Authors: Schätzing Frank
El Consejo Militar Superior asume las tareas del gobierno. Al estilo de quien ha sido entronizado hace poco en el poder, Obiang hace bonitas promesas al pueblo, llama a una democracia parlamentaria y, a finales de los ochenta, convoca realmente a unas elecciones. Todos los candidatos son propuestos por él. Obiang vence, no en última instancia, porque su Partido Democrático no tiene quien le haga la competencia, pues los demás representantes están celebrando una gran fiesta en la cárcel de Playa Negra. El gobierno se renueva como la cola de un lagarto, es la misma sangre, los mismos genes. Un esangui-fang. Empresa familiar. Quien practique la crítica pronto se verá cantando y bailando alrededor de una fogata, sólo ha variado la letra. Pero la furia de Obiang no es tan grande como la de Papá; él más bien se esfuerza por restablecer la confianza en el extranjero, establece endebles lazos con la todavía ofendida España y les hace saber a los soviéticos que ya no son sus amigos. Otra vez Guinea Ecuatorial parece más un país que un Dachau subtropical. El dinero fluye hacia allí. Annabón, la isla hermana de Bioko, es grande y bonita, el sitio ideal para depositar residuos nucleares, cuyo almacenamiento genera algunos gastos para los países del Primer Mundo. Es cierto que en Annabón siguen viviendo seres humanos, pero viven menos tiempo. La pesca pirata, el tráfico de armas y de drogas, el trabajo infantil, Obiang toca todos los registros y convierte aquel verde remiendo del golfo de Guinea en un pequeño y encantador paraíso para gánsteres.
Los prestamistas extranjeros presionan. Hay que instaurar una democracia. De mala gana, Obiang acepta los partidos de la oposición; al fin y al cabo, a pesar de haber agotado toda la gama de talentos criminales, con doscientos cincuenta millones de dólares sus cuentas están en números rojos; pero entonces sucede algo inconcebible que, de la noche a la mañana, hará que el futuro brille bajo una luz completamente nueva. Sucede ante Bioko, luego frente a las costas del continente. Sucede y hace que el presidente redondee los labios en señal de admiración, los pone tan redondos como es preciso ponerlos para pronunciar la sílaba de determinada palabra:
—Petróoooleo.
—Exacto —dijo Jericho—. Los primeros yacimientos son detectados a principios de los años noventa, y es entonces cuando empieza la carrera. Se produce un continuo ir y venir de consorcios extranjeros en el golfo. Nadie pregunta ya por los derechos humanos. Las licencias de extracción proporcionan el mejor tema de conversación.
—Y Obiang cobra.
—Y hace limpieza, porque es el momento favorable —dijo Jericho, haciendo un gesto que invitaba a mirar la pantalla—. Si quieres ver la lista de los arrestados y asesinados...
—Déjalo.
—Excepto España, todo hay que decirlo. Madrid se indigna públicamente por las violaciones de los derechos humanos.
—Mis respetos.
—Más bien es resultado de la frustración. Algunos opositores han encontrado refugio en España y conspiran contra el clan de Obiang, de modo que éste se muestra reacio en la concesión de licencias a compañías españolas. El gobierno español reacciona con enfado y congela de manera demostrativa la ayuda al desarrollo. De algún modo es conmovedor, pues, poco después, Mobil va a descubrir un nuevo yacimiento de crudo frente a Malabo, y el crecimiento económico de Guinea Ecuatorial se dispara un cuarenta por ciento. Luego todo se sucede de forma ininterrumpida: nuevos hallazgos frente a Bioko, ante Mbini,
boom
constructivo en Malabo, surgen ciudades petroleras como Luba y Bata, y Obiang deja de tener opositores políticos. Es el príncipe del petróleo. Su reelección a mediados de los noventa se convierte en una farsa. El único rival que se puede tomar en serio, Severo Moto, del Partido del Progreso, es condenado a cien años de prisión por alta traición y consigue huir por los pelos a España.
—Interesante. —Yoyo lo miró pensativa—. ¿Y quién tiene la mayoría de las licencias?
—Estados Unidos.
—¿Y qué pasa con China?
—No en esa época. —Jericho negó con la cabeza—. Los consorcios estadounidenses salen ganando de ésta. Ellos son los más rápidos, y fuerzan a Obiang a aceptar contratos desvergonzados, sólo que éste entiende poco del negocio y firma todo cuanto le ponen delante. El caos étnico entre los fangs y los bubis alcanza un nuevo clímax. En el continente, los bubis apenas están representados, en cambio, forman la mayoría en Bioko, ante cuyas costas, de repente, brota el petróleo a borbotones. Antes todos eran pobres, en teoría ahora todos tendrían que ser ricos, sólo que Obiang saca beneficios para su propio bolsillo. En 1998 se desatan las protestas. Los bubis jamás habían fundado un movimiento, el objetivo es la independencia de Bioko, algo que Obiang, bajo ningún concepto, puede permitir.
