Lo más extraño (47 page)

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Authors: Manuel Rivas

Tags: #Cuentos

BOOK: Lo más extraño
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Lo que pasó es que me llamó Chefa y yo a Chefa no le podía decir que no.

Así que allí íbamos los tres Reyes Magos en mi convertible camino del belén viviente del pazo de Sirena. Con las vestimentas puestas, para no demorar. Nacho, el Melchor, parecía un Borbón barbado, con la despistada mirada subida a la torre de su estatura. El más rey de los tres, hay que decirlo, era Marcelino, el vendedor ambulante de corbatas, a quien conseguí contratar como Baltasar sin mucha resistencia por su parte. El vendedor de corbatas, con el colorido muestrario en la percha de su brazo, me comentó, sin darle mucha importancia, que su padre era rey en algún lugar de África. Así que ahora iba en el asiento de atrás, serio, callado, con una majestad antigua, de tal forma que la pelliza del chambo parecía auténtico armiño sobre sus hombros y en la bisutería barata engarzada en la corona pugnaba la voluntad de brillo de las piedras preciosas. Quizá ese lustre surgía de la curiosidad cordial de sus ojos, fascinados por el exotismo de las estampas campesinas que íbamos dejando a los lados de la carretera. Por la ruta de Bergantiños cayeron turbiones de lluvia de tal calibre que parecía que el
coupe
iba a naufragar entre un temporal de pinos, ferozmente sacudidos por olas escapadas del mar de Razo. Las casuchas de piedra, los alpendres, los hórreos, los campanarios, parecían formar parte de un mundo sumergido, en el que de vez en cuando surgían silenciosos seres náuticos, buzos abisales, moviéndose flemáticos en prados submarinos, cubiertos con corozas de juncos o paja o amparados en la mecánica surrealista de los paraguas, como grandes y oscuras medusas. Hasta que, ya metidos en el país del Xallas, se escurrió de repente la tormenta. Era la hora del crepúsculo. Los atados del forraje del maíz semejaban gigantescas tulipas de cansada luz verde. En el lienzo de fondo de Nemancos, el sol se despedía en un rojo coágulo, entre nubes de alquitrán. Deseé: Chefa estaría a la espera desde aquella balconada de piedra barroca que imitaba las curvaturas del tronco reptil de la glicinia, y el claxon ebrio de mi Packard llevaría un alegre rubor a sus mejillas.

Fue en esa luz confusa cuando tuve que frenar de repente. Una frenada violenta que hizo derrapar al auto y casi lo vuelca. Me llevé la mano a la corona y a mi peluca de rey, que me tapaba los ojos. Lo que antes había visto, lo que me había hecho reaccionar, no era una alucinación. Una cuadrilla de hombres de a caballo nos cortaban el paso. Vestían guerreras sucias, pantalones harapientos. Conté que eran cinco, varios con mosquetón al hombro. Uno de ellos gastaba sombrero de alas. No sé el porqué, pensé en una película del Oeste, con soldados confederados errantes después de la derrota. Estuve a punto de gritar: «¡Alto, alto! ¡Hay que repetir! ¡Vuelvan a las posiciones iniciales!». Pero Nacho Lamas me devolvió a la realidad.

—¡Bandoleros! ¡Me cago en las reglas del marqués de Queensberry!

Nos miraban muy serios desde las honduras de sus rostros enjutos. Las barbas de alambre. De osar acercarse, los murciélagos quedarían clavados en aquellas púas. Hasta que uno de ellos comenzó a reírse. Al poco, todos reían como quien cabalga a horcajadas de la risa. También los caballos relinchaban y reían, reían y relinchaban.

—¡Vinieron, vinieron los Reyes Magos! —se mofó uno de ellos, con cara de randa.

El Gary Cooper del sombrero hizo un adorno con el caballo. Las manos delanteras del animal cabriolaron a la altura del parabrisas. Luego, el jinete descabalgó. Era visible la cartuchera con pistola en la funda. Pero no sacó el arma, sino el sombrero. Sonrió, pero las faltas en la dentadura le dieron al gesto un sentido burlón.

