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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Aventuras, Histórico

Liova corre hacia el poder (31 page)

BOOK: Liova corre hacia el poder
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Séptima etapa

Expatriado

Europa y América

(1906-1917)

1

Admiración recíproca

Tras semanas de navegación y cinco cambios de barco llegué a Londres. Esa bullente urbe ya me resultaba familiar y enseguida recogí la información que necesitaba. No tuve dificultades para encontrar alojamiento, conocía barrios enteros. En una iglesia se realizaba otro congreso del partido, que era largo y caótico, quizá porque el interés hacia el socialismo crecía en todas partes y no se sabía de qué forma encauzarlo. Hasta se infiltraba en la política inglesa local. Los liberales invitaban a sus casas a los delegados que más se desatacaban en las sesiones. Era una mezcla que hubiera dado argumentos al revisionista Bernstein, quien observaba más cambios en la sociedad de los que fueron evidentes en los tiempos de Marx.

En uno de los primeros días se me acercó un hombre alto y huesudo, con cara ancha, pómulos salientes y un sombrero redondo. Su cabello bien cortado brillaba como oro sucio. Lucía un bigote tupido y avanzado bajo su nariz breve.

—Soy un admirador de usted —dijo con una sonrisa.

—¿Un admirador?

Supuse que se refería a mis obras escritas en la cárcel. De todas formas, resultaba extraño que ese hombre maduro admirase a un joven. La sorpresa fue mayúscula cuando me dio su nombre. Quedé pasmado.

—Soy Máximo Gorki.

Lo veía por primera vez. Moví los labios sin que me brotaran sonidos. Por fin pude contestarle.

—Yo soy quien desde hace rato lo admira a usted. ¡Y con pasión! —respondí emocionado.

Por entonces Gorki simpatizaba con los bolcheviques, pero no hizo alusión a nuestras posibles divergencias. Lo miré con hambre, para descifrar el inmenso contenido de su mente y el virtuosismo con el que unía las palabras. Había supuesto que, como autor de obras geniales y tristes, debía ser un hombre acongojado, sombrío. Para nada. De sus mejillas blancas salía una feliz luminosidad. Los ojos pardos eran alegres y curiosos. Se parecía a un fuerte campesino eslavo, como los que poblaron mi infancia. Charlaba tranquilo y separaba cada palabra, para que se le entendiese mejor. Nunca lo abandonaba el deseo de ser comprendido. Así era también en sus obras. Lo acompañaba la bellísima actriz Andreieva, que dominaba un perfecto inglés.

Acordamos salir juntos a recorrer Londres. En el paseo criticamos desviaciones del congreso, incoherencias de muchos camaradas, ausencia de información en varios asuntos y soltamos algunas confesiones personales. Gorki abordaba los temas con precisión. Era más objetivo de lo esperable en un creador de ficciones. Charlaba con pareja serenidad, sin que sus enojos lo excitaran. Tal vez esa objetividad imprimía tanta fuerza a sus relatos, pensé. Le dije que también Natasha hubiera estado encantada de conocerlo, porque había leído todas sus novelas. Todas, en serio.

—¿Habla idiomas? —preguntó Gorki.

—Sí, algunos.

Apuntó hacia su amiga, meneando la cabeza.

—Mi querida Andreieva aprendió muchos idiomas. Es un portento. En cambio yo soy un primitivo que sólo puede hablar en ruso.

Me contó que había adoptado el seudónimo Gorki porque significa “amargado”, justamente. Muy amarga había sido su infancia. Tuvo que soportar un padre autoritario y trabajar como sirviente de un pintor, luego ayudante de panadero, más adelante cargador de barcos, siguió como empleado de ferrocarril y terminó vendiendo bebidas en una taberna. Nada me gustaba, agregó. Incapaz de seguir viviendo, intenté suicidarme. Me encontraron sangrando tras un disparo en la cabeza. Me llevaron a un hospital, donde un médico me cubrió la herida con un apósito, diagnosticó que era un caso perdido y se fue a dormir. Un enfermero se indignó por esa actitud, pidió ayuda a otro y pudo sacarme la bala. ¡Un enfermero! Me desinfectó a conciencia y aplicó un vendaje firme. ¿Crees en los milagros? Yo tampoco. Pero me recuperé en un par de semanas. Todavía no le pongo velas al enfermero, soy un desagradecido.

