La linterna roja estaba encendida, pero la reja que protegía la puerta estaba cerrada con candado. Dejó el saco en el suelo, metió el brazo entre los hierros y golpeó con los nudillos en el cristal, intentando que sonara como un redoble familiar. Los eucaliptos parecían cerrar la casa en un círculo hostil. Sólo atravesaba el silencio el gorjeo de los desagües, aquella canción de fado libre. Y también su corazón al latir, diciendo en morse nombres de mujer: María, Fátima, Lourdes, Pilar, Covadonga, Montserrat, Rocío. ¿Quién abrirá al final?
Fue Fátima, la morena, la de la sonrisa de perlas. Pero hoy no sonreía.
—¡Abre, nena! Vengo a brindar por los días del futuro.
El futuro había sido borrado en aquella mirada espantada. Entreabrió lo justo para deslizar un sobre. Vaya por Dios. Parecía que todo el mundo se había tomado muy en serio el trabajo de cartero de Papá Noel.
—Lo dejaron para ti. ¡Y ahora vete! ¡Lárgate!
El Ciempiés estaba muy ingenioso esta temporada. Otra vez el sobre con la rama de acebo y las bayas rojas. Y, en el interior, aquel mensaje tierno como un epitafio: «Antes de que cante el gallo».
Escuchó el rugido de los todoterreno por las tripas del monte. Aquello estaba a complicarse más de lo debido. No podía pasar en coche por la frontera. Se sabía controlado por un visor infalible. La unión de la Ley y del Crimen iba a por él, un fuera de juego. El cartero de Papá Noel. Tenía que encontrar una salida, un callejón hacia alguna parte. Y fue cuando recordó que había un territorio en el que era imbatible. Donde ningún Ciempiés ni el agente Lapela podían con él. El mar. Era el momento de ejecutar aquel consejo de Mulligan, aquel loco irlandés con quien había compartido trabajo en la pesca en el Gran Sol y también una noche de juerga en Derry, terminada en pelea con medio ejército de los ocupantes ingleses: «¡Gallego! Si vienen a por ti a 120, ponte a 160!». Nadie le daría caza en su caballo de mar.
Cuando el cartero de Papá Noel se vio en el medio de la ría, estaba seguro de que la misión de su vida estaba a punto de cumplirse. Iba a ser libre por fin. En el asiento del copiloto iba el saco rojo, su tesoro. Antes de arrancar, comprobó la calidad de la mercancía. Era pura «harina», como le llamaban a la coca, más rosada que blanca. La lancha rápida cortaba el mar esta vez con una forma de yubarta a la que sólo faltaba la gran aleta dorsal. A esa velocidad se pondría pronto, en dos horas, en el puerto de destino. Hubo un momento muy extraño al pasar la bocana de la ría. Primero pensó que aquello que surgió a proa eran tres islotes nunca antes vistos, tres obstáculos más en su camino. Luego, cuando redujo y giró a babor noventa grados, se dio cuenta de que los peñascos se movían, se hundían y volvían a emerger. Eran dos ballenas adultas y una cría. Emocionado con su propia ingenuidad, pensó que el mar le ofrecía un belén inaudito.
Cuando llegó a Áncora, en Portugal, se encontraba al tiempo excitado y cansado. Al fin, estaba a salvo. Después de amarrar la embarcación, anduvo tambaleante hasta un pequeño arenal. La noche aquí estaba despejada y se acostó con el saco de almohada. El cielo estrellado y la luna creciente imitaban para él un decorado de Navidad. Despertó cuando sonaron las campanas para la Misa del Gallo. Y con la inconfundible voz ronca de Papá Noel, también conocido como Ciempiés justo a sus espaldas: «Venga, Risco, espabila, que el tiempo no se para con nadie. Y hay mucha felicidad que repartir esta noche».
Yo no sé lo que le pasó al
Begonia.
Ni yo ni nadie. Y quien diga lo contrario es que tiene erizos en la lengua.
No. Yo no dije que lo de los compañeros es un invento. ¿Cuándo lo dije? Tampoco es que lo mío sea un evangelio. Pero hay que medir las palabras. Porque es muy fácil enfangar a alguien, ponerle mala sombra, y después no hay mar que lo lave.
