Libros de Sangre Vol. 4 (18 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Libros de Sangre Vol. 4
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Había previsto la oscuridad que encontró del otro lado, por lo que había traído el encendedor que Mitch le había regalado hacía tres años. Lo encendió. La llama era diminuta; levantó el mechero y bajo la luz vacilante observó el espacio que tenía ante sí. No se encontraba en la cripta propiamente dicha, sino en un estrecho vestíbulo de alguna especie: aproximadamente a un metro de donde estaba vio otra puerta y otra pared. Ésta no había sido tapiada con ladrillos, aunque en su sólida madera habían tallado una segunda cruz. Se acercó. Habían quitado la cerradura —tal vez hubieran sido los investigadores— y habían vuelto a cerrar la puerta con una cuerda. Aquello había sido la obra rápida de unas manos cansadas. No le costó mucho desatar la cuerda, aunque tuvo que utilizar ambas manos, por lo que debió trabajar en la oscuridad.

Mientras desataba el nudo, oyó voces. Los policías —malditos fueran— habían abandonado el aislamiento de la caseta para salir a plena loche a realizar la ronda. Dejó la cuerda en su sitio y se arrimó contra el interior del muro del vestíbulo. Las voces de los oficiales se hacían más audibles: hablaban de sus hijos, y del creciente coste de la alegría navideña. Ahora se encontraban a unos metros de la entrada de la cripta, de pie —al menos eso supuso—, al abrigo de la tela encerada. Sin embargo, no intentaron bajar por el talud, sino que terminaron su sumaria inspección al borde de las excavaciones y luego regresaron. Sus voces se apagaron.

Satisfecha de que estuvieran lejos de su vista y de su oído, volvió a encender el mechero y regresó a la puerta. Era enorme y brutalmente pesada; su primer intento de abrirla fue coronado por el fracaso. Volvió a probar, y esta vez se movió, rascando las piedrecillas que había en el suelo del vestíbulo. Una vez abierta los centímetros necesarios para poder colarse por el hueco, descansó un poco. La llama del encendedor vaciló, como si desde dentro hubieran lanzado un suspiro; durante unos segundos ardió con un tono amarillo en lugar del acostumbrado azul eléctrico. No se detuvo a admirarlo, sino que se deslizó hacia el prometido mundo fantástico.

La llama se avivó, se volvió lívida y, por un instante, su repentino brillo le obnubiló la visión. Cerró los ojos con fuerza para recuperarse y volvió a mirar.

De modo que aquélla era la Muerte. Carecía del arte y el encanto del que Kavanagh había hablado; no se veía la calma emanar de unas bellezas amortajadas sobre losas de frío mármol, ni relicarios elaborados, ni aforismos sobre la naturaleza de las flaquezas humanas: ni siquiera había nombres o fechas. En la mayoría de los casos, los cadáveres carecían de ataúd.

La cripta era un osario. Habían arrojado los cuerpos en pilas, por todas partes; familias enteras estrujadas en unos nichos diseñados para contener un solo féretro, y muchos más que habían caído donde la prisa y el descuido los habían arrojado. Aunque la escena era absolutamente inmóvil, estaba repleta de pánico. Estaba allí, en las caras que observaban fijamente desde las pilas de muertos: bocas abiertas de par en par en muda protesta, cavidades en las que los ojos se habían marchitado, aterrados ante semejante tratamiento. También se reflejaba en la forma en que había degenerado el sistema de enterramiento, desde la ordenada disposición de los féretros, en el extremo opuesto de la cripta, hasta las pilas caprichosas de ataúdes rudamente fabricados, con madera sin pulir, tapas sin marcas a excepción de una cruz garabateada; y se reflejaba también en este presuroso amontonamiento de cadáveres sin ataúd, olvidada ya toda preocupación por la dignidad, incluso quizá por los ritos mortuorios, en medio de la creciente histeria.

Aquello tenía que ser producto de algún desastre, no le cabía ninguna duda; una repentina afluencia de cuerpos —hombres, mujeres, niños (a sus pies se encontraba una criatura que no habría alcanzado a vivir un día) —. muertos en tales cantidades que no había habido tiempo siquiera para cerrarles los ojos antes de ser alojados en este agujero. Quizá también habrían muerto los fabricantes de ataúdes, y habían sido lanzados aquí, entre sus clientes; también los que cosían mortajas, y los sacerdotes. Todos desaparecidos en un mes (o en una semana) apocalíptico; los parientes que les sobrevivieron habrían estado quizá demasiado asombrados o aterrados como para reparar en minucias, ansiosos solamente por quitar de en medio a los muertos, para no tener que volver a ver sus carnes.

Todavía quedaba a la vista gran parte de aquellas carnes. Al sellar la cripta la habían aislado del aire, con lo que sus ocupantes habían permanecido intactos. Al violarse el secreto de esta cámara, el calor de la descomposición se había avivado, y los tejidos reiniciaron el proceso de putrefacción. Por todas partes observó su acción: hinchazones, supuraciones, ampollas, pústulas. Subió la llama para ver mejor, aunque el hedor de la corrupción comenzaba a agobiarla y a marearla. En todos los sitios donde se posaban sus ojos descubría alguna escena dolorosa. Dos niños yacían juntos, como si durmieron abrazados; una mujer, que al parecer había tenido tiempo para un último acto: se había pintado la cara enferma, para morir con una expresión más propia del tálamo nupcial que de la tumba.

