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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras

Limpieza de sangre (8 page)

BOOK: Limpieza de sangre
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—Me llamo Íñigo Balboa —dije.

—Lo sé. Eres amigo de ese capitán Triste, o Batistre.

Me tuteaba, lo que podía ser tanto señal de aprecio como desdén. Pero había dicho amigo del capitán, no paje, o criado. Y además, recordaba perfectamente quién era yo. Eso, que en otras circunstancias podía no ser tranquilizador en absoluto, pues mi nombre o el de Alatriste en boca de la sobrina de Luis de Alquézar eran más certeza de peligro que motivo de satisfacción, a mí se me antojó del todo adorable, holgándome más que con un hábito de Castilla. Angélica retenía mi nombre, y con él una porción de la vida que yo estaba resuelto a poner a sus pies, inmolándosela sin parpadear siquiera. Me sentía, a ver si me entienden, como el hombre que tiene atravesada una daga; que vive mientras la tiene y, en sacándosela, muere.

—¿Tomáis el acero? —pregunté, por romper el silencio que la fijeza de su mirada hacía ya insoportable.

Arrugó la nariz con un graciosísimo mohín.

—Como demasiados dulces —dijo.

Luego se encogió de hombros muy bachillera, como si aquello fuesen argumentos ajenos y además una estupidez, y miró hacia los aledaños de la fuente, donde la dueña se demoraba conversando con alguna amistad.

—Es ridículo —añadió, desdeñosa.

Deduje que Angélica de Alquézar no apreciaba mucho al dragón encargado de su custodia, ni tampoco las prescripciones de los médicos, que con sus sangrías y sus remedios despachan más cristianos que el verdugo de Sevilla.

—Supongo que sí —apunté, cortés—. Cualquiera sabe que los dulces son saludables —recordé vagamente algo que había oído en la taberna al boticario Fadrique—. Crían masa de la sangre y buenos humores… Estoy seguro de que un buñuelo de miel, un melindre o unos huevos de faltriquera tonifican más una naturaleza melancólica que un litro de agua de esta fuente.

Me callé, inseguro de ir más allá, pues hasta ahí llegaban mis saberes facultativos.

—Tienes un acento gracioso —dijo ella.

—Vascuence —repuse—. Nací en Oñate.

—Creía que los vascongados acuchillabais las palabras:
Si lanza arrojas y espada sacas, el agua cuán presto verás que al gato llevas

Se rió. Si no sonase a afectación, diría que su risa era de plata. Tintineaba como la plata bruñida que los artesanos sacaban a la puerta de sus tiendas el día del Corpus en la puerta de Guadalajara.

—Ésos son los vizcaínos —maticé algo amoscado, aunque poco seguro de la diferencia—. Oñate está en Guipúzcoa.

Sentí la urgente necesidad de impresionarla, aunque no sabía con qué. Torpemente quise retomar el hilo de mi disertación sobre las propiedades benéficas de los dulces. Ahuequé la voz:

—En cuanto a las naturalezas melancólicas…

Me interrumpí cuando pasó junto a nosotros un perro, un gran mastín pardo que correteaba por las inmediaciones, y por instinto me interpuse, sin pensarlo, entre él y la niña. Alejóse el can sin buscar pendencia, como hiciera el león con Don Quijote; y cuando volví a mirarla, Angélica me observaba de nuevo como al principio, curiosa.

—¿Qué sabes tú de mi naturaleza?

Le vibraba en la voz una nota de desafío, y los ojos inmensamente azules se habían vuelto muy serios y nada tenían de infantiles. Me entretuve en su boca aún entreabierta con la pregunta, en su barbilla redondeada y suave, en las espirales rubias de los tirabuzones que pendían sobre sus hombros cubiertos con delicadas puntas flamencas. Luego probé a tragar saliva con el mayor disimulo posible.

—Nada sé todavía —respondí, con la sencillez que pude—. Pero sé que moriría por vos.

Ignoro si me ruboricé pronunciando tales palabras; más hay cosas que uno debe decir cuando las debe, y si no lo hace arriesga lamentarlo toda su vida. Aunque a veces lo que lamenta después sea precisamente haberlas dicho.

—Moriría —repetí.

Hubo un largo y delicioso silencio. El ama ya venía de regreso, negra bajo sus tocas blancas como urraca de mal agüero, con el cuartillo de agua en la mano. El dragón estaba a punto de tomar de nuevo posesión de mi doncella, así que me dispuse a meterme en baraja, poniendo tierra de por medio. Pero Angélica continuaba observándome cual si fuera capaz de leer en mi interior. Entonces se llevó las manos al cuello y extrajo una cadenita de oro con un pequeño dije colgado. Soltó el fiador, y púsola en mis manos.

—Tal vez un día mueras —susurró.

Y seguía mirándome, enigmática, al decir aquello. Pero al mismo tiempo asomó a su boca de niña una sonrisa tan hermosa, tan perfecta, tan llena de toda la luz de aquel cielo español inmenso como el abismo de sus ojos, que deseé morir en efecto en ese instante, acero en mano, gritando su nombre como allá en Flandes mi padre había gritado el de su Rey, su patria y su bandera. Y a fin de cuentas, pensé, quizás todo ello fuera la misma cosa.