Yo no seré santa Clara, pero falso no soy. Pan por pan. Fue un golpe de mar lo que escoró al
Begonia.
Otra cosa no pudo ser, creo yo. El embate hizo correr la carga del pescado en la bodega, de estribor a babor. Y luego ya no hubo manera de enderezarlo. No desaguaba. Se le atrancaron las compuertas del registro. Y las bombas de achicar que tampoco trabajaban. Una cosa rara, es cierto. De repente, fue así, nada funcionaba en el
Begonia.
Y el barco no era malo. ¡Qué va! A veces pasa eso. El mejor vino se vuelve vinagre. Pero la causa fue un golpe de mar. Yo sentí el golpe de mar. ¡Lo sentí! Que me caigan los dientes uno a uno si no es verdad.
Sentí el trallazo del golpe. Lo estoy oyendo. ¡Trassssh! Como un tremendo latigazo de cuero del mar en lomo del
Begonia.
¿Que los otros no lo oyeron? Pues yo no lo soñé.
Eso que cuentan los compañeros, eso de que no había nada de oleaje cuando nos hundimos, eso es un caso de fantasía. No puede ser así como ellos dicen. Porque algo de mar habría, digo yo. Estábamos allá arriba, donde más pega, donde más zumba y golpea, donde más rabia. ¿En el Rockall, en el norte de Irlanda, y en el mes de diciembre? No voy a medir el viento por arrobas, pero algo de mar habría, digo yo. Ya no hablo de tempestad, pero aquello, carajo, no era una piscina, no era un baño jacuzzi. Y había montañas de niebla. Eso no se me va de la cabeza. El momento en que subí al puente, cuando fue lo de la llamada de mi mujer por la radio costera, eché el brazo por la ventana de la derrota y podía agarrar niebla como puñadas de lana. Eso que pintan ahora ellos de mar calma, eso es mucho pintar. ¿Que por qué lo pintan así? Y yo qué sé. Tontos no son.
No, mentirosos tampoco. Quizá ellos vieron una cosa y yo, otra. No lo sé. Quizá se les metió una impresión en la cabeza. Sí. Creo que eso fue lo que les pasó. Que se les metió una impresión en la cabeza, y no recuerdan lo sucedido, no sintieron el trallazo.
Yo no digo que mientan, no, y además ellos son diez a decir y yo estoy solo, pero, vamos a ver, eso que cuentan de que el
Begonia
enloqueció, de que se giró y se revolvió como un ser con ánima, de que se puso, como quien dice, a cabecear por su cuenta, brincando hacia adelante, de que se enfureció, de que se sacudió para lanzarnos fuera, y de que, en fin, eso de que se hundió él, el barco, a propósito, porque determinó hundirse, a mí, pan por pan, a mí eso no me convence, a mí no me entra en la cabeza. Es de película, ¿no le parece? De dibujos animados. Pero nosotros, los del
Begonia,
somos todos hombres hechos y derechos. ¿Lo somos o no lo somos? No somos niños para que nos cuelen un cuento ni viejos para creer en brujerías.
¡Ah, lo del fuego! ¿Alguien se puede creer eso que dicen del fuego? ¿Que todo comenzó por el fuego? ¡Por favor, por favor! ¿Pero de qué fuego hablan? En el
Begonia
ardió lo que se quemó. Casi nada. Unos trocitos de papel. ¿Se va un barco a pique por una chispa, por una pavesa?
La respuesta es no. Bien sé yo que no. Me conozco. Quizá bajé del cielo a coces. OK. Puedo ser un desastre. Pero no soy de los que cambia de chaqueta así como así. Nunca dejé a un compañero desnudo, así, solo ante la jauría. Puedo ser un peleón. Camorrista. Lo que quieran. Ahora, lo que no me va es cotillear, y menos aún de quien ya marchó de este mundo. Pero yo bien que se lo dije. Yo bien que lo avisé. Le dije que se preocupara de lo suyo. Era el patrón, bien lo sé. Era una buena persona. OK. Un corazón en la mano. Pero tenía esa manía de andar a todo. Mira que lo avisé. Primero, achanté, pero luego se lo dije. Le dije bien claro que no me comiera la moral. Que me dejase en paz.
