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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras

Limpieza de sangre (3 page)

BOOK: Limpieza de sangre
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Es en esa memoria donde veo, como si fuera ayer, a Don Francisco de Quevedo al pie de las gradas de San Felipe. Vestía como siempre de negro riguroso, salvo la golilla blanca almidonada y la cruz roja del hábito de Santiago sobre el jubón, al lado izquierdo del pecho; y aunque la tarde era soleada, llevaba sobre los hombros la larga capa que utilizaba para disimular su cojera: una capa oscura cuyo paño se alzaba por detrás, sobre la vaina de la espada en cuya empuñadura apoyaba la mano con descuido. Conversaba con unos conocidos sombrero en mano, y el lebrel de una dama se movía cerca, llegando a rozarle la diestra enguantada. La dama se encontraba junto al estribo de un coche, en conversación con un par de caballeros, y era linda. Y en una de las idas y venidas del lebrel, Don Francisco acarició la cabeza del animal, dirigiéndole al mismo tiempo una rápida y cortés mirada a la dueña. El lebrel acudió a ella como mensajero de la caricia, y la dama recompensó el gesto con una sonrisa y un movimiento del abanico, recibidos por Don Francisco con una leve inclinación de cabeza y dos dedos, pulgar e índice, retorciéndose el enhiesto mostacho. Poeta, espadachín y celebradísimo ingenio de la Corte, Don Francisco era también, en los años de vigor en que lo conocí como amigo del capitán Alatriste, hombre galante que gozaba de predicamento entre las damas. Estoico, lúcido, mordaz, valiente, gallardo incluso en su cojera, hombre de bien pese al mal carácter, generoso con sus amigos e implacable con sus enemigos, lo mismo despachaba a un adversario con dos cuartetas que de una estocada en la cuesta de la Vega, enamoraba a una dama con un detalle gentil y un soneto, o sabía rodearse de filósofos, doctores y sabios que buscaban sus amenos conceptos y su compañía. Y hasta el buen Don Miguel de Cervantes, el más grande ingenio de todos los tiempos por más que las píen los ingleses herejes con su Shakespeare, el Cervantes inmortal que ya Dios tenía sentado a su diestra —puso pie en el estribo y dio el alma a quien se la dio, yéndose a la gloria sólo siete años antes de lo que refiero—, había mencionado a Don Francisco como excelente poeta y cumplido caballero en aquellos celebrados versos:

Es el flagelo de poetas memos
,

y echará a puntillazos del Parnaso

los malos que esperamos y tememos.

El caso es que aquella tarde el señor de Quevedo estaba, como solía, en las gradas de San Felipe mientras Madrid hacía la rúa de la calle Mayor tras los toros —de los que por cierto no gustaba mucho—; y al ver aparecer al capitán Alatriste, que paseaba con el Dómine Pérez, el Tuerto Fadrique y conmigo, despidió a sus acompañantes con mucha política. Estaba yo lejos de sospechar hasta qué punto aquel encuentro iba a complicarnos la vida, poniendo en peligro la de todos y en particular la mía, y cómo el Destino se complace en trazar extrañas combinaciones con los hombres, sus trabajos y sus peligros. Si aquella tarde, mientras Don Francisco se nos acercaba con su habitual gesto afable, alguien hubiera dicho que el enigma de la mujer que había aparecido muerta por la mañana iba a tener algo que ver con nosotros, la sonrisa con que el capitán Alatriste saludó al poeta se habría helado en sus labios. Pero nunca se sabe qué van a apuntar los dados, y éstos siempre empiezan a rodar antes de que uno mismo lo advierta.

—He de pediros un favor —dijo Don Francisco.