IV. EL ASALTO

Un perro ladró cuatro veces a lo lejos y después vino de nuevo el silencio. Bien herrado el cinto con pistola, espada y daga, el capitán Alatriste observó la luna que parecía a punto de ensartarse en el chapitel del convento de las Benitas, y después miró, a uno y otro lado, los lugares que quedaban en sombra en la plazuela de la Encarnación. No había moros en la costa.

Se ajustó el coleto de piel de búfalo y echó hacía atrás los faldones del herreruelo que llevaba sobre los hombros. Como si eso fuera una señal, tres siluetas oscuras se deslizaron cerca; y, dos por un lado de la plaza y otra por el contrario, se aproximaron a la tapia del convento. Había una ventana iluminada en él; y a poco alguien mató la luz, encendiéndola otra vez al cabo de un instante.

—Es ella —susurró Don Francisco de Quevedo.

Estaba apoyado en la pared, muy negro de sombrero, ropa y capa, y no había probado una sola gota en toda la noche, pese al frío del sereno, a fin —decía— de conservar el pulso. Oí como sacaba despacio media espada de la vaina y luego la dejaba caer, comprobando si corría bien; pero no llegué a ver el gesto. Escuché sin embargo, murmurados entre dientes, un par de sus versos:

No pudieron vencer a mis dolores

las noches, ni dar paz a mis enojos…

Me pregunté brevemente si Don Francisco decía aquello para aliviarse la inquietud, para tener el frío a raya, o porque era en verdad hombre de cuajo, capaz de componer versos en las mismas puertas del infierno. De cualquier modo, no era aquella ocasión para apreciar en lo debido el estilo del genial satírico. Yo estaba atento al capitán, cuyo perfil oscuro permanecía inmóvil bajo el ala ancha del chapeo, cubierto por un antifaz de sombra. Aún estuvo así un poco, mientras al otro lado de la plaza los tres bultos oscuros que antes habían cruzado se estaban muy quietos, intentando pasar inadvertidos. El perro ladró de nuevo, sólo dos veces esta vez, y de la cuesta de los Caños del Peral vino, como respuesta, el relincho apagado de las mulas del coche que allí aguardaba. Entonces Diego Alatriste volvióse hacia mí, y con la luna que daba en la plazuela vi clarear sus ojos.

—Ten mucho tiento —dijo.

Después me puso una mano en el hombro. Y yo respiré hondo y crucé la plaza como quien se mete en la boca de un lobo, sintiendo fijos en mí los ojos del capitán y, en los oídos, el homenaje que Don Francisco tuvo a bien improvisar mientras me alejaba:

Feliz, de piedra el alto muro escala

el que en lozana juventud se fía.

El corazón me iba tan fuerte como por la mañana, junto a Angélica de Alquézar. O tal vez más. Sentía una tensión casi insoportable en el estómago y la garganta, y en mis oídos redoblaban extraños tambores cuando pasé junto a los bultos agazapados de Don Vicente de la Cruz y sus hijos. Estaban pegados a la tapia y relucían las armas entre sus capas.

—Date prisa, chico —susurró el padre, impaciente.

Asentí sin decir nada, y seguí la tapia hasta el guardacantón de la esquina. Allí me persigné subrepticiamente, encomendándome al mismo Dios de quien me aprestaba a violar un sagrado recinto. Luego subí sin dificultad al guardacantón —yo tenía entonces la agilidad de un simio— y, sosteniéndome en equilibrio sobre su estrecho remate, pude echar las manos arriba e izarme a pulso hasta que me vi encaramado en lo alto del muro. Allí estuve a horcajadas, procurando no recortarme demasiado en la claridad de la luna, teniendo a un lado, abajo, la calle y la plazuela con los bultos silenciosos de mis compañeros de aventura pegados a la pared; y al otro el silencio umbrío del huerto de las Benitas, sólo roto a intervalos por el chirriar de un grillo noctámbulo. Esperé a que el redoble del tambor decreciese en mis tímpanos antes de moverme de nuevo; y cuando lo hice tintineó, al salirse de mis ropas y rozar en el muro, el dije con la cadena que Angélica de Alquézar me había regalado en la fuente del Acero. Yo había pasado horas mirándolo; parecía antiguo, y en su interior figuraban varios signos grabados, muy extraños y fascinantes.

Lo introduje otra vez en la camisa, bien pegado al pecho, esperando que ese amuleto me trajese la suerte que requería el lance. Las ramas de un manzano rozaron mi cara cuando me incliné hacia dentro de la tapia y, tras colgar de las manos, dejéme caer desde seis o siete pies de altura. Rodé por el suelo sin excesivas magulladuras, sacudí la tierra de mi ropa, y, rogando a la Madre de Dios que no hubiese perros sueltos en el lugar, anduve pegado a la tapia hasta la puertecilla y descorrí con diligencia el cerrojo. Apenas hube abierto se colaron dentro Don Vicente de la Cruz y sus hijos, embozados en sus capas y con las herreruzas desenvainadas, y cruzaron el huerto con rápidos pasos que la tierra blanda amortiguaba. Aquello, en lo que a mi tocaba, era negocio hecho.

