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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras

Limpieza de sangre (4 page)

BOOK: Limpieza de sangre
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—¿Quiénes son los clérigos? —preguntó Alatriste.

Estaba de pie, recostado en una viga de la pared, los pulgares colgados del cinturón, aún sin decidir las consecuencias de cuanto venía de escuchar. En realidad miraba más al señor de Quevedo que a los visitantes, como preguntándole dónde infiernos lo acababa de meter. Por su parte, apoyado en la ventana, el poeta observaba los tejados próximos, cual si nada de aquello fuera con él. Sólo de vez en cuando se volvía hacia Alatriste para dirigirle una ojeada inexpresiva, muy de circunstancias, o se estudiaba las uñas con inusitada atención.

—Fray Juan Coroado y fray Julián Garzo —respondió Don Vicente—. Son los amos del convento; y sor Josefa, la prioresa, no habla más que por sus bocas. El resto de las monjas, o está de su parte o vive amedrentado.

El capitán Alatriste miró de nuevo a Don Francisco de Quevedo, y esta vez sí encontró sus ojos. Lo siento, decía el silencio del poeta. Sólo vuestra merced puede ayudarme en esto.

—Fray Juan, el capellán —proseguía Don Vicente—, es hechura del conde de Olivares. Su padre, Amandio Coroado, fundó el convento de las Adoratrices Benitas a sus costas, y es además el único banquero portugués con que cuenta el valido. Ahora que Olivares pretende quitarse de encima a los genoveses, Coroado es su mejor baza para sacarle dinero a Portugal, de cara a la guerra en Flandes… Por eso su hijo goza de impunidad absoluta en el convento y fuera de él.

—Vuestras acusaciones son graves.

—Están harto probadas. Ese Juan Coroado no es un clérigo inculto y crédulo de los que tanto abundan, ni un alumbrado, ni un simple solicitante, ni un fanático. Tiene treinta años, dinero, posición en la Corte, gallarda presencia… Es un pervertido que ha trocado el convento en serrallo particular.

—Hay otra palabra más justa, padre —terció el menor de los hijos.

Le temblaba la voz de ira casi en un balbuceo, y saltaba a la vista que se contenía por respeto al anciano. Don Vicente de la Cruz lo reprendió, severo:

—Quizás. Pero estando allí tu hermana, no te atreverás a pronunciarla.

Palideció el joven inclinando la cabeza, mientras su hermano mayor, más silencioso y dueño de sí, le ponía una mano sobre el brazo.

—¿Y el otro clérigo? —preguntó Alatriste.

La luz que entraba por la ventana donde estaba apoyado Don Francisco le daba al capitán en la cara por un lado, dejando el otro en sombra y las cicatrices bien marcadas: la de la ceja izquierda y la otra más fresca en el nacimiento del cabello, en mitad de la frente, recuerdo de la escaramuza en el corral del Príncipe. La tercera cicatriz visible, también reciente y de daga, cruzaba el dorso de su mano izquierda desde la emboscada del portillo de las Ánimas; y bajo la ropa llevaba otras cuatro marcas, siendo la última la herida famosa de su licencia, cuando Fleurus, que seguía impidiéndole dormir algunas noches.

—Fray Julián Garzo es el confesor —respondió Don Vicente de la Cruz—. Y también buena pieza. Tiene un tío en el Consejo de Castilla… Eso lo convierte en intocable, como al otro.

—O sea, dos mozos de cuidado.

Don Luis, el hijo más joven, se reprimía a duras penas, crispado el puño sobre el pomo de la espada:

—Diga mejor vuestra merced dos miserables y dos canallas.

La ira contenida seguía sofocándole la voz y lo hacía parecer más joven, con aquel bozo rubio, aún no afeitado, que le oscurecía apenas el labio superior. Su padre le dirigió otra severa mirada imponiéndole silencio antes de proseguir:

—El caso —dijo— es que los muros de la Adoración son bastante espesos para acallarlo todo: un capellán que disimula su lascivia bajo una hipócrita apariencia mística, una prioresa estúpida y crédula, y una congregación de infelices que creen tener visiones celestiales o estar poseídas por el demonio —el anciano se mesaba la barba al hablar, y era evidente que hacerlo con ecuanimidad y decoro le costaba su buen trabajo—… Incluso les dicen que el amor y la obediencia al capellán son trascendentales para acceder a Dios, y que determinadas caricias y actos poco honestos, orientados por el director espiritual, son camino de altísima perfección.

Diego Alatriste distaba de sentirse sorprendido. En la España de nuestro muy católico monarca Don Felipe IV, la fe era por lo común sincera; pero sus manifestaciones exteriores resultaban a menudo, en los grandes, hipocresía, y en el vulgo, superstición. En ese panorama, buena parte del clero era gente fanática e ignorante, grosera leva de ociosos que huían del trabajo y del servicio de las armas, o bien arribista, ambiciosa e inmoral, más dedicada al medro que a la gloria de Dios. Mientras los pobres pagaban impuestos de los que estaban exentos los ricos y los religiosos, los jurisconsultos discutían si la inmunidad eclesiástica era o no derecho divino. Y no pocos abusaban de la tonsura para satisfacer mezquinos apetitos e intereses. El resultado era que, junto a clérigos sin duda honrados y santos, se daban con la misma facilidad pícaros, codiciosos y delincuentes: sacerdotes amancebados y con hijos, confesores que solicitaban a las mujeres, galanes de monjas, conventos donde se ocultaban amoríos, lances y escándalos, eran el pan, y no precisamente bendito, de cada día.

