Lo más extraño (20 page)

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Authors: Manuel Rivas

Tags: #Cuentos

BOOK: Lo más extraño
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Bien, yo no soy de esos que dicen: tranquilícese, señora. Si alguien tiene que estar nervioso, qué mejor sitio que una comisaría. Una buena llorera le da un cierto orden al mundo, en la antesala de la sensatez.

—Me va a volver loca, va a acabar conmigo —dijo después de secarse las lágrimas y peinarse con los dedos.

—¿De qué se trata, señora?

—Usted parece buena persona, inspector.

—Lo soy, señora.

—Verá. Yo comprendo a la juventud.

—Me parece muy bien.

—Yo también fui alegre, ¿sabe? —dijo con una sonrisa melancólica.

—Estoy seguro de ello, señora.

—Verá. No consigo dormir. Tomo pastillas, Valium, Tranxilium… Todo eso. Pero ¡oh, Dios!, tengo la sensación de que él va a venir, de que sin que yo me dé cuenta fuerza la puerta, y que entra en mi habitación, y con ese horrible cuchillo de matar cerdos…

—¡Venga, señora, que no pasa nada!

—Usted no sabe lo terrible que es. Lo rematadamente malvado que es. Es, es…

—¿Quién, señora? —pregunto intrigado de verdad.

Volvía a tener la mirada fragmentada, quebrada, como un cristal después de una pedrada. Hizo un gesto para que me acercase y me susurró al oído.

—Toni. Toni Grief. ¡Quiere matarme, señor!

Busqué con la mirada a Fandiño, pero ya se había perdido en un crucigrama.

—Así que alguien quiere asesinarla y usted sabe quién es.

—¿No conoce a Toni Grief? No me diga que no conoce a Toni Grief. ¡Claro, así funciona la policía!

La voz de la anciana iba subiendo de volumen. Ahora estaba enojada. Se apoderó de nuevo del bastón y se diría que lo blandía de forma amenazadora. Volví a mirar hacia Fandiño. Me guiñó un ojo por encima de la trinchera. Para entonces, el bastón de la señora traqueteaba sobre el mostrador.

—¿Es que usted no ve la televisión? ¿Cómo piensa entonces encontrar a los criminales? ¿Por qué no tiene aquí un televisor? ¿De qué les sirven tantos papeles? ¿Para eso pagamos impuestos?

—Toni Grief —dijo Fandiño, molestándose por fin en echar una mano— es el de
Tiempo de crisantemos
. Una serie de mucho tomate.

—¿Sabe una cosa, señora? Si hay una clase de forajidos que odio —dije con vehemencia— es la de esos tipos que no dejan dormir a las ancianitas solitarias.

Mi interés la dejó confundida. Por la reacción de Fandiño, no debía de ser la primera vez que se presentaba en comisaría para denunciar el caso. Lo más probable es que, en las anteriores ocasiones, le hubiesen recomendado cambiar de canal.

—¿No tiene a nadie que la ayude? ¿No tiene hijos?

—Tengo un hijo pero ¿sabe usted?, siempre está muy ocupado.

—Le voy a decir lo que vamos a hacer. En primer lugar, formalizaremos una denuncia contra ese elemento, Toni Grief, y para eso es necesario cubrir este impreso. Usted dirá, con razón, qué coño de papel hay que cubrir cuando la vida está en juego, pero ya sabe que hay un montón de parásitos a los que los impresos les dan una razón para vivir. Una vez realizado este trámite, que justificará mi salida de esta madriguera, nos dirigimos a su domicilio y le ajustamos las cuentas a ese cabrón. Dígame, ¿qué le hace pensar que su vida está en peligro?

Por un momento pensé que la vieja iba a retornar a la sensatez. Suele ocurrir con la gente que pierde el juicio. Cuando te haces el loco con ellos, el instinto les hace recuperar la cordura. Es una ley física, como la de los vasos comunicantes. Pero, consternado, pronto comprendí que esta vez no iba a funcionar. La vieja me miró feliz. Por fin había encontrado un socio a la altura de las circunstancias.