No podía hacer otra cosa que mirar, aunque su fascinación robara a los muertos la privacidad. Tenía tantas cosas que ver y recordar. Ya no volvería a ser la misma después de haber presenciado estas escenas. Un cadáver, medio oculto debajo de otro, le llamó especialmente la atención: era una mujer cuyo largo cabello castaño fluía del cráneo de forma tan copiosa que Elaine sintió envidia. Se acercó un poco para verlo mejor y, venciendo los vestigios del último remilgo, cogió el cuerpo que se encontraba encima de la mujer y lo apartó. La carne del cadáver resultó grasosa al tacto, y le manchó las manos, pero Elaine no se angustió. El cadáver descubierto yacía con las piernas abiertas, pero el peso constante de su compañero las había doblado hasta dejarlas en una configuración imposible. La herida que la había matado le había manchado de sangre los muslos, y la camisa se le había pegado al abdomen y a las inglés. ¿Habría perdido un hijo —se preguntó Elaine —, o quizá alguna enfermedad le habría devorado esa parte?

Se hartó de mirar, inclinada para estudiar la expresión lejana que tenía el rostro putrefacto de la mujer. Vaya lugar para yacer, pensó, con la Propia sangre vergonzante a la vista de todos. La próxima vez que se encontrara con Kavanagh le contaría lo que había visto, le diría cuán erradas habían sido sus ideas sentimentales sobre la calma que existe debajo de la tierra.

Ya había visto bastante, más que suficiente. Se limpió las manos en la chaqueta y regresó a la puerta; la cerró tras de sí y ató la cuerda tal corno la había encontrado. Subió por el talud y salió al aire libre. Los policías no estaban a la vista; y se marchó furtivamente, sin ser vista, como si fuera la sombra de una sombra.

Una vez dominado el disgusto inicial, y el asomo de piedad que había sentido al ver a los niños y a la mujer del cabello castaño, ya no le quedó nada que sentir; incluso estas respuestas —junto con la piedad y la repugnancia— fueron bastante manejables. Habían sido mucho más agudas y marcadas cuando vio un coche atropellar a un perro que cuando contempló la cripta de Todos los Santos, a pesar de las escenas horrendas que había por todas partes. Aquella noche, cuando apoyó la cabeza en la almohada para dormirse, notó que no temblaba ni sentía náuseas, sino que se sentía fuerte. ¿Qué había de temer en este mundo, si el espectáculo de mortandad que acababa de presenciar podía soportarse con tanta facilidad? Durmió profundamente, y al despertar se sintió renovada.

Aquella mañana volvió al trabajo; le pidió disculpas al señor Chimes por su comportamiento del día anterior, y le aseguró que se sentía más feliz de lo que había sido en muchos meses. Para probar su rehabilitación, se mostró tan gregaria como pudo, conversó con los amigos olvidados y desempolvó su sonrisa. Al principio, su actitud fue recibida con una cierta renuencia; Elaine presintió que sus colegas dudaban de que este arrebato de sol presagiara de verdad el verano. Pero como mantuvo el buen humor durante todo ese día y el siguiente, comenzaron a responderle con más facilidad. Hacia el jueves, fue como si jamás hubiera derramado aquellas lágrimas a principios de la semana. La gente le decía lo bien que se la veía. Era verdad; su espejo le confirmó los rumores. Le brillaban los ojos y la piel. Era la viva imagen de la vitalidad.

El jueves por la tarde se encontraba sentada ante su escritorio, contestando un montón de correspondencia atrasada, cuando una de las secretarias apareció en el corredor y comenzó a balbucear. Alguien acudió en su ayuda; entre los sollozos, parecía que hablaba de Bernice, una mujer a la que Elaine conocía de intercambiar una que otra sonrisa en la escalera, pero nada más. Al parecer, se había producido un accidente; la mujer estaba diciendo que había sangre en el suelo. Elaine se puso de pie y se reunió con el grupo que salía a comprobar a qué se debía el alboroto. El supervisor se encontraba ya ante los lavabos de señoras, ordenando en vano a los curiosos que se apartaran. Otra persona —al parecer otro testigo— ofrecía su versión de los hechos:

—Estaba allí de pie, y de repente se puso a temblar. Pensé que le había dado un ataque. Empezó a sangrar por la nariz, y por la boca. Le caía la sangre a chorros.

—No hay nada que ver —insistió Chimes—. Por favor, no se acerquen.

