Libros de Sangre Vol. 3 (30 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Libros de Sangre Vol. 3
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Cansada y aterida, decidió que era hora de admitir que Purcell tenía razón. Todo lo que le habían contado no eran más que historias. Habían jugado con ella, presintiendo su hambre de horrores, y ella, la tonta perfecta, se había creído cada palabra. Era hora de empacar su credulidad y volver a casa.

Sin embargo, antes de regresar al coche tenía que realizar una última visita: quería volver a ver la cabeza pintada. No como antropóloga entre una tribu extraña, sino como pasajera de un tren fantasma, por el simple gusto de hacerlo. Sin embargo, cuando estuvo ante el numero 14 se enfrentó a la última y más aplastante desilusión. Los meticulosos obreros del Ayuntamiento habían tapiado el chalet. La puerta estaba cerrada con candado, y la ventana de delante tapiada.

Pero se propuso no aceptar la derrota tan fácilmente. Fue hasta la parte trasera de Butts' Court y localizó el patio del numero 14 mediante un sencillo cálculo matemático. La verja estaba cerrada desde dentro, pero empujó con fuerza y, con un poco de trabajo, se abrió. Una montaña de basura —alfombras podridas, una caja de revistas manchadas de lluvia, un desnudo arbol de Navidad— la había bloqueado.

Atravesó el patio, se acercó a las ventanas tapiadas y espió a través de las rendijas que dejaban las tablas de madera. Afuera no había mucha luz, pero dentro todo era mucho más oscuro; resultaba difícil captar algo más que un leve atisbo de la pintuia del dormitorio. Apretó la cara contra las tablas, ansiosa por captarla una última vez.

En el cuarto vio moverse una sombra; por un momento le tapó la visual. Se apartó de la ventana, asustada; no estaba segura de lo que había visto. ¿Habría sido tal vez su propia sombra, proyectada a través de la ventana? Pero ella no se había movido, y la sombra sí.

Volvió a aproximarse a la ventana con mayor cuidado. El aire vibraba; en alguna parte logró oír un quejido amortiguado, aunque no logró determinar si provenía de dentro o de fuera. Volvió a apoyar la cara contra las rugosas tablas y, de repente, algo saltó a la ventana. Esta vez lanzó un grito. Desde dentro le llegó el ruido producido por unas uñas al arañar la madera.

¡Un perro! Y era grande, porque había saltado muy alto.

—Estúpida —se dijo en voz alta.

La bañó un súbito sudor.

El sonido se interrumpió casi tan de prisa como había comenzado, pero Helen no logró acercarse otra vez a la ventana. Estaba claro que los obreros que habían tapiado el chalet no lo habían registrado adecuadamente, y por error habían encerrado al animal. A juzgar por el baboseo, éste estaba hambriento; se alegró de no haber intentado entrar. El perro —hambriento, tal vez rabioso en aquella oscuridad apestosa—, podría haberle arrancado el cuello.

Se quedó mirando fijamente la ventana tapiada. Las rendijas entre las tablas apenas tenían un centímetro de ancho, pero presintió que el animal estaba levantado sohre las patas traseras, observándola a través de la abertura. Cuando logró respirar con más regularidad, oyó al perro resollar y rascar el alféizar con las patas.

—Maldito asqueroso… —dijo—. Ahí te quedas.

Retrocedió hacia la verja. Un sinnúmero de cochinillas y arañas, arrancadas de sus nidos al mover las alfombras de detrás de la verja, corrían en todas direcciones, en busca de una nueva oscuridad donde asentar su hogar.

Cerró la verja tras de sí, y se disponía a volver al frente de la casa, cuando oyó las sirenas: dos horribles espirales acústicas que le pusieron los pelos de la nuca de punta. Se acercaban. Apuró el paso, y llegó a la parte frontal de Butts' Court a tiempo para ver a varios policías atravesar el césped que había detrás de la hoguera, y una ambulancia subida a la acera en dirección al otro lado del cuadrilátero. La gente había salido de sus casas y estaban en los balcones, mirando hacia abajo. Otros caminaban por la plazoleta, sin disimular su curiosidad, para unirse a la multitud. El estómago le dio un vuelco cuando descubrió cuál era el centro de interés: la casa de Anne—Marie. La policía abrió un sendero entre la multitud para que pasaran los de la ambulancia. Un segundo coche patrulla siguió la ruta de la ambulancia y se subió a la acera; se bajaron dos oficiales de paisano.

Helen se acercó a la multitud. Las escasas conversaciones entabladas entre los espectadores tenían lugar en voz baja; una o dos de las mujeres mayores lloraban. Aunque espió por encima de las cabezas de los espectadores no logró ver nada. Se volvió hacia un hombre de barba, que llevaba a un niño sobre los hombros, y le preguntó qué ocurría. El hombre no lo sabía. Había oído decir que había un muerto, pero no estaba seguro.

—¿Anne—Marie? —preguntó.

Una mujer delante de ella se volvió e inquirió a su vez, aterrada, como si se refiriera a un ser querido:

—¿La conoce?