Su abuela había sido el único remanso entre las faenas brutales. Era una mujer culta que le narraba cuentos cargados de histrionismo, al extremo que siempre le arrancaba lágrimas o aplausos.

—Como mi madre.

—¿Sí? Bueno, a mi abuela debo mi interés por la lectura, que se incrementó al ingresar como ayudante en un estudio de abogados. Como simple ayudante, nada más.

Pero sus escritos obtuvieron rápida aceptación, más rápida de lo habitual. En pocos años se expandió a casi toda Rusia y fue traducido en varios países europeos. Describía áreas rústicas y dolorosas. Obras teatrales como
Pequeños burgueses
y
Los bajos fondos
fueron muy exitosas. En Kazan y San Petersburgo contactó a militantes marxistas que lo indujeron a ingresar en el campo de la revolución. En paralelo fue nombrado miembro honorario de la Academia Imperial de Ciencias, pero en 1902, hacía muy poco, fue anulada esa distinción por sus declaraciones políticas. Entonces se sintió más libre para jugarse. Brotaron de su pluma varios dramas fuertes:
Los veraneantes, Los hijos del sol, Enemigos, Los bárbaros
. Al mismo tiempo cultivaba la poesía. Muchos camaradas recitaban de memoria sus versos. Eso le resultaba muy gratificante.

Hablaba en tono de confesión, nada de orgullo ni de vanidad. Percibí hasta cierto tono de culpa.

Por motivos de salud debió mudarse a la isla de Capri. Allí compuso su novela cumbre:
La madre
. Aún resonaban en mi corazón varios de sus pasajes.

Volvimos al congreso en los terribles momentos en que se daba a conocer la disminución de recursos. No había fondos ni para pagarle a los delegados el viaje de regreso. La noticia resonó bajo las bóvedas de la iglesia como un réquiem. Muchos nos miramos con susto. ¿Cómo proceder? Desde luego, no quedarnos metidos en la iglesia. Había que conseguir dinero en cualquier sitio y con métodos poco santos. Pero antes de que se cometiesen errores, apareció la solución. Completamente impensada. Un liberal inglés de gran fortuna reveló estar dispuesto a conceder un empréstito de tres mil libras a la revolución rusa. Pero exigía la firma de todos los congresistas. El debate fue corto, porque la situación no dejaba margen para reticencias. Se aceptó la exigencia del donante y el documento del préstamo circuló junto al tintero y la pluma que usaron todas las manos.

En ese congreso, además de Gorki, pude encontrarme con Rosa Luxemburgo. Otra maravilla. Pequeña, delicada y enfermiza, tenía rasgos de gran nobleza y unos ojos magníficos. Nació en Polonia y desde la adolescencia bregó por las reformas sociales. Me impresionó al primer golpe de vista. Huyó a Suiza para estudiar matemáticas, filosofía, ciencias políticas, historia y economía en la única universidad mixta que entonces había en ese país. Allí vivió un romance con su camarada León Jojiches del que dejó huellas emocionantes en su libro
Cartas de amor
, que yo había leído de una sentada, sin poder levantar los ojos. Esa historia se había convertido en el gran romance del movimiento revolucionario. Pero después se separó de Jojiches. Fundó el partido socialdemócrata de Polonia y Lituania. Pese a su irritante cojera, Rosa se imponía por la fuerza de su carácter, la belleza de su rostro y la audacia de sus pensamientos. Tenía un estilo despiadado. Su naturaleza era compleja: vibraba con muchos diapasones y le daba igual importancia a la revolución, su interés por el hombre concreto y el valor grandioso del arte. Amaba la naturaleza, los pájaros, las hierbas y las flores. Tenía sentido del humor y repetía que, en realidad, no había nacido para estas luchas, sino para criar gansos. Cuando me conoció y supo dónde había nacido, me hizo bromas en ídish. Hacía mucho que no lo escuchaba y sonó como un alemán defectuoso.