—¡Bienvenidos, majestades de Oriente! Reciban los honores de la Agrupación Guerrillera de Galicia.

—Lo que te dije —murmuró Nacho, en el asiento de copiloto—. Bandidos. La cagamos.

—¡Calma, Melchor! —dije con un suspiro.

—¡Bonita máquina! —exclamó el que parecía ser el jefe, acariciando la carrocería de mi Packard granate—. ¿Harían el favor de salir?

Obedecimos. Mientras, eché mis cuentas. Estábamos en 1951. Hacía un año que yo había vuelto de América. Manuel Ponte, el jefe guerrillero, había sido ejecutado en 1947, cuando ya estaba claro que las potencias aliadas no intervendrían para derrocar a la dictadura de Franco. A partir de ahí, todo había sido una lenta agonía. El maquis estaba en trance de extinción, acosado por batallones enteros, reventado por chivatos e infiltrados, y sólo resurgía en acciones que se presentaban como «bandidaje» en las escasas y veladas alusiones de los periódicos. En esta época de liquidación irreversible, sólo sobrevivía un mito, que andaba en la boca de las gentes como héroe o villano. Un fantasma vivo. Foucellas. Este hombre flaco, salido de una rendija del tiempo y que actuaba con la serenidad del indómito, ¿sería el célebre Foucellas?

Me sorprendió la voz de Baltasar, silente hasta entonces. Consultaba su reloj de cadena, las manos enguantadas en blanco.

—¡Estamos fuera de hora! La señora Duquesa se va a poner como una fiera.

—Si es un atraco —dijo Nacho Lamas, palpando la cartera bajo la capa—, tengan, esto es todo lo que…

—¡Quieto! ¿Tú eres Melchor, no?

Nacho se quedó pensativo. Todo aquello estaba resultando imprevisible. Al final, asintió: «Sí, soy Melchor».

—Pues a partir de ahora el Melchor seré yo —dijo el jefe—. ¡Dame el traje de rey a ver qué tal me sienta!

El asaltante vistió la gran capa con pelliza, luego colocó el postizo de la larga barba y la peluca. Y, con cierta solemnidad, se puso la corona. Su compañero cascabelero, desde lo alto de la montura, gritó con sorna: «¡Viva el Rey!».

El jefe de la partida, ya coronado rey y muy en su puesto, dio unas cuantas órdenes con presteza. Que desviasen el auto hacia un camino de carros, donde quedaría oculto por altos setos de laurel. Que dos de los hombres armados de mosquetón quedaran custodiando al destronado Lamas. Que nos subiéramos, Baltasar y yo, a las dos cabalgaduras libres. Y a continuación, mirándonos fijamente, y haciendo un gesto de degüello: «Supongo que sabrán ser discretos, caballeros. ¡Marchando!».

Camino del pazo, y más que nada para quitarme el pánico que me causaba montar aquella yegua parda, me decidí a charlar con aquel comandante estrafalario. Al fin y al cabo, los dos éramos reyes.

—Disculpe la confianza, pero ¿no será usted ese al que llaman Foucellas?

—¡Foucellas hay muchos! —respondió él, enigmático.

—Cada vez menos —me atreví a responderle.

Pensé que se iba a enojar o largar un discurso. Pero no. Se calló. Los caballos marcaban en el empedrado un reloj impaciente. Él pareció darse cuenta de mis esfuerzos por sostenerme con algo de dignidad: «Tenga cuidado con esa yegua. ¡Es de mala sombra!».

—¿No irán a cometer un crimen en el pazo? —pregunté, ya en el campo de la osadía.

—Usted calle y obedezca —dijo con voz grave—. ¡No va a pasar nada!

—Entonces, ¿a qué viene esta comedia?

Tiró de las riendas y me encaró, en una brusca maniobra que casi me desmonta. Sus ojos tenían algo de tizón humedecido: «¿Comedia dice? ¿Usted, señorito del carajo, piensa que estamos en el medio de una comedia?».

—No se enfade, pero en ese pazo hay gente a la que quiero mucho.

Me dejó de una pieza cuando respondió: «Pues tranquilo. Estamos a la par».

