Amanecía cuando llegamos a una periférica estación que había señalado en un telegrama como mi probable último destino, antes de aventurarme por las calles de San Petersburgo. Me dirigí a los servicios mientras advertía que también llegaba otro tren, pero de la capital. El reflejo de las ventanillas no me impidió distinguir a una persona que se había introducido en mi vagón y de ahí pasaba al siguiente. La reconocí y me faltó el aire. Estaba forrada en pieles, pero su perfil era el de Natasha. Corrí por el andén, a su lado, hasta que me vio. Se detuvo de golpe, se le iluminó el rostro, disparó hacia la puerta y se abalanzó sobre mí. Casi rodamos por el suelo. Giramos abrazados, con lágrimas y risitas. Nos llenamos de besos. Mirándonos con voracidad, como si quisiéramos anudarnos, reunimos los respectivos equipajes. Sin despegarnos fuimos a comprar los billetes para San Petersburgo. El tren salía en una hora. Nos acurrucamos en la sala de espera. Por si alguien pudiese reconocernos ella me encasquetó el gorro hasta las orejas. Nos acariciamos por fuera y por dentro de los abrigos. Nos apretamos las manos, los hombros, los brazos, las piernas. Cuando pudimos abordar el tren nos acomodamos en un vagón casi vacío. Pese a los tórridos minutos que estábamos pasando juntos, nos costaba recuperar la voz y contarnos las respectivas aventuras, angustias, sufrimientos, esperanzas. El encuentro nos produjo un desequilibrio que recién luego de una hora empezó a desaparecer. Incursionamos en detalles que nos hicieron temblar y reír. A medida que pasaba el tiempo nuestra voz aumentaba en volumen y claridad. Ella me cruzó el índice sobre los labios.
—Pueden escucharnos…
—Mi desenvoltura es la mejor defensa —sonreí, bruscamente soberbio.
—¡Vuelves a ser el de siempre!
En San Petersburgo fuimos derecho a la casa del doctor Litkens, tras discutir un rato sobre los peligros de semejante decisión. Lo encontramos reunido en familia. Al verme movió la cabeza diciendo: “¡Es increíble!” Su familia nos contemplaba con desconfianza, como si fuésemos un milagro. Después fueron acercándose para convencerse de que no estaban frente a un espejismo. Hicieron anárquicas preguntas, porque algunos me suponían enterrado bajo la nieve del Círculo Polar Ártico. Litkens nos invitó a tomar asiento para compartir el té con blinis, dulces y caviar. Aclaró enseguida que hicimos bien en contactarlo, pero no debíamos bajar la guardia. Seguro que habían llegado misivas de Siberia dando cuenta de la evasión y, aunque me diesen por muerto, los perseguidores de oficio no dejarían de continuar su busca. Mi desempeño en la presidencia del Soviet me había insuflado excesiva popularidad. Como si las paredes fuesen a denunciarnos, todos bajamos la voz y empezamos a intercambiar ideas. Luego nos invitaron a cenar y seguimos analizando qué hacer. Resultaba indiscutible que el cerco de la autocracia se hizo más feroz tras los sucesos de 1905. Litkens resumió las alternativas y dictaminó que el camino más sensato sería alejarnos por una temporada a Finlandia. La autonomía de ese país —como yo mismo lo había experimentado— proveía mayor confiabilidad a ciertos derechos, en contraste con los abusos que barrían al resto de Rusia. El peor riesgo se agazapaba, como siempre, en la estación de ferrocarril. Habíamos tenido suerte en no ser descubiertos todavía.
Decidimos iniciar ese camino. Todo era mejor que ser atrapados en la casa de nuestros corajudos anfitriones. Litkens volvió a demostrar su generosidad y propuso que permaneciéramos con él hasta el minuto previo a la partida. Natasha fue a traer a Leoncito, que había quedado al cuidado de la mujer que le había alquilado un cuarto en la otra punta de la ciudad. Yo nunca lo había visto ni besado aún. Para narrar ese encuentro se me paraliza la mano. Recién empezaba a caminar, pero sus ojitos me miraron con asombro y cariño. ¡Extraña combinación! Le pinté de besos sus tiernas mejillas, la frente, las manitos. Lo levanté en brazos y giré con él como un trompo, haciendo ruidos con mi voz. Parecía un ostiaco celebrando a los renos o ahuyentando lobos. Leoncito empezó a reír y yo me sentí un emperador triunfal: no existe una victoria superior para un padre que ser reconocido y disfrutado por su hijo.