—Mire usted, yo tenía a Toni Grief controlado. No soy una loca. Todo iba bien mientras estaba en pantalla. Lo odiaba porque es un tipo realmente asqueroso, pero como se odia al malo de las películas. Es cierto que lo insultaba y lo amenazaba con el bastón. Pero bueno, no hay mucha gente con quien hablar, ¿sabe? Y yo siempre he sido muy habladora. También les riño a los políticos en el telediario. Les llamo troleros, chupones y cosas así. Hay otros personajes que me caen simpáticos y les mando besos soplando en la palma de la mano. ¡Pero ese Grief! Creo que me pasé con los insultos, porque en los últimos capítulos me miraba. Iba a paso rápido por esas calles siniestras, con el viento silbando como un caballo loco y, de repente, se detuvo, la cara medio iluminada por una farola, y me miró fijamente con sus ojos inyectados en sangre.

—Supongamos que, efectivamente, la miró. Pero ese Toni Grief siguió su camino, ¿o no?

—Usted piensa que estoy loca. ¿Cree que no distingo el retintín?

Bien. Tenía razón al pensar que yo creía que estaba loca. Pero no era mi intención tomarle el pelo. Lo que pasa es que empezaba a estar un poco harto de ese mal bicho llamado Toni Grief.

—Señora, tenga la seguridad de que estoy dispuesto a llegar al fondo de este asunto —dije con toda la seriedad del mundo.

—Se estropeó el televisor.

—¿Cómo?

—Sí. Poco después de que Toni Grief clavase en mí su repulsiva mirada, la pantalla se llenó de rayas. Cambié de canal, pero nada. No había nadie con quien pasar la noche.

—Pues sí que es una casualidad.

—No es casualidad.

—¿Y eso cuándo fue, señora?

—Hace una semana. Pero verá, déjeme que le cuente. Aquella noche no dormí. Eché todos los cerrojos. Había una sombra rondando por la calle. Yo vivo en el tercero y la vi con estos ojos… Oí sus pasos con estos oídos. Al día siguiente, el televisor seguía averiado. Yo no puedo andar por ahí con un televisor a cuestas. Así que busqué en la guía un taller de reparaciones y llamé por teléfono para que viniesen a arreglarlo.

—¿Y su hijo? ¿Por qué no llamó a su hijo, señora? Los hijos están para eso, para un momento de apuro.

—Lo llamé —dijo en un tono triste, bajando la mirada—. Pero mi hijo está muy ocupado. Ni siquiera se pone al teléfono.

—¿Y arreglaron el aparato?

Pude ver un videoclip de espanto en los ojos de la vieja. Se había enredado en esta maldita madeja. Como diría mi abuela, que en paz descanse, se le había metido el sistema nervioso en la cabeza.

—Bien. Verá. Como le dije, llamé por teléfono al taller. Al poco rato sonó el timbre. Yo apreté el paso para abrir. Pero, cuando estaba a punto de abrir el cerrojo, tuve una corazonada. Y pregunté. Pregunté quién era.

Se quedó en silencio, mirándome. Buscaba mi protección. Me pedía que le siguiera el hilo.

—Era Toni Grief —dije con voz grave.

—Sí —dijo ella—. Contestó que era el del taller de reparaciones. «¿No ha llamado usted para arreglar una televisión?» Era su voz. Esa voz cínica, achulada. No había ninguna duda. Cuando comprobó que no le abría, se puso furioso. Aporreó la puerta y gritó: «¡Vieja chocha, ojalá te mueras!». Sí, era Toni Grief.

Creo que incluso Fandiño estaba impresionado.

—Volverá. Estoy segura de que volverá. Y esta vez echará la puerta abajo.

—Bien, señora. Vamos a hacer una cosa. Voy a coger mi abrigo y la acompaño a casa. Echaremos un vistazo. ¿Qué le parece?