—No te avergüences —aclaró pellizcándome con inusual confianza la mejilla—. Es el lenguaje de mucha gente oprimida.

Desde entonces no perdí oportunidad para acercármele y criticar juntos —en ruso y alemán— los debates que escuchábamos. Sus opiniones eran filosas. Le confesé que lamentaba vivir lejos de su mente tan lúcida. Me miró con sus ojazos perforadores y consideró que a menudo la distancia es sólo producto de la subjetividad. Temí comenzar a enamorarme, aunque era mucho mayor. Pero también me había enamorado de Alexandra, que era mayor. ¿Seguía siendo un niño con nostalgias por el abrigo de una madre? Cuando la veía entrar me daba un golpe en el pecho y empujaba descortés a los delegados para instalarme junto a ella. Sonreíamos y nos abrazábamos en medio de las llamas. Yo sentía una vergonzante erección. Ella se daba cuenta y no insinuaba rechazarla. Le besaba la mejilla y mi boca, de prolongarse el contacto, iba a terminar prendida a la suya. No obstante, el respeto que me generaba esa mujer excepcional —suma de mi madre, Alexandra y Natasha— me frenaba el loco avance. No quería ponerla en apuros frente a los camaradas envidiosos. Era uno de mis prejuicios de pequeño-burgués. Miraba su rostro expresivo y me asaltaban deseos de exprimirle los labios. Pero me limitaba a besarle las tersas mejillas una, dos, tres veces, hasta que ella también quería poner fin a ese prólogo sin consecuencias. Como al descuido le acariciaba la cabellera, que siempre olía bien; tampoco perdía excusas para tocar sus dedos. Un testigo me habría juzgado idiota, porque le enumeraba una lista de asuntos mediante el estiramiento de cada uno de sus largos y perfectos dedos, no los míos. Y la miraba queriendo devorarla. Cuando le besaba sus mejillas cálidas —cálidas porque también me deseaban— comprimía sus delicados hombros con más intensidad de la recomendable entre simples amigos. Después me sentía estúpido. ¿Cómo no me atrevía a llevarla hasta mi buhardilla? ¿Por qué no propuse visitarla en la suya? No pude soportar, por ejemplo, que Lenin la criticase ante un grupo de camaradas.

—Sus problemas derivan de las dificultades que tiene para hablar bien en ruso —dijo.

—En cambio —repliqué—, habla magníficamente el marxismo.

Todos se echaron a reír.

Rosa fue a prisión muchas veces, a pesar de que era pública su oposición a toda forma de violencia. El sistema dominante la hubiese debido usar como aliada táctica. La única arma que aceptaba para mejorar la situación de los trabajadores, eran las huelgas pacíficas. No me costó coincidir con ella, aunque sólo en teoría: mi sangre caliente turbaba mis pensamientos y empujaba hacia acciones más rotundas. Pocas veces me había pasado algo así. Más aún, ella llegó a cuestionar la dictadura del proletariado.

—Puede llevar a una situación en la que el proletariado sea la excusa de una dictadura infame y brutal. ¿Me entiendes? ¡Una dictadura! ¡Una tiranía! Ejercida por un individuo o un grupo de individuos, “en nombre del proletariado”.

—Sería terrible. Sería una traición.

—Por supuesto. Pero, ¿quién garantiza que no suceda?

—Iría en contra de las leyes históricas. Cuando el proletariado tome el poder…

—Liova, es imposible que millones de personas tomen el poder: lo harán algunos “en nombre” de esos millones. Y a esos pocos les puede tentar conservarlo. ¿No se usa desde hace siglos la frase “en nombre de Dios”? ¿Y no se hicieron en ese “nombre” las peores fechorías?