En la estación de San Petersburgo no debíamos volver a cometer la locura de introducirnos en la sala de espera o dejarnos ver por más de un minuto en el andén. Convenía esperar en el coche de alquiler y arrojarnos en el último instante sobre un vagón de primera clase. Así lo hicimos y trepamos cuando el tren se estaba poniendo en marcha. Ingresamos en el pasillo rumbo al compartimiento asignado en el billete. Natasha caminaba delante con el bebé en brazos, era una suerte de escudo. Su cuerpo y un alto gorro de piel me ocultaban en parte, aunque yo también calzaba un sombrero y llevaba en torno a mi cuello una bufanda que sólo dejaba ver mi nariz. Nos enfrentó una legión de gendarmes que avanzaba en sentido contrario. Tenía que proceder rápido, antes de que alguno pretendiera mirarme mejor. Me quité el sombrero, como para decirles que no tenía nada para ocultar. Pero mi peinado tenía raya al medio y estaba pegado al cráneo con aceite que emanaba aroma francés. Era muy difícil reconocerme. Acto seguido me quité el abrigo para lucir un traje abotonado con camisa almidonada y brillante corbata con un alfiler, todo prestado por el doctor Litkens. La tensión nos devoraba mientras seguíamos abriéndonos paso entre los uniformes. Ante nuestro avance los gendarmes se apartaron corteses y fueron hacia el resto de los vagones.
Finlandia roja
Lenin y Mártov ya llevaban un tiempo en el ducado de Finlandia, beneficiándose de la misteriosa tolerancia que allí se dispensaba a los revolucionarios. Como había dicho el agrimensor de Beresof, también en esta región hay cosas que no se entienden. La vida, la política y el curso de la historia rodaban por las caprichosas correntadas de contradicciones y enigmas. En Rusia las revueltas bajaron su nivel luego de las explosiones vividas en 1905. Pero los revolucionarios suponíamos que era un intervalo y pronto resucitaría la rebelión.
Fuimos a rendirles visita a Mártov y Lenin, acompañados por Leoncito. Se habían instalado en dos aldeas próximas. Les hacía bien sentirse cerca, pero distantes al mismo tiempo. Sus concepciones usaban brújulas diferentes, a menudo hostiles.
En la cabaña de Mártov reinaba un desorden insuperable. En uno de los rincones se alzaba hasta la altura de un hombre la pila de periódicos viejos. De vez en cuando, en el curso de la conversación, Mártov se lanzaba hacia un rincón y sacaba victorioso el número que quería mostrarnos. Sus cuartillas, cubiertas por la ceniza del tabaco, cubrían la extensión de la mesa, y sólo él podía discernir cuál hoja estaba escribiendo. Los grasientos anteojos seguían danzando torcidos sobre su nariz. En la distendida charla Mártov prodigó ideas brillantes, pero sin un desarrollo profundo. Era el chisporroteo de una fogata. Alumbraba, pero sin mantener firme la luz. No obstante, algunas reflexiones llegaron hondo. Dijo que tras la experiencia vivida podríamos ver mejor, y lo que él estaba viendo era que el marxismo contenía un exceso de utopía. La sociedad perfecta a la que pretende llegar no existe, porque el ser humano no es perfecto. En cuanto a conseguir una igualdad absoluta, le sonaba cada vez más ingenuo. ¿Por qué? Porque no hay dos seres humanos iguales, y en las condiciones que se den, cualesquiera sean, siempre volverán a surgir las diferencias que distinguían a uno de otro. Mucho más fuerte me pegó su crítica a la lucha de clases. Era como clavarme una espada en el corazón de mi marxismo.