Después fue él quien llevó la conversación: «¿Usted qué hace, qué hace en la vida?».

—Yo estoy de paso.

—¡Ése es buen oficio, sí señor!

Reímos. Le expliqué que, justo antes de la guerra, había emigrado a Montreal primero y después a New Jersey, en Estados Unidos. Me iba muy bien. No había tenido suerte en el mundo del teatro, pero sí en el arte de vender electrodomésticos. «¡El futuro ya está aquí!», le dije al guerrillero, impostando la voz de locutor publicitario.

—Yo siempre quise ser electricista —dijo él, de repente—. La suma de justicia y electricidad, ¡eso sería la revolución!

—¡Véngase para allá! —exclamé sin pensarlo mucho. Y después añadí por lo bajo—: Se lo digo en serio. Usted es valiente y rebelde. Un hombre así es aquí aspirante a difunto, pero en América hace siempre fortuna. ¡Véngase! Me comprometo personalmente a ponerlo a salvo en un buque en Lisboa. El día de Año Nuevo sale un trasatlántico rumbo a Nueva York.

—Quería ser electricista, pero fui cestero —seguía él con su historia, como si no me hubiese oído—. Es curioso. Si une dos cestas, hace la esfera del mundo. Cada cesta es un hemisferio. Mientras las hacía, las cestas, entrelazaba mimbres como meridianos y ataba los paralelos con cortezas, mucho pensé en el universo y en el sentido de la vida. ¿Se venden bien los electrodomésticos?

—¡Es un milagro! En poco tiempo, cada hogar de América tendrá su nevera, su aspiradora, su televisión, su lavadora… ¡Véngase! ¡Todavía está a tiempo! Alguna vez hay que dar el salto de caballo en el ajedrez de la vida. Y le digo otra cosa: allá las mujeres son hermosas… ¡Y muy liberales!

—¡Aquí tampoco faltan las mujeres lindas! —apostilló con algo de retranca.

—No digo yo que no. Pero ¿qué me dice de América? ¡Aquí la historia ya está acabada!

Pensé que se revolvería contra esa diagnosis, pero me sorprendió de nuevo con una confesión: «En lo que me toca, eso es cierto. Para mí ya no caerán más hojas del calendario. Lo sé muy bien. Sólo tengo miedo de una cosa. La traición. Ése es ahora mi tema. Ya desde pequeño no entendía el porqué de Judas. Aparecía en el extremo de la mesa de la Santa Cena y ya le veía la catadura. Mi abuela decía que había vendido a Cristo por muy poco dinero. ¡Qué manera fea de salir en la pintura!».

—Al parecer, quería el dinero para comprar una finca. Y la compró. Y en la finca había una higuera y Judas se ahorcó en aquella higuera.

—¡Ese Judas era muy del país!

—¡Era!

Ya se escuchaban los villancicos. En la fría noche, entre las vaharadas de los caballos, y con guiño de neón de la luna, llegó como un alegre morse el sonido de las panderetas. Sentía una sensación muy extraña. Una mezcla inquietante de ser a la vez el personaje de un cuento y el eslabón de una tragedia que se me iba de las manos, como la brava montura que me revolvía las tripas.

Cerca del pazo, al seguro del alto muro de piedra, el jefe del maquis hizo un gesto con el brazo y allí quedaron los dos hombres que nos escoltaban. Fuera del portón ya había una rapazada a la espera. Nos miraron pampos y, vencida la incredulidad, comenzaron a dar gritos con alborozo.

—¡Vinieron los Reyes Magos! ¡Vinieron!

Como una niña corría Chefa hacia nosotros por el camino abovedado de los plátanos. Y detrás de ella un coro de gente ataviada de figuras del belén.

Cuando bajé de la yegua, no me fue fácil mantenerme de pie. Ella me cogió de las manos, con un alegre temblor. Había en su mirada, redoblado, ese brillo que yo siempre malinterpreté como promesa.

—¡Qué sorpresa, Martín, qué maravilla! ¡Y a caballo, como si fuese verdad!

—Es que tuvimos una avería —expliqué.

