Lo mejor de mi

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Authors: Nicholas Sparks

Tags: #Romántico

BOOK: Lo mejor de mi
13Mb size Format: txt, pdf, ePub

 

«Todo el mundo quería creer que el amor interminable era posible. Ella también lo creyó una vez, cuando tenía 18 años … »

Durante la primavera de 1984, cuando todavía iban al instituto, Amanda Collier y Dawson Cole se enamoraron para siempre. Aunque pertenecían a estratos sociales muy diferentes, el amor que sentían el uno por el otro parecía capaz de desafiar cualquier impedimento. Pero el verano después de su graduación una serie de acontecimientos imprevistos separaría a la pareja y los llevaría por caminos radicalmente opuestos.

Ahora, transcurridos veinticinco años, Amanda y Dawson tienen que volver a verse para el funeral de Tuck Hostetler, el mentor que encubrió y protegió su historia de amor adolescente. Ninguno lleva la vida que imaginó… y ninguno de los dos ha podido olvidar el apasionado primer amor que cambió sus vidas para siempre. En el curso de un solo fin de semana, se preguntarán: ¿puede el amor reescribir el pasado?

Nicholas Sparks

Lo mejor de mi

ePUB v1.1

Tanodos
02.11.12

Título original:
The best of me

Nicholas Sparks, 2011.

Traducción: Iolanda Rabascal

ePub base v2.0

A Scott Schwimer, un gran amigo.

1

L
as alucinaciones de Dawson Cole empezaron después de la explosión en la plataforma, el día en que debería haber muerto.

En los catorce años que llevaba trabajando en plataformas petrolíferas, creía haberlo visto todo. En 1997, fue testigo del accidente de un helicóptero que perdió el control durante la maniobra de aterrizaje. El aparato se estrelló contra la cubierta y provocó una impresionante bola de fuego; Dawson sufrió quemaduras de segundo grado en la espalda cuando intentó salvar a las víctimas. En el accidente perecieron trece personas, la mayoría de las cuales viajaban en el helicóptero.

Cuatro años más tarde, después de que una grúa se desplomara en la plataforma, un trozo de metal del tamaño de un balón de baloncesto que había salido volando casi le cercenó la cabeza. En el año 2004, fue uno de los pocos trabajadores que se quedó en la plataforma cuando el huracán Iván desató su furia contra aquella parte del planeta. Con ráfagas de viento de más de ciento sesenta kilómetros por hora, el huracán levantó olas gigantescas, tan impresionantes como para que Dawson se planteara ponerse un salvavidas por si se desmoronaba la plataforma.

Pero hubo más accidentes; la gente resbalaba, había piezas que se partían, y entre la tripulación, los cortes y los moratones eran el pan de cada día. Dawson había visto más huesos rotos de los que podía contar, y había sobrevivido a dos brotes de intoxicación alimentaria que se habían cebado en toda la tripulación. Dos años antes, en 2007, presenció cómo un buque de suministro empezaba a hundirse a medida que se alejaba de la plataforma, aunque su tripulación logró ser rescatada en el último momento por otra embarcación guardacostas que patrullaba cerca de la zona.

Sin embargo, la explosión fue algo diferente. Dado que no hubo derrame de petróleo —en aquella ocasión, los mecanismos de seguridad y sus sistemas auxiliares evitaron un grave desastre—, solo la prensa nacional se hizo eco del siniestro. De hecho, a los pocos días, el asunto quedó completamente olvidado. Pero para los que estaban allí, incluido él, fue el origen de numerosas pesadillas.

