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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 3 (36 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 3
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Concluido el veneno, se apartó de ella.

—Bastardo…

A Jerry le ardía la espalda. Cuando se levantó de la cama, dejó manchas de sangre en las sábanas. Buscando en el caos de la sala logró encontrar una botella de whisky intacta. Pero las copas estaban todas rotas, y de repente le invadió el absurdo melindre de que no quería beber a morro. Se agachó contra la pared, con la espalda helada, y no se sintió ni desdichado ni orgulloso. La puerta principal se abrió y se cerró con estrépito. Esperó un rato y oyó los pasos de Carole al bajar la escalera. Entonces surgieron las lágrimas, aunque también se sintió completamente alejado de ellas. Finalmente, concluido el ataque, fue a la cocina, lo revisó todo hasta encontrar una taza y bebió de ella hasta perder el sentido.

El estudio de Garvey era un cuarto impresionante. Lo había hecho decorar imitando el de un abogado experto en asuntos fiscales que había conocido; las paredes estaban tapizadas de libros comprados por metros, el color de la alfombra y la pintura se había apagado, por la acumulación del humo de cigarro y de sabiduría. Cuando le costaba dormirse, como ahora, se retiraba al estudio, se sentaba en la silla de respaldo de cuero detrás del enorme escritorio, y soñaba con la legitimidad. Sin embargo, esa noche no fue así; esa noche, sus pensamientos estaban invadidos por otras preocupaciones. Por más que se esforzara en conducirlos por otro camino, ellos regresaban a Leopold Road.

No se acordaba demasiado de lo ocurrido en las Piscinas. Eso ya era de por sí angustiante; siempre se había enorgullecido de poseer una aguzada memoria. De hecho, su memoria para las caras vistas y los favores realizados le había ayudado en gran medida a conseguir su actual poder. Se jactaba de que no había un solo portero, ni una sola mujer de la limpieza, entre los cientos de empleados que tenía al que no pudiera dirigirse por su nombre de pila.

Pero de los hechos acaecidos en Leopold Road hacía escasamente treinta y seis horas, de cómo se le habían acercado las mujeres, de cómo la cuerda le había apretado el cuello, de cómo lo habían conducido por el borde de la piscina hasta una cámara cuya abyección le había despojado prácticamente de sus sentidos, conservaba apenas un vago recuerdo. Lo ocurrido allí después se movía en su memoria como lo hacían las siluetas en la mugre de la piscina: de un modo oscura y terriblemente inquietante. Había experimentado humillaciones y horrores. Pero aparte de eso, no recordaba nada.

No era hombre que se inclinara ante tales ambigüedades sin plantarles cara. Si había misterios que desvelar, él los desvelaría, y aceptaría las consecuencias de la revelación. Su primera ofensiva había consistido en enviar a Chandaman y a Fryer a destrozar el piso de Coloqhoun. Si, tal como sospechaba, toda aquella empresa era una elaborada trampa pergeñada por sus enemigos, entonces Coloqhoun estaba implicado. Sin duda no sería más que una tapadera, y con toda seguridad no era la mente maestra que ideara el plan. Pero Garvey se sintió satisfecho de que la destrucción de los bienes muebles de Coloqhoun advirtiera a sus jefes de que estaba dispuesto a pelear. También había dado otros frutos. Chandaman había regresado con los planos de las Piscinas; estaban desplegados sobre el escritorio de Garvey. Había trazado la ruta seguida a través del complejo una y otra vez con la esperanza de azuzar su memoria. Pero se sintió defraudado.

Cansado, se puso de pie y se dirigió a la ventana del estudio. El jardín de la casa era inmenso, y severamente cuidado. Aunque en aquel momento apenas lograba distinguir los bordes inmaculados; la luz de las estrellas describía rudimentariamente el mundo exterior. Lo único que lograba ver era su propio reflejo en el cristal pulido.