—Las tropas soviéticas han sacado los tanques del garaje por menos.
—Y las tropas chinas...
—...también. —Yoyo entornó los ojos—. Bueno, ¿cómo reacciona Obiang?
—No hace nada. Se niega a toda conversación. Se producen ataques a estaciones de policía y bases militares por parte de bubis radicales. Están desesperados, son ciudadanos de segunda, y lo sienten en carne propia todos los días. Lo cual no quiere decir que a la mayoría de los fangs les vaya mejor. Pero los bubis se están llevando la peor parte. Sin embargo, hay dinero suficiente para que todos se construyan una mansión en la jungla. Por otro lado...
«...en cada cielo hay un infierno», suele decir la gente en Malabo a principios del milenio, con lo cual quieren decir que el cielo se distingue del infierno de un modo muy similar a como destaca un lingote de oro flotando en un mar de mierda.
Inmediatamente antes del
boom,
Guinea Ecuatorial ocupa los primeros puestos en la lista de los países más pobres. En Bioko se desploma la exportación de cacao; a lo largo de la costa, todas las plantaciones de café desaparecen bajo la amable presencia de todo tipo de malas hierbas. Las maderas preciosas prometen ganancias, y por eso se talan los
abachi
y los
bongossi,
pero luego se ve cómo los troncos quedan allí tirados, pues no hay maquinarias para sacarlos de allí, y mucho menos vías de transporte. La malaria, la dueña de la selva, se ha confabulado con las autoridades de Sanidad, tan renuentes a actuar, para reducir la esperanza de vida general a cuarenta y nueve años, para lo cual cuentan con el apoyo incondicional de una nueva y pujante epidemia llamada sida. En todo el país, aparte de los helechos, las orquídeas y las bromelias, sólo florece la corrupción.
Cuatro años más tarde, aquella mancha sudorosa en la axila de África muestra un crecimiento anual del PIB del veinticuatro por ciento. Fluyen el petróleo y los dólares, pero las condiciones de vida apenas cambian. Obiang sospecha que le han tomado el pelo en las negociaciones de acuerdos para las licencias. Ni siquiera la aplicación de penas de prisión y de muerte contra algunos populares líderes bubis es capaz de mejorar su estado de ánimo. No se puede decir que el presidente viva en la miseria; mientras que el África subsahariana muere a causa del VIH, él es un hombre rico. Obiang firma acuerdos comerciales con Nigeria para la extracción conjunta de crudo y emprende la explotación de los yacimientos de gas natural. Sólo que otros dictadores han cerrado negocios más lucrativos. En 2002, el año anterior a los comicios, se arresta a decenas de presuntos golpistas, entre ellos todos los líderes de la oposición, lo que influye milagrosamente en el resultado de la votación. Nadie en su sano juicio ha puesto en duda la reelección de Obiang, pero el hecho de que el candidato reúna el ciento tres por ciento de los votos deslumbra incluso a los más curtidos analistas. Reforzado por la experiencia y la voluntad popular, Obiang concede licencias con mejores condiciones, y por fin las cuentas cuadran. Teodorino, su hijo mayor y ministro de Recursos Forestales, ya puede pasarse el tiempo viajando en jet entre Hollywood, Manhattan y París, comprar Bentleys, Lamborghinis y villas de lujo por docenas y, durante sus fiestas bañadas con champán, soñar con la época en que su progenitor pierda la batalla contra la próstata y la presidencia pase a sus manos.
En esto lo ayuda, con absoluta discreción, el Riggs Bank de Washington, que le permite depositar en cuentas privadas treinta y cinco millones de dólares salidos de las arcas del Estado. Cuando el asunto se descubre, el presidente se muestra ofendido, aunque no demasiado impresionado. En el «Kuwait de África», como se conoce entretanto a Guinea Ecuatorial, se puede vivir bien con una pésima reputación. El país figura entre los productores de petróleo más importantes de África y registra el mayor crecimiento económico del mundo. Casi con cariño, el dictador cultiva su reputación de seguir los gustos culinarios de su tío y de no hacerle ascos a los hígados bien crujientes de un opositor, sobre todo si el plato va acompañado del vino adecuado. Todo es teatro, pero el impacto es enorme. Las organizaciones de derechos humanos le dedican artículos de repulsa, pero en casa ya nadie se atreve a meterse con Obiang. La idea de ser molido a palos en Playa Negra, para luego ser devorado, tiene poco de edificante.
