Límite (110 page)

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Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
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—Ni idea.

—El hijo de Maggie Thatcher.

—Ya te digo, ni idea.

—Bueno, da igual. Creo que nuestra historia, y la de todo este lío que se nos ha venido encima, tiene su verdadero inicio a raíz del llamado «golpe Wonga».

—¿A raíz de qué?

—A raíz del...

... golpe Wonga. Es lengua bantú.
Wonga
significa dinero, pasta, guita. Es una burda paráfrasis para referirse a uno de los intentos de golpe de Estado más estúpidos de todos los tiempos.

En marzo de 2004, un destartalado Boeing de fabricación prehistórica aterriza en el aeropuerto de Harare, en Zimbabue, lleno de mercenarios procedentes de Sudáfrica, Angola y Namibia. El plan consiste en tomar armas y municiones a bordo y luego continuar vuelo hacia Malabo, a fin de unirse allí a un pequeño grupo de combatientes que se han infiltrado previamente en el territorio. Todos juntos deben derrocar al gobierno con un golpe de mano, eliminar a Obiang o encerrarlo en su propia prisión. Lo principal es conseguir un cambio de poder. Unos días antes, al vecino país de Mali ha llegado, casi por obra de un milagro, Severo Moto, procedente de su exilio en Madrid; Moto es el líder del opositor Partido del Progreso, y piensa entrar una hora después en Malabo para que la gente le bese los pies, agradecida.

Sin embargo, todo sucede de forma muy distinta. A los servicios secretos sudafricanos, alertas ante los esbirros del
apartheid
que se han quedado desempleados, les llegan noticias del asunto y alertan a Obiang. Al mismo tiempo, ponen al gobierno de Zimbabue al corriente de la llegada de un montón de ilusos que creen poder hacer historia disparando unos fusiles Kalashnikov que ya ni siquiera se fabrican. Tanto a un lado como al otro se va cerrando la trampa en torno a esos hombres, los arrestan, los condenan sumariamente a penas de cárcel, y en eso queda todo.

O en eso habría quedado.

Porque, estúpidamente —para los maquinadores de todo—, los interrogados, considerando la perspectiva de que les reduzcan las condenas, hablan hasta por los codos. Entonces el asunto se agrava. Uno de los líderes del infeliz comando es Simon Mann, un antiguo oficial británico que, durante muchos años, fue director de las empresas privadas de mercenarios Executive Outcomes y Sandline International, en cuya red anda metido un tal Jan Kees Vogelaar. Mann, arrestado en Zimbabue, se apresura a contar que detrás de todo está un misterioso ejecutivo petrolero con pasaporte británico llamado Eli Calil, pero sobre todo está también sir Mark Thatcher, hijo de la primera ministra británica, quien ha puesto a su disposición considerables sumas para llevar a cabo la empresa. Sólo eso basta para arrancarle a Obiang ciertas declaraciones en las que expresa su intención de sodomizar, ante los ojos de todos los ecuatoguineanos, a Simon Mann y a Thatcher, antes de que ambos sean despellejados vivos. Obiang deja entrever que dejará ciertas partes de la anatomía de Thatcher en manos de su cocinero, en caso de llegar a capturarlo. Mientras sir Mark se apresura a ocultarse tras la falda de su mamá, a Simon Mann lo amenazan con la extradición. Esto, y la perspectiva de unas horas de danza en Playa Negra, así como de otras cosas peores, contribuye con creces a soltarle la lengua, y es entonces cuando todo el asunto sale a la luz pública.

Thatcher no es más que el testaferro.

Los auténticos financiadores son los consorcios petroleros británicos, la flor y nata del ramo. A éstos no les había gustado que aquella rebosante riqueza se repartiera entre firmas estadounidenses y que Obiang no los dejara participar. No era para enfadarse, pero ellos habían querido cambiar algunas cosas. Severo Moto había sido el elegido para llevar a cabo la nueva repartición del pastel, un presidente títere que había prometido de antemano, entre otras cosas, favorecer también a empresas petroleras españolas.

Y es entonces cuando Simon Mann hace estallar la verdadera bomba: ¡todos estaban al corriente!