—Un poco —repuso Helen, dubitativa—. ¿Puede decirme que ha ocurrido?

Involuntariamente, la mujer se llevó la mano a la boca, como para impedir que salieran las palabras. Pero de todos modos repuso:

—El niño…

—¿Kerry?

—Alguien entró en la casa por la parte de atrás y le abrió la garganta.

Helen sintió otra vez el sudor. En su imaginación, los papeles se elevaron y cayeron en el patio de Anne—Marie.

—No —musitó.

—Tal como se lo cuento.

Helen miró a la trágica que intentaba venderle aquella atrocidad y repitió:

—No.

Resultaba increíble; sin embargo, sus negaciones no lograron acallar la horrible comprensión de los hechos que la embargaba.

Le dio la espalda a la mujer y se abrió paso entre la multitud. Sabía que no habría nada que ver, y aunque lo hubiera, no tenía deseos de mirar. Aquella gente —continuaban saliendo de sus casas a medida que se propagaba la noticia— exhibía un apetito que le daba asco. Ella no pertenecía a aquel lugar, jamás sería como ellos. Sintió deseos de abofetear aquellas caras ansiosas para infundirles un poco de buen tino y de decirles: «Están espiando el dolor y la pena. ¿Por qué? ¿Por qué?». Pero le faltó coraje. El asco le había quitado todo menos la energía de alejarse de allí, dejando a la multitud con su diversión.

Trevor había vuelto a casa. Ni siquiera intentó explicar su ausencia, se limitó a esperar a que ella le interrogase. Cuando Helen no lo hizo exhibió una fácil afabilidad que resultó peor que su silencio expectante. Fue ligeramente consciente de que su falta de interés era quizá más incomoda para él que la teatralidad que esperaba. A Helen le daba igual.

Sintonizó la radio en la emisora local y escuchó las noticias. Le confirmaron lo que la mujer de la multitud le había dicho. Kerry Latimer había muerto. Una o varias personas desconocidas habían logrado acceder a la casa por el patio trasero y asesinar al niño mientras jugaba en el suelo de la cocina. Un portavoz de la policía profirió las mismas perogrulladas de siempre; se refirió a la muerte de Kerry como a un «crimen incalificable», y al asesino como a un «individuo peligroso y mentalmente perturbado». Por un momento, la retórica fue justificada; la voz del hombre tembló perceptiblemente al describir la escena que habían hallado los oficiales en la cocina de la casa de Anne—Marie.

—¿Escuchando la radio? —preguntó Trevor como quien no quiere la cosa, cuando Helen hubo sintonizado tres boletines consecutivos.

No vio motivo para ocultarle la experiencia vivida en la calle Spector; tarde o temprano se enteraría. Fríamente y sin reservas, le refirió lo ocurrido en Butts' Court.

—La tal Anne—Marie es la mujer que viste por primera vez cuando fuiste a la urbanización, ¿no?

Asintió, con la esperanza de que no le formulara demasiadas preguntas. Estaba a punto de echarse a llorar, y no tenía intención de ceder delante de su marido.

—Entonces estabas en lo cierto.

—¿Cómo en lo cierto?

—Sí, tenias razón, en ese lugar hay un maniaco.

—Pero el niño…

Se levantó, fue hasta la ventana y miró hacia la calle oscurecida, dos pisos mas abajo. ¿Por qué sentía la necesidad de rechazar la teoría de la conspiración con tanta urgencia? ¿Por que rogaba que Purcell tuviera razón, y que todo lo que le habían contado fueran mentiras? Una y otra vez repasó mentalmente la forma en que Anne—Marie la había tratado aquella mañana: estaba pálida, temblorosa, a la expectativa. Se había comportado como si esperara la llegada de alguien, ansiosa por alejar a las visitas no deseadas para dedicarse otra vez a la espera. Pero ¿qué esperaría, o a quién? ¿Era posible que Anne—Marie conociera al asesino? ¿Que lo hubiese invitado a entrar en la casa?

—Espero que encuentren a ese animal —dijo, sin dejar de mirar hacia la calle.

—Lo encontrarán —repuso Trevor—. Mira que asesinar a un bebé, por el amor de Dios. Le darán prioridad al caso.

En la esquina apareció un hombre, se volvió y silbó. Un enorme perro alsaciano se le acercó y los dos partieron hacia la catedral.

—El perro —murmuró Helen.

—¿Qué?

Despues de todo lo ocurrido se había olvidado del perro. La invadió otra vez el asombro que había sentido cuando el animal salto a la ventana.

—¿Qué perro? —insistió Trevor.

—Hoy volví a la casa, aquella donde tomé las fotos de los
graffiti
. Había un perro. Estaba encerrado.

—¿Y qué?

—Se morirá de hambre. Nadie sabe que está allí.

—¿Cómo sabes que no lo encerraron expresamente?

—Es que hacía un ruido…

—Los perros suelen ladrar —repuso Trevor—. Es para lo único que sirven.

—No… —dijo ella en voz baja, recordando los ruidos que había oído a través de la ventana tapiada—. No ladraba…

—Olvídate del perro. Y del niño. No hay nada que tú puedas hacer. Sólo pasabas por allí.