—¿Nadie ha denunciado lo que ocurre allí adentro?

Asintió Don Vicente de la Cruz, desalentado.

—Yo mismo. Incluso envié un detallado memorial al conde de Olivares. Pero no hubo respuesta.

—¿Y la Inquisición?

—Al corriente. Mantuve una conversación con un miembro del Consejo de la Suprema; prometió atenderme, y sé que envió dos visitadores trinitarios al convento. Pero entre los padres Coroado y Garzo, con la colaboración de la prioresa, los convencieron de que todo estaba en orden, y se despidieron con muy buenas palabras.

—Lo que, por cierto, resulta extraño —terció Don Francisco de Quevedo—. La Inquisición anda a vueltas con el conde de Olivares, y no sería éste mal pretexto para fastidiar al valido.

El caballero valenciano encogió los hombros.

—Eso creímos. Pero sin duda consideran que es picar muy alto por una simple novicia. Además, sor Josefa, la prioresa, tiene fama de piadosa en la Corte: dedica una misa diaria y oraciones especiales a que el privado y los reyes tengan hijos varones… Eso le asegura respeto y prestigio, cuando en realidad, salvo cuatro bachillerías de poquísima sustancia, es una simple a quien las maneras y el atractivo del capellán le han sorbido el seso. Nada raro su caso, por cierto, ahora que toda prioresa que se precie ha de tener, al menos, cinco llagas y olor de santidad —el anciano sonreía con amargura y desprecio—… Sus inclinaciones místicas, su afán de protagonismo, sus sueños de grandeza y sus relaciones la hacen creerse una nueva Santa Teresa. Además, el padre Coroado derrama ducados a manos llenas y la Adoración es el convento más rico de Madrid. No pocas familias quieren meter a sus hijas en él.

Yo escuchaba tras la rendija, sin admirarme demasiado a pesar de mis pocos años. Ya dije a vuestras mercedes en alguna ocasión que, en ese tiempo, un jovencito maduraba aprisa en aquella Corte apicarada, peligrosa, turbulenta y fascinante. En una sociedad donde la religión y la amoralidad corrían parejas, se daba de manera notoria, por parte de los confesores, una posesión tiránica del alma y a veces del cuerpo de las beatas, con secuelas escandalosas. En cuanto a la influencia de los religiosos, ésta era inmensa. Las distintas órdenes se enfrentaban o aliaban entre sí, los sacerdotes llegaban a prohibir a sus fieles reconciliar con otros, e imponían la ruptura de vínculos familiares y hasta la desobediencia a la autoridad, cuando se les antojaba. Tampoco era sorprendente, tratándose de clérigos galanes, verlos recurrir a un lenguaje de tono místico, amatorio a lo divino, ni disimular bajo subterfugios espirituales lo que no eran sino humanas pasiones y apetitos, ambición y lujuria. La figura del fraile solicitante fue conocida y harto satirizada en el siglo, como en los explícitos versos de
La cueva de Meliso
:

Dentro frecuentaréis las confesiones

con las siervas hermosas

de Dios, y trataréislas como a esposas
,

dándose por honradas

con pretexto que están endemoniadas.

Lo que tampoco era inusual, por cierto, en aquel tiempo de superstición y beatería donde se socapaba tanto bellaco, y donde vivíamos los españoles poco avenidos, mal comidos y peor gobernados, entre el pesimismo colectivo y el desengaño; buscando unas veces en la religión el consuelo por sentirnos al borde del abismo, y otras el simple y descarado beneficio terreno. Situación agravada por tantos curas y monjas sin vocación —había más de nueve mil conventos en mis años mozos—, fruto de la costumbre de familias hidalgas sin dinero, que no pudiendo matrimoniar hijas con el decoro al uso, hacíanlas entrar en religión, o las encerraban allí a la fuerza tras algún extravío mundano. Andaban así llenos los claustros de mujeres sin vocación, a las que se refirió por cierto Don Luis Hurtado de Toledo, el autor —o más bien el traductor— del
Palmerín de Inglaterra
, en aquellos otros versos tan celebrados:

Que nuestros padres, por dar

a los hijos la hacienda

nos quisieron despojar
,

y sobre todo, encerrar

donde Dios tanto se ofenda.

Don Francisco de Quevedo seguía junto a la ventana, un poco al margen, con la mirada perdida en los gatos que se paseaban por los tejados como soldados ociosos. El capitán Alatriste le dirigió una larga ojeada antes de volverse de nuevo a Don Vicente de la Cruz.

—No alcanzo —dijo— cómo se vio vuestra hija en esto.