La CIA. El MI6 británico. La inteligencia española. Todos lo sabían... y colaboraron. Se suponía que había incluso algunos buques de guerra españoles camino de Guinea Ecuatorial, era el colonialismo en un bucle infinito. Obiang se muestra consternado. Hasta su amigo de los desayunos en Washington lo ha atacado por la espalda. Sin ganas ya de continuar contribuyendo a su estabilización, Bush estaba dispuesto, en interés de un gobierno títere, a ceder ciertas participaciones a los ingleses y a los españoles y, a cambio, negociar mejores condiciones de explotación. Obiang está furioso con toda aquella pandilla de miserables, pero decide satisfacer sus aspiraciones haciendo una nueva repartición de los derechos de explotación. Sólo que lo hace de un modo muy distinto de como se lo habían imaginado los estrategas globales. Las empresas estadounidenses quedan fuera, y, a cambio, son los sudafricanos los que reciben la adjudicación. Las relaciones con José María Aznar, el amiguete de Severo Moto y anfitrión de cuarenta mil guineanos ecuatoriales en el exilio, quedan congeladas. Francia, por el contrario, se supone que ha ayudado a frustrar el golpe y, en correspondencia, Obiang mira satisfecho hacia la
Grande Nation.

¿Y no había nadie allí en todo ese tiempo, en los puestos de arrancada, para cuando acabara el dominio único de Estados Unidos?

—China entra en juego. Con paso taimado.

En un principio, Obiang parece estar dispuesto a perdonar y olvidar. Aznar, entretanto, ha perdido las elecciones, de modo que puede sentarse a hablar de nuevo con España, así que impulsa una ofensiva de seducción. Washington, por su parte, intenta repararlo todo por la vía diplomática. Competencia de sonrisas con Condoleezza Rice, nuevos contratos, todo el repertorio. En el 2008, los consorcios bombean cada año quinientos mil barriles de crudo de los mares situados frente al «país propiedad de Obiang», que registra los mayores ingresos per cápita en África. Los analistas parten de la idea de que en Guinea Ecuatorial hay reservas de petróleo mayores que las de Kuwait. Una buena parte de esa riqueza fluye hacia Estados Unidos, otro poco le toca a Francia, a Italia y a España, pero el verdadero ganador es...

—...China.

—¡Exacto! El gigante asiático, con absoluta discreción, se ha puesto a la par que Estados Unidos.

—Claro. —Yoyo lo miró con los párpados entornados. También Jericho se sentía extrañamente cansado. La falta de sueño y el vuelo en el jet, al doble de la velocidad del sonido, empezaba a producir su efecto narcótico—. ¿Y Obiang?

—Todavía está cabreado. ¡Muy cabreado! Es consciente, naturalmente, de que algunos altos funcionarios de su gobierno estaban al tanto de las intenciones de los golpistas. Un golpe así sólo consigue tener éxito con apoyo desde dentro. De modo que ruedan cabezas, y a partir de entonces Obiang no confía en nadie más. Por temor a su propia gente, llega a agenciarse una escolta de marroquíes. Al mismo tiempo, permite que se le haga la corte de una manera estrafalaria. Cuando llegan los jefes de Exxon, éstos tienen que dirigirse a sus ministros y generales con el apelativo de «excelentísimo». Antiguos esclavos se reúnen con antiguos traficantes de esclavos, todos se aborrecen. Las juntas directivas de las compañías petroleras detestan tener que sentarse a la misma mesa con aquellos potentados de la selva, pero lo hacen de todos modos, ya que ambas partes se benefician con creces de ello.

—Mientras tanto, el país sigue en la ruina.

—Con ciertos beneficios para los fangs, pero, en su conjunto, la economía degenera. Bueno, en los barrios de chabolas hay algunos todoterrenos más, por lo menos todos tienen un teléfono móvil, pero el agua corriente y la electricidad son bienes escasos. El país sucumbe a la maldición de la materia prima. ¿Quién va a querer trabajar o superarse en un sitio donde los dólares fluyen por sí solos a las cuentas? La riqueza transforma a unos en depredadores y a otros en zombis. Bush manifiesta sus intenciones de vaciar los fondos marinos frente a Malabo hasta el año 2030, y le promete a Obiang que lo dejará en paz en el futuro con el tema de los derechos humanos y con planes de derrocamiento, también promete compensarlo como corresponde.

