Dawson siempre la había hecho sentir así. Le contempló poner el codo en el marco de la ventana e intentó pensar en alguien que se asemejara mínimamente a él. Había dolor y tristeza perfilados en las líneas de las comisuras de sus ojos, y también inteligencia, y no pudo evitar preguntarse cómo habría sido Dawson como padre. Sospechaba que habría sido bueno. Era fácil imaginarlo como la clase de papá capaz de pasarse horas y horas lanzando y recogiendo una pelota de béisbol, o intentando trenzarle el cabello a su hija, aunque no tuviera habilidad para hacerlo. Había algo insólitamente tentador y prohibido en aquello.
Cuando Dawson desvió la vista para mirarla, Amanda supo que estaba pensando en ella, y se preguntó cuántas noches en la plataforma petrolífera había hecho lo mismo. Al igual que Tuck, era una de esas extrañas personas que podían amar una sola vez en la vida; por otro lado, estar separada del ser querido solo conseguía fortalecer tales sentimientos. Dos días antes, le había parecido desconcertante, pero en cambio ahora lo comprendía, ya que Dawson no había tenido ninguna otra elección. El amor, después de todo, siempre expresaba más acerca de aquellos que lo sentían que de los que amaban.
La brisa del sur los envolvió con el perfume a mar abierto. Amanda cerró los ojos, disfrutando del momento. Cuando al final llegaron a los confines de Vandemere, Dawson desplegó la hoja con las direcciones que Amanda le había entregado y la repasó rápidamente antes de asentir con la cabeza.
Más que un pueblo, Vandemere era una aldea con unos pocos centenares de habitantes. Desde la carretera, Amanda vio varias casas dispersas y una pequeña tienda de ultramarinos con un surtidor de gasolina frente a la fachada principal. Un minuto más tarde, Dawson tomó una curva y se adentró en un camino sin asfaltar lleno de surcos que se alejaba de la carretera principal. Amanda no tenía ni idea de cómo había podido ver el desvío; con la maleza, era prácticamente invisible desde la carretera.
Empezaron a avanzar despacio, tomando primero una curva y luego otra, sorteando los troncos caídos, derribados por las tormentas, y siguiendo los contornos dibujados suavemente en el paisaje. El motor, que rugía con potencia en la autopista, parecía haber enmudecido, absorbido por un exuberante paisaje que los envolvía por todos los costados. El camino se estrechaba aún más a medida que avanzaban, y unas ramas bajas, cubiertas de musgo, acariciaron el coche a su paso. Las azaleas, con sus exuberantes e indomables flores abiertas, competían con las plantas trepadoras por conseguir la luz del sol, oscureciendo la vista a ambos lados.
Dawson se inclinó sobre el volante, conduciendo con cautela milimétrica, con cuidado para no arañar la pintura del coche. Por encima de sus cabezas, el sol se ocultó detrás de otra nube, lo que matizó aún más las envolventes tonalidades verdes.
El camino se ensanchó un poco después de tomar una curva y luego otra.
—¿Estás seguro de que es el camino correcto? —preguntó ella.
—Según el mapa, lo es.
—¿Por qué está tan lejos de la carretera principal?
Dawson se encogió de hombros, tan perplejo como ella. Después de tomar la última curva, instintivamente pisó el freno y detuvo el vehículo en seco. De repente, los dos supieron la respuesta.
E
l último tramo del camino acababa frente a una pequeña casa enclavada en medio de un bosque de robles centenarios. La estructura desportillada, con la pintura ajada y los postigos que habían empezado a ennegrecerse por los cantos, estaba flanqueada por un porche de piedra enmarcado con columnas blancas. Con el paso de los años, una de las columnas había quedado recubierta por una parra, que se enredaba hasta llegar al tejado. Cerca de los peldaños, había una silla de metal, y en una punta del porche sobresalía una pequeña maceta con geranios en flor, que agregaba una nota de color a la vieja estructura.
Sin embargo, los ojos de Amanda y de Dawson se desviaron inevitablemente hacia el prado de flores silvestres. Miles de ellas, un manto de mil y un colores se extendía casi hasta los peldaños del porche. Un mar de tonalidades rojas, naranjas, lilas, azules y amarillas que llegaba casi hasta la cintura se mecía cadenciosamente bajo la suave brisa. Cientos de mariposas revoloteaban sobre el prado, mareas de colores que ondeaban bajo el sol. Junto al prado había una pequeña valla de listones de madera, apenas visible a través de las azucenas y los gladiolos.
Amanda miró a Dawson con asombro, y luego contempló el prado de flores otra vez. Parecía casi una fantasía, la visión del paraíso celestial imaginada por un ser humano. Se preguntó cómo y cuándo había plantado Tuck todas esas flores. Enseguida dedujo que había plantado las flores silvestres para Clara. Las había plantado para expresar lo que ella significaba para él.
—Es increíble —suspiró impresionada.
—¿Sabías algo de esto? —La voz de Dawson reflejaba su asombro.
