venir.

La somnolencia la obligaba a pensar con lentitud, pero comprendió la esencia de lo que el hombre le decía. Que era una leyenda, y que al no creer en él, lo había obligado a mostrar sus manos. Bajó la vista para ver aquellas manos. Le faltaba una. En su lugar había un gancho.

—Habrá culpas —prosiguió él—. Dirán que sus dudas derramaron sangre inocente. Pero yo digo: ¿para qué sirve la sangre, sino para ser derramada? Y con el tiempo, las preguntas quedarán atras. La policía se irá, las cámaras enfocarán nuevos horrores, y volverán a estar solos para contar más historias sobre el caramelero.

—¿Caramelero?

Su lengua apenas logró pronunciar aquella palabra inocente.

—He venido a buscarla —murmuró en voz tan baja que la seducción flotó en el aire.

Al hablar, avanzó por el corredor y se colocó en la luz.

Lo conocía, no había duda. Lo había conocido desde siempre, en aquel lugar reservado a los terrores. Era el hombre de la pared. El pintor del retrato no había plasmado una fantasía: el dibujo que aullaba desde la pared se reproducía en cada detalle en el hombre que tenía ante sus ojos. Brillaba tanto que resultaba chillón: tenía la piel amarilla como la cera, los labios finos de color azul pálido, los ojos enloquecidos brillaban como si los iris fueran rubíes engarzados. La chaqueta era un puro parche, igual que los pantalones. Le pareció casi ridículo, con aquel abigarramiento manchado de sangre, y el leve toque de barra de labios en las melillas cetrinas. Pero la gente era superficial. Aquel despliegue era necesario para mantener su atención. Milagros, asesinatos, demonios liberados, piedras rodando de las tumbas. El barato encanto no corrompía el sentido oculto. En la historia natural de la mente, sólo las plumas brillantes atraen a las especies para aparearse con su yo secreto.

Helen quedó encantada. Por su voz, por sus colores, por el zumbido de su cuerpo. Pero luchó por resistirse al arrobamiento. Bajo aquel despliegue rebuscado había un monstruo; su nido de cuchillas yacía a los pies de Helen, todavía empapadas en sangre. ¿Dudaría en cortarle la garganta una vez que le pusiera las manos encima?

Cuando el caramelero avanzó hacia ella, Helen se agachó, agarró la manta y se la lanzó. Una lluvia de cuchillas de afeitar y de dulces le cayó sobre los hombros. Le siguió la manta, cegándolo. Pero antes de que lograse aprovechar el momento para alejarse de él, la almohada que estaba sobre la manta rodó ante sus pies.

No era una almohada. Fuera cual fuese el contenido del solitario ataúd blanco que había visto en el coche fúnebre, no era el cuerpo de Kerry. El cadáver estaba allí, a sus pies, con la cara exangüe vuelta hacia ella. Estaba desnudo. Su cuerpo mostraba por todas partes las marcas dejadas por las atenciones del malvado.

En el breve instante que Helen tardó en comprender aquel último horror, el caramelero se deshizo de la manta. Al luchar por escapar de entre sus pliegues, se le había desabrochado la chaqueta. y Helen vio —aunque sus sentidos protestaron— que el contenido de aquel torso se había podrido, y que el agujero estaba ocupado por un nido de abejas. Habían formado un enjambre en la bóveda de su pecho, y con su masa hirvicote recubrían cual costra los restos de carne que allí colgaban. El caramelero sonrió al notar la repugnancia de Helen.

—Dulces para los dulces —murmuró él, y tendió la mano ganchuda hacia la cara de Helen.

Ya no podía ver la luz del mundo exterior, ni oír a los niños que jugaban en Butts' Court. No había manera de huir hacia un mundo más cuerdo. Sólo podía ver al caramelero: sus miembros carecían de fuerzas para mantenerlo alejado.

—No me mate —susurró.

—¿Crees en mí?

—¿Cómo no hacerlo? —preguntó a su vez, asintiendo levemente.

—¿Entonces por qué quieres vivir?

No lo comprendía, y temía que su ignorancia resultara fatal, por eso permaneció callada.

—Si aprendieras de mí, aunque fuera un poco…, no implorarías vivir. —Su voz era un susurro—. Soy el rumor —le cantó al oído—. Es una condición dichosa, créeme. Vivir en los sueños de la gente, ser susurrado en las esquinas, pero no tener que ser. ¿Lo entiendes?

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