Cuando se concentró en su imagen, su silueta se onduló, y sintió una flojedad en el bajo vientre, como si se le huhiera desatado algo. Se llevó la mano al abdomen. Le picaba, temblaba, y por un instante se vio otra vez en las Piscinas, desnudo; algo abultado se movía ante sus ojos. A punto estuvo de gritar, pero se controló apartándose de la ventana y observando la habitación, las alfombras, los libros y los muebles, la realidad sólida y sobria. No obstante, las imágenes se negaban a abandonar su cabeza. Los pliegues de sus intestinos siguieron temblando.

Tardó varios minutos en reunir el coraje suficiente como para volver a mirar su reflejo proyectado en la ventana. Finalmente, cuando lo hizo, había desaparecido todo rastro de vacilación. No volvería a soportar otras noches insomnes como aquélla, perseguido por los fantasmas. Con las primeras luces del amanecer le llegó la convicción de que aquél sería el día en que destrozaría al señor Coloqhoun.

Esa mañana, Jerry intentó telefonear a Carole a la oficina. En repetidas ocasiones le dijeron que no podía ponerse. A la larga, dejó de intentarlo, y dedicó sus atenciones a la hercúlea tarea de devolver un poco de orden al piso. Pero le faltaron la concentración y las energías necesarias para hacer un buen trabajo. Tras una hora fútil durante la cual apenas logró hacer mella en el problema, se dio por vencido. El caos reflejaba perfectamente la opinión que tenía de sí mismo. Lo mejor sería dejarlo estar.

Poco antes de mediodía, recibió una llamada.

—¿El señor Coloqhoun? ¿Gerard Coloqhoun?

—Sí, soy yo.

—Me llamo Fryer. Llamo de parte del señor Garvey…

—¿Ah, sí?

¿Aquella llamada sería para regodearse o acaso amenazaba con ulteriores desgracias?

—El señor Garvey esperaba que le hiciera ciertas proposiciones —le dijo Fryer.

—¿Proposiciones?

—Está muy entusiasmado con el proyecto de Leopold Road, señor Coloqhoun. Tiene la impresión de que se puede sacar buen dinero.

Jerry no dijo nada; aquella palabrería lo confundía.

—Al señor Garvey le gustaría mantener otra reunión lo antes posible.

—¿De veras?

—En las Piscinas. Hay unos cuantos detalles arquitectónicos que le gustaría enseñar a sus colegas.

—Entiendo.

—¿Estará usted disponible para este mismo día?

—Sí, claro.

—¿Qué le parece a las cuatro y media?

La conversación terminó más o menos allí. Jerry quedo perplejo. En los modales de Fryer no notó rastros de enemistad; ni una pizca, por más sutil que fuera, de mala fe entre las partes. Tal vez, como había sugerido la policía. los acontecimientos de la noche anterior habían sido obra de unos vándalos anónimos y el robo de los planos un capricho de los responsables. Se animó un poco. No todo estaba perdido.

Volvió a telefonear a Carole, animado por aquel giro de los acontecimientos. Esta vez no aceptó las excusas de sus colegas e insistió en hablar con ella. Finalmente, se puso.

—No quiero hablar contigo, Jerry. Vete al diablo.

—Escúchame…

Le colgó antes de que lograra agregar nada más. Volvió a llamarla. Cuando contestó y oyó su voz, se mostró desconcertada de que estuviera tan ansioso por disculparse.

—¿Por qué lo intentas? Dios santo, ¿de qué sirve?

Jerry notó que a Carole se le agolpaban las lágrimas en la garganta.

—Quiero que comprendas lo enfermo que me siento. Deja que lo arregle, por favor, déjame que lo arregle.

—No —contestó a su súplica.

—No me cuelgues. Por favor, no me cuelgues. Sé que fue imperdonable, Cristo, lo sé…

Carole siguió en silencio.