Era un buen tipo, un alma de Dios. ¿Cómo voy a negarlo? Y un profesional con callo. ¿Qué puedo decir a eso? Lo mejor. Ponía los cinco sentidos. Conocía el mar como la palma de la mano. Era muy bueno, de acuerdo. Conmigo se comportó siempre como un señor. Confió en mí cuando venían mal dadas. Fue la mano que me dio de comer. OK, OK. Sí, ya sé que no había quien me quisiera en el mar y que, de no ser por él, yo seguiría allí, en la escalera de Santa Lucía, sacando brillo a la barandilla de hierro, contando los barcos como un jubilado. Pero voy a decir algo. Que no se me malentienda. Pero si no lo digo, reviento. Él no estaba donde tenía que estar.
Repito. No estaba en su posición.
Estaba allí, mirándome. En vilo. Los ojos clavados en mis manos.
Habíamos cenado bien en Nochebuena. A hartar. Y delicias, ¡eh!, nada de rancho. El cocinero se portó. El gordinflón sudaba gotas de aceite de tanto guisar y hornear. Nos trató de lo mejor. Ese banquete no se lo dan los ricos en un crucero. Desde luego, yo nunca había comido ese festín. Era la primera Navidad que pasaba en el
Begonia
y ya los compañeros me habían comentado que se cenaba mejor que en una boda. Pero a mí me parecía mucho decir. Incluso pensé que era una puya que le tiraban al cocinero.
No me lo creí hasta que lo vi. Y pensé lo que ya había pensado antes, al poco de embarcar. Que, por una vez en la vida, tenía suerte. Era un chollo, el
Begonia
. No había ratas ni cucarachas. Y eso para mí era ya una bicoca, viendo lo que se ve por ahí adelante. Estuve en un palangrero donde te comían los bichos. ¡El catre de Noé! Tenías que tener cuidado de dormir con la boca cerrada porque ya no era la primera vez que te iban las cucarachas a limpiar la dentadura. ¿Cuánto bulto hacen cien mil cucarachas, cuánto montón? Pues un compañero calculó que allí había alrededor de cien mil cucarachas. Por lo menos. Y otra cosa. Ningún otro bicho, ni siquiera la rata, es capaz de comer cucarachas. Sólo las cucarachas comen cucarachas. ¿Por qué Dios inventó cosas como las cucarachas? Hace falta tener una mente complicada, con perdón.
Sí, el
Begonia
era un barco limpio. Pintado. Sin herrumbre. Y así era también la gente. Oro de ley. Lo mejor del Gran Sol. Una docena que ni escogida en un campeonato mundial de lobos de mar. Generosos, alegres, bravos. No me importa lo que ellos digan de mí. Yo no tengo ninguna pega, ninguna cuenta pendiente. El más flojo de ellos haría un buen capitán. ¿Qué más puedo decir? Lo que ellos digan va a misa. Pero luego está lo que no se dice. Y ahí quería llegar yo. A lo que no se dice. Porque, si decimos algo, hay que decirlo todo.
El patrón no tenía lluvia en la gorra. No la tenía mojada, no. ¿Quién me desmiente eso? Nadie. Porque era así. No estaba en su sitio. Estaba allí, atónito, como si yo tuviese dos alacranes en vez de manos. Al pie de la escalera del puente, sin querer subir. Como si yo hiciese malabares con los erizos.
Habíamos terminado de cenar. Íbamos a descansar unas horas esa noche. No habría un nuevo lance hasta las seis de la mañana. Así que todo el mundo estaba de buenas. Lo que pasa es que él andaba resentido conmigo. Y eso fue porque oyó la conversación. Si estuviese a lo suyo en vez de querer arreglar el mundo, pues no le pasaría nada. Pero permaneció allí, con la antena puesta, y oyó la discusión. ¡La bruja que parió a mi mujer! Y puedo decirlo porque hay confianza. Me llama por la radio costera para decir que rompió el coche, siniestro total, un coche del trinque.
—¿Y el seguro? Cambio.
—El seguro no cubre el desastre. Sólo lo tenía para daños a terceros. Cambio.
