Authors: Schätzing Frank
—No tengo ni pajolera idea.
—¡Sí, el vejete ese que recibió hace poco el Oscar honorífico por toda su trayectoria!
—¿Richard Gere?
—¡Ése, exacto! ¡Gere! En esta peli interpreta el papel del abuelo de...
—¡Chis! —Con un gesto, Keowa hizo callar al joven—. Mira. Por una entrada lateral del edificio del centro salieron dos hombres vestidos con ropa informal, dos tipos de aspecto atlético que fueron hasta donde estaba el policía que patrullaba la entrada y hablaron con él. Ambos llevaban gafas de sol.
—Esos dos no parecen obreros de una empresa petrolera.
—No —dijo Keowa, y se inclinó hacia adelante mientras se preguntaba qué le provocaba aquel
déjà-vu.
Rebobinó la cinta varias veces, aproximó los rostros con el zum. Un instante después, una mujer delgada, vestida con un traje de chaqueta y pantalón, salió del edificio y se apostó junto a la entrada. El policía señaló algo, y los hombres siguieron su mano extendida. Uno de ellos le puso algo delante de las narices al agente, algo que podría ser un mapa de la ciudad, y la conversación continuó. Procedente del fondo, se aproximó un tipo barrigudo de pelo largo y negro, dirigió sus pasos hacia la puerta lateral, que estaba abierta, y se escabulló dentro del edificio.
—Mira a ése —susurró Keowa.
Un poco después, uno de los hombres fornidos estrechó la mano al policía y continuó su camino junto a su acompañante. La mujer del traje de chaqueta y pantalón se apoyó en un árbol con los brazos cruzados; entonces la grabación de Bruford saltó. Le siguieron secuencias en las que las chicas continuaban haciendo payasadas, sin que sucediera nada en las inmediaciones del edificio. Entonces se vio la multitud y la tribuna. Hombres uniformados y de civil se abalanzaron hacia allí, por todas partes reinaba una agitación frenética. Eran imágenes que seguramente habían sido tomadas justo después del atentado.
—Ese hombre que ha desaparecido dentro del edificio... —dijo el aprendiz.
—Podría ser cualquiera: el conserje, el fontanero, un vagabundo... —Keowa se detuvo—. Pero si no lo es...
—En ese caso, acabamos de ver al asesino.
—Sí. Al hombre que disparó a Gerald Palstein.
Ambos se miraron como dos científicos que acaban de descubrir un virus desconocido y probablemente mortal y en cuyo fondo ven brillar la medalla del Premio Nobel. Keowa aisló una imagen congelada del obeso, la amplió, conectó su ordenador con la estación base en Juneau y cargó el Magnifier, un programa capaz de extraer asombrosos detalles, incluso, del material fílmico más granulado y difuso. En cuestión de segundos, los rasgos borrosos cobraron forma, unos mechones de pelo negro y graso hicieron contraste con una piel blancuzca, un bigotito raído entabló su correspondencia con la escasa maleza del mentón.
—Parece asiático —dijo el interno.
«Un chino», le pasó a Keowa por la cabeza. China estaba metida en el negocio de las arenas bituminosas de Canadá. ¿No habían adquirido incluso algunas licencias? Por otro lado, ¿qué podía cambiar la muerte de un directivo de EMCO en el cese de las actividades de explotación en Alberta? ¿Acaso Imperial Oil estaba en manos chinas? En ese caso, EMCO les pertenecería. No, eso no tenía sentido. Y mucho menos era una razón para matar a Palstein. Como él mismo había dicho: «Cualquier decisión impopular que tomara, las circunstancias hablarían en mi favor. Además, yo sólo soy el director estratégico.»
Keowa se acarició la barbilla.
Sólo la secuencia del gordo justificaría un reportaje, aun cuando luego se revelara que aquel hombre era inofensivo. Pero el reportaje, sin embargo, tendría el efecto de dejar en ridículo a la policía. Habría disparado la pólvora de Greenwatch. Un triunfo a corto plazo que le costaría su decisiva ventaja en la investigación. La oportunidad de resolver el caso por su cuenta estaría perdida.
«Tal vez —pensó Keowa— deberías darte por satisfecha con esto.»
Indecisa, rebobinó la película hasta el momento en que los hombres de gafas de sol apremiaban al policía a entablar una conversación. Acercó las cabezas con el zum y dejó que el Magnifier hiciera su trabajo: extraer detalles de aquellas imágenes borrosas, para que éstas, con toda probabilidad, se aproximaran a la apariencia real. Pero aun después de eso el policía siguió siendo un desconocido, un agente cualquiera. En cambio, el hombre más alto de los otros dos sí que le resultaba conocido. Muy conocido incluso.
El ordenador le anunció entonces que la redacción en Vancouver deseaba hablar con ella. La cara de Sina, redactora de la sección de Sociedad y Miscelánea, apareció en la pantalla.
—Querías saber si desde comienzos del año otros ejecutivos de la industria petrolera habían sufrido algún daño.
—Así es.
—Pues, ¡bingo! Hay tres. Uno es Umar al-Hamid.