Hasta aquel momento, las mañanas en la plataforma habían transcurrido de un modo rutinario. Dawson estaba monitorizando las estaciones de bombeo cuando de repente estalló uno de los tanques de almacenamiento de crudo. Antes de que tuviera tiempo de procesar lo que había sucedido, el impacto de la explosión lo lanzó contra una nave próxima. A continuación, el fuego se expandió rápidamente por todas partes. La plataforma entera, recubierta de grasa y petróleo, se convirtió de inmediato en un infierno que engulló toda la instalación. Otras dos fuertes explosiones sacudieron la plataforma de un modo aún más violento. Dawson recordaba que había arrastrado varios cuerpos para alejarlos del fuego, pero una cuarta explosión, más potente que las anteriores, lo lanzó otra vez por los aires. Apenas recordaba haber caído al agua; aquel impacto debería haberlo matado. De repente, se encontró flotando en el golfo de México, a unos ciento cincuenta kilómetros al sur de la bahía de Vermillion, cerca del estado de Luisiana.

Al igual que la mayoría de sus compañeros, no tuvo tiempo de ponerse el traje de supervivencia, ni siquiera un chaleco salvavidas. En medio del oleaje vislumbró a un hombre a lo lejos, con el pelo negro, que le hacía señales con la mano, como si le indicara que nadara hacia él. Dawson braceó en aquella dirección, bregando contra las olas del océano, cansado y aturdido. La ropa y las botas lo arrastraban hacia las oscuras profundidades y, cuando sus brazos y sus piernas empezaron a desfallecer, supo que iba a morir. Le parecía que se había acercado bastante a su objetivo, aunque no podía estar completamente seguro debido al fuerte oleaje. En aquel instante, avistó un salvavidas que flotaba entre unos cascotes a escasos metros. Aunó las últimas fuerzas que le quedaban y logró aferrarse a él. Después se enteró de que había permanecido en el agua casi cuatro horas y que había sido arrastrado un kilómetro y medio de distancia de la plataforma antes de que un buque de abastecimiento que había acudido velozmente hasta la dantesca escena lo salvara de una muerte segura.

Lo subieron a bordo y lo llevaron a una de las salas, donde se reunió con otros supervivientes. Dawson temblaba por la hipotermia y estaba confuso. Aunque su visión era un tanto difusa —más tarde le diagnosticaron una leve contusión—, supo reconocer la inmensa suerte que había tenido. Vio a hombres con horribles quemaduras en los brazos y en los hombros, y a otros que sangraban por las orejas o que tenían huesos rotos. A la mayoría de ellos los conocía por su nombre. En la plataforma había tan pocos espacios adonde ir —era, esencialmente, un pequeño terreno en medio del océano— que tarde o temprano todos confluían en la cafetería, en el salón recreativo o en el gimnasio. Había un hombre, sin embargo, que solo le resultaba un poco familiar, un tipo que lo miraba fijamente desde la otra punta de aquella sala abarrotada. Tenía unos cuarenta años, el pelo oscuro e iba ataviado con una cazadora azul que, lo más probable, le había prestado algún miembro de la tripulación. Dawson pensó que parecía fuera de lugar; por su aspecto se asemejaba más a un oficinista que a un peón. El hombre le hizo una señal con la mano, y aquel gesto activó de repente el recuerdo de la silueta que había vislumbrado en el agua. ¡Era él! A Dawson se le erizó el vello en la nuca. Antes de que pudiera identificar el motivo de su desasosiego, alguien le echó una manta por encima de los hombros y le indicó que lo siguiera hasta un rincón donde un oficial médico aguardaba para examinarlo.

Cuando volvió a sentarse, el hombre con el pelo oscuro había desaparecido.

Durante la siguiente hora fueron llegando más supervivientes, pero, a medida que su cuerpo entraba en calor, Dawson empezó a preguntarse por el resto del equipo. No veía a muchos de los hombres con los que llevaba años trabajando. Más tarde supo que habían perecido veinticuatro personas. Poco a poco encontraron la mayoría de los cadáveres, aunque no todos. Mientras se recuperaba en el hospital, no podía dejar de pensar en las familias que no habían tenido la oportunidad de despedirse de sus seres queridos.