Aquellas palabras fueron un eco de sus propios pensamientos de aquella mañana, pero de alguna forma —por motivos que no lograba expresar con palabras— esa convicción se había ido desvaneciendo con el paso de las horas. No pasaba por allí, sin más. Nadie pasa por ahí, sin más; la experiencia siempre deja su marca. A veces sólo arañaba; en ocasiones arrancaba miembros enteros. Desconocía la gravedad de la herida, pero sabía que era más profunda de lo que lograba comprender, y la asustaba.

—Se nos ha acabado la bebida —dijo Helen, sirviéndose el resto de whisky en el vaso.

Trevor pareció alegrarse de contar con un motivo para complacerla y le dijo:

—Iré a buscar una o dos botellas, ¿te parece?

—Sí, si quieres —repuso ella.

Estuvo fuera sólo media hora; Helen deseó que hubiese tardado más. No tenía ganas de hablar; sólo quería sentarse y reflexionar sobre la inquietud que sentía en el estómago. Aunque Trevor había pasado por alto su preocupación por el perro —y quizá su actitud fuera justificada—, Helen no lograba evitar que su imaginación regresara al chalet tapiado y viera otra vez la cara enfurecida de la pared del dormitorio y oyera los gruñidos amortiguados del animal mientras arañaba las tablas de la ventana. A pesar de lo que Trevor le había dicho, Helen no creía que utilizaran la casa como perrera. No, el perro estaba allí apresado, no cabía duda, y daba vueltas y vueltas y, en su desesperación, se veía obligado a comerse sus propias heces, enloqueciendo más y mas a medida que pasaba el tiempo. Empezó a temer que alguien —niños en busca de más madera para la hoguera, quizá— entrase en aquella casa sin saber lo que contenía. No temía por la seguridad de los intrusos, sino que el perro, una vez liberado, fuera a buscarla. Sabría donde estaba (al menos eso deducía en su estado de ebriedad) guiándose por el olfato.

Trevor regresó con el whisky y bebieron juntos hasta la madrugada; entonces, le entraron ganas de vomitar. Se refugió en el cuarto de baño, mientras Trevor le preguntaba desde fuera si necesitaba algo, y ella le contestaba débilmente que la dejara sola. Una hora después, cuando salió, Trevor se había ido a la cama. No se acostó con él, sino que se echó en el sofá y dormitó hasta el amanecer.

El asesinato fue noticia. A la mañana siguiente ocupo la primera plana de todos los diarios sensacionalistas, y páginas de importancia en los periódicos más serios. Aparecieron fotos de la desesperada madre mientras la sacaban de su casa, y otras, borrosas pero potentes, tomadas por encima de la pared del patio trasero y a través de la puerta abierta de la cocina. ¿Lo que había en el suelo sería sangre o una sombra?

Helen no se molestó en leer los artículos —la jaqueca la hizo rebelarse ante esa idea—, pero Trevor, que había comprado los periódicos, se mostró ansioso por hablar. Helen no logró precisar si de ese modo procuraba hacer las paces, o si su interés en el tema era genuino.

—La mujer esta bajo custodia —le dijo, leyendo atentamente el
Daily Telegraph
.

Era un periódico cuya tendencia política no compartía, pero tenía fama de cubrir detalladamente los crímenes violentos.

Por más que Helen no lo deseara, el comentario le llamó la atención.

—¿Anne—Marie bajo custodia? —inquirió.

—Sí.

—Déjame ver.

Le entregó el periódico y ella le echó un vistazo a la página.

—Tercera columna —le indicó Trevor.

Encontró el artículo, y allí estaba por escrito. Anne—Marie quedaba bajo custodia para ser interrogada; debía justificar el lapso de tiempo transcurrido entre la hora estimada de la muerte del niño y la hora en que fue informado el hecho. Helen volvio a releer los párrafos relevantes, para asegurarse de que lo había entendido bien. Lo había entendido perfectamente. El forense calculaba que Kerry había muerto entre las seis y las seis y media de aquella mañana, y el asesinato no habra sido denunciado hasta las doce.

Leyó la nota por tercera, por cuarta vez, pero la repetición no cambió los terribles hechos. El niño había sido asesinado antes del amanecer. Y cuando ella había estado en la casa aquella mañana, Kerry llevaba muerto cuatro horas. El cadáver estaba en la cocina, a unos metros del vestíbulo, donde se encontraba Anne—Marie, y no le había dicho nada. ¿Que significado tenía aquella actitud de expectación que Helen le había provocado? ¿Que esperaba una señal para coger el teléfono y llamar a la policía?

—Dios mío… —dijo Helen, y dejó caer el periódico.

—¿Qué pasa?

—Tengo que ir a la policía.

—¿Por qué?

—Para informarles que fui a casa de Anne—Marie —respondió. Trevor pareció desconcertado—. La criatura estaba muerta, Trevor. Cuando vi a Anne—Marie ayer por la mañana, Kerry ya estaba muerto.

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