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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Aventuras, Histórico

Liova corre hacia el poder (33 page)

BOOK: Liova corre hacia el poder
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En una tienda de primeros auxilios casi vomito al acercarme a un soldado embadurnado en sangre que gritaba de dolor. Los médicos y enfermeros corrían de una camilla a otra, sin tiempo para atender a todos y ni siquiera atenderlos bien. Junto al soldado me encegueció una cesta de alambre con la pierna que acababan de amputarle. Rogué que le inyectaran un calmante.

—Ya le di uno —contestó un enfermero exhausto—. Ese hombre es un desastre. ¿No vio que una bala le reventó también los ojos?

Todas las camillas estaban ocupadas y los nuevos enfermos eran depositados sobre mantas, en el suelo. Algunos tenían el rostro cubierto de sangre, varios ya habían sido vendados y otros entablillados. Otros parecían cadáveres. Uno tenía la cadera abierta, con un trozo de hueso al aire. Resonaban en mis orejas los estertores, como provenientes de un pantano donde se hervían animales. Me acerqué a una camilla sobre la que estaban operando a un herido. El médico, enfundado en un delantal que había cambiado su blancura por el rojo de la sangre, cortaba con una tijera la piel necrosada de un vientre. De pronto saltó un chorro rítmico, escarlata, que danzó en el aire y me manchó la cara. Había seccionado por error una arteria. El enfermero aplastó un apósito para detener la hemorragia mientras el cirujano buscaba la pinza que le permitiría cerrarla. Me sequé con la manga de mi camisa y salí descompuesto. El aire, pese a su olor a pólvora y cloroformo, me enderezó algo. Bullían en mi cerebro las consignas idiotas que tanto se habían repetido en favor de esta carnicería. ¡Tendrían que ver esto, imbéciles! A poca distancia continuaba el combate de las tropas enfrentadas, que producía esta macabra cosecha de heridos. Tableteaban las ametralladoras y sobre el horizonte cabriolaban cohetes. No lejos estalló un racimo de chispas. A un costado empezaba un incendio. Un oficial con sangre seca en la frente ordenó que me alejase.

—Ya vio suficiente. ¡Váyase!

Asentí, cabizbajo. Palpé mi cuaderno doblado en un bolsillo y me fui a escribir otra nota.

Mis asqueados artículos provocaron indignación de uno y otro lado. Pero en lugar de refutar las evidencias que describía, apelaron a la infamia de asegurar que tras mi seudónimo se ocultaba un agente a sueldo del enemigo, o un doble agente. Después consideré que había sido demasiado blando en las acusaciones. Yo anunciaba que esos choques tan horribles eran el prolegómeno de algo más espantoso aún. En 1914 estalló la Guerra Mundial y se confirmaron mis palabras.

¿Qué provocaba en aquellos días tanto entusiasmo letal? ¿No se daban cuenta de que iban hacia una inmolación? Me parece que el mundo estaba lleno de seres cuya vida transcurría en el hastío, y fue el clarín de la movilización militar quien les enardeció el alma. Echaba por tierra lo cotidiano y deprimente, para traer en su lugar un aire nuevo. En el horizonte se perfilaban cambios llenos de luz. ¿Para mejor o para peor? Para mejor, ¡por supuesto!

De regreso en Viena caminé por sus calles entusiastas. La gente borraba sus diferencias, porque todos coincidían en darle más gloria a la patria (¡gloria! ¡gloria! ¡gloria nacional! ¡qué infantilismo!). Obreros, lavanderas, zapateros, mucamos, cocheros, sirvientes y hasta raquíticas figuras de los arrabales se amontonaban felices en las lujosas calles sintiéndose sus dueños. La guerra incorporaba a todos, también a los oprimidos. No en vano la guerra ha sido muchas veces una madre de revoluciones. La guerra ruso-japonesa facilitó la revolución de 1905. ¿Qué vendría ahora?