Desde la explosión, le costaba conciliar el sueño, y no por ninguna pesadilla recurrente, sino porque no podía zafarse de la impresión de que alguien lo vigilaba. Se sentía… como si lo persiguieran, por más ridículo que pudiera parecer. Tanto de día como de noche, de vez en cuando percibía algún movimiento furtivo cercano, pero, cuando se daba la vuelta, no había nada ni nadie que diera sentido a su malestar. Se cuestionó si tal vez se estaba volviendo loco. El médico sugirió que podía tratarse de una reacción postraumática a causa del estrés por el accidente, quizá su mente todavía se estaba recuperando de la contusión. La explicación tenía sentido y parecía lógica, pero no le convenció. Aun así, se limitó a asentir con la cabeza. El médico le recetó unas pastillas para combatir el insomnio que ni se molestó en tomar.

Le dieron una baja temporal retribuida por un periodo de seis meses mientras se ponían en marcha los engranajes legales. Tres semanas más tarde, la empresa le ofreció un convenio y él firmó los papeles. Por entonces, ya había recibido llamadas de media docena de abogados, todos con el ávido interés en presentar un litigio de acción popular, pero Dawson no quería complicaciones. Aceptó la oferta económica de la compañía e ingresó el cheque el mismo día que lo recibió. Con suficiente dinero en su cuenta como para que muchos lo consideraran un hombre rico, acudió a su banco y realizó una transferencia de casi toda su pequeña fortuna a una cuenta en las islas Caimán. De allí, la transfirió a una cuenta corporativa en Panamá que había abierto sin necesidad de mucho papeleo, antes de transferirla a su destino final. Sabía que era virtualmente imposible realizar un seguimiento del dinero.

Solo se quedó con lo necesario para cubrir el pago del alquiler y sus gastos. No necesitaba ni quería mucho. Vivía en un remolque al final de una carretera sin asfaltar en los confines de Nueva Orleans. La gente que veía la vetusta caravana probablemente suponía que la característica primordial que la redimía era que hubiera sobrevivido al huracán Katrina en el año 2005.

La desvencijada estructura de plástico se asentaba sobre unos bloques de ceniza apilados, una base provisional que, con el paso del tiempo, había acabado por convertirse en permanente. El remolque disponía de una habitación individual y un baño, un angosto comedor y una cocina en la que solo había espacio para una nevera pequeña. El aislamiento térmico era casi inexistente, y la humedad había acabado por deformar el suelo, por lo que Dawson tenía la impresión de estar siempre caminando sobre un plano inclinado. El linóleo de la cocina se estaba pelando por los bordes, la alfombrita estaba completamente raída, y Dawson había amueblado el reducido espacio con objetos que había ido adquiriendo en tiendas de segunda mano. Ni una sola fotografía en las paredes. Aunque llevaba casi quince años viviendo en la caravana, no la consideraba su hogar, sino solo un sitio donde podía comer, dormir y ducharse.

Con todo, a pesar de ser un viejo remolque, solía estar tan impecable como las impresionantes casas que embellecían la zona histórica de Nueva Orleans. Se podría decir que Dawson era, y siempre había sido, un maniático de la limpieza y del orden. Dos veces al año, reparaba las grietas y sellaba las junturas para que no entraran roedores ni bichos y, cuando se preparaba para ir a trabajar a la plataforma, fregaba los suelos de la cocina y del cuarto de baño con desinfectante, y vaciaba los cajones de víveres que pudieran echarse a perder. Generalmente, trabajaba treinta días, a los que seguían otros tantos libres, así que cualquier alimento que no estuviera enlatado se pudría al cabo de menos de una semana, sobre todo en verano. Cuando regresaba, fregaba otra vez el remolque de arriba abajo mientras lo ventilaba, y procuraba hacer todo lo posible para zafarse del olor a humedad.

Con todo, era un lugar tranquilo. En realidad, eso era lo único que Dawson necesitaba. Vivía a un kilómetro de la carretera principal, y el vecindario más cercano estaba incluso más lejos. Después de un mes en la plataforma, eso era exactamente lo que quería.

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