—Usted es bueno. Me di cuenta desde el primer momento. Me dije: ése es un hombre bueno.

—Sí, soy bueno —murmuré mientras me ponía el abrigo.

El de la señora era un piso de la parte vieja, sobre el Berbés de los pescadores. Las escaleras crujían, pero merecía la pena llegar hasta allí. Desde el ventanal, la vista de la ría, de noche, el cinemascope de la luna sobre las islas Cíes le despertaría el sentido poético hasta a un traficante de armas. Era el lugar ideal para que dos enamorados galopasen por el mar hasta el amanecer.

—Es un bonito sitio para ser feliz, señora —le dije, buscando un interruptor en su cabeza.

—Venga, mire —respondió ella sin hacerme caso, indicándome la sala de estar.

Allí estaba el dichoso televisor, como en un altar, rodeado de piezas de un museo doméstico. Sobre tapetes de encaje de Camariñas, fotografías enmarcadas, candelabros, un reloj engarzado en una piedra de cuarzo, un gallo de Barcelos, un hórreo de alpaca, un artístico porrón de Buño, un botafumeiro de plata, un Cristo de la Victoria, conchas de peregrino. En la pantalla, rayas, una continua interferencia.

—¿Ve usted? Así, durante una semana.

—Bien, señora, ahora usted va a descansar. Váyase a dormir tranquila. Yo velaré aquí.

No parecía segura. Seguramente pensaba que me largaría en cuanto la viese acostada. Así que decidí dar una señal.

—Si se presenta Toni Grief se va a llevar una desagradable sorpresa.

Abrí el ventanal, saqué la pistola y le disparé a la luna de las Cíes para ver si se desangraba.

—Así haremos con Toni Grief.

Aquello pareció convencerla y creo que ya dormía cuando llegó al final del pasillo. Yo, en cambio, por alguna razón, ahora me sentía desasosegado. Después de dedicar un cigarro a la salud de la ría, me senté en el sofá, frente al televisor, y esperé a que actuase como somnífero. Creo que ya estaba funcionando cuando mi nariz empezó a agitarse. Era un olor de baja intensidad, pero inquietante. La de la pantalla era ahora una luz de sala de autopsias que impregnaba toda la habitación. Por vez primera me fijé en las fotografías. Me levanté de un salto y las miré de cerca, una a una. Don con su madre. Don vestido de soldado. Don, sonriente, con autoridades. Don, más sonriente, al timón de su yate. Don con un trofeo, de corbata, en el medio de un equipo de fútbol. Don de niño, con traje de primera comunión.

A la señora le había sentado bien el sueño. Con el desayuno en la mesa, me miró con algo de zozobra.

—Tiene que disculparme. Al llegar la noche pierdo la cabeza.

—No se preocupe. Sé lo que es la soledad.

Iba a pedirle un favor y sabía que no me lo podía negar. Quería que me acompañase a un sitio. Subimos al coche y fuimos bordeando la costa hasta Arousa. Ella se daba cuenta del destino, pero permaneció en silencio. Y tampoco dijo nada cuando tuvimos delante a Don, en el portalón de su pazo de Olinda.

—Cuide de su madre. Lo necesita.

Sé que nunca lo meteré en chirona. Pero me sentí tan bien como si le refregase las tripas con una escoba de retama.

La luz de la Yoko

El padre había perdido su trabajo. Se iban a otra ciudad. La última vez que el padre había dejado de fumar había sido el miércoles. Agarró la cajetilla de Lucky y la tiró al cubo de la basura. Después le escupió encima. Ahora era domingo y, mientras sostenía el volante con una mano, el cigarrillo de la boca buscaba tembloroso y ansioso la brasa eléctrica del mechero del coche.