En otros lugares no tienen tantos remilgos. George W. Bush, normalmente con muy pocas simpatías por África, un sitio tan lleno de epidemias, de personas hambrientas rodeadas de moscas y animales venenosos, corrige su percepción. Muy enfadado con los ataques del 11 de septiembre, se esfuerza por independizarse de los suministros petroleros provenientes de Oriente Medio, a fin de cuentas, en África occidental, solamente, se supone que hay cerca de cien mil millones de barriles del mejor petróleo. Para 2015, Bush pretende estar cubriendo el veinticinco por ciento de las necesidades estadounidenses con esas reservas. Mientras que Amnistía Internacional pierde la visión de conjunto debido a tantas historias de horror, Bush invita a Obiang y a otros cleptócratas africanos a un tímido desayuno en la Casa Blanca. Condoleezza Rice, por su parte, se presenta ante la prensa y encuentra palabras afectuosas y francas: Obiang es «un buen amigo», cuyo compromiso con los derechos humanos cuenta con la estima de Washington. Se toman fotos. El buen amigo sonríe modestamente; la señora Rice también sonríe. Fuera de cámara, quienes sonríen a gusto son los ejecutivos de Exxon, Chevron, Amerada Hess, Total y Marathon Oil. En el año 2004, la producción de petróleo en Guinea Ecuatorial se encuentra totalmente en manos norteamericanas; todos los años, los consorcios transfieren directamente setecientos millones de dólares a las cuentas de Obiang en Washington.
Curioso.
Porque quien visita Malabo en esos días no ve nada de eso. La única carretera asfaltada del país, la carretera del Aeropuerto, de cuatro sendas, sigue conectando el aeródromo con las inmediaciones del centro y sus edificios coloniales. El casco histórico, en parte rehabilitado, en parte deteriorado, está lleno de burdeles con bares. Delante del palacio de gobierno, climatizado y feo, hay aparcados robustos todoterrenos. El único hotel irradia la elegancia de un alojamiento provisional. En ninguna parte existe una escuela que merezca llevar tal nombre. No hay ningún periódico de publicación regular, no hay sonrisas en los rostros, ninguna palabra franca. Por un lado o por otro, se ven andamios recostados contra las paredes, como borrachos, los zares de la construcción en el país son los Obiang, pero apenas se concluye ninguna obra, salvo las mansiones de la cleptocracia. Éstas son nuevas, pero parecen monumentos de un monstruoso mal gusto, como los alojamientos y los cuarteles de los obreros extranjeros del petróleo, que surgen del suelo de la noche a la mañana. Como si se avergonzara, la embajada de Estados Unidos se agazapa entre casas de viviendas circundantes, mientras un trecho más allá de los vallados terrenos de Exxon destaca la suntuosidad de la embajada china.
—Entonces, los chinos empezaron a cortejar a Obiang en esa época —dijo Yoyo—. Aunque todo estaba en manos de los estadounidenses.
—Por lo menos lo intentaron —respondió Jericho—. Al principio con poco éxito. El nuevo círculo de amigos de Obiang abarcaba no sólo la dinastía de los Bush, sino también la Comisión de la Unión Europea, que desplegó para él, de manera diligente, su alfombra roja, muy especialmente los franceses. ¿Prohibición de la religión, torturas? ¿Y qué? Que la única organización de derechos humanos del país estuviera controlada por el gobierno, así como la radio o la televisión, les daba igual. Que dos tercios de la población vivían con menos de dos dólares al día,
mei you banfa,
eso no importaba nada. La región era de interés vital, y camarón que se duerme se lo lleva la corriente, y los chinos, en particular, se retrasaron.
—¿Y cómo reaccionó la población del país ante los trabajadores petroleros?
—No reaccionó. Éstos eran trasladados directamente a los terrenos de las empresas, vallados de forma hermética. Marathon Oil, por ejemplo, construyó por entonces, cerca de Malabo, una ciudad propia situada alrededor de una planta de licuefacción de gas; por momentos llegaron a vivir allí más de cuatro mil personas. Una zona verde rodeada por un estricto sistema de seguridad, con su propia red eléctrica, su propio abastecimiento de agua, sus restaurantes, sus tiendas y sus cines. ¿Sabes cómo la llamaban los propios trabajadores? Pleasantville.
—Qué bonito.
—Sí, muy bonito. Si un dictador te otorga un permiso para saquear los recursos naturales de su país mientras su propio pueblo mata monos por pura hambre, no deseas dejarte ver entre la gente. Y ellos, por su parte, tienen incluso menos ganas de verte a ti. Aparte de que no tienen que verse en apuros, pues sus empresas se autoabastecen. La economía privada doméstica no saca nada de que, unos pocos kilómetros más allá, vivan miles de estadounidenses. La mayoría de los trabajadores del petróleo pasan meses en esos guetos o en las plataformas, fornican con chicas libres de sida procedentes de Camerún, consumen montones de tabletas contra la malaria y procuran regresar a casa sin haber tenido contacto con el país. Nadie quiere contactos. Lo principal era que Obiang permaneciera bien sentado en su trono y, con él, la industria petrolera estadounidense.
—Pero algo debió de salir mal. Para los yanquis, digo. En época de Mayé habían desaparecido prácticamente del panorama.
—Algo salió mal —asintió Jericho—. En el año 2004 comenzó el descenso. Pero la culpa, realmente, la tuvo un inglés. Mark Thatcher.