Entre el señor de Quevedo y el capitán Alatriste tales palabras eran puro trámite; y eso quedó claro en la mirada, casi un reproche, que el capitán le dirigió al oír aquello. Nos habíamos despedido del jesuita y el boticario, y caminábamos ahora junto a los toldos de los tenderetes que había alrededor de la fuente del Buen Suceso, en la puerta del Sol, en cuyo pretil se sentaban los ociosos a escuchar el rumor del agua o a mirar la fachada de la iglesia y el hospital Real. Caminaban delante de mí, el uno junto al otro, y recuerdo el oscuro indumento del poeta, capa terciada al brazo, Junto al sobrio jubón pardo, la breve valona, las calzas atacadas y el cinto con espada y daga del capitán, moviéndose ambos entre la gente, a la luz incierta del crepúsculo.

—Harto obligado os estoy, Don Francisco, para que me doréis la píldora —dijo Alatriste—. Así que pase vuestra merced directamente al segundo acto.

Sonó la risa queda del poeta. Poco tiempo atrás, a unos pasos de allí y precisamente durante el segundo acto de una comedia de Lope, el capitán se había visto socorrido por Don Francisco en el transcurso de un feo lance, lloviendo mojadas como granizo, cuando la aventura de los dos ingleses.

—Hay unos amigos —dijo Don Francisco—. Gente a la que aprecio. Y quieren hablar con vos.

Se había vuelto a comprobar si yo escuchaba la conversación; más pareció tranquilizarse al ver que mi mirada erraba por la plaza. Sin embargo, yo estaba atento a sus palabras. En aquel Madrid y aquella España, un mozo despierto maduraba aprisa; y, pese a mis pocos años, había maliciado ya que atender a todo no hace daño, sino al contrario. En la vida lo malo no es conocer, sino mostrar que se conoce. Tan peligroso resulta ser poco discreto revelando que uno sabe de más, como caer en la simpleza de saber de menos. Siempre es bueno prevenir la música antes de que empiece el baile.

—Eso suena a lance de trabajo —estaba diciendo el capitán.

Era un eufemismo, por supuesto. En el oficio de Diego Alatriste, los lances de trabajo solían darse en callejones oscuros, a tanto la estocada. Un tajo en la cara, desorejar a un acreedor o al galán de la legítima, un pistoletazo a bocajarro o un palmo de toledana en la garganta, todo estaba tarifado y en debida regla. En aquella misma plaza podía encontrarse al menos una docena de profesionales con quienes arreglar ese tipo de tratos.

—Sí —asentía el poeta, ajustándose los anteojos—. Y lance bien pagado, por cierto.

Diego Alatriste miró largamente a su interlocutor. Durante unos instantes observé su perfil aguileño bajo el ala ancha del sombrero donde destacaba la única nota de color que llevaba encima, una ajada pluma roja.

—Está visto que hoy os complacéis en fastidiarme, Don Francisco —dijo al cabo—… ¿Pretendéis que yo cobre un servicio hecho a vuestra merced?

—No se trata de mí. Es un padre y dos hijos mozos, y tienen un problema. Han pedido mi consejo.

En lo alto de la fuente de lapislázuli y alabastro, la Mariblanca nos miraba pasar mientras a sus pies canturreaba el agua en los caños. Languidecía la última luz. Soldados y valentones de aspecto terrible, con bigotazos, espadones y manera de pararse con las piernas abiertas, muy a lo bravo, charlaban en grupos junto a los portales cerrados de las tiendas de sedas, paños y libros, o tomaban algo en los míseros bodegones de puntapié que había instalados en los tenderetes de la plaza, por donde hormigueaban ciegos, mendigos y meretrices de medio manto. Algunos de los soldados eran conocidos de Alatriste; lo saludaron desde lejos, y éste respondió, el aire distraído, tocándose brevemente el ala del chapeo.

—¿Estáis vos en el asunto? —preguntó.

Don Francisco hizo un gesto ambiguo.

—Sólo en parte. Pero, por razones que pronto comprenderéis, debo ir hasta el final.

Nos cruzamos con más valentones de enhiestos mostachos y mirar zaino que deambulaban ante el atrio enrejado del Buen Suceso. El lugar y la próxima calle de la Montera eran frecuentados por gente de armas y matasietes, menudeaban las querellas, y la verja de la iglesia se cerraba para impedir que, tras intercambios de estocadas, los fugitivos se acogiesen allí a sagrado para sustraerse a la justicia; lo que motejaban con el eufemismo de retraerse, y también decían llamarse a antana, o altana.