—Es verdad que existen diferencias y luchas de clases desde que un hombre se convirtió en amo y otro en esclavo —dijo—. Pero esas clases fueron objeto de una evolución. Cambiaron las clases y los métodos de lucha. Ahora existen proletarios que se convierten en pequeños burgueses y nobles que pierden sus fortunas. Las clases no son momias. El proletariado quizá dé lugar a otras clases, que ni podemos imaginar.
Me acordé de Timoteo, el arruinado noble que nos visitaba en Iánovka y debía servir a sus antiguos sirvientes. Se había proletarizado, sí; pero, si la ocasión le ofreciera en el futuro una oportunidad, ¿no volvería a querer mandar y ubicarse por encima de otros?
No pude estar de acuerdo con semejante lucubración, pero me llenó de dudas. Su puñetazo más doloroso fue cuando se rió de un apotegma que los marxistas considerábamos tan sólido como un dogma. Quizá ni el mismo Mártov ya se acuerda de lo que dijo en esa ocasión. Pero lo dijo. Fue cuando discutimos sobre la legitimidad de la violencia.
—No siempre es legítima —afirmó al instante.
—Pero, ¿no es “la partera de la historia”?
—Bueno, así escribió Marx. Pero, ¿en qué contexto? ¿A qué momento preciso se refería? No olvides que a muchas parteras también les nacen niños muertos.
Salí mareado.
Al día siguiente fui a la casucha de Lenin. Allí reinaba la prolijidad. No fumaba ni tenía montañas de periódicos. Sobre la mesa sólo se apilaban unos pocos libros, el tintero y una resma de papel. Pese a su carácter de prófugo, irradiaba seguridad y hasta cierta placidez. Afirmó que la situación en Rusia no estaba aún definida y que era necesario prepararse para la próxima batalla. Había que asimilar las experiencias recientes y formar cuadros más capaces para las acciones que sobrevendrían pronto. La marcha del capitalismo no se detenía y las erradas maniobras del régimen zarista lo conducían a una explosión.
Mientras bebíamos té con unos exquisitos blinis, puso una mano sobre la mía y aseguró que le habían gustado los artículos que yo había escrito antes de ser llevado a Siberia. Volvió a elogiar mi estilo y la precisión de los datos. Sólo reprochó, con una paternal carcajada, que aún no me hubiese afiliado a los bolcheviques.
—¿Me consideras un aliado de Mártov? —protesté.
—Mártov es mi amigo. Pero encabeza a los mencheviques, que andan confundidos o son demasiado temerosos. No sé cuál de esos calificativos les calza mejor. No podemos ser blandos ni ingenuos mientras tengamos el propósito de conquistar el poder.
—Yo también quiero llegar al poder. Pero sin que ese objetivo arruine nuestra esencia humanista.
—¿Qué es el humanismo? Sólo habrá más humanismo cuando el proletariado se adueñe de los medios de producción y desaparezca la división de clases.
—¿Será tan automático? ¿No podrán formarse nuevas clases a partir de quienes comanden la sociedad?
—No, claro que no. Quienes comanden serán los representantes del proletariado, de la inmensa mayoría, no los representantes de los nobles, o los burgueses, o los terratenientes. Serán representantes, Liova, jamás dueños del poder, como sucede ahora. No tendrán títulos de nobleza ni de nada parecido a eso.
—Temo que se nos ha infiltrado algo de utopía.
—¿Utopía? Si luchar por un mundo mejor es utopía, ¡bienvenida sea! La utopía remite a las mejores intenciones del hombre, es algo que impulsa, que genera pasión. ¿Y eso te molesta?
—Me molesta que en la nueva etapa alguien, o un grupo, más que formado por representantes, esté formado por gente que se considere iluminada. Pasó con los jacobinos y pasó con Napoleón. El fruto no fue bueno. ¿Tendremos la dictadura del proletariado o sólo una dictadura en “nombre” del proletariado? El proletariado sería entonces una excusa, no el protagonista —dije, reproduciendo palabras de Rosa Luxemburgo.
Lenin me palmeó el hombro.