—¿El ministro de Exteriores de la OPEP?
—Correcto. Se cayó en enero de un caballo y se rompió una Pierna. Ahora ya se ha recuperado. Al jamelgo se le atribuyen conexiones con el bando de los islamistas. ¡Ja, ja! Ejem..., era una broma. El otro es Prokofi Pavlóvich Kiseljov.
—Madre mía, ¿y ése quién es?
—Antiguo director de proyectos de Gazprom, Siberia occidental, Rusia. Murió en marzo a causa de un accidente de coche, pero fue culpa suya. El hombre tenía noventa y cuatro años y estaba medio ciego. Eso es todo por este año.
—Pero me has hablado de tres.
—Me he permitido ir un poco más atrás. Y es ahí donde aparece un tercero. Por supuesto que todos los días hay gente que sufre lesiones, unos enferman, otros mueren, se produce algún que otro suicidio, nada fuera de lo normal. Excepto el caso de Alejandro Ruiz, vicedirector estratégico de Repsol.
—¿Repsol? ¿A ésos no los absorbió ENI en el año 2022?
—Se consideró la posibilidad, pero no llegó a ocurrir. En cualquier caso, Ruiz era, o es, una figura muy importante en la gestión estratégica.
—¿En qué quedamos? ¿Era o es?
—Es ahí donde está el problema. No se sabe todavía si a Ruiz se lo puede seguir contando entre los vivos. Ha desaparecido. Hace tres años, en un viaje de supervisión a Perú.
—¿Desapareció así, sin más?
—Durante la noche. No ha vuelto a aparecer. Se esfumó. Perdido en Lima.
—¿Qué más sabes de él?
—No mucho, pero si quieres, puedo cambiar eso.
—Hazlo. Y gracias. «Alejandro Ruiz...»
Repsol era un grupo empresarial hispanoargentino, el colista en el
top ten
de las empresas del ramo. No había demasiados puntos de contacto entre los españoles y EMCO. ¿Estaba corriendo el riesgo de perderse entre tantos detalles? ¿Acaso importaba algo que en 2022 un estratega petrolero español hubiera desaparecido en Lima?
Palstein también era un director estratégico.
Sus pensamientos oscilaron entre esta nueva información y la película de Bruford, intentaron concatenar un sentido, atar cabos que resultaran lógicos.
Y, de repente, Keowa supo quién era el hombre de las gafas de sol.
—¡Sí! Te lo juro.
Estaban sentados en una pequeña cafetería de la Quinta Avenida Suroeste, a pocas manzanas de la oficina corporativa de Imperial Oil Limited. Keowa bebía su tercer capuchino, mientras su aprendiz sorbía una cola
light
y engullía un desayuno de miedo que incluía gachas, patatas fritas, huevos revueltos, tocino, creps y muchas cosas más. La mente analítica de Keowa no podía dejar de preguntarse para qué alguien que consumía esa exorbitante cantidad de calorías se bebía una cola
light.
Fascinada, vio cómo una cucharada de sémola caliente, impregnada de sirope de arce, era llevada hasta el círculo donde habría de ser procesada.
—El Magnifier no puede hacer magia —dijo el aprendiz—. La imagen sigue sin ser lo suficientemente nítida.
—Pero tan sólo hace dos días que vi a ese tipo, y lo tuve muy cerca. —Keowa sostuvo una mano delante de su cara. A través de sus dedos, vio desaparecer una salchicha—. ¡Así de cerca!
—Parece incluso que lo besaras.
—Déjate de tonterías. Me pidió la identificación. Como si la casa de Palstein fuera el Pentágono.
El aprendiz dejó la cuchara a un lado y frunció el ceño.
—En sí mismo, no es nada fuera de lo común que los de seguridad velen por que se haga lo correcto.
—¿Y lo han hecho? ¿Han velado por que se haga lo correcto? ¿Qué se le perdió a ése dentro del edificio?
—Lo dicho —-dijo el chico retomando su cuchara—. Velar por que se haga lo correcto.
—Tus sinapsis están atascadas de colesterol —replicó la periodista, furiosa—. Claro que había gente de seguridad a su alrededor, policías incluidos, lo que Palstein traía no eran regalos de Navidad. Pero ¿enviarías a tu escolta personal a un edificio vacío situado enfrente? Palstein no es Kennedy. ¿Cuán elevadas eran las probabilidades de que alguien le disparara desde allí?
La respuesta se perdió en la batalla con un enorme trozo de crep.
—Supongamos que el asiático es un tipo inofensivo —continuó ella—. Tal vez sólo iba al baño. Entonces, o bien la gente de Palstein no lo vio, o no les importó que entrara. Ambas cosas son poco probables.
—¿Los dos tipos que hablan con el policía? Ellos no pudieron verlo.
—¿Y la mujer?
—¿Estás segura de que también era una de ellos?
—Salió inmediatamente después de ellos. Además, todos los que trabajan en seguridad se parecen. Supongamos, pues, que el chino es nuestro asesino.
—¿Por qué chino?