—No —contestó ella—. Lo único que sabía era que este lugar era el refugio de Tuck y de Clara.
En ese preciso instante, tuvo una imagen muy vívida de Clara sentada en el porche mientras Tuck permanecía de pie, apoyado en una columna, gozando de la impresionante belleza del jardín silvestre. Dawson levantó el pie del freno y el coche rodó despacio hacia la casa. Los colores se mezclaban como gotas de pintura fresca que se extendían al sol.
Después de aparcar cerca de la casa, se apearon del vehículo y continuaron contemplando la escena. Había un sendero angosto y serpenteante, visible entre las flores. Fascinados, vadearon el mar de colores bajo un cielo fragmentado. El sol volvió a emerger por detrás de una nube. Amanda pudo sentir cómo su calidez ayudaba a dispersar el perfumado aroma que la rodeaba. Todos sus sentidos estaban amplificados, como si aquel día hubiera sido creado solo para ella.
A su lado, Dawson le buscó la mano. Entrelazaron los dedos. A ella le pareció un gesto genuinamente natural. Amanda pensó que podría repasar los años de duro trabajo grabados en cada una de sus callosidades; diminutas heridas que surcaban sus palmas, aunque su tacto era increíblemente gentil. Se dio cuenta de que Dawson también habría creado un jardín como aquel para ella.
«Para siempre», había grabado Dawson en el banco de trabajo de Tuck. Una promesa de adolescentes, nada más; sin embargo, Dawson había sido capaz de mantenerla viva. En ese momento, ella podía notar la fuerza de aquella promesa, una fuerza que llenaba la distancia entre ellos mientras se abrían paso entre las flores. A lo lejos, se oyó el distante fragor de un trueno. Amanda tuvo la extraña sensación de que el trueno la llamaba y le pedía que escuchara.
Sin querer, le rozó el hombro a Dawson con el suyo. Aquel gesto le aceleró el pulso.
—Me pregunto si estas flores vuelven a crecer, o si Tuck tenía que plantar las semillas todos los años —murmuró Dawson.
El sonido de su voz sacó a Amanda de su ensimismamiento.
—Reconozco algunas —contestó ella, con una voz que se le antojó extraña incluso a sus oídos—. Las hay que vuelven a crecer; en cambio, hay otras que es necesario plantar de nuevo.
—¿Así que Tuck estuvo aquí a principios de año, para plantar más semillas?
—Seguramente. Veo encajes de la reina Ana. Mi madre tiene esas flores: mueren cuando llega el invierno.
Los siguientes minutos los dedicaron a pasear por el sendero. Amanda iba señalando las flores anuales que conocía: rudbeckias bicolores, liátrides, campanillas y ásteres, mezcladas con plantas perennes como nomeolvides, sombreritos mexicanos y amapolas orientales. No parecía haber una organización formal del jardín; era como si Dios y la naturaleza se hubieran salido con la suya, por más que Tuck hubiera intentado establecer un orden. Sin embargo, de algún modo, la exuberancia silvestre resaltaba la belleza del jardín, y mientras caminaban entre la caótica paleta de colores, Amanda solo podía pensar en lo contenta que estaba de que Dawson estuviera allí con ella para poder compartir aquel sueño juntos.
La brisa arreció, refrescando el aire y acomodando más nubes. Amanda observó cómo él alzaba la vista al cielo.
—La tormenta ya está cerca —advirtió él—. Será mejor que ponga la capota del coche.
Amanda asintió, pero no lo soltó. En parte temía que él no volviera a cogerle la mano, que no tuvieran otra oportunidad. Pero Dawson tenía razón: las nubes se estaban tornando más oscuras.
—Espérame dentro —dijo Dawson, con una voz que expresaba también su reticencia, y lentamente desenlazó los dedos de los de ella.
—¿Crees que la puerta estará cerrada con llave?
—Me apuesto lo que quieras a que no. —Él sonrió—. No tardaré más de un minuto.
—¿Te importa coger mi bolso del asiento trasero?
Dawson asintió y, mientras ella observaba cómo se alejaba, recordó que, antes de enamorarse, se había encaprichado de él. Todo había empezado como un amor platónico, el típico enamoramiento adolescente que la impulsaba a garabatear su nombre en las libretas cuando se suponía que tenía que estar haciendo los deberes. Nadie, ni siquiera Dawson, sabía que no había sido un accidente que los dos acabaran formando pareja en el laboratorio de química. Cuando la profesora pidió a los alumnos que buscaran pareja, ella inventó una excusa para ir al baño y, cuando regresó, Dawson era, como de costumbre, el único que quedaba. Sus amigas le dedicaron miradas de consideración, pero ella se sintió secretamente entusiasmada con la idea de pasar unas horas con el chico enigmático y callado que, de algún modo, parecía ser más inteligente de lo que le tocaba por su edad.
Después de tantos años, mientras él cerraba la puerta del coche, la historia parecía repetirse, y Amanda sintió el mismo entusiasmo. Había algo de él que solo Amanda percibía, una conexión que había echado de menos durante todo el tiempo que habían estado separados. Y, en cierto modo, sabía que lo había estado esperando, igual que él la había estado esperando a ella.