En la radio se escuchaban los comentarios deportivos. El padre estaba preocupado por la suerte de un equipo y se puso a mover inquieto el dial. La madre también estaba preocupada por una corazonada: todos los demás coches venían en dirección contraria, lanzando destellos de advertencia en la ceniza gris de la carretera. A su lado, asegurada con los pies, llevaba una maceta con una azalea. En el asiento trasero, abrazado a Yoko, el niño miraba con angustia la evasión del día en la pantalla del automóvil, los rescoldos del sol en el vídeo indolente del horizonte. También él tenía un problema. Si no se daban prisa, si esa maldita ciudad no aparecía enseguida, perdería el capítulo de
Hell’s Kingdom
.

El niño adoraba a Baby Devil, el pequeño Satán protagonista de la serie. Era capaz de dibujarlo idéntico y de memoria, con trazos muy rápidos. Lo hacía en cualquier papel que tuviera a mano, con tiza en el pavimento o con un palo en la arena de la playa. En la escuela que ahora dejaba atrás habían organizado para los niños un concurso de postales navideñas y él retrató a Baby Devil sobre el portal de Belén, sosteniendo una estrella con el tridente. No le dieron el premio, pero él ya sabía distinguir lo que era éxito de lo que no lo era. Todo el mundo habló de su postal.

—¿Serías capaz de dibujar algo que no fuese ese Baby Devil? —preguntó la profesora.

Gracias a Baby Devil, el niño había conseguido que dejasen de apodarlo Bola de Sebo. Dibujó un bebé dinosaurio de ojos grandes y tiernos.

—Me gusta. Es bonito —dijo la profesora—. ¿Me lo regalas?

Ella nunca lo supo, pero aquella criatura menuda que sonreía entre flores gigantes era también Baby Devil, porque entre los poderes del héroe se contaban, desde luego, los de ser invisible o transformarse en cualquier otro ser. Para ser exactos, Baby Devil comía almas como quien chupa un helado Camy Jet o se zampa una chocolatina Kit Kat o traga una bolsa de Pop Corn Star. No tenía que molestarse demasiado en deshacerse de sus enemigos. En el peor momento, cuando estaban a punto de estrangularlo con la trenza mortal de la Princesa Gélida o de desintegrarlo con el lanzador de rayos de la nada del Caballero Vacío, el pequeño Satán soltaba por los ojos sus proyectiles de lágrimas, del tamaño de una bala de la vieja Browning 22 que su padre llevaba debajo de la axila y neutralizaba los mandos sentimentales de los agresores, luego introducía una depresión en su
software
y finalmente les comía el alma. Ésa era una parte del programa especialmente emocionante pues cada alma tenía una forma sorprendente y un sabor exquisito, por perversos y nauseabundos que hubiesen sido sus antiguos dueños. Por ejemplo, la de la Princesa Gélida era un pez de almendra y la del Caballero Vacío una hoja de limonero frita en manteca de cisne. Como todos los héroes, Baby Devil quería llegar a algún lugar y para él ese reino misterioso era la confitería donde se fabricaban las almas, pero después de cada aventura, con las ansias multiplicadas por el efímero deleite, debía regresar junto a su envejecido padre, aquel hornero que no conseguía calentar los pies y que arrastraba un mortificante secreto. Él sabía dónde se encontraba la Suministradora Real de Almas, pero no quería enseñarle el camino a su hijo por miedo a perderlo para siempre.

—Ha ganado —dijo el padre con alegría, palmeando en el volante—. Ha ganado el Tirnanorg. Allí es a donde nosotros vamos.

—¿Por qué saldríamos tan tarde? —dijo la madre—. Siempre salimos tarde.

—¿Seguro que se ven todas las cadenas? —preguntó el niño con voz queda. Ya le habían dicho muchas veces que sí.

—Mañana tendremos que buscar un colegio —respondió la madre con un suspiro.

La noche esperó emboscada a que hubiesen pasado la gasolinera. Después el niño la vio enmascarada con un paño rojo, con las piernas colgando en el remolque de un tractor. La noche movió acompasadamente los pies como el péndulo de un reloj artesano y durmió al niño, que se quedó acurrucado en el asiento trasero, con la Yoko en el regazo.

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