—Debe existir una forma que lo evite.

—Sí, la democracia, las libertades públicas, el pluralismo de ideas.

—No es el pensamiento de Marx ni de Lenin. Sin dictadura, ¿cómo nivelas las clases? Nadie regalará sus actuales privilegios.

—Mira, Lenin es quien puso énfasis en la dictadura del proletariado, porque Marx sólo lo trató de manera superficial. Lenin tiene fibra de líder, de conductor y, por lo tanto, sabe y necesita mandar. Pero no rechaza la democracia. Lo has comprobado en nuestros debates. No sería él, precisamente, quien instalase una tiranía para beneficio propio. Pero Lenin no es eterno. Y puede surgir otro que haga de la dictadura del proletariado una dictadura que no tenga el objetivo de llegar a una sociedad de libres e iguales. Los hombres, por ahora, siguen siendo hombres con debilidades.

—La dictadura del proletariado no está programada para mucho tiempo, sólo hasta conseguir la superación de la lucha de clases.

—¿Y crees que esa superación se conseguirá en unas semanas, en unos meses? ¿Qué bastarán unos cuantos palos? O será un proceso.

—Me dejas confundido.

—Gracias por tu sinceridad.

Unos meses más tarde viajé a Berlín para reunirme con Natasha y mi hijo, que venían de Rusia. El caudal de marcos que había cobrado por los derechos de mi obra
Rusia en la revolución de 1905
alcanzaba para dar fin a nuestro “divorcio transitorio”. Necesitaba mucho sexo para sacarme de la cabeza a Rosa, “la más atractiva rosa del planeta”. Le había escrito a Natasha que el dinero me alcanzaba para una excursión turística a Bohemia, celebrar nuestro reencuentro y tener aún reservas para el futuro. Cursaba el final del verano, las hojas de los árboles se habían teñido de oro y carmín, los días eran claros y por las mañanas soplaba un aire delicioso. Nos encontramos en la estación de tren, nos besamos y apretamos como posesos. Fuimos a un pueblito cerca de Praga. Allí di rienda suelta a toda la energía acumulada en mis castos encuentros con Rosa, más la nostalgia por la sacrificada Alexandra, más el amor que, sin duda, me ligaba a esta sabrosa Natasha, bella y prudente. Nos atiborramos con los frutos del bosque, bebimos leche al pie de la vaca, recorrimos senderos bordeados de flores, cenamos apetitosos gulash rociados con kirsch y jugué con Leoncito como el mejor de los padres. Escalamos montañas, saltamos sobre las piedras de arroyos transparentes, nos llamamos a la distancia para gozar el sonido del eco. En las pausas escribía artículos para los diarios que pagaban enseguida mis contribuciones. ¡Qué tranquilizador es tener dinero en el bolsillo! pensé aburguesado.

—Tranquilo —me dije—, más dinero ha ganado Gorki, y no siente culpa por ello. Ciertas contradicciones tardarán en resolverse.

2

Herr Doktor

Decidimos que el mejor lugar para instalarnos por muchos meses, o quizás algunos años, era Viena. Sus comunicaciones la ligaban a todo el continente. Y tenía una vida cultural que tanto a mí como a Natasha nos causaba fascinación. Allí podíamos encontrar una casa más confortable. A poco de llegar la descubrimos. Estaba junto a frondosos bosques y tenía ventanas grandes. Podíamos salir al campo por una puertita trasera, sin necesidad de pisar la ruta. Durante los domingos de invierno los vieneses se iban de excursión y pasaban cerca con sus esquíes, bufandas, gorros y jerseys de colores. Junto a Leoncito nos dedicamos a esquiar y pocas veces me reí tanto. La nieve era una vieja conocida por sus crueldades, y allí pude descubrir su lado bueno y divertido.

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