—Eso suena bien. Quiero decir, para Obiang.

—Sí, debería haberse conformado con eso. Pero no lo hizo, porque el bueno de Obiang...

...es un elefante. Es rencoroso y desconfiado, como son los elefantes por naturaleza. No puede olvidar que Bush, los británicos y los españoles han querido embaucarlo. Los émbolos de su bien engrasada maquinaria de poder suben y bajan a un alegre ritmo, todo funciona de maravilla, el dictador tiene una brillante reelección en el año 2009. Cuenta con una enorme riqueza, una riqueza de la que algunas ínfimas cantidades salpicarán por fin las capas medias y bajas, lo suficiente para anestesiar cualquier patrimonio de ideas revolucionarias. Pero Obiang ya piensa en la venganza.

Irónicamente, es justo el cambio de gobierno en Estados Unidos el que da un vuelco a la situación. En cierto sentido, Bush era de fiar, ya que la dosis de moral de éste era inversamente proporcional a la manera en que abusaba del término en sus discursos. A Barack Obama, por el contrario, sumo sacerdote del
Change,
lo horroriza la idea de pelar huevos duros durante un desayuno a puerta cerrada con un caníbal. En su denodado esfuerzo por restituir el maltrecho prestigio de Estados Unidos en el mundo, saca conceptos como democracia y derechos humanos de aquella cloaca en que los había metido la retórica de Bush, escucha a Naciones Unidas cuando allí se habla de aplicar sanciones contra los Estados canallas y saca de quicio a Obiang con exigencias humanitarias.

En medio de la fanfarria de una retórica estadounidense distinta, es tal vez a Obiang al único que le llama la atención que, de la noche a la mañana, los norteamericanos envíen a Sao Tomé y Príncipe dos unidades militares de apoyo muy bien armadas, directamente delante de sus narices. Se sospecha que también alrededor de esa pequeña nación insular hay petróleo en abundancia. Entretanto, China y Estados Unidos se enfrascan en una abierta carrera por el mercado de los recursos naturales. Los tesoros de la tierra parecen únicamente destinados a ser repartidos entre los dos gigantes económicos. Oficialmente, las unidades militares estadounidenses deben asegurar el transporte sin fricciones del petróleo y el gas por el golfo de Guinea, pero Obiang ya se huele la traición. Su derrocamiento le facilitaría algunas cosas a Estados Unidos. Y ellos forzarán su derrocamiento mientras él siga yéndose a la cama con cualquier prostituta, en lugar de casarse con una de ellas.

Obiang mira entonces hacia Oriente.

En 2010, Pekín se ha convertido en el mayor acreedor de África, por delante del Banco Mundial. El presidente saca dos cuentas de tipo estratégico. La primera es que de China emana el menor peligro en relación con un golpe en su contra, siempre y cuando él favorezca a los chinos en el póquer por los recursos naturales. La segunda le dice que, si no lo hace, de Pekín emana el mayor peligro de ser derrocado, por eso concede nuevas licencias a China, y en Washington empiezan a sonar las campanas de alarma. Allí siguen buscando la proximidad de países que tengan algo que a cualquiera le gustaría poseer. Representantes estadounidenses viajan a un encuentro un tanto chanchullero bajo el cielo chorreante de Malabo. De cara el exterior todo un cosmopolita impecable, Obiang asegura a los amigos norteamericanos que su estima por ellos permanece intacta, mientras que, por la espalda, deroga acuerdos, hace una nueva y arbitraria repartición de los derechos de explotación, suprime licencias y crea un ambiente de hostilidad contra los «explotadores» occidentales. Las consecuencias no se hacen esperar: ataques a instituciones estadounidenses, arrestos y expulsiones de trabajadores americanos. Washington se ve obligado a amenazar a Obiang con sanciones y con el aislamiento, el clima empeora rápidamente.