El anciano tardó en responder. La misma luz que acentuaba las cicatrices del capitán partía su frente en una arruga vertical, apesadumbrada y profunda:

—Elvira llegó a Madrid con otras dos novicias cuando se fundó la Adoración, hace cosa de un año. Vinieron acompañadas por una dueña, mujer que nos fue muy recomendada, y que debía atenderlas hasta que tomasen los votos.

—¿Y qué dice la dueña?

Sobrevino un silencio tan denso que hubiera podido tajarse con cimitarra. Don Vicente de la Cruz se miró pensativo la mano derecha que apoyaba en la mesa: flaca, nudosa Y todavía firme. Sus hijos observaban el suelo ceñudos, cual si contemplaran algo en él, ante sus botas. Observé que Don Jerónimo, el mayor, más hosco y callado que su hermano, tenía una mirada fija y dura que yo había advertido ya en algunos hombres, y de la que estaba aprendiendo a precaverme: la de quien, mientras otros fanfarronean, hacen sonar la espada contra los muebles y hablan alto, se está quieto en un rincón del garito, mirando sin parpadear ni perder detalle ni decir esta boca es mía, hasta que de pronto se levanta y, sin cambiar el semblante, va y te espeta a boca de jarro un pistoletazo o una mojada. El propio capitán Alatriste era de ésos; y yo, a fuerza de frecuentarlo, empezaba a reconocer el género.

—No sabemos dónde está la dueña —dijo por fin el anciano—. Desapareció hace unos días.

Tornó de nuevo el silencio, y esta vez Don Francisco de Quevedo dejó de contemplar los tejados y los gatos. Su mirada, en extremo melancólica, encontró la de Diego Alatriste.

—Desaparecida —repitió pensativo el capitán.

Los hijos de Don Vicente de la Cruz seguían contemplando el suelo sin abrir la boca. Al cabo el padre asintió con un seco gesto. Aún miraba su propia mano, inmóvil sobre la mesa junto al sombrero, la jarra de vino y la pistola del capitán.

—Eso es —dijo.

Don Francisco de Quevedo se apartó de la ventana, y tras dar unos pasos por la habitación se detuvo ante Alatriste.

—Cuentan —murmuró— que alcahueteaba para fray Juan Coroado.

—Y ha desaparecido.

En el silencio que siguió, el capitán y Don Francisco se sostuvieron unos instantes la faz.

—Así se dice —asintió por fin el poeta.

—Entiendo.

Hasta yo mismo entendía, desde mi escondrijo, aunque sin alcanzar qué música podía tocar Don Francisco en tan escabroso asunto. En cuanto al resto, tal vez la bolsa que —según había contado Martín Saldaña— se halló con la mujer estrangulada en la silla de manos no bastara, después de todo, para misas suficientes por la salvación de su alma. Apliqué a mi rendija un ojo muy abierto por el estupor, mirando con más respeto a Don Vicente de la Cruz y sus hijos. Ya no me parecía tan anciano él, ni tan jóvenes ellos. A fin de cuentas, pensé estremeciéndome, se trataba de su hermana, e hija. Yo también tenía hermanas allá en Oñate, y no sé hasta dónde habría sido capaz de llegar por ellas.

—Ahora —proseguía el padre— la prioresa dice que Elvira ha renunciado por completo al mundo. Hace ocho meses que no podemos visitarla.

—¿Por qué no ha escapado?

El anciano hizo un ademán de impotencia:

—Ya apenas es dueña de sí. Y monjas y novicias se vigilan y delatan unas a otras… Imaginad el cuadro: visiones y exorcismos, hijas de confesión con las que se practican reuniones a puerta cerrada so pretexto de que echen los diablos, celos, envidias, rencillas conventuales —la expresión serena se le quebró en un gesto de dolor—… Casi todas las hermanas son muy jóvenes, como Elvira. La que no cree estar poseída por el demonio o tener visiones celestiales, se las inventa, para llamar la atención. La estúpida prioresa, sin voluntad, en manos del capellán, a quien considera un santo. Y fray Juan y su acólito, de celda en celda, confortándolas a todas.

—¿Ha hablado vuestra merced con el capellán?

—Una vez. Y por vida del Rey que, de no estar en el locutorio del convento, lo habría matado allí mismo —Don Vicente de la Cruz alzó la mano que apoyaba en la mesa, indignado, como si lamentara no verla tinta en sangre—. A pesar de mis canas se me rió en las barbas, con toda la insolencia del mundo. Porque nuestra familia…

Se interrumpió en dolorida pausa, y miró a sus hijos. El más joven estaba quebrado de color, sin una gota de sangre en el rostro, y su hermano apartaba la vista con expresión sombría.

—En realidad —prosiguió el anciano— nuestra limpieza de sangre no es absoluta… Mi bisabuelo era converso, y mi abuelo fue importunado por la Inquisición. Sólo a costa de dinero pudo solucionarse todo. Ese canalla del padre Coroado ha sabido jugar con eso. Amenaza con delatarla por judaizante… Y a nosotros también.

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