En París fue asesinado el elocuente pacifista Jean Jaurès. Como los periódicos venían plagados de mentiras, muchos dudamos que fuera cierto. No tardó en confirmarse. Jaurès había sido muerto por sus enemigos y traicionado por sus partidarios. A los socialistas vieneses también se les habían alterado las neuronas. Algunos expresaban un odio ancestral y prejuicioso contra rusos o serbios, considerados la pesadilla de los austríacos; con rapidez olvidaron sus anteriores votos humanistas. Otros ni se atrevían a denunciar el pavor de la guerra, por miedo a las represalias. Hasta el tranquilo Herr Doktor Víctor Adler la aceptaba como una catástrofe a la que no había más remedio que resignarse.

El 2 de agosto Alemania declaró la guerra a Rusia. Fue un día fatal. El 3 de agosto por la mañana consulté la opinión de unos diputados socialistas. Mi pregunta era simple: ¿qué debíamos hacer los emigrados rusos? Víctor Adler, sentado ante la suntuosa mesa de su despacho, revolvía libros, papeles y contraseñas para el Congreso Socialista Internacional que pronto debía reunirse en Viena. Su confusión era tan grave que no caía en la cuenta de que el Congreso no podría tener lugar, sepultado por el fuego de las armas. Le dije, burlón, que más que una guerra había comenzado un sangriento carnaval.

—Sí —contestó sombrío, sin molestarse por mi tono agraviante—, los que no necesitan empuñar las armas están contentos. En el caso suyo, Liova, para contestar a su pregunta, le sugiero hablar con el jefe de Policía.

—¿Cómo?

Lo quedé mirando, pero él esquivó mis ojos, aparentemente atraído por las hojas de un manuscrito. Contemplé por última vez su aspecto de anciano apacible y tolerante, pero al cabo de un rato suprimí de mi cabeza eso de apacible y tolerante y le dije con respetuosa pena que era sólo un viejo, un viejo muy viejo, tanto de carne como de espíritu. Di media vuelta y partí sin dar la mano a nadie.

El jefe de Policía me recibió enseguida cuando dije que venía recomendado por Herr Doktor Adler. Sin rodeos me informó que al día siguiente se firmaría una orden para detener a todos los rusos y serbios residentes en territorio austríaco.

—¿De modo que me recomienda marchar de inmediato? —dije, atacado por una súbita tos.

—Sí, de inmediato.

—Entonces mañana saldré con mi familia para Suiza.

El oficial reflexionó.

—¡Hum!… Creo que mañana será tarde. Mejor parta hoy mismo.

La conversación tuvo lugar a las tres de la tarde. A las seis y diez estábamos sentados en el tren rumbo a Zurich, con la lengua afuera por la angustiada velocidad con la que reunimos nuestras pertenencias y las de los chicos. Dejaba siete años fructíferos en relaciones y amistades. Como no podíamos llevarnos todo, dejamos en casa de amigos vieneses, que no se habían contaminado aún, libros, archivos y trabajos empezados, entre ellos una rica polémica que mantuve con el profesor Tomas Masaryk, futuro fundador de Checoslovaquia.

Atravesamos la frontera sin dificultad. El jefe de Policía fue correcto al proponerme huir de inmediato. Otros camaradas cayeron en desgracia y no pudieron salir. De todos modos, ese brusco cambio volvió a hacer presentes recuerdos de otras huidas, más fronteras, variados pasaportes y abundancia de agravios, disimulos y amenazas.

Suiza daba la impresión de querer mantener una firme neutralidad. Las diferentes etnias, culturas e idiomas de su estructura federal la inclinaban a evitar los choques padecidos centurias antes, y que ya reposaban en el panteón de los mitos.

Hacia el segundo mes de la Guerra Mundial me encontré en una calle de Zurich con un socialista alemán cuyo nombre prefiero tener borrado de mi cerebro. Le pregunté cómo iba a desarrollarse la contienda. El hombrón sacó pecho y no demoró en responder.