—El asiático, da igual —dijo Keowa, inclinándose hacia adelante—. Piénsalo, hombre, ¡tres agentes de seguridad! Una que no está muy lejos de la entrada. Otros dos que charlan con un policía, a pocos metros de distancia. ¿Y ninguno ve a ese personaje corpulento que entra en un edificio que ellos deben vigilar?
—Tal vez el chino..., el asiático, también es uno de seguridad. ¿Acaso Palstein no te contó que había aceptado el servicio de seguridad sólo después de lo ocurrido en Calgary? A mí eso me sorprende mucho más.
—No, él no dijo eso —repuso la periodista agitando su taza, mezclando el café con la espuma—. Dijo únicamente que vigilaban su casa desde lo de Calgary.
—Bueno. Pues debería haber buscado a alguien más competente.
Keowa miró su mezcla de café
espresso
y espuma.
«Debería haber buscado...»
—Maldita sea, tienes razón.
—Lógico —dijo el aprendiz, rascando los últimos restos de gachas—. ¿En qué tengo razón?
—En que no puede confiar en esa gente.
—Claro, si son unos imbéciles, demasiado estúpidos para...
—No, no lo son.
¡Era increíble! ¿Por qué no había caído antes? ¡Los de seguridad habían dejado pasar al asesino, a sabiendas de quién era! Más aún, habían distraído al policía y se habían mantenido vigilando los alrededores para asegurarse de que nadie le impedía entrar en el edificio.
—Santo cielo —susurró Keowa.
—No hace mucho tiempo, se consideraba crucial para el papel geopolítico de una nación la capacidad de ésta para asegurar sus necesidades de recursos fósiles. También bajo esta premisa se vio a China ponerse, a medio plazo, al frente de las potencias económicas, dejando a Estados Unidos muy por detrás, en un segundo puesto, seguido por la India.
La conferencia de Gerald Palstein como profesor invitado en la UT Dallas, una universidad estatal situada en el suburbio de Richardson, había reunido a unos seiscientos estudiantes, la mayoría de ellos aspirantes a directivos empresariales, economistas e ingenieros informáticos. El interés era grande, lo que se debía tanto al dominio de Palstein de los medios de comunicación como al hecho de que había trazado el panorama en cinemascope de un fracaso: el que significó que un
Titanio
de la energía chocara contra un iceberg llamado helio 3.
—El papel de Rusia en ese momento era el de una gran potencia en lo relativo al petróleo y al gas. Se hablaba también de Gazprom como un arma. Nadie supo utilizar más hábilmente esa arma en la batalla por el papel geoestratégico de Rusia como el entonces presidente del país, Vladimir Putin. ¿Alguno de ustedes recuerda todavía su mote?
—Gasputín
—gritó una joven desde la fila delantera.
Risotada general. Palstein enarcó una ceja en señal de aprobación.
—Muy bien. Por esa época, Estados Unidos veía con preocupación que China, en lo relacionado con sus necesidades energéticas, coqueteara abiertamente con Rusia y que, además, estableciera contactos con la OPEP. A esta última le gustó aquello, por supuesto. Hacía mucho tiempo que nadie la cortejaba, de modo que esperaba un renacer de su antiguo estatus. Por tanto, las naciones petroleras del Golfo pasaron a depositar sus fondos en cuentas del Industrial and Commercial Bank of China, en Turquía y hasta en la India, en lugar de hacerlo en instituciones financieras estadounidenses, mientras China, por su parte, empezaba a pagar en euros, en vez de hacerlo en dólares, sus suministros de petróleo provenientes de Irán. La correlación de fuerzas sufrió un desplazamiento, con el correspondiente esfuerzo por parte de Estados Unidos para desligarse de la dependencia de sus suministradores de petróleo en Oriente. En el año 2006, representantes de Arabia Saudí viajaron a Pekín para firmar varios acuerdos. También Kuwait aspiraba a acercarse a China, ya que allí temían perder terreno en favor de Rusia. China supo muy bien instrumentalizar todo eso. No pretendemos alentar ninguna imagen de odio, pero, de todos modos, podemos imaginar a la China ávida de energía, en la primera década de este milenio, como un pulpo gigante cuyos tentáculos se desplegaban en silencio y, en gran medida, de forma inadvertida, hacia las regiones tradicionalmente productoras de crudo que estaban en manos de multinacionales occidentales. En la Casa Blanca se dibujaron escenarios para el caso de que fuerzas radicales derrocasen a la dinastía saudí reinante, y todos esos escenarios se basaban en la idea de que China podría estar involucrada en el asunto y que, al final, el gigante asiático instalara misiles nucleares en el desierto saudí. Este temor, como sabemos ahora, no era del todo infundado. Hoy podemos afirmar, de manera definitiva, que la caída de la Casa de Saúd tuvo lugar con la participación velada de China. Y seguramente el conflicto entre los islamistas y las fuerzas monárquicas habría conducido, en última instancia, al brote de un incendio de rápida propagación y a una confrontación abierta entre China y Estados Unidos, si el emergente potencial del helio 3 no hubiera canalizado los intereses de Washington en otra dirección.