—Pero piénsatelo, ¿quieres? Dame una oportunidad de arreglar las cosas. ¿Lo harás?

La oyó suspirar.

—¿Me dejas?

—Sí. Sí.

Y colgó.

Partió hacia la cita en Leopold Road tres cuartos de hora antes de lo previsto, pero a mitad de camino se puso a llover torrencialmente, tanto que el limpiaparabrisas no daba abasto. El tráfico marchaba lento; durante más de medio kilómetro avanzó despacio. Lo único que lograba distinguir eran las luces de freno del vehículo de delante. Los minutos pasaron y su ansiedad fue en aumento. Cuando por fin logró abandonar el atasco para tomar otro camino, ya se le había hecho tarde. Nadie lo esperaba en la escalinata de las Piscinas; pero el Rover verdeazulado de Garvey estaba aparcado en el camino. No había señales del chófer. Jerry encontró un sitio para aparcar en el lado opuesto del camino, y cruzó la calle bajo la lluvia. Desde el coche hasta las Piscinas no habría más de veinticinco metros, pero llegó empapado y sin aliento. La puerta estaba abierta. Era evidente que Garvey había manipulado la cerradura y se había guarecido de la lluvia torrencial. Jerry entró.

Garvey no estaba en el vestíbulo, pero había otra persona. Un hombre de la altura de Jerry, pero mucho más fornido. Llevaba guantes de cuero. Su rostro, a no ser por la ausencia de costuras, podría haber sido del mismo material.

—¿Coloqhoun?

—Sí.

—El señor Garvey lo espera dentro.

—¿Quién es usted?

—Chandaman —repuso el hombre—. Entre.

Al final del pasillo había una luz. Jerry abrió las puertas de paneles acristalados del vestíbulo y fue hacia la luz. A sus espaldas oyó la puerta principal cerrarse con un chasquido, y luego el eco de los pasos del lugarteniente de Garvey.

Garvey hablaba con otro hombre, más bajo que Chandaman, que llevaba una enorme linterna. Cuando los dos oyeron acercarse a Jerry miraron en su dirección; la conversación cesó de repente. Garvey no le tendió la mano ni le ofreció ningún comentario de bienvenida; simplemente se limitó a decirle:

—Ya era hora.

—Es que la lluvia… —se excusó Jerry.

Luego se lo pensó mejor y no dio una explicación que resultaba evidente.

—Ese remojón puede causarle la muerte —comentó el de la linterna.

Jerry reconoció inmediatamente el tono dulzón.

—Fryer.

—El mismo —replicó el hombre.

—Encantado de conocerlo.

Se estrecharon la mano, y al hacerlo, Jerry vio que Garvey lo observaba como si le buscara una segunda cabeza. No dijo nada durante un buen rato, limitándose a examinar la creciente inquietud reflejada en el rostro de Jerry.

—No soy un estúpido —dijo por fin Garvey.

El comentario surgido así, de repente, exigía una respuesta.

—Ni siquiera creo que sea usted el cabecilla de este asunto —prosiguió Garvey—. Estoy dispuesto a ser caritativo.

—¿A qué viene todo esto?

—Caritativo —repitió Garvey—. Porque creo que se ha metido usted en honduras. ¿Me equivoco?

Jerry frunció el ceño.

—Creo que tiene razón —repuso Fryer.

—Me parece que ni siquiera en estos momentos comprende el lío en que está metido, ¿verdad? —inquirió Garvey.

De repente, Jerry fue consciente de su vulnerabilidad y de que Chandaman se encontraba detrás de él.

—Sin embargo, no creo que la ignorancia deba confundirse con el arrobamiento —continuó Garvey—. Quiero decir que aunque no entienda nada, eso no lo hace menos culpable, ¿no le parece?

—No tengo ni idea de lo que me está hablando —protestó levemente Jerry.

Bajo la luz de la linterna, la cara de Garvey aparecía crispada y pálida; tenía todo el aspecto de necesitar unas vacaciones.