Más tarde, en la embriaguez de su poder, Obiang tensa aún más la cuerda. Mosqueado por la ampliación de las unidades militares estadounidenses, ordena atacar por sorpresa la ciudad petrolera de «Pleasantville», de la empresa Marathon Oil. Se produce una verdadera batalla en Punta Europa, con muertos en ambos bandos. El presidente, como de costumbre, desmiente cualquier participación, expresa su más profundo desconcierto y promete hacer lo que su tío en otras épocas: crucificar a los culpables a lo largo de la carretera. Pero entonces comete el error de atribuir la culpa a los bubis, una chispa que salta sobre un depósito de gasolina. Ante la mera geoestrategia, Obiang pasa por alto que el conflicto étnico ha rebasado hace tiempo el umbral de lo controlable. Los bubis se defienden de las inculpaciones, atacan a los fangs del clan esangui, reciben disparos de los paramilitares de Obiang, pero esta vez la táctica de intimidación no funciona como de costumbre. Alguna gente de Marathon ha identificado a uno de los atacantes caídos como un oficial del Ejército de Guinea Ecuatorial, un fang fiel a la línea de Obiang y, al mismo tiempo, su cuñado. Washington no excluye una intervención militar. Demostrativamente, Obiang hace encarcelar a algunos estadounidenses y culpa a Obama de querer incitar a su derrocamiento, lo que alienta a algunos políticos bubis a enviar ciertas señales a Washington. Severo Moto, el desdichado cuasi presidente, quien, en su exilio español, apenas tiene nada más que hacer salvo seguir rumiando el amargo trago del fracaso, facilita los detalles: si se consiguiera controlar Malabo, la capital —¡sólo de esa forma!—, el golpe tendría perspectivas de éxito. Los corazones de los bubis laten por Estados Unidos. Entonces se hace otro cálculo: Estados Unidos, más los bubis, más un golpe, significa la salida de China y la entrada de Estados Unidos. Por supuesto que Estados Unidos niega oficialmente toda intención de organizar un derrocamiento, pero la trinchera ya está trazada.

Obiang se pone nervioso.

Intenta unir a los fangs para que lo respalden, pero entonces lo alcanza la tardía venganza de sus errores. A la mayoría de los fangs, bajo su gobierno, no les ha ido mejor que a los bubis. Están insatisfechos y divididos. En particular, el clan gobernante se revela como un caldo de cultivo de shakespearianas intrigas. Atrincherado tras su Guardia Marroquí, el presidente pasa por alto que Estados Unidos ha comenzado, en silencio, a comprar a líderes fangs y bubis, obligándolos a estrecharse las manos. China entra en la puja. El Parlamento de Guinea Ecuatorial está en oferta, es como un Sotheby's de la corrupción. Los dispersados partidos bubis de dentro y fuera del país hallan la forma de crear tambaleantes alianzas. Obiang reacciona con el terror, un estado de guerra civil sacude el país y atrae el interés de la prensa internacional. Estados Unidos va a dejar caer, definitivamente, al príncipe del petróleo. Debe convocar a nuevas elecciones o, de lo contrario, lo mejor sería que dimitiera de inmediato. Furioso, Obiang amenaza a los bubis con el genocidio, hace anunciar que desea comer muchos hígados asados, pero ya la resistencia apenas puede retenerse. Para completar la lógica de la confusión, de manera inesperada, varios clanes de fangs se pasan a las filas bubis en el interior del país, la región menos favorecida. Obiang pide a gritos la llegada de helicópteros de combate, pero Pekín vacila. La política de no inmiscuirse, el pilar más importante de la política exterior china, no prevé una intervención militar. Simultáneamente, la Asamblea General de Naciones Unidas aplica sus resoluciones contra Guinea Ecuatorial. China interpone su veto y la Unión Europea exige la dimisión de Obiang. Camerún quiere mediar, pero a ambos lados del Atlántico predomina una opinión: el tiempo de Obiang ha terminado. El tipo tiene que quedar fuera, de una forma o de otra.

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