No podía imaginar no volver a verlo nunca más; no podía separarse de Dawson para que de nuevo se convirtiera en un recuerdo. El destino —bajo la forma de Tuck— había intervenido. De camino hacia la casa, supo que había una razón para ello. Todo aquello tenía que significar algo. Después de todo, el pasado ya no existía; el futuro era lo único que les quedaba.
Dawson había acertado: la puerta principal no estaba cerrada con llave. Al entrar, lo primero que pensó fue que era evidente que aquella casa era el refugio de Clara.
A pesar de que tenía el mismo suelo de tablas de madera de pino deterioradas, las mismas paredes de cedro e idéntica distribución que la casa en Oriental, había cojines de llamativos colores sobre el sofá y fotos en blanco y negro dispuestas armoniosamente en las paredes. Las tablas de madera habían sido lijadas y pintadas de color celeste, y las grandes ventanas inundaban la estancia con luz natural. Había dos estanterías blancas hechas a medida, en las que se alternaban los libros con las figuritas; obviamente, Clara se había dedicado a coleccionarlas a lo largo de los años. Una intrincada colcha tejida a mano descansaba sobre el respaldo de una butaca, y no había ni una mota de polvo en las mesillas de estilo rústico. En cada rincón de la estancia había una lámpara de pie, y en una esquina, cerca de una radio, una versión más pequeña de la foto de las bodas de plata.
A su espalda, oyó que Dawson entraba en la casa. Permaneció unos momentos en el umbral, callado, sosteniendo la americana y el bolso de Amanda; por lo visto, no encontraba las palabras necesarias.
Ella tampoco podía ocultar su propia sorpresa.
—Es un sitio muy especial, ¿verdad?
Dawson contempló la estancia.
—Me pregunto si no habremos ido a parar a la casa equivocada.
—No te preocupes —dijo ella, señalando hacia la foto—. Es la casa correcta. Pero es más que obvio que este era el refugio de Clara, no el de Tuck. Y que él nunca lo cambió.
Dawson dobló la americana sobre el respaldo de una silla y luego colgó el bolso de Amanda en el mismo sitio.
—No recuerdo haber visto nunca la casa de Tuck tan limpia. Supongo que Tanner habrá contratado a alguien para que prepare este sitio para nosotros.
Amanda estaba de acuerdo. Recordó que el abogado había mencionado sus planes de pasarse por allí, así como sus instrucciones de que esperaran hasta el día después de la reunión para ir hasta Vandemere. El hecho de que la puerta no estuviera cerrada con llave confirmaba sus sospechas.
—¿Has visto ya el resto de la casa? —se interesó él.
—Todavía no. Estaba ocupada intentando averiguar cuál era el lugar que Clara tenía reservado para Tuck. Es más que obvio que no le dejaba fumar aquí dentro.
Dawson señaló con el pulgar por encima del hombro, hacia la puerta abierta.
—Lo que explica la silla en el porche. Probablemente ese era el sitio que ella le tenía reservado.
—¿Incluso después de la muerte de Clara?
—Probablemente Tuck tenía miedo de que el fantasma de Clara apareciera de repente y le regañara si se atrevía a encender un cigarrillo dentro.
Amanda sonrió, y los dos se dispusieron a explorar las estancias, rozándose sin querer mientras deambulaban por el comedor. Del mismo modo que en la casa en Oriental, la cocina estaba ubicada en la parte posterior, con vistas al río, pero en aquella cocina todo hablaba de Clara, desde los armarios blancos y las complicadas volutas en las molduras hasta los azulejos de color blanco y azul que cubrían la encimera. Una tetera reposaba sobre uno de los fogones, y en la encimera había un jarrón con flores silvestres, obviamente del jardín. Delante de la ventana, había una mesa y, sobre ella, dos botellas de vino, uno tinto y el otro blanco, junto con dos copas resplandecientes.
—Me parece que Tuck se está volviendo predecible —comentó Dawson, con la vista fija en las botellas.
Amanda se encogió de hombros.
—Hay cosas peores.
Admiraron la vista del río Bay a través de la ventana, callados, ya que no había necesidad de decir nada más. Allí de pie, junto a él, Amanda se sentía arropada por la familiaridad de aquel silencio. Podía notar el leve movimiento ascendente y descendente en el pecho de Dawson mientras respiraba. Tuvo que reprimir la tentación de cogerle la mano de nuevo. En un acuerdo tácito, los dos se apartaron de la ventana y prosiguieron inspeccionando el lugar.
Frente a la cocina, había una habitación en cuyo centro destacaba una mullida cama con dosel. Las cortinas eran blancas, y la cómoda no tenía ni los arañazos ni las abolladuras de los muebles de la casa de Tuck en Oriental. Sobre cada una de las mesitas de noche reposaba una lamparita de cristal, ambas idénticas, y en la pared opuesta al armario había colgado un cuadro con un paisaje impresionista.