—En pocas semanas liquidaremos a Francia. Luego nos lanzaremos sobre el frente oriental para acabar con el ejército zarista. Y a la vuelta de tres o cuatro meses impondremos en toda Europa una paz duradera, bajo el mando de los mejores, que somos nosotros, los hijos de Wotan.

En Suiza —dentro de cuyas fronteras me veía obligado a esperar el término de la conflagración—, recordaba aquel tranquilo albergue finlandés, con un cadáver en la planta alta, donde en el otoño de 1905 viví las vísperas del movimiento revolucionario. La principal preocupación que, en broma, considerábamos tener en Suiza era el exceso de quesos y la falta de papas, la abundancia de kirsch y la ausencia de vodka.

En noviembre crucé a Francia en calidad de corresponsal de guerra del
Kievskaia Mysl
. No tendría objeciones, porque Francia era aliada de Rusia. Acepté de buen grado la oferta del periódico, puesto que me atraía la posibilidad de ver en la cara a esa maldita guerra que no tenía ganas de terminar.

Primero me abofeteó la tristeza de París. No era la que enmarcó mi romance con Natasha ni me puso en contacto con lo mejor del arte. Al caer la noche las calles se hundían en tinieblas por falta de combustible. De vez en cuando hacían una terrorífica visita los zeppelines germanos. La prensa filtraba a disgusto las malas noticias que llegaban del frente, para no bajar la moral de los soldados y sus familias. Los hospitales no daban abasto. Presencié desfiles hacia los cementerios. En ninguna parte escuché fanfarrias, cuyos sonidos habían sido tan vanidosos al comienzo de la conflagración. Ni asomo de la alegría que caracterizó la cotidianeidad de los años anteriores. La triunfal
Marsellesa
se tragaba sus notas con pudor, casi ni se la cantaba. Después de la batalla feroz del Marne aumentó el odio. La carnicería se tornó cada vez más despiadada. La gente moría de a millares. En medio del caos que devoraba Europa, los trabajadores defraudados no se atrevían a protestar y contribuían como autómatas a reproducir los instrumentos de la autodestrucción. La civilización caía con más rapidez y brutalidad que durante la invasión de los bárbaros. Cuando los alemanes empezaron a acercarse a París, los otrora exaltados patriotas iniciaron su evacuación. Tan vergonzoso detalle no fue escatimado en mis informes, por supuesto.

En un café de los Champs Elysées conocí a un par de emigrados que habían fundado un periódico ruso local. Querían mantener ligados a nuestros compatriotas para impedir que la solidaridad internacional se extinguiese del todo. Antes de lanzar su primer número tenían una caja con treinta francos, ni uno más ni uno menos. Nadie que estuviese en su sano juicio podía fundar un diario con semejante falta de recursos, opiné. Pero querían llevar adelante esa epopeya, dar vuelo a una mariposa fosforescente en la oscuridad. El periódico navegó entre las dentelladas del déficit o la censura. Consiguió vivir un mes, dos, luego un año, dos años. Acepté escribir algunas notas para esas pocas páginas valientes. Por otro lado, la necesidad de redactar notas sustanciosas me obligó a actualizarme en asuntos bélicos, tácticas de avance y retroceso, las diferencias entre las armas comunes y las armas nuevas. Esa experiencia me prestó un magnífico servicio más adelante, cuando tuve que tomar en mis manos la guerra revolucionaria.

Natasha vino con los chicos a Francia y nos instalamos en Sèvres, famosa por sus porcelanas. Era una pequeña localidad al sudeste de París, bella y tranquila. Un pintor conocido de Natasha, de origen italiano, nos facilitó una casita. Los niños concurrieron a la escuela pública que estaba a la vuelta. Nos separaba una buena distancia del frente, pero sus ecos llegaban igual. Cada vez era mayor el número de familias enlutadas. Los compañeros de mis hijos se quedaban sin sus padres. Las legiones arrojaban al sepulcro millares de combatientes. El mundo se había convertido en un infierno y no se encontraba la salida. El vigoroso Clemenceau no ocultaba su desesperación. Los opositores ya preparaban un golpe de Estado, pero sin consenso en cuanto al rumbo que adoptarían.