—¡No, no! ¡Es el destino que tanto nos quiere!

—Majestades —dije a Melchor y Baltasar, señalando a Chefa—, ¡he aquí el hermoso destino!

Ellos representaron muy bien su papel. Incluso Melchor le besó la mano.

—¡Venga, venga! —exclamó ella—. El Niño Jesús está impaciente. ¡No deja de llorar!

Y allá fuimos por el vestíbulo hacia el belén viviente. Quedé muy impresionado. La puesta en escena no podía ser mejor. Todo el interior estaba transformado, como un mundo en pequeño metido en una redoma. Caía nieve. Levanté la mirada. En el balcón interior, con los brazos cruzados, en un observatorio en el que no se perdía nada, como un almirante en su puente de mando, allí estaba Pedro Nerio, el señor del pazo de Sirena. Desde ese balcón interior, un grupo de criados vaciaban sacos de plumón y confeti blanco que caían con melancolía sobre nosotros. Me gustaría, por despecho, que Nerio pudiera leer en mis labios lo que ahora yo le decía a Chefa: «¿Sabes que daría la vida alegremente por ti?». Ella, siguiendo el juego, aparentando turbación como en el teatro: «¿Cómo? ¿De verdad?». Y después, claro, se echó a reír.

—¡Vamos, vamos a adorar al Niño!

En la monumental chimenea del pazo, teniendo por techo su gran campana de piedra, allí estaba el Portal de Belén. Y era cierto que antes de ver al detalle la escena, ya se escuchaba el angustioso llorar de la criatura. Melchor murmuró: «Son las pajas que le pican en la piel». Y se adelantó unos pasos. Caminaba decidido, como hipnotizado. El san José era un hombre anciano. De hecho, estaba medio adormecido, sentado en una banqueta. El niño lloraba y pateaba, pero no, no era por las pajas, pues sobre ellas, para que estuviese en lecho suave, habían puesto una piel de oveja. Melchor lo levantó y lo acunó con el balancín de sus brazos. Fui consciente de que a todo Belén le estaba emocionando aquel gesto del rey mago que nada más llegar consolaba al niño. Pero el niño seguía llorando. Y fue entonces cuando Melchor se lo pasó a la madre. A María.

—¡Lo que tiene es hambre!

María. ¡María Santísima, virgen del Cielo, madre de Dios! ¿Cómo no había visto antes a esta mujer? ¿Cómo no me había fijado en ella desde el primer momento? Si el espíritu de la belleza se hiciese carne, quiero decir, si el espíritu de la carne se hiciese belleza, quiero decir. Era una Madonna campesina con la luz dadivosa de la Flora de Tiziano. Y creo que pensé en ella, en aquella ilustración del álbum de Florencia, porque cada vez que miraba a aquella Flora deseaba con ardor que se dejase caer del todo la túnica de su hombro izquierdo.

Sí. Melchor le entregó la criatura a la madre. Y la madre dejó caer la túnica de su hombro izquierdo, pudimos ver la aurora rosa de su pezón, y le dio de mamar al niño. Y la boca del niño, amarrado a la teta con brazos de náufrago, era la boca del mundo. Un mundo que había dejado de cantar villancicos. Porque nevaba de verdad sobre todos nosotros. Todos sabedores, sin saber, de que algo estaba pasando. Mientras el niño mamaba, Melchor y María no dejaban de mirarse. Todo quedó en suspenso. Y era tal el silencio que sólo se escuchaba en el salón del pazo el sonido incandescente del filamento de los ojos. Deseé quedar para siempre en aquella estampa, ser una pizca de óleo en aquel cuadro. Con el niño prendido del hilo de leche, Melchor y María hacían el amor con la mirada.

Como cuentan de ciertas aves cuando están en celo, ellos no oían ni los pasos del cazador. Pero yo sí. Me di cuenta de dos cosas. Que en la cara de Chefa había dos surcos de lágrimas, aunque no lloraba. Y que arriba, en el balcón interior, uno de los criados musitaba algo en el oído de Pedro Nerio y que a éste se le estaban tensando los músculos de quien otea un peligro o una pieza mayor.

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