—Pues y cambio y corto y que el demonio os confunda. A ti, mujer, cabra loca, al seguro, y a todos los cabrones de tierra adentro. Cambio y corto. No quiero saber nada. A tomar por el culo.
Y entonces intervino él, a su manera.
—Pero ¿qué dices, hombre? Tranquilízate. Pregúntale a tu mujer si se encuentra bien. Tuvo un accidente, ¿no la has oído?
—Claro que oí. ¡Siniestro total! Todo cuanto ahorramos, un montón de chatarra.
—Ya, hombre, ya.
—Pero quizá ella también se llevó un golpe. Y los nervios. ¿Estará mal de los nervios? Y además, ¿no decías que estaba preñada?
Y va y me da la puntilla: «¡Una noche como ésta, hombre! ¡La Nochebuena!».
—Pues para mí, ¿sabe lo que le digo, patrón?, ésta es una mierda de noche como otra cualquiera.
Y ya no me quitó el ojo de encima. Lo tomó por la tremenda. Se puso muy santurrón. Como si la felicidad del universo dependiese, qué carajo, de aquella maldita llamada y de lo que dijese o dejara de decir a mi mujer. ¿A qué tanto
rendivú,
tanto miramiento? Que me dejara en paz, eso le dije. No, no es cierto que lo amenazase. Para nada.
—Si quiere oír cariños, llame usted. Llame a su mujer por el satélite.
Sí, eso sí que se lo dije. Noté que acusaba el golpe. Su mujer había fallecido hacía poco tiempo. Pero yo no quería hacerle ningún mal. No quería recordárselo. Yo sólo quería que no me atosigase. Yo sólo quería que apartase de mí esos ojos de crucificado.
Estábamos allí, sentados en el comedor, que era de dos mesas alargadas. Unos charlaban y otros discutían qué película poner en el vídeo. Y él quedó parado, de pie, en el primer peldaño, concentrado, atento a lo que yo hacía con las manos. Atento a los recortes. Yo no tenía nada pensado, no fue una cosa hecha a conciencia, no. Fueron los dedos los que trabajaron. Había unas hojas de periódico atrasado. Unas páginas de anuncios de viviendas, de casas en venta. Lo recuerdo porque yo mismo le había echado una ojeada el día anterior. Y había algún anuncio señalado con un círculo. Algún tonto que soñaba con casa y jardín. Y yo, para matar el tiempo, recorté trozos y me puse a jugar con el papel. Algo de maña tengo. Y me salió una figurita. Y luego otra. Una me llevó a la otra. Y la segunda a la tercera, al niño, que era así, del tamaño del pulgar, cabezón y gordito. Le hice una tiritas de papel como lecho de pajas y lo acosté allí. Así salió. Una cosa automática. Un belén en el plato de cinc.
Encendí las pajas con un mechero. Y eso fue lo que ardió. Todo lo que se quemó en el
Begonia.
Y él se me echó encima. Como un toro. Si no lo apartan, me mata, me ahoga con esas manos que tenía que eran como cepos. Y todo por nada. Fue un chiste, OK, una burrada. Pero por una burrada más o menos no van a caerse las vigas todas del cielo.
¿Que cuándo fue el golpe de mar, el trallazo? ¡Y yo qué sé! No sé de qué golpe me hablan. Yo, como todos. ¿OK? Oír, oír, yo no oí nada.
Tengo 15 años, casi 16, y estudio cuarto de ESO. Vivo en una pequeña aldea y mis padres tienen una granja de vacas. Casi todo el mundo por aquí tiene vacas. Incluso en las carreteras hay señales de tráfico triangulares para avisar que hay vacas. Pero, en clase, hasta ahora, nunca habíamos hablado de las vacas. Los profesores vienen cada mañana de la ciudad, en sus autos, y quizá con la prisa no reparaban en las señales. Ahora, de repente, todo el mundo se ha fijado en las vacas: se han convertido en bichos raros. En la televisión salen rodeadas de guardias, como delincuentes rumiando droga, y las cámaras las enfocan de cerca, deformando su cara; como quien desenmascara una peligrosa red de psicópatas cuadrúpedos que se oculta en oscuros establos del Oeste.