Peregriné en París al Café du Croissant, donde habían asesinado a Jean Jaurès. Permanecí quieto, rindiéndole mi homenaje. Era imposible no sentir atracción por su personalidad. El mundo de Jaurès estuvo hecho de tradiciones, principios morales, amor a los oprimidos, una vasta cultura y envidiable inspiración poética. Aquel hombre derribaba montañas, conjuraba el trueno, estremecía el bosque, pero no se embotaba jamás. Su fino oído percibía hasta los ecos lejanos y oponía réplicas despiadadas. Muchas veces su voz era bondadosa como la de un hermano mayor, otras más sonora que los truenos de Júpiter. Supo mejor que nadie sobre el imperdonable crimen de la guerra. Por eso los idiotas prefirieron asesinarlo. Y con su muerte se multiplicaron las guadañas.

La organización de una nueva Conferencia Socialista corrió a cargo de un dirigente de Berna, que por entonces se esforzaba para superar las limitaciones de su fracción política (y las suyas propias). Había elegido un sitio ubicado a diez kilómetros de Berna, un pueblito llamado Zimmerwald, en lo alto de las montañas. Un pueblito irrelevante en un rincón desconocido. Para una Conferencia que podía terminar en velatorio.

Fui pues a Suiza.

Me oxigenó recorrer las tiernas calles de la humilde Berna. Gocé la vista de torres históricas, sonoras fuentes y unos kilómetros de medievales arcadas que protegen de la nieve. Berna es un pequeño museo al aire libre. Crucé el río Aar y me sumergí en el Jardín de las Rosas. Fue inevitable recordar a Rosa Luxemburgo. Con unos camaradas decidimos disfrutar el
Bernerplatte
, como un premio que podíamos darnos en la cena. Devoramos la contundente versión de carne con chucrut y a la mañana siguiente nos apretamos en cuatro vehículos para encarar el zigzagueante camino de la montaña. Íbamos sentados unos sobre otros, porque resultaba más barato viajar así que alquilar otro coche. La poca gente que cruzamos en la ruta miraba con curiosidad esa breve y apelotonada caravana, sin imaginarse que allí se concentraba la dinamita de una revolución. A nosotros mismos nos hacía gracia (o daba pena) que medio siglo después de haberse fundado la Primera Internacional, todos los internacionalistas del mundo pudieran caber en cuatro coches. Pero nos entusiasmaba la irracional certeza de que marchábamos hacia una victoria. Muchos logros humanos empiezan con un sueño o, para ser más francos, con una alucinación. Y a esas alucinaciones, cuando tienen la suerte de convertirse en realidad, después se las llama milagros. Tal vez nos impulsaban unos microbios de la gran locura que devastaba a Europa pero, en nuestro caso, tomaría un rumbo más productivo.

5

Cruzando fronteras

Los días que duró la Conferencia en la insignificante Zimmerwald fueron agitadísimos. Costó mucho avenirnos a un manifiesto común. Escribí un borrador que satisficiera las posiciones del ala revolucionaria representada por Lenin y el ala pacifista a la que pertenecía la mayoría de los delegados. El manifiesto no expresaba todo lo que había que decir. Pero ensayaba un consenso. Frente a una serie de puntos, Lenin se quedaba solo. Yo lo miraba inquieto, luego de habernos saludado con cariño, porque nos unía algo más profundo que las ideas. Ese hombre templaba su acero para las iniciativas internacionales que acometería más adelante, como lo supe después. Podría decir que en Zimmerwald, cerca del cielo, se pusieron las columnas de una nueva internacional que sería genuinamente revolucionaria.

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