—De este lugar —replicó Garvey—. Le estoy hablando de este lugar. De las mujeres que ha puesto aquí… para mi beneficio. ¿A qué viene todo esto, Coloqhoun? Es todo lo que quiero saber. ¿A qué viene todo esto?

Jerry se encogió ligeramente de hombros. Cada palabra pronunciada por Garvey lo dejaba más y más perplejo; pero ya le había advertido que la ignorancia no constituía una excusa legítima. Tal vez la mejor respuesta fuese una pregunta.

—¿Ha visto usted mujeres?

—Furcias, más bien —replicó Garvey. El aliento le olía a ceniza de cigarro viejo—. ¿Para quién trabaja usted, Coloqhoun?

—Trabajo por mi cuenta. La propuesta que le hice…

—Olvídese dc su maldita propuesta. No estoy interesado en hacer tratos con usted.

—Ya entiendo —repuso Jerry—. Entonces no le veo sentido a esta conversación.

Dio un paso para alejarse de Garvey, pero éste tendió un brazo y lo sujetó por la americana empapada de lluvia.

—No le he dicho que se fuera —le dijo.

—Tengo asuntos que atender…

—Tendrán que esperar —le contestó Garvey sin soltarlo.

Jerry supo que si intentaba quitarse de encima a Garvey y correr hacia la puerta principal, Chandaman se lo impediría antes de que diera tres pasos; por otra parte, si no intentaba huir…

—No me gustan los de su clase —prosiguió Garvey, soltándolo—. Sabelotodos con vista para las buenas oportunidades. Se creen ustedes muy listos, Sólo porque tienen un acento extravagante y corbatas de seda. Permítame que le diga una cosa… —Con el dedo le dio una estocada en la garganta—. Me importan ustedes una mierda. Sólo quiero saber para quién trabaja. ¿Entendido?

—Ya se lo he dicho…

—¿Para quién trabaja? —insistió Garvey, señalando cada palabra con una nueva estocada—. Hable o se va a sentir usted muy, pero que muy mal.

—Por el amor de Dios…, no trabajo para nadie. Y no sé nada de esas mujeres.

—No empeore usted las cosas —le aconsejó Fryer con fingida preocupación.

—Estoy diciendo la verdad.

—Me parece que quiere que lo lastimen —dijo Fryer—. ¿Es eso lo que quiere?

Chandaman lanzó una risotada sin alegría.

—Sólo dígame algunos nombres —le pidió Garvey—. O le romperemos las piernas.

La amenaza, aunque inequívoca, no contribuyó a aclararle la mente a Jerry. No veía otra forma de salir del embrollo más que insistir en su inocencia. Si nombraba a algún jefe supremo ficticio, descubrirían la mentira en seguida, y el engaño no haría sino empeorar las consecuencias.

—Compruebe mis credenciales —suplicó—. Usted cuenta con recursos. Averigüe por ahí. No soy hombre de formar sociedades, Garvey, nunca lo he sido.

Garvey dejó de mirar a Jerry a la cara y se fijó en su hombro. Jerry captó el significado de la señal demasiado tarde como para prepararse a recibir el golpe en los riñones del hombre que tenía a sus espaldas. Cayó hacia adelante, pero antes de que chocara con Garvey, Chandaman lo sujetó por el cuello y lo arrojó contra la pared. Se dobló; el dolor no le dejó pensar en nada. Vagamente, oyó a Garvey preguntarle otra vez quién era su jefe. Jerry negó con la cabeza. Tenía el cráneo lleno de cojinetes, le matraqueaban entre las orejas.

—Dios…, Dios… —dijo, esforzándose por encontrar alguna palabra en su defensa para que no le pegaran.

Pero lo incorporaron violentamente antes de que se le ocurriera ninguna. Lo iluminaron con la linterna. Se avergonzó de las lágrimas que le bañaban las mejillas.

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