—¿Peligroso?

—Mucho.

—Habrá que batirse, imagino.

—Espero que no. Pero hay riesgos mayores que una simple cuchillada.

El capitán anduvo unos pasos mirando en silencio el chapitel del convento de la Victoria, que se alzaba tras las estrechas casas del extremo de la plaza, en el arranque de la carrera de San Jerónimo. Resultaba imposible andar por aquella ciudad sin toparse con una iglesia.

—¿Y por qué yo? —preguntó al fin.

Don Francisco se rió otra vez quedo, como antes.

—Pardiez —dijo—. Porque sois mi amigo. Y también de los que cantan fatal con instrumento de cuerda, por mucho que se esmeren verdugo, relator y escribano.

El capitán se pasó, pensativo, un par de dedos por encima de la valona.

—Un lance bien pagado, habéis dicho.

—Eso es.

—¿Por vuestra merced?

—Qué más quisiera. Yo no tengo otro medio de lucir si no es quemándome.

Alatriste siguió tocándose la garganta.

—Cada vez que me proponen un lance bien pagado es para que meta el cuello en la soga del verdugo.

—También éste es el caso —admitió el poeta.

—Por Cristo, que es divertido medro el que ofrecéis.

—Mentiros sería una felonía.

El capitán miró a Quevedo con mucha sorna.

—¿Y cómo andáis en tales cuitas, Don Francisco?… Justo ahora que os vuelve el favor del Rey, tras vuestra larga desgracia con el duque de Osuna…

—Ahí está justo el
quid
, amigo mío —se lamentó el poeta—. Maldita la gracia que tiene andar en tan malos tragos. Pero hay compromisos y hay casos… Mi honor está en juego.

—Y vuestra cabeza, decís.

Ahora fue Don Francisco quien miró con guasona intención a Diego Alatriste.

—Y la de vuestra merced, capitán, si decidís acompañarme en esto.

El
si decidís
era superfluo, y ambos lo sabían. Aun así, el capitán mantuvo la sonrisa pensativa que tenía en la boca, miró a uno y otro lado, esquivó un montón de desperdicios que apestaba en el suelo, saludó distraído a una mujer descotada en exceso que le guiñó un ojo desde el tablado de un bodegón, y terminó por encoger los hombros.

—¿Y por qué he de hacerlo?… Mi viejo tercio sale para Flandes dentro de poco, y estoy pensando muy por lo menudo en mudar de aires.

—¿Por qué debéis hacerlo? —Don Francisco se acariciaba bigote y perilla, reflexivo—… Pues a fe que no lo sé. Tal vez porque cuando un amigo está en apuros, no queda sino batirnos.

—¿Batirnos?… Hace un momento habéis manifestado vuestra confianza en que no haya refriega.

Se había vuelto a mirarlo con atención. El cielo oscurecía ya sobre Madrid, y las primeras sombras venían a nuestro encuentro desde las míseras callejas que daban a la plaza. Empezaban a desdibujarse los contornos de las cosas y las facciones de los transeúntes, Alguien encendió un farol en uno de los tenderetes. La luz se reflejó en los lentes de Don Francisco, bajo el fieltro del sombrero.

—Y es cierto —dijo el poeta—. Pero si algo sale mal, no son precisamente estocadas lo que van a faltar en este negocio.

Rió, siempre en tono quedo, con muy escaso humor. Y al cabo oí también la misma risa del capitán Alatriste. Después de aquello, ninguno de los dos volvió a decir una palabra. Y yo, admirado por lo que oía, con la excitación de quien se sabe guiado hacia nuevos azares y peligros, seguí caminando en pos de sus siluetas oscuras y silenciosas. Después se despidió Don Francisco, y el capitán Alatriste se quedó un rato solo, inmóvil y callado en la penumbra, sin que yo me atreviese a acercarme ni decir palabra. Y estuvo así, como si hubiera olvidado mi presencia, hasta que en la iglesia de la Victoria sonaron nueve campanadas.

II. EL CUELLO Y LA SOGA

Llegaron al día siguiente por la mañana. Oí crujir sus pasos en la escalera de la corrala, y cuando fui a abrir la puerta el capitán ya estaba en ella, en mangas de camisa y muy serio. Observé que durante la noche había estado limpiando sus pistolas y que una se hallaba cebada y a punto sobre la mesa, cerca de la viga donde, colgado de un clavo, pendía su cinto con la espada y la daga.

—Vete a dar una vuelta, Íñigo.

Obedecí, saliendo al zaguán, y allí me crucé con Don Francisco de Quevedo, que subía los últimos peldaños acompañado por tres caballeros, más con aire de no conocerlos. Advertí que no habían utilizado la puerta de la calle del Arcabuz, sino la que comunicaba nuestra corrala con la taberna de Caridad la Lebrijana y daba a la calle de Toledo, más frecuentada y, por tanto, más discreta. Don Francisco me dio un cachete cariñoso antes de entrar en la casa, y yo me fui por la galería no sin echar un vistazo a sus acompañantes. Uno era hombre de edad, con abundantes canas; y los otros, dos jóvenes de dieciocho a veintitantos años, buenos mozos y de cierto parecido, cual sí fueran hermanos, o parientes. Los tres vestían ropas de viaje y tenían aspecto forastero.

Juro a vuestras mercedes que siempre fui bien nacido y discreto. Ni soy fisgón, ni lo era entonces. Pero el mundo, a los trece años, es un espectáculo fascinante del que cualquier muchacho ansía no perderse detalle; y a eso hemos de añadir las palabras cazadas al vuelo la tarde anterior entre el señor de Quevedo y el capitán Alatriste. De modo que, en honor a la verdad de cuanto refiero, debo confesar que rodeé la galería de la corrala, me icé hasta el tejado con la agilidad de mi extrema juventud, y, tras deslizarme por un alero hasta la ventana, volví a entrar en la casa con mucho tiento, agazapándome en mi cuarto; pegado a la pared en el hueco de una alacena, junto a cierta rendija desde la que podía ver y escuchar cuanto ocurría al lado. Procurando no hacer ruido, y dispuesto a no perderme detalle de aquel episodio en el que, según palabras del propio Don Francisco, tanto Diego Alatriste como él se jugaban la cabeza. Lo que ignoraba, pardiez, era hasta qué punto estaba yo en un tris de perder la mía.

—Asaltar un convento —resumía el capitán— tiene pena de vida.

Don Francisco de Quevedo asintió en silencio y no dijo nada. Desde que hizo las presentaciones se mantenía al margen, dejando hablar a los visitantes. De éstos era el hombre de más edad quien había llevado la conversación. Estaba sentado junto a la mesa, sobre la que se hallaban su sombrero, una jarra de vino que nadie había tocado y la pistola del capitán. Y fue ese caballero quien habló de nuevo:

—El peligro es cierto —dijo—. Pero no hay otro medio de rescatar a mi hija.

Había querido decir su nombre al presentarlo Don Francisco, aunque Diego Alatriste insistiese en que no era necesario. Se llamaba Don Vicente de la Cruz y era un viejo caballero valenciano de paso en la Corte, flaco, con el pelo y la barba blancos. Debía de superar los sesenta años, pero aún gozaba de miembros vigorosos y recio andar. Sus hijos le eran muy semejantes de facciones, aunque el mayor apenas frisaba los veinticinco. Se llamaban Don Jerónimo y Don Luis. Este último era el más joven, y aunque ya con mucho aplomo, no pasaba los dieciocho. Vestían con sencillez ropas de viaje y caza: traje de sayuela negra el padre, jubones de paño azul y verde oscuro los hijos, con los tahalíes de ante y aderezos de lo mismo. Todos llevaban espada y daga al cinto, el pelo muy corto, y tenían la misma mirada franca que acentuaba su aire de familia.

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