Había cumplido como mozo de hígados; que de no haber empresas no conociéramos a los héroes. Así que salí a la calle, satisfecho, y crucé sin demora la plazuela. Mis instrucciones eran estrictas por parte del capitán: ir a casa por el camino más corto. Anduve arrimado al pretil de la cuesta, dejando las Benitas y la Encarnación a mi espalda, sereno y henchido de orgullo porque todo había salido a pedir de boca. Entonces me asaltó la tentación de permanecer en los alrededores, cerca del coche que aguardaba con las mulas trabadas, para ver, aunque fuese a la luz de la luna y por un instante, a la doncella rescatada cuando su padre y hermanos la llevaran hasta allí. Dudé un momento entre la disciplina y el gusto, sin llegar a resolverme del todo. Y en esa irresolución estaba cuando oí el primer disparo.

Eran al menos diez, calculó Diego Alatriste mientras desenvainaba espada y daga. Y en el patio del convento, algunos más. Salían de todas partes, de las esquinas y los zaguanes, y calle y plazuela relucían de aceros desenvainados mientras los gritos «¡Ténganse a la Inquisición!» y «¡Favor al Rey!» atronaban la noche de arriba abajo. Sonaron más tiros al otro lado de la tapia de las Benitas, y un confuso tropel apareció en la puertecilla, con mucha gente trabándose a estocadas. Por un momento Alatriste creyó ver unas tocas blancas de novicia entre el vaivén de aceros, pero la escena quedó oculta por el resplandor de dos nuevos pistoletazos. Y, además, era momento de cuidar la propia salud. El grito de
ténganse a la Inquisición
bastaba para erizarle el cabello a cualquiera; y, de haber espacio para ello, el capitán habríase impresionado lo mucho que las circunstancias reclamaban. Pero ya estaba luchando por salvar la piel, y en tales trances igual daba Inquisición que corchetes del corregidor: lo mismo degüella cuchilla seglar que rociada con agua bendita. Paró con su daga la estocada de una sombra que parecía materializarse de la nada a su espalda, hizo a la sombra retroceder con tres mandobles y un voto a Dios, y por el rabillo del ojo vio que Don Francisco de Quevedo se enfrentaba a otras dos. Era superfluo —hubiera exigido gastar resuello necesario a otros menesteres— gritar traición o algo por el estilo. Así que Don Francisco y el capitán se aplicaron a batirse con la boca más o menos cerrada. Fuera quien fuese el responsable, la emboscada estaba clara y allí no quedaba sino vender caras las asaduras de cada uno. El que había atacado antes cerraba de nuevo contra Alatriste; así que éste, intuyendo el acero enemigo por su reflejo, afirmó los pies, paró justo a tiempo un buen tajo de revés, avanzó un pie y luego el otro, sujetó la espada del adversario entre el codo y el costado, adelantó la punta de la suya, y al extremo de la herreruza pudo oír el adecuado grito de dolor cuando marcó al otro en la cara. Por fortuna los familiares de la Inquisición no eran Amadises, y aquello resultaba llevadero. Retrocedió en la oscuridad hasta apoyar la espalda en un muro, y aprovechó el respiro para echarle un vistazo a Don Francisco. El poeta, fiel a su probada destreza, cojeando y maldiciendo ahora entre dientes, mantenía a raya a quienes lo acosaban; pero llegaba más gente, y pronto iban a faltar manos para sangrar tanto puerco. Por suerte, casi todos los atacantes se concentraban junto a la tapia de las Benitas, donde la confusión y los gritos iban en aumento. Era obvio que Don Vicente de la Cruz y sus hijos andaban listos de memoriales. Hasta el capitán llegó el olor de cuerdas de arcabuz encendidas.

—¡No queda sino largarse! —le gritó a Don Francisco, intentando hacerse oír por encima del cling clang de los aceros.

—¡Eso intento! —replicó el poeta, entre mandoble y mandoble—… ¡Desde hace rato!

Acababa de matar a uno de sus adversarios y retrocedía a lo largo del muro, con el otro pegado a la toledana. Una nueva sombra apareció de improviso ante Alatriste, o tal vez fuera la misma de antes que se había rehecho y venía con las de Mahoma, a cobrarse el tajo de la cara. Hubo chispas al chocar las espadas entre sí y contra la pared, y luego el capitán, protegiéndose con el antebrazo izquierdo a la altura de la cabeza, aprovechó que el otro se afirmaba entre dos movimientos para arrojarse contra él y darle una patada que lo hizo trastabillar. Después acuchilló de cerca con espada, daga, Y luego otra vez espada. Cuando su enemigo quiso enderezarse, al menos dos cuartas de acero del capitán debían de asomarle por la espalda.

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