—Amigo mío: no deberían preocuparte esos asuntos, porque serán resueltos a su debido tiempo. Te adelantas demasiado, quieres conocer el futuro como si ya fuese un trozo del pasado. ¡Ni siquiera te acordarás de esta charla! Tus dudas provienen de la incertidumbre que genera la transición donde estamos inmersos, y que no permite ver con claridad.
Llamó a Leoncito y lo sentó sobre sus rodillas. Con paternal afecto le dio a probar un trozo de blini, mientras le susurraba algo a la oreja.
Yo miraba su rostro macizo, la frente amplia, los pómulos rocosos, la corta barbita negra, los labios perfectos. Era el rostro de un profeta bíblico. ¡Cómo lo admiraba! Era duro, pero no tenía espíritu de tirano.
Antes de despedirnos, la siempre diligente Nadeida nos ofreció una lista de los camaradas confiables que residían en Helsingfors. También incluía a personas estrambóticas, como un comisario de policía que se declaraba nacionalista y revolucionario. Gracias a esa lista Natasha y yo pudimos encontrar alojamiento y ayuda económica en la pequeña capital del ducado. No había muchos sitios donde distraerse, con la excepción de algunos albergues y bodegones. Algunas semanas de paz y recogimiento me permitieron escribir un pequeño libro sobre mi viaje a Siberia y la posterior evasión, que se parecía a una novela de aventuras, según sentenció Natasha. La titulé sin inspiración:
Ida y vuelta
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Los derechos de autor de esas páginas vendrían bien para mudarnos a otro país. Analizamos con Natasha si convenía hacerlo juntos. Habría más privaciones y yo me sentiría cercado por las obligaciones de proveer techo y comida al niño. Resucitaron argumentos parecidos a los que usó Alexandra en Usti-Kut y la misma Natasha en París. Era preferible que ella regresara a Rusia con Leoncito. Tenía familiares y amigos en una aldea próxima a San Petersburgo, donde podría gozar de seguridad y quietud. Seguiría ganando dinero con sus dibujos y pinturas, realizados con más prudencia y un desconcertante nuevo seudónimo. Nos volveríamos a unir apenas consiguiese instalarme de forma holgada en una ciudad de Europa occidental. Esa idea nos entusiasmó al principio. Sólo al principio. Al día siguiente cambiamos de parecer. Y lo cambiamos cada día y cada noche durante una semana. La probabilidad de volver a sufrir el conocido divorcio transitorio nos producía fiebre. Apenas Leoncito se dormía, nuestros cuerpos empezaban a buscarse con hambre. El sexo se volvía insaciable. Sólo nos deteníamos para comer, jugar con el niño, leer, escribir. Pero en cuanto se abría la rendija de una nueva oportunidad volvíamos a unir los labios y los dedos se lanzaban a recorrer toda la extensión de nuestras pieles. Por último, extenuados, llegamos a la conclusión de que habíamos aceptado la reedición del divorcio transitorio, propio de los buenos revolucionarios. Esa voracidad erótica develaba que pretendíamos saciarnos antes de emprender una larga abstinencia.
Dedicamos los últimos días a pasar muchas horas con nuestro hijo. Jugábamos a ser la “sagrada familia”. Queríamos beber litros de afecto, la mejor proteína del alma. Natasha escribió a familiares y amigos con las elipsis de costumbre. Partiría en cuanto recibiese buenas garantías de recepción. Yo conseguí que una joven bolchevique de Helsingfors, recomendada por el comisario amigo, me condujese hasta el puerto. La despedida fue dramática y no quise mirar hacia atrás. Cualquier paso que diese me iba a provocar una sorpresa. Llegué a un muelle donde pude comprar el billete de un vapor sueco. Subí a la embarcación, blindado por un artístico pasaporte falso y ropa muy elegante. Ya en cubierta, con las manos sobre la baranda fría, me pregunté hasta cuándo el imbécil régimen zarista seguiría creyendo que los revolucionarios sólo visten ropa de miserables. Si en ese momento me hubiese acompañado un adivino, habría sospechado que a partir de ese momento faltaban diez años, sólo exactos diez años, para que estallase la revolución del siglo.