Nadie le hacía caso. Trajeron mantas para tapar a la mujer, y en cuanto volvieron a abrir la puerta del lavabo, los curiosos avanzaron. Elaine alcanzó a ver una forma que se movía sobre el suelo del lavabo como convulsionada por los calambres; no le quedaron ganas de ver nada más. Dejo a la multitud en el corredor hablando a voz en cuello de Bernice como si ya estuviera muerta, y regresó a su escritorio. Tenía tanto que hacer, tenía que recuperar tantos días apesadumbrados, perdidos. Le cruzó por la mente una frase adecuada.
Redimid el tiempo.
Apuntó las tres palabras en su libreta a manera de recordatorio. ¿De dónde las había sacado? No lograba recordarlo. No tenía importancia. En ocasiones, había sabiduría en el olvido.

Esa noche, Kavanagh la telefoneó y la invitó a cenar al día siguiente. Aunque se sentía ansiosa por comentar con él sus recientes proezas, tuvo que rechazar la invitación porque varios de sus amigos daban una fiesta para celebrar su restablecimiento. Le preguntó si quería unirse a ellos. Él le agradeció la invitación y le comentó que siempre le habían intimidado las aglomeraciones de gente. Ella le dijo que no fuese tonto: que sus amigos se mostrarían encantados de conocerlo, y ella de darlo a conocer, pero él le contestó que se presentaría en la fiesta sólo si su ego se sentía a la altura de las circunstancias y que, si no aparecía, esperaba que ella no se ofendiese. Elaine le aseguró que no se ofendería. Antes de que la conversación concluyera, le mencionó solapadamente que la próxima vez que se vieran tenía que contarle una historia.

El día siguiente fue portador de malas noticias. Bernice había muerto en las primeras horas de la mañana del viernes, sin recuperar la conciencia. Todavía no habían encontrado la causa de la muerte, pero los rumores que circulaban en la oficina coincidieron en afirmar que nunca había sido una mujer fuerte —siempre había sido la primera de las secretarias en resfriarse y la última en curarse—. También se rumoreaba, aunque en un tono más discreto, sobre su comportamiento personal. Había sido generosa con sus favores, y poco juiciosa en la elección de sus parejas. Y en vista de que las enfermedades venéreas alcanzaban proporciones de epidemia, ¿no seria acaso ésa una explicación probable de la muerte?

Las noticias, aunque mantuvieron ocupados a los cotillas, no resultaron beneficiosas para la moral general. Esa misma mañana cayeron enfermas dos muchachas, y a la hora del almuerzo, Elaine era la única de todo el personal que gozaba de apetito. En cierto modo, el suyo compensaba la escasez en sus colegas. Sentía un hambre voraz; su cuerpo clamaba dolorido por recibir alimento. Era una buena sensación, después de tantos meses de languidez. Cuando echó un vistazo a su alrededor, a las caras cansadas de quienes estaban sentados a la mesa, se sintió completamente alejada de ellos: de sus chácharas, de sus opiniones triviales, de la forma en que sus conversaciones giraban en torno a lo repentino de la muerte de Bernice, como si en años no hubieran pensado jamás en el tema y se sintieran asombrados de que tal negligencia no lo hubiera extinguido.

Elaine sabía que no era así. En los últimos tiempos había estado cerca de la muerte en varias ocasiones: durante los meses que la condujeron a la histerectomía, cuando los tumores habían duplicado repentinamente su tamaño, como si presintieran que algo se tramaba para eliminarlos; en la mesa de operaciones, cuando los cirujanos creyeron en dos ocasiones que la habían perdido; y, más recientemente, en la cripta. cara a cara con aquellos desgarbados cadáveres. La Muerte estaba en todas partes. El hecho de que se mostraran tan sorprendidos de que entrara en su círculo falto de gracia, le pareció casi cómico. Comió ávidamente, y dejó que hablaran en susurros.

Se reunieron para la fiesta en casa de Reuben: Elaine, Hermione. Sam y Nellwyn, Josh y Sonja. Fue una velada agradable; tuvieron ocasión de ponerse al día sobre las vicisitudes de los amigos mutuos, y los cambios producidos en los estados y ambiciones de cada uno. Se emborracharon muy de prisa; las lenguas, liberadas por la familiaridad, se fueron soltando todavía más. Nellwyn ofreció un lacrimoso brindis a Elaine; Josh y Sonja tuvieron un intercambio de opiniones, breve pero cáustico, sobre el evangelismo; Reuben imitó a sus colegas abogados Fue como en los viejos tiempos, aunque el recuerdo todavía habría de mejorarlo. Kavanagh no se presentó, y Elaine se alegró de que no lo hiciera. A pesar de las protestas cuando había hablado con él, sabía que se habría sentido fuera de lugar con una compañía tan cerrada.

Alrededor de las doce y media de la noche, cuando la estancia se había calmado y hubieron iniciado una tranquila conversación, Hermione mencionó al navegante. Aunque se encontraba casi al otro extremo del cuarto, Elaine oyó el nombre del marinero con toda claridad. Interrumpió la conversación que mantenía con Nellwyn y, saltando por encima de las piernas de quienes estaban tendidos en el suelo, se acercó a Hermione y a Sam.

—He oído que hablabais de Maybury —les dijo.

—Sí, Sam y yo estábamos comentando lo extraño